sábado, 5 de junio de 2010

La sociedad de los miedos

Aun cuando este profundo análisis psico-sociológico, no sin buena dosis de filosofía, se refiere más al ámbito argentino, casi todo lo que expresa puede aplicarse a cualquier ámbito humano de la actual posmodernidad. Tomando en cuenta que, en efecto, el miedo íntimamente enlazado con el instinto de conservación, es uno de los motores más poderosos de la conducta humana, algo que Eric Fromm también lo enfoca en su libro famoso “Los cuatro gigantes…”, parece ser que en este último tiempo, y a pesar de lo que la globalización parece reportar en materia de bienestar, todos parecemos sentir una especie de angustia existencial que comenzando por nuestras legítimas incertidumbres, pasan por las crisis de todo tipo (guerras, inequidad, calentamiento global, epidemias nunca antes vistas, amenazas externas al planeta, etc.), que a veces nos hacen decir para nuestros adentros: “no sé por qué aun no he perdido la cordura”. El autor de este artículo enfoca, con objetividad pocas veces vista, la forma como esta sensación se presenta ante el ser humano actual, ya no en la forma de fenómenos físicos inexplicables ni en la pugna de prevalecer entre las fieras prehistóricas sino en la forma de fantasmas (de todo tipo) que en gran medida él mismo ha creado y en la angustia de cómo sobrevivir al supuesto “progreso” del que ahora parece comenzar a ser víctima.

Autor: Pacho O’Donnell, historiador y ensayista. Autor de “La Sociedad de los miedos”. Editorial Sudamericana, 2009.
Fuente: www.revista-noticias.com.ar, 6 de junio de 2009.

Es un sentimiento profundo y ambiguo que termina gobernando, cosechando la desconfianza, la violencia reactiva, las relaciones light, los valores subvertidos y el sinsentido vital.
Las argentinas y los argentinos de este principio de siglo estamos hechos de miedo. No se trata sólo de que lo sintamos o que nos aceche, sino que el miedo ha llegado a ser nuestra esencia constitutiva. Se ha adueñado de nuestras fibras más íntimas y condiciona, sin que nos demos cuenta, nuestros pensamientos, decisiones y acciones. Lejos de ser una consecuencia indeseada o inesperada de la organización social, constituye el dispositivo crucial de la misma ya que el miedo es el mecanismo de disciplinamiento que el sistema económico y político necesita para su conservación y expansión.
El miedo más ostensible, al menos en los tiempos que corren, lo cual no quiere decir que sea el más hondo, está relacionado con lo que se entiende por “inseguridad”, es decir, el marcado crecimiento de la violencia delincuencial y sus consecuencias psicológicas, somáticas, sociales, políticas, económicas y culturales. Esta violencia y el miedo que engendra, dejémoslo ya sentado en estas primeras líneas, lejos están de ser “causas” sino que son “consecuencias” de la clave del sistema social vigente: la agresiva, solapada y eficacísima inoculación en nuestras moléculas del anhelo de “tener”.
Tener por el medio que sea: trabajar, estafar, robar, secuestrar, matar… pero tener. Y más que el prójimo.
Si bien la metodología de su imposición suele ser subrepticia y escapar a nuestra percepción, cuando el poder social se vio gravemente amenazado por el revolucionarismo de los años setenta echó mano a la ferocidad de la Triple A y a la ominosa dictadura del llamado Proceso de Reorganización Nacional -llave maestra para lograr tal fin-, y las huellas del terror sistemático, a pesar de los años transcurridos, son perceptibles aun en aquellos que nacieron luego.
Infiltrado en cada uno de nosotros ese miedo constitutivo opera desde nuestro centro vital, nuestro inconsciente, y es lo que le permite a ese sistema en el que vivimos sostener sus necesidades de un consumismo cada vez más intensivo haciendo que cada uno de nosotros piense, elija y actúe no ya de acuerdo con su propia naturaleza, sino en función del deseo social, aquel que nos prefiere consumidores y no personas en contacto con su identidad profunda.
Esa es “la sociedad de los miedos”, caracterizada por la enajenación, la desconfianza en el prójimo, la violencia reactiva, las relaciones light, la hipoteca del deseo, el sinsentldo vital, la subversión de los valores. De eso nos ocuparemos en estas páginas, donde podrá encontrarse un listado de miedos en los que el más antológico de ellos -el miedo a la muerte- se encarna, se disimula y se objetiva.
Sin embargo, este es un texto sobre la esperanza, puesto que desocultar lo que nos malcondiciona desde nuestros propios pliegues nos da la oportunidad de reaccionar y de encontrarnos a nosotros mismos, de ser leales, aunque sea parcial o esporádicamente, con la razón de nuestra existencia. Porque está claro que no hemos venido al mundo para cumplir con deseos ajenos.
LA EXPERIENCIA. Tengo pergaminos para abordar el tema, dado que soy un experto en miedos por haberlos sufrido en carne o mente propias en todas las edades. La matriz de todos ellos fue aquel monstruo indefinible pero aterrador, que se deslizaba debajo de mi cama en las noches de mi infancia cuando mis padres salían. Yo escuchaba su respiración sibilante y me imaginaba -casi los veía- sus ojos enrojecidos, que nunca pestañeaban brillando en la oscuridad. Yo cerraba los míos y permanecía inmóvil para engañarlo, en la esperanza de que si me daba por dormido no me haría víctima de ese ataque siempre inminente que, sin que yo entones lo comprendiera, era el castigo con el que mi inconsciente me amenazaba por mis desbordantes y culpógenas fantasías sexuales. (Años más tarde el temible monstruo se encarnó en la dictadura del Proceso, me mostró sus garras chorreantes de sangre y hube de exiliarme con mi familia). Acotemos que los cuentos y los dibujos animados dirigidos a niñas y niños de corta edad suelen ser terroríficos porque cumplen con la misión de “asustarlos” para preparar su ingreso en la vida colectiva.
Los terrores infantiles están relacionados con la indefensión del ser humano en sus primeros tiempos de vida, cuando todo puede resultar un peligro letal. Tengamos en cuenta que la especie humana tarda un año en ponerse de pie, mientras que un ternero o un potrillo lo hacen a poco de nacer. Es incomprensible que una criatura tan inmadura haya logrado sobrevivir a las crudas leyes de la naturaleza y además imponerse sobre las otras criaturas.
El temor más primitivo y fundante de todos los demás es el de ser abandonados por el indispensable pecho materno, del que depende no sólo nuestra nutrición alimenticia sino también la afectiva. Traducido al lenguaje adulto, es una amenaza de privación y de muerte. Ello provoca envidia por no poder disponer de ese pecho a su arbitrio, lo que en nuestro imaginario asusta con la posibilidad de destruirlo. Muy precozmente estamos forzados a domeñar nuestra agresividad. El miedo es socializador. El costo de vivir en sociedad es renunciar a satisfacciones inmediatas por temor a las consecuencias (“el malestar en la cultura” lo llamó don Sigmund). Dicha sumisión, corno iremos desarrollando en estas páginas, ha sido llevada a una dimensión elevada de eficiencia y ocultamiento por la sociedad del miedo. Ya no se trata, sólo o tanto, del temor a las leyes, desde siempre domesticadoras de instintos por el miedo a las consecuencias de desobedecerlas.
En los tiempos que corren, la coerción se ejerce por sutiles vías de devastador efecto: el miedo a ser diferente, a ser excluido, a la desocupación, a “no tener” objetos o servicios que configuran la identidad social, al desamparo de la vejez. La organización social no reacciona, o lo hace insuficientemente y a destiempo -como lo demuestran las impotentes marchas espontáneas que claman por seguridad cuando el sistema de orden se debilita por la corrupción policial o por la ineficiente lentitud de la justicia-, porque la amenaza de desintegración social y el consiguiente temor al desamparo anárquico, fogoneado por los medios masivos, contribuyen a instalar el miedo y su consecuencia de búsqueda de refugio en la normativa social, galvanizándola.
Biológicamente, el miedo es una reacción necesaria y positiva ante una amenaza. Nuestro organismo se prepara para la defensa y el contraataque, que procurarán la supervivencia: se incrementa el metabolismo celular para un mayor gasto de energía, la presión arterial y la glucosa elevadas garantizan el combustible para la acción muscular y la actividad cerebral, la coagulación sanguínea acelerada disminuye las eventuales hemorragias.
La sangre deja de irrigar zonas innecesarias para la emergencia, como el aparato digestivo, y en cambio fluye a los músculos mayores, especialmente a las extremidades inferiores, para facilitar la carrera y los saltos. El corazón aumenta de frecuencia para garantizar la circulación de adrenalina. También se agrandan los ojos y se dilatan las pupilas para mejorar la visión.
DEL MÁS ALLÁ. Las religiones han echado y echan mano del miedo. Los griegos colocaban imágenes terroríficas en sus templos para provocarlo y fijar a sus acólitos en la fe. Al visitar el templo de las ruinas mayas en Chichén ltzá me impresionó hondamente la crueldad de las imágenes esculpidas en las paredes, pobladas de personajes monstruosos, profusas decapitaciones, sangre chorreante, feroces torturas, que seguramente tenían por objetivo atemorizar a los habitantes para forzar su sumisión. Puedo dar testimonio de que el temor al Infierno, en mi infancia de formación católica convencional, era un tormento ya que es imposible imaginarse libre de pecado, batalla en la que estamos destinados a perder porque nuestras vidas arrancan bajo la condena de un Dios furioso por la desobediencia en el Paraíso:
“¡Maldita sea la tierra por tu culpa! Con fatiga sacarás de ella tu sustento todos los días de tu vida. Ella te dará espinas y cardos y comerás la hierba de los campos. Con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra de la que fuiste formado. Porque eres polvo y al polvo volverás” (Génesis 3:17-19). El Supremo ya no nos amaría incondicionalmente, según la religión judeocristiana, sino que desde ese infausto día debemos esforzarnos por ganarnos su perdón, lo cual, según lodos los indicios, no es nada fácil. Puede trazarse un parangón de ese mecanismo de inoculación de temor con la posmoderna religión laica del mercado que hoy nos aterroriza con las noticias escritas y filmadas, transmitidas en tiempo real y simultáneo a todos los rincones del planeta, de crímenes, accidentes, matanzas, terremotos, inundaciones, bombardeos.
La fobia (fobos en griego antiguo significa “pánico”) es un miedo desproporcionado e intenso ante un objeto o una situación concreta que significan o representan algún objeto interno aterrador. En mi experiencia personal, en tiempos pasados me costaba viajar en avión, y actualmente soy muy prudente -por decirlo elegantemente- en mis baños marítimos, que quedaron marcados por una situación traumática en mi adolescencia.
De esa manera, las angustias infantiles se transforman en un miedo que puede ser identificado, racionalizado y. en ocasiones, conjurado por el sencillo expediente de evitar lo representado como temible. Sin embargo, hay fobias más graves en las que lo temido es difícil de evitar y que provocan serias restricciones a la posibilidad de vivir, como es el caso de las agorafobias o las claustrofobias.
En cuanto a los cada vez más difundidos “ataques de pánico”, según he comprobado en mi práctica profesional, se producen cuando el miedo que nos habita, el miedo constitutivo, a raíz de un estímulo por lo habitual solapado, afloja las defensas yoicas que normalmente lo contienen y se manifiesta como una angustiante sensación de muerte inminente. Porque, en última instancia, a lo que el ser humano teme es a cesar, a morir, y ese temor está en la base de todos los miedos. Con respecto a la depresión, enfermedad de nuestro tiempo, tiene lugar cuando, empujados por el miedo a ser distintos, hemos renunciado a nuestro deseo y lo hemos suplantado por el deseo social. Ello provoca su extinción y la consiguiente pérdida del impulso vital, que hace que la persona se hunda en la parálisis deseante.
El miedo es un arma de dominación política y de control social, la dictadura genocida del Proceso fue un trágico ejemplo de ello y a pesar de los años transcurridos sus efectos están aún vigentes, como el de la extendida falta de compromiso de las nuevas generaciones con lo social o lo político, consideradas, consciente o inconscientemente, actividades “peligrosas”.
La dolorosa certeza de nuestra fragilidad y vulnerabilidad es la anticipación de nuestro destino mortal. Sin embargo, nunca nos resignamos a ello y la esperanza de conjurarlo, como veremos en estas páginas, da pie a rentables emprendimientos comerciales. Es así como el miedo a la inseguridad urbana vitaliza la venta de alarmas y de blindajes, el miedo a la vejez es la base de la industria de cosméticos y cirugías estéticas, el miedo al fracaso se conjura imaginariamente con automóviles nuevos y viajes en cuotas.
PELIGROS URBANOS. En la antigüedad, nuestros antepasados temían a fenómenos naturales, como sequías, terremotos, inundaciones; también a las fieras con las que compartían el mundo. En los días que corren, en cambio, mujeres y hombres se sienten amenazados por perturbadores peligros, a veces concretos y objetivables como los nombrados, pero en otros casos imprecisables y ambiguos, que nos asustan sin que nos demos cuenta. En esto influye el progreso científico y tecnológico, que hasta no hace muchos años, sobre todo en épocas del positivismo, era la esperanza de una vida mejor por el avance de la medicina, de los transportes, de las comunicaciones, de la cultura, que prometían un futuro de vida prolongada, de ocio, de explotación y distribución racional de los recursos. En cambio ahora hemos aprendido que el verdadero avance de la ciencia se ha dado en la capacidad de destrucción apocalíptica de la tierra y sus minúsculos habitantes. Por ello, cuando nos enteramos de los progresos en la clonación humana no nos imaginamos su contusa aplicación en el trasplante de órganos, sino que damos por seguro que servirán para formar los ejércitos de zombis destructivos que nos anticiparon las películas de ciencia ficción. Y suponemos que no están lejos los tiempos del terrorismo nuclear. También nos atemoriza la comprobación de que el narcotráfico se expande de modo irremisible con la complicidad de funcionarios, jueces y uniformados, y ya no nos parece imposible un gobierno planetario de “narcos”. Otro miedo moderno es la certeza de ser espiado y controlado por organizaciones invisibles y poderosas, por lo tanto amenazantes. No se trata sólo de la vigilancia satelital que puede dar cuenta de lodos nuestros movimientos, sino también de que nuestros mensajes enviados por Internet son guardados por los buscadores (AOL, Google, Microsoft, etc.) en ficheros llamados “log de buscador”, identificados por un IP, número único que reconoce la computadora, la laptop, el blackberry o el celular de emisión. En él consta el texto del mensaje y el día y la hora en que fue emitido, lo que permite trazar un preciso perfil de nuestras relaciones, religión, intereses, tendencias políticas y sexuales, aficiones, hobbies, etc. Se supone que esos archivos son inviolables, pero la pregunta es entonces por qué se los guarda. Evidentemente, son de gran utilidad para el marketing de empresas vendedoras de ciertos productos o servicios, pues les permiten dirigir sus inversiones promocionales a un target de consumidores predispuestos. Pero también son invalorables para organismos gubernamentales o servicios secretos, que disponen así de información utilizable en nuestro perjuicio. Es claro también que el imposible blindaje ante hackers hipertecnológicos hace de la supuesta privacidad un mito insostenible.
La paranoia social es omnipresente en la vida de hoy. Es la sensación colectiva de que algo imprecisable pero terrible puede sucedernos o puede sucederles a nuestros seres amados. Ya no es el desconocimiento lo que nos llevaba a inquirir y a ir arrancando sus secretos a la naturaleza. Es ahora un terror que se retroalimenta por el contagio de los aterrados, que se solivianta en el catastrofismo en los medios de comunicación, que es azuzado por quienes sacan provecho de él, como los gobernantes que amenazan con el caos si no se cumplen sus propósitos.
RUIDOS NOCTURNOS. Vivimos en la sociedad de los miedos, en la que también prima la violencia manifiesta, que no es sino una de las exteriorizaciones del miedo sustancial en la que algunos miedosos se ponen del lado de aquel que atemoriza.
En ella, las costumbres han ido modificándose en nuestro perjuicio: los sospechables ruidos nocturnos afectan nuestros sueños, las veredas dejan de ser el lugar de juegos infantiles y adolescentes, el barrio ya no es el perímetro reasegurador de nuestras relaciones, se limita el uso del automóvil por el temor a ser asaltados, cuando oscurece se corre al refugio hogareño, se suspenden las vacaciones por la posibilidad de ser desvalijados durante la ausencia. También suele quedar afectada la capacidad de entretenimiento y culturización, ya que ir al cine, al teatro o a un museo requiere movilizarse en lo exterior, por lo que se aumentan las horas de pasividad frente al televisor con consecuencias deletéreas para la adecuada evolución de niñas y niños.
Todo prójimo deviene en alguien sospechable, como lo expresó hace siglos el sabio chino Lien Tzu:
Un hombre perdió su hacha.
Sospechaba del hijo de su vecino.
Al observar su forma de caminar, le parecía que era la propia de un ladrón de hachas; su fisonomía, la de un ladrón de hachas; todos sus movimientos y gestos eran, sin excepción, los propios de un ladrón de hachas.
Al poco tiempo, el hombre fue a cavar al valle y encontró su hacha.
Al día siguiente cuando volvió a ver al hijo de su vecino, ni uno solo de sus movimientos o gestos le parecieron los de un ladrón de hachas.
También las horas de las noches dejan de ser románticas, y se vuelven amenazantes, el regreso de los hijos se torna un milagro renovado cotidianamente, el aislamiento pasa a ser el mejor sistema de protección.
Esto último hace que la soledad se adueñe de nuestras vidas, porque poner distancia del otro peligroso nos blinda. De allí que las relaciones con los objetos y con las personas sean “líquidas” -como las definió el sociólogo Zygmunt Barman-, fugaces, precarias, inconsistentes, defensivas, sustituibles. Carentes de compromiso, todo lo cual transforma el natural gregarismo de la condición humana en una dispersión de islotes solitarios cercados por el pánico.
En estas páginas nos ocuparemos del miedo y de los miedos, es decir de nosotros mismos, con la ayuda de destacados pensadores, y recorreremos algunos de ellos, aunque en definitiva confluyen en uno solo: el miedo a vivir en los tiempos que corren, sensación funcional al sistema social que habitamos y que nos habita.

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