sábado, 5 de junio de 2010

Los últimos esquimales

Autor: Pierre Vernay
Fuente: “Conozca Más”, enero, 1996.

Cuando los inuit desaparezcan definitivamente, algo que será lamentable, muy lamentable, aunque muy pocos se den cuenta de ello, la humanidad habrá perdido una parte de su historia y su esencia, aunque ellos mismos no la hayan podido desarrollar. Se trata de un pueblo que, a pesar de todo, todavía es un testimonio vivo de la forma en que los seres humanos, en medio de la desolación que puede ser igual en el hielo polar, en las dunas del desierto, en el bosque más impenetrable, o en los confines de los mares, hemos aprendido a prevalecer, aunque con diversa suerte. Si tenemos un poco de sentido común para con la historia y la evolución humana, si apreciamos un poco nuestras raíces, si actuamos con algo de justicia para con nuestros hermanos humanos, tendríamos que hacer algo, en realidad mucho, para intentar revertir la disolución que actualmente este pueblo sufre en silencio. Sin embargo, antropólogos y políticos parecen "mirar a otro lado", prefieriendo discutir los mil pliegues recónditos de la globalización y otras realidades mucho más fáciles de las que ocuparse. Este artículo, escrito hace década y media, pinta una realidad que, a la altura de este nuevo milenio, seguramente es mucho más desoladora de la que lo fue entonces.

Habitan en la región más infernal del planeta, y pueden desaparecer si no logran conservar sus peculiares costumbres. Su nombre significa "los que comen carne cruda". Pero ellos prefieren llamarse a sí mismos inuit, que en su idioma quiere decir "la verdadera gente". No conocen la palabra guerra y son cálidos y acogedores con los extraños. En el norte del Canadá sólo quedan unos 17 mil esquimales puros. El resto ha emigrado o se ha diluido a fuerza de mestizarse con otros pueblos. Forman el grupo humano más extraño de la Tierra.

Llevan en la sangre el estigma de la muerte. Y por eso se van apagando de a poco, sin otro consuelo que las inútiles lágrimas que se congelan sobre sus mejillas. Están condenados a la desaparición total y ellos lo saben. Quizá porque nunca han podido escribir su historia se consideran a sí mismos el pueblo más infortunado de la Tierra. No tienen memoria de su remoto pasado y sólo pueden recordar los hechos ocurridos en el término de una o dos generaciones. Lo cual les resulta insuficiente para enfrentar el futuro. Nadie sabe de dónde llegaron y por qué se han obstinado en vivir allí, en una de las regiones más infernales del planeta. Los inuit dicen que ellos son “la verdadera gente”, pero nadie les cree. Los indios algonquinos —que habitaron alguna vez el este del Canadá— los llamaron “esquimales”, un término despectivo, que en esa lengua quiere decir “los que comen carne cruda”. Los hombres blancos se apropiaron de esa palabra y los orgullosos inuit no tuvieron más remedio que aceptar aquel nombre. Fue la primera derrota de “la verdadera gente”. Ahora, cuando sólo quedan unos 17 mil inuit puros (el resto, algo más de 50 mil, se ha mestizado con europeos hasta casi diluirse), ya no pueden impedir la diáspora que los atormenta. Viven en el norte de Canadá, más allá del Círculo Polar Ártico, y conservan un modo de vida que va cambiando en forma acelerada. Su actividad principal sigue siendo la caza y la pesca, pero ahora ya todo es distinto. Del sur —de Ottawa, de Montreal, de Québec— les llegan alimentos y artefactos con los que ellos nunca soñaron. Lo extraño es que los primitivos inuit tienen una capacidad asombrosa para no sorprenderse y adoptar con total naturalidad las cosas que han terminado por transformar su existencia diaria. Pueblo conquistado, después de todo, lo único que les cuesta aceptar es la justicia que les impusieron desde afuera. Todavía ahora, son perseguidos por robar y encarcelados por ladrones, palabras que no existen en su vocabulario. Hasta fines del siglo pasado los esquimales del Canadá fueron nómadas. Se desplazaban de un sitio al otro siguiendo la migración de los renos y de las ballenas que frecuentaban las costas en las cuales vivían. Actualmente habitan en pequeños asentamientos, dispersos por la helada tundra, donde las temperaturas invernales suelen llegar a los 30 grados bajo cero. Uno de sus pueblos más importantes es Coppermine, situado a unos 150 kilómetros al norte del Círculo Polar Ártico. No hay caminos para llegar a ese sitio y la única forma de acceder a él es por medio del avión. Antiguamente hubo allí una rica mina de cobre, cuya veta está hoy agotada. De aquella época data la corta pista de aterrizaje. El paisaje es espectral. Por todos lados se ve nada más que nieve y cielo. De vez en cuando se advierte un promontorio que sobresale de esa pampa helada, que no alcanza para romper la obstinada monotonía del horizonte.
Las casas son de madera y bloques prefabricados de cemento. Los techos a dos aguas le dan un inesperado aspecto alpino. Sólo que allí no hay árboles: en toda la región no crece ni la más miserable de las plantas. En verano, cuando el termómetro sube hasta cero grado, brotan algunos musgos y crecen unos líquenes raquíticos en los intersticios de las rocas. Es el único color verdusco que se permite ese desierto impiadoso. En cambio, para mitigar tanto frío, los hombres son allí cálidos y amistosos. Adamache es el nombre del líder máximo de la comunidad, un individuo viejo y fornido que tiene fama de ser el mejor cazador de osos de la zona. Mi pueblo —dice— tiene el destino escrito. Es casi seguro que no podrá sobrevivir demasiado tiempo al avance de las costumbres de los blancos. Cada vez son más los jóvenes que emigran hacia el sur. Cuando vivía mi abuelo, nuestro grupo tenía unas cinco mil personas, ahora apenas llegamos a mil. En otros lugares como Alaska, Groenlandia o Siberia los inuit puros ya no existen. Son todos mestizos que no practican nuestro estilo de vida. Algunos son cristianos y otros, los más chicos, se han olvidado de hablar nuestra lengua. Sólo nosotros cazamos osos y focas todavía. El comercio y el trabajo no son nada, sólo existe la caza. Cada vez que un inuit mata un oso, el espíritu del animal pasa a su corazón para hacerlo más valeroso. Si atrapamos una ballena con nuestros arpones, nos apoderamos de la grandeza de ese animal, que es semejante a los dioses. Por eso odiamos el comercio. Además, todo lo nuestro es de todos. Si yo tengo un fusil puede venir un vecino y llevárselo sin pedirme permiso. También es de él. Pero si algún viejo se lleva el fusil de un blanco lo persiguen y lo encarcelan. Y la cárcel es la muerte.” Adamache no puede decir su edad. En la época en que nació, los esquimales aún no sabían contarlos años ni usar el calendario. Dado que en los meses de invierno el sol no sale nunca en esas regiones, los inuit medían el tiempo por el lapso que duraba una “dormida”. La suma se agotaba cuando se les acababan los dedos de las manos. Los antropólogos no conocen una manera más arcaica de contabilizar el paso de los días. Es que los esquimales conforman un pueblo muy antiguo y pobremente desarrollado. Se han desenterrado restos de su primitiva cultura, en el este de Alaska y en el norte de Canadá, que se remontan a unos 3 mil años a.C. En donde ahora está Coppermine ya había asentamientos en el año uno de nuestra era. La etnóloga Dorothy Jean Ray dice en uno de sus libros que la habilidad que desarrollaron los inuit para inventar y utilizar instrumentos les permitió asentarse y prosperar en un territorio tan hostil para la vida de los hombres.
Aprendieron a fabricar arpones de piedra y de huesos de ballena, a trenzar la piel de los animales, a trabajar y curtir el cuero, a usar el intestino de las morsas para hacer odres, a confeccionar trajes de pieles cosidas con delicadas agujas de hueso, a usar lanzas de huesos con puntas muy aguzadas y —tal vez lo más importante de todo— a domesticar los perros salvajes y hacerlos tirar de sus ingeniosos trineos. La etnóloga Ray cuenta que un grupo de arqueólogos —excavando en el hielo, que todo lo conserva— encontraron un trineo del siglo XV en el cual los patines de hueso habían sido reemplazados por salmones congelados, sujetos con fuertes tripas de foca. Es en esa época cuando los primeros europeos descubrieron la existencia de este raro pueblo, que no conoce la palabra guerra. Por entonces la organización social era casi la misma que existe hoy en Coppermine. Los esquimales nunca alcanzaron a formar tribus y el concepto de nación les fue siempre desconocido. Se agrupaban por familias, igual que ahora, Iideradas por el cazador más viejo. Lo acompañaban su mujer, sus hijos solteros, sus hijos casados junto con sus mujeres, más los hijos de éstos. Las hijas mujeres que se casaban pasaban a integrar la familia de sus esposos. En verano vivían en tiendas hechas con piel de reno, que desarmaban y armaban constantemente, siguiendo los rebaños de renos. En invierno construían un iglú (que en la lengua inuit quiere decir “hogar”) y desde allí salían a cazar focas y a pescar en el hielo. El iglú es una construcción muy ingeniosa, y las familias de Coppermine aún lo usan en la temporada invernal. No está hecho de bloques de hielo, como muchos suponen, sino de panes de nieve. Estos panes de nieve se funden unos con otros y se hielan por la parte de afuera, formando una cubierta sólida. Como la nieve tiene burbujas de aire en su interior, éste actúa como un perfecto aislante del frío. Mientras que afuera puede haber una temperatura de 30 grados bajo cero, en el interior del iglú nunca baja de cero grado. Es decir, un ambiente muy confortable para un esquimal. Si la familia es muy numerosa, se construyen varios iglúes unidos entre si. La parte habitable está por debajo del nivel del suelo para evitar las corrientes de aire. Los chicos siempre duermen en la parte sur —que es la más abrigada— y los perros en la parte norte. El jefe y su esposa ocupan el centro, cerca de la estufa, que antes se alimentaba con aceite de ballena y ahora con kerosene o gas propano. Pero Adamache asegura que cada vez son menos los inuit que saben construir un buen iglú. También los cazadores de focas han perdido parte de su antigua habilidad y resistencia. Casi nadie usa ya el arpón —dice el viejo líder—. Los jóvenes prefieren emplear los rifles, lo cual hace más fácil la caza. Antes había que estar parado horas y horas al lado de un agujero en el hielo esperando que una foca saliera a respirar. Y cuando se asomaba había que ser muy diestro para ensartarla con el arpón. Lo peor es que uno nunca sabía por cuál de los agujeros iba a salir una foca a respirar, y un cazador solitario podía vigilar uno solo de esos respiraderos. Muchas veces ocurría que el animal aparecía lejos de donde estaba y la caza se malograba. Ahora el cazador se puede apostar en un sitio y desde allí controlar varios agujeros. “Si la foca sale en cualquiera de ellos, lo único que tiene que hacer es apuntar rápido y disparar.” Todo cambia vertiginosamente para ellos. Y algunos no entienden ese cambio. A pesar de la televisión que contemplan azorados, su realidad sigue siendo otra. De la misma forma que la propiedad de las cosas es colectiva, también comparten las mujeres y los hijos. Ellas tienen el derecho de cambiar de hombre cuando quieren, y los hijos suelen elegir la familia con la cual desean vivir. Para un inuit no hay cortesía más grande que ofrecer la propia mujer a quienes llegan a visitarlos. Y las mujeres, casadas o solteras, no pueden negarse si algún hombre solicita pasar la noche con ella. Ahora las jóvenes suelen rechazar esa costumbre y muchos esquimales adolescentes son condenados por la justicia canadiense acusados de violación, un vocablo —y un concepto— que no figura en su horizonte cultural. “Aquí—dice Adamache— la vida es dura. Pero lo peor es que ya casi no somos inuit. Comemos cosas enlatadas, bailamos las danzas del sur, vestimos nuevas ropas, nos enseñan idiomas extraños y nos hacen olvidar que nuestro dios es la Luna, que siempre rigió nuestra vida. Si alguien mata una foca y le saca el hígado cálido y palpitante y se lo come para que la caza le sea propicia lo acusan de crueldad. Por suerte yo soy viejo, porque ser inuit es muy triste. Pero cuando ya no estemos en este mundo, quedará un gran vacío. Y entonces serán los dioses de la caza los que se pondrán tristes y llorarán para que vuelvan los inuit, que son la verdadera gente.”

RETRATO INUIT
Los únicos inuit puros viven en el norte de Canadá y su número no supera las 17 mil personas.
Durante los meses de verano siguen la migración de los rebaños de renos.
Su alimento tradicional es la carne de foca o de ballena. Altamente transculturados, ahora consumen casi todos sus alimentos enlatados, que les llegan del sur.
Desconocen la propiedad privada y la apropiación de las cosas es colectiva.
El matrimonio no existe. Para un esquimal es un acto de suprema cortesía ofrecer su mujer a los visitantes.

Sería bueno comentar este post con nuestras amistades, claro que aquí también…

Ukamau la cosa...

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