Autor: Alicia Gallotti (Wanted).
Fuente: “Perspectiva”, Bolivia.
Tras la puerta de entrada, una ristra de cartelitos dice “Bienvenido” en varios idiomas. El ambiente está iluminado con una lámpara de papel chino y otra que —a lo mejor— ganó un premio al diseño. Cuelgan móviles de animales que se segmentan al moverse. Las grandes ilustraciones que cubren las paredes muestran a Raquel Welch cruzándose las piernas en cama ajena y al “Lole” Reutemann —ganador sólo en los pósters— pegando una curva en tecnicolor. Junto a la biblioteca un póster descubre a una nena diciendo “Este es el palito de abollar ideologías” y a un nene señalándose el ombligo diciendo “Eta fidma de mamá ¿tí?”. Más allá, un falso cartel de estacionamiento, anunciando que está prohibido estar de mal humor de 0 a 24 hs. Sobre un estante, un almanaque enseña diariamente a su usuario a embocar la pelota y otro a meter bien en la argolla. En la mesa, hay tres ceniceros encasquetables, un cuaderno con forro de plástico que intenta explicar en qué se va el dinero, y un móvil con pequeñas pelotas plateadas sostenidas con un alambre. Sobre la mesa de luz están las pertenencias del usuario, un llavero con una gota de mercurio, un portadocumentos que dice: “Mi prontuario” y una billetera que dice “ iPeligro! la mosca se extingue”. En una puerta, hay un cartel que dice “First Toilette Bank. Depósitos a toda hora”.
UNO PARA CONSUMIR.
¡Santo Cristo! ¿A qué abismos puede verse reducida una persona humana? Todo este desvarío surgió —según dicen— con los cambios que generó el mundo después de Mayo de 1968. Slogans como espadas no tardaron en bastardearse en artículos de consumo y los cuartos adolescentes fueron invadidos por frases como “La imaginación al poder” y “Prohibido prohibir”. Después, ya no hubo forma de parar esta plaga. Escuditos y distintivos dieron pie a una avalancha feroz que sepultó desde afuera a la moderada industria nacional que se conformaba con hacer sortijas de carozo de durazno, llaveritos de alambre, collares de “huayruru” y decoración de relojes con miniaturas de Copacabana.
Aquellos primitivismos agonizan hoy, sepultados por avalanchas de “En este lugar se enseña a sonreír”, “Aquí nos rompemos todo por Ud.”, “La virginidad es una enfermedad. Vacúnese” y una catarata de alfombras con forma de pie, espejos con forma de manzana o corazón, ceniceros como manos, velas, lápices, calcomanías, pósters, móviles, cajas, cajitas, cajones, tarjetas, fotografías, portalápices, lápices con perfume, almanaques y pisapapeles.
¿ERES O TE HACES?
El que tiene dinero ¿hace lo que quiere o lo que le imponen? Es un poco difícil de entender el florecimiento de la industria del disparate. Sus objetos generalmente tienen en común el hecho de que, o no sirven para nada, o cumplen su función bastante defectuosamente. Muy estéticos no son, puesto que en su mayoría se limitan a repetir formas ajenas. Muy originales tampoco, dado que se limitan a apoyarse en el diseño para modificar usos tradicionales. Y entonces ¿qué? ¿De puro graciosos? ¿Habrá que creerles a los que dicen que una sociedad casi harta necesita siempre cosas nuevas para seguir consumiendo, sin que importe su finalidad? Si es así, habría que darle más crédito al que inventó el póster “Bolivia, hay quien te ama y quien te U.S.A.”. O tragársela doblada e ir a comprar uno de esos cartelitos que dicen “Mejore su facha: ¡Sonría! “.
Que la industria de la pavada haya proliferado a estos extremos en sólo un lustro hace temer que en esos adomos con forma de paquidermos y rinocerontes de papel prensado que la integran, los latinos han querido reflejarse a ellos mismos. ¿Somos tan pavos para tanta pavada? Si la respuesta es afirmativa... “Sonríe, Dios te ama”.
NO PREGUNTO CUÁNTOS SON.
¿Quiénes son los principales consumidores de esta floreciente industria nacional? Una investigación infernal realizada entre fabricantes y vendedores de estos artículos coincide en que los compradores más importantes se ubican entre los 14 y los 25 años, sobre todo varones. La gente mayor compra para regalar a la gente joven, aunque nunca falta el tardío que compra un póster del Che Guevara para colocarlo encima de su espejo estilo Regence. En general, los compran porque se sienten “modernos”. Loado sea Dios.
Los consultados tienden a desglosar los pósters de los demás objetos, argumentando que son “vehículos de comunicación masiva”. Su bajo costo (como el de la mayoría de los demás productos de su especie) confirmaría esta visión. Los pósters serían, de acuerdo con esta hipótesis, una suerte de diario oral (como los murales que le gustaban a Mao) en el que la sociedad se ve reflejada. Tal cual.
Los pósters, como todo, tienen sus modas. Actualmente, por ejemplo, hacen furor los “tiernos”, que pretenden ser “dulces” de acuerdo a su mensaje. Entre los objetos, prevalecen los que imitan frutas, coletazo posible de la moda de la nostalgia de los años 40, cuando los sombreritos de Carmen Miranda simbolizaban todos los placeres fogosos que podía deparar el trópico ardiente.
UN MODO DE DECIR.
Cualquier psicoanalista de barrio podría aseverar que “la industria de la huevada” es una respuesta a la sociedad represora, es decir que se utilizan objetos para expresar cosas que no pueden decirse de otro modo. Una especie de industrialización actualizada de aquel tradicional cartel de los almaceneros: “Hoy no se fía, mañana sí”. Pues no se le puede fiar a nadie pero tampoco se puede caer en la grosería de decirlo frontalmente. La indirecta, que le dicen.
A través de un buen diseño, una textura linda y un bajo costo que obliga a vender mucho porque hay escaso margen por unidad, la industria de la huevada repta hasta asolar todos los páramos. A veces, sin proponérselo, alcanza el horror, como esos robots articulados que se usan como colgantes, los pósters con la propia imagen, los huevos con cartelito y las calcomanías para autos que son consideradas execrables hasta por los mismos vendedores, por razones obvias.
¿Qué motivos incitan a consumir? ¿Por qué esto es como es? ¿Qué lo provoca?
EL MENSAJE: el objeto expresa lo que se desea. El objeto se carga con las virtudes del que lo ofrece y disimula los defectos.
LA DEFINICIÓN ANTE LOS DEMÁS: el objeto define a quien lo posee. En su fantasía es “más moderno”, “menos chico” o “menos tonto” por tener esta cartuchera, aquella caja, este colgante.
EL FACTOR ECONÓMICO: el objeto nunca hace quedar mal porque tiene humor. Y se lo puede adquirir con chaucha y palito.
LA REPRESENTACIÓN: el objeto vale porque representa no lo que es, sino otra cosa. Curiosamente, estas representaciones la mayoría de las veces satirizan a los mismos usuarios.
LA EVASIÓN: el objeto permite hacer salir ansiedades que no encuentran una canalización aceptada. Es agredir sin molestar, es “joder” pero sin procurar que el otro se enoje. Es ser otro, aunque sea un poquito.
¡BASTA DE CHÁCHARAS!
Decenas de gansadas con tufo psicosociológico podrían enhebrarse en nombre de la industria de la huevada. Se pueden pautar zonas de consumo, rastrear el uso de las tarjetas humorísticas, los móviles con líquidos adentro o las pulseras de identificación. Se puede apelar a Levi-Strauss y todavía queda tela para la sanata. Tanta como para generar una nueva industria de la huevada que consistiría en crear elementos y condiciones destinados a cuestionar esa industria que, es hora de decirlo de una buena vez y sin tapujos, no jode a nadie, no idiotiza a nadie más de lo que se lo indica su test de Rayen, no coloniza a nadie más de lo que pueden obtener los medios de comunicación, hoy, en el país. Si es el objetivo oculto, está fuera del tema. La industria en sí no hace más que recoger las sobras de la metódica labor que desarrollan las demás.
MI AMIGO ROQUE DICE:
En rigor de verdad, la industria del disparate no es tan nueva como pareciera. Ya en la década de los 50 erogábamos los pequeños fondos de nuestro “recreo” escolar para llenar de fotografías un llamado “Álbum de las estrellas”. Es evidente, sin embargo, que conforme fue desarrollándose la sofisticación técnica y electrónica en prensa, radio y televisión, la receptividad de la gente se acentuó en el marco de una ingenuidad hasta cierto punto alarmante.
No es preciso estar dotado de gran criterio o talento para la promoción publicitaria; no es importante contar con la aprobación legal de ninguna entidad oficial; ni siquiera es preciso ser boliviano para impulsar con éxito el auge de cada nuevo disparate en el país. El color y/o los efectos sonoros realizan con eficiencia su trabajo respaldado con el innegable atractivo del diseño de un mundo irreal. Y la irrealidad es el único ámbito que al parecer queda para alcanzar como ideal, cuando la crudeza amarga de la verdad se hace cotidiana y pesada.
Cabe reconocer, empero, el notable sentido psicológico que caracteriza a quienes, en latitudes nórdicas, crean cada nueva moda, y su habilidad para difundirlas rápidamente a través de todo el orbe. El reconocimiento de esa habilidad y ese sentido nos ayuda a explicarnos cómo se ha consagrado la irrelevancia en nuestros países, promocionando estupideces que luego reditúan millones de dólares como ganancias a las centrales metropolitanas y las subsidiarias de la periferia.
Los objetivos se han definido en dos sectores: los pósters con poemas de Cardenal, Benedetti y Neruda, para gente de 18 a 25 años, y los muñecos y álbumes para el mundo infantil. Obviamente, es este último el que sin siquiera sospecharlo, recibe en mayor grado el efecto de esa promoción, porque sobrepasa su capacidad de análisis, ante la pasividad de los mayores.
El cambio ha sido tremendo. Las muñecas para varones —idea aberrante para los chicos de hace quince años— abren la brecha seguidas de una infinidad permanentemente renovable de implementos fantásticos. El “dinky toy” y el “mecano” resultan obsoletos y ridículos frente a la arrolladora vigencia de los “falcon”, los “he-man” y los “transformers”. Su acción obnubiladora viene complementada con la técnica y el color del engaño a través de videos y “hataris” que no dejan nada para la imaginación y la inventiva. Paralelamente, en una brillante acción de subliminal estrategia, arremeten sin pausa ni clemencia los famosos álbumes de figuritas, camuflados en el color rosa de la ternura o el brillante espectro de la aventura. Todo vale, sin límite. Vale llenar de vaciedad el tiempo y la inquietud de los niños; vale pintar —con lápices perfumados— un camino esponjoso donde se hundan las inquietudes; vale tapiar —con autoadhesivos— el horizonte de un desafiante porvenir.
La industria del disparate se caracteriza por su fidelidad inalterable hacia sus propósitos: nunca enseña algo, siempre significa nada. Aprender, experimentar, proponer, han pasado de moda. Así se intensifica la importación de necedades, cada vez en mayor volumen, a estos países de Dios.
Y no digo más, porque yo también, por hoy, “quiero ser cariñosito”.
Fuente: “Perspectiva”, Bolivia.
Tras la puerta de entrada, una ristra de cartelitos dice “Bienvenido” en varios idiomas. El ambiente está iluminado con una lámpara de papel chino y otra que —a lo mejor— ganó un premio al diseño. Cuelgan móviles de animales que se segmentan al moverse. Las grandes ilustraciones que cubren las paredes muestran a Raquel Welch cruzándose las piernas en cama ajena y al “Lole” Reutemann —ganador sólo en los pósters— pegando una curva en tecnicolor. Junto a la biblioteca un póster descubre a una nena diciendo “Este es el palito de abollar ideologías” y a un nene señalándose el ombligo diciendo “Eta fidma de mamá ¿tí?”. Más allá, un falso cartel de estacionamiento, anunciando que está prohibido estar de mal humor de 0 a 24 hs. Sobre un estante, un almanaque enseña diariamente a su usuario a embocar la pelota y otro a meter bien en la argolla. En la mesa, hay tres ceniceros encasquetables, un cuaderno con forro de plástico que intenta explicar en qué se va el dinero, y un móvil con pequeñas pelotas plateadas sostenidas con un alambre. Sobre la mesa de luz están las pertenencias del usuario, un llavero con una gota de mercurio, un portadocumentos que dice: “Mi prontuario” y una billetera que dice “ iPeligro! la mosca se extingue”. En una puerta, hay un cartel que dice “First Toilette Bank. Depósitos a toda hora”.
UNO PARA CONSUMIR.
¡Santo Cristo! ¿A qué abismos puede verse reducida una persona humana? Todo este desvarío surgió —según dicen— con los cambios que generó el mundo después de Mayo de 1968. Slogans como espadas no tardaron en bastardearse en artículos de consumo y los cuartos adolescentes fueron invadidos por frases como “La imaginación al poder” y “Prohibido prohibir”. Después, ya no hubo forma de parar esta plaga. Escuditos y distintivos dieron pie a una avalancha feroz que sepultó desde afuera a la moderada industria nacional que se conformaba con hacer sortijas de carozo de durazno, llaveritos de alambre, collares de “huayruru” y decoración de relojes con miniaturas de Copacabana.
Aquellos primitivismos agonizan hoy, sepultados por avalanchas de “En este lugar se enseña a sonreír”, “Aquí nos rompemos todo por Ud.”, “La virginidad es una enfermedad. Vacúnese” y una catarata de alfombras con forma de pie, espejos con forma de manzana o corazón, ceniceros como manos, velas, lápices, calcomanías, pósters, móviles, cajas, cajitas, cajones, tarjetas, fotografías, portalápices, lápices con perfume, almanaques y pisapapeles.
¿ERES O TE HACES?
El que tiene dinero ¿hace lo que quiere o lo que le imponen? Es un poco difícil de entender el florecimiento de la industria del disparate. Sus objetos generalmente tienen en común el hecho de que, o no sirven para nada, o cumplen su función bastante defectuosamente. Muy estéticos no son, puesto que en su mayoría se limitan a repetir formas ajenas. Muy originales tampoco, dado que se limitan a apoyarse en el diseño para modificar usos tradicionales. Y entonces ¿qué? ¿De puro graciosos? ¿Habrá que creerles a los que dicen que una sociedad casi harta necesita siempre cosas nuevas para seguir consumiendo, sin que importe su finalidad? Si es así, habría que darle más crédito al que inventó el póster “Bolivia, hay quien te ama y quien te U.S.A.”. O tragársela doblada e ir a comprar uno de esos cartelitos que dicen “Mejore su facha: ¡Sonría! “.
Que la industria de la pavada haya proliferado a estos extremos en sólo un lustro hace temer que en esos adomos con forma de paquidermos y rinocerontes de papel prensado que la integran, los latinos han querido reflejarse a ellos mismos. ¿Somos tan pavos para tanta pavada? Si la respuesta es afirmativa... “Sonríe, Dios te ama”.
NO PREGUNTO CUÁNTOS SON.
¿Quiénes son los principales consumidores de esta floreciente industria nacional? Una investigación infernal realizada entre fabricantes y vendedores de estos artículos coincide en que los compradores más importantes se ubican entre los 14 y los 25 años, sobre todo varones. La gente mayor compra para regalar a la gente joven, aunque nunca falta el tardío que compra un póster del Che Guevara para colocarlo encima de su espejo estilo Regence. En general, los compran porque se sienten “modernos”. Loado sea Dios.
Los consultados tienden a desglosar los pósters de los demás objetos, argumentando que son “vehículos de comunicación masiva”. Su bajo costo (como el de la mayoría de los demás productos de su especie) confirmaría esta visión. Los pósters serían, de acuerdo con esta hipótesis, una suerte de diario oral (como los murales que le gustaban a Mao) en el que la sociedad se ve reflejada. Tal cual.
Los pósters, como todo, tienen sus modas. Actualmente, por ejemplo, hacen furor los “tiernos”, que pretenden ser “dulces” de acuerdo a su mensaje. Entre los objetos, prevalecen los que imitan frutas, coletazo posible de la moda de la nostalgia de los años 40, cuando los sombreritos de Carmen Miranda simbolizaban todos los placeres fogosos que podía deparar el trópico ardiente.
UN MODO DE DECIR.
Cualquier psicoanalista de barrio podría aseverar que “la industria de la huevada” es una respuesta a la sociedad represora, es decir que se utilizan objetos para expresar cosas que no pueden decirse de otro modo. Una especie de industrialización actualizada de aquel tradicional cartel de los almaceneros: “Hoy no se fía, mañana sí”. Pues no se le puede fiar a nadie pero tampoco se puede caer en la grosería de decirlo frontalmente. La indirecta, que le dicen.
A través de un buen diseño, una textura linda y un bajo costo que obliga a vender mucho porque hay escaso margen por unidad, la industria de la huevada repta hasta asolar todos los páramos. A veces, sin proponérselo, alcanza el horror, como esos robots articulados que se usan como colgantes, los pósters con la propia imagen, los huevos con cartelito y las calcomanías para autos que son consideradas execrables hasta por los mismos vendedores, por razones obvias.
¿Qué motivos incitan a consumir? ¿Por qué esto es como es? ¿Qué lo provoca?
EL MENSAJE: el objeto expresa lo que se desea. El objeto se carga con las virtudes del que lo ofrece y disimula los defectos.
LA DEFINICIÓN ANTE LOS DEMÁS: el objeto define a quien lo posee. En su fantasía es “más moderno”, “menos chico” o “menos tonto” por tener esta cartuchera, aquella caja, este colgante.
EL FACTOR ECONÓMICO: el objeto nunca hace quedar mal porque tiene humor. Y se lo puede adquirir con chaucha y palito.
LA REPRESENTACIÓN: el objeto vale porque representa no lo que es, sino otra cosa. Curiosamente, estas representaciones la mayoría de las veces satirizan a los mismos usuarios.
LA EVASIÓN: el objeto permite hacer salir ansiedades que no encuentran una canalización aceptada. Es agredir sin molestar, es “joder” pero sin procurar que el otro se enoje. Es ser otro, aunque sea un poquito.
¡BASTA DE CHÁCHARAS!
Decenas de gansadas con tufo psicosociológico podrían enhebrarse en nombre de la industria de la huevada. Se pueden pautar zonas de consumo, rastrear el uso de las tarjetas humorísticas, los móviles con líquidos adentro o las pulseras de identificación. Se puede apelar a Levi-Strauss y todavía queda tela para la sanata. Tanta como para generar una nueva industria de la huevada que consistiría en crear elementos y condiciones destinados a cuestionar esa industria que, es hora de decirlo de una buena vez y sin tapujos, no jode a nadie, no idiotiza a nadie más de lo que se lo indica su test de Rayen, no coloniza a nadie más de lo que pueden obtener los medios de comunicación, hoy, en el país. Si es el objetivo oculto, está fuera del tema. La industria en sí no hace más que recoger las sobras de la metódica labor que desarrollan las demás.
MI AMIGO ROQUE DICE:
En rigor de verdad, la industria del disparate no es tan nueva como pareciera. Ya en la década de los 50 erogábamos los pequeños fondos de nuestro “recreo” escolar para llenar de fotografías un llamado “Álbum de las estrellas”. Es evidente, sin embargo, que conforme fue desarrollándose la sofisticación técnica y electrónica en prensa, radio y televisión, la receptividad de la gente se acentuó en el marco de una ingenuidad hasta cierto punto alarmante.
No es preciso estar dotado de gran criterio o talento para la promoción publicitaria; no es importante contar con la aprobación legal de ninguna entidad oficial; ni siquiera es preciso ser boliviano para impulsar con éxito el auge de cada nuevo disparate en el país. El color y/o los efectos sonoros realizan con eficiencia su trabajo respaldado con el innegable atractivo del diseño de un mundo irreal. Y la irrealidad es el único ámbito que al parecer queda para alcanzar como ideal, cuando la crudeza amarga de la verdad se hace cotidiana y pesada.
Cabe reconocer, empero, el notable sentido psicológico que caracteriza a quienes, en latitudes nórdicas, crean cada nueva moda, y su habilidad para difundirlas rápidamente a través de todo el orbe. El reconocimiento de esa habilidad y ese sentido nos ayuda a explicarnos cómo se ha consagrado la irrelevancia en nuestros países, promocionando estupideces que luego reditúan millones de dólares como ganancias a las centrales metropolitanas y las subsidiarias de la periferia.
Los objetivos se han definido en dos sectores: los pósters con poemas de Cardenal, Benedetti y Neruda, para gente de 18 a 25 años, y los muñecos y álbumes para el mundo infantil. Obviamente, es este último el que sin siquiera sospecharlo, recibe en mayor grado el efecto de esa promoción, porque sobrepasa su capacidad de análisis, ante la pasividad de los mayores.
El cambio ha sido tremendo. Las muñecas para varones —idea aberrante para los chicos de hace quince años— abren la brecha seguidas de una infinidad permanentemente renovable de implementos fantásticos. El “dinky toy” y el “mecano” resultan obsoletos y ridículos frente a la arrolladora vigencia de los “falcon”, los “he-man” y los “transformers”. Su acción obnubiladora viene complementada con la técnica y el color del engaño a través de videos y “hataris” que no dejan nada para la imaginación y la inventiva. Paralelamente, en una brillante acción de subliminal estrategia, arremeten sin pausa ni clemencia los famosos álbumes de figuritas, camuflados en el color rosa de la ternura o el brillante espectro de la aventura. Todo vale, sin límite. Vale llenar de vaciedad el tiempo y la inquietud de los niños; vale pintar —con lápices perfumados— un camino esponjoso donde se hundan las inquietudes; vale tapiar —con autoadhesivos— el horizonte de un desafiante porvenir.
La industria del disparate se caracteriza por su fidelidad inalterable hacia sus propósitos: nunca enseña algo, siempre significa nada. Aprender, experimentar, proponer, han pasado de moda. Así se intensifica la importación de necedades, cada vez en mayor volumen, a estos países de Dios.
Y no digo más, porque yo también, por hoy, “quiero ser cariñosito”.
Ukamau la cosa...
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