Una ciudad asentada sobre un terreno virtualmente imposible que sin embargo conserva un patrimonio inigualable tanto en historia como en cultura.
Para comenzar, un comentario noticioso de 1995: “De pronto, cuando ya parecía totalmente condenada al desastre, Venecia cesó de hundirse. Pero no se trata de un milagro. Al dejar de utilizarse el agua de las napas subterráneas e interrumpirse el bombeo del gas metano almacenado en el lecho de la laguna, la ciudad inmovilizó sus cimientos, tal vez para siempre. Lo cual no ahuyentó, sin embargo, ese clima de rara, melancólica decadencia que tiene desde siempre. Ahora volvieron los fastos de su lujoso Carnaval, pero también su honda tristeza. Los palacios refulgen como nunca, pero su deslumbrante belleza despierta viejas angustias. Mientras tanto, en las inmediaciones del increíble Callejón de los Asesinos, la muerte, el erotismo y el destino bailan una danza macabra e interminable. Enigmáticas historias que merecen ser contadas”.
Por detrás de la plaza de San Marcos, en los intrincados callejones y canales que rodean el teatro La Fenice, el aire de Venecia tiene un olor perverso. Que se acentúa cuando el último turista abandona la zona. Allí, al lado de una trattoria que sólo posee veinte sillas, en la calle degli Assassini, hay un palacio de paredes intrincadas que encierra la misteriosa clave de esta ciudad inexplicable. En su interior, a comienzos de 1650, se inició un drama que —con ligeras variantes y otros protagonistas— habría de repetirse luego hasta el cansancio. A tal punto que su trama, romántica y siniestra, llegó a convertirse en parte ineludible del alma veneciana. Los hechos que allí ocurrieron pintan las costumbres y hasta las formas de gobierno de un sitio que —en el siglo XVII— era todavía el más deslumbrante de Europa, famoso por los placeres que ahí podían encontrarse y por los juegos galantes que todos practicaban.
Esa casona de tres pisos y setenta habitaciones, pertenecía a una rama de la familia Dandolo, descendiente de uno de los dogos más prestigiosos de la República: Enrico Dandolo. Aquel que en 1204 (a los 90 años de edad) financió la cuarta Cruzada y se quedó con la mayor parte del botín de guerra que las fuerzas cristianas obtuvieron en el asedio de Constantinopla, luego de haberla saqueado y dado muerte a gran parte de la población. Los cuatro caballos de bronce de San Marcos, símbolo actual del lujo veneciano, formaban parte de aquel infinito tesoro llegado de Oriente.
En ese palacio del Callejón de los Asesinos —aunque todavía no se llamaba así—, vivía Hortensia Dandolo, una bellísima joven de 20 años, que había quedado viuda a los pocos meses de haberse casado. El poderoso Pietro Gritti, miembro del Consejo de Gobierno de la ciudad, se había enamorado de la bella Hortensia y le había propuesto matrimonio. Ella no tardó en aceptarlo. Y todo estaba listo para una boda principesca cuando llegó desde Roma el célebre cantante Alessandro Stradella, famoso en Italia y en toda Europa.
Hortensia comenzó a tomar lecciones con él y los jóvenes no tardaron en enamorarse. De Stradella —músico de enorme talento— queda un retrato pintado por Tiziano, donde se muestra su atractivo rostro, de finas y armoniosas proporciones. De ella sólo se conoce su triste destino. Temiendo la furia de Pietro Gritti, los enamorados huyeron de la ciudad rumbo a Roma, dando un largo rodeo. El despechado noble, al enterarse, juró vengarse de los amantes y contrató a una pareja de asesinos para encontrarlos y darles muerte.
Después de buscarlos infructuosamente por varias ciudades de Italia, los asesinos llegaron a Roma una tarde que había una gran funzione con música en la iglesia de San Juan de Letrán. Pensando que quizá podían hallarlos en ese sitio, los sicarios merodearon un rato por la basílica mientras se desarrollaba el concierto. Cuando ya desesperaban de cumplir su objetivo, observaron que Stradella se disponía a cantar. Viendo a Hortensia en primera fila, resolvieron darles muerte ahí mismo, en alguna de las oscuras callejas cercanas.
De pronto oyeron, sin proponérselo, aquella voz sublime. Después de escucharla un instante, los dos hombres se sintieron conmovidos. Dice la historia que derramaron lágrimas y que sólo pensaron en salvar a los amantes cuya muerte habían jurado.
Terminada la ceremonia, esperaron a que Stradella saliera por una puertecita falsa con Hortensia. Le dieron las gracias por el placer que les había dado con su voz, le explicaron los horribles motivos de su viaje y le rogaron que se marcharan de Roma inmediatamente. Cosa que los amantes hicieron esa misma noche, embarcándose rumbo a Turín. La furia de Gritti no tuvo límites cuando se enteró de los hechos y prometió encargarse él mismo de la venganza.
Enajenado, presionado políticamente, el padre de Hortensia se unió al colérico Pietro para lavar con sangre la honra de su familia, que creía ultrajada. Juntos desandaron largas jornadas por ignotos rincones sin encontrar ni una pista de los fugitivos. A todo esto, Stradella había hallado refugio en la corte de la duquesa de Saboya, encandilada por su voz celestial. Pero la fama del músico era tanta, que sus actuaciones resonaron más allá de los límites de Turín y sus éxitos llegaron a oídos del atormentado, enloquecido padre.
Una noche, cuando Alessandro se paseaba por unos jardines, tres sombras armadas de espadas saltaron sobre él y lo dejaron en tierra, cubierto de sangre. No estaba muerto, sin embargo. Pero una de las estocadas que recibió en el cuello le quitó la voz para siempre. Hortensia lo consoló con amor y pasaron varios años escapando de un sitio a otro. Cansada del largo peregrinaje, melancólica hasta las lágrimas, le rogó a su amante que la llevara a Venecia, para poder ver —aunque fuese por un instante— las añoradas aguas de la laguna.
Llegaron un atardecer de invierno y se alojaron en casa de unos fieles amigos del músico. A la mañana siguiente, cuando fueron a despertarlos, los encontraron muertos en el lecho, tintos de sangre. Habían sido apuñalados. Sus cuerpos —por disposición del gobierno veneciano— fueron enterrados sin que una lápida señalara el lugar de la sepultura. Desde entonces, ese callejón donde está la trattoria de las veinte sillas y la casa paterna de Hortensia se llama degli Assassini.
Toda la historia y la geografía de Venecia están llenas de estos hechos que definen la particular idiosincrasia de esta ciudad misteriosa. Nadie sabe bien por qué, pero lo cierto —según lo reconocen escritores tan disímiles y distantes como Charles Dickens, Mark Twain, Thomas Mann, Marcel Proust o Ernest Hemingway, que la amaron y odiaron— es que el sexo, el amor y la idea de la muerte están estrechamente ligados a Venecia.
Quizá sea porque es la ciudad que más sufrió los embates de la peste a lo largo de la historia. En 1347 padeció una terrible epidemia de peste bubónica; más de la mitad de los 120 mil habitantes de Venecia sucumbieron entonces a la llamada “muerte negra”. Otros 20 mil perecieron en 1382, cuando reapareció el flagelo. Durante los tres siglos que siguieron, casi nunca estuvo libre de ese azote. Pero igual siguió viviendo.
El escritor Italo Calvino dijo, en uno de sus más hermosos libros, que en Venecia la muerte y la resurrección están empeñadas en una lucha eterna. No se refería solamente a que la ciudad, por esos años, se hundía irremediablemente. Si la belleza de Florencia, decía, es capaz de engendrar el extravío en las almas sensibles, los canales venecianos producen en cambio un sentimiento ambivalente, situado entre la tragedia y el alborozo.
Quizá una muestra de eso se pueda encontrar en su Carnaval, único en el mundo. Desde sus más remotos orígenes fue una lujosa fanfarria para pobres y ricos. En el siglo XVI, cuando los festejos duraban dos meses, la nobleza ya estaba dividida en corporaciones —parecidas a las escolas do samba brasileñas— cuyo fin era presentar algún aparato fuera de lo común puesto sobre un barco. El constructor más ingenioso era premiado con el título de Rey del Carnaval. En 1541, señalan las crónicas, ganó una corporación que construyó un universo flotante en cuyo centro había un balón que se sostenía en el aire apoyado en dos potentes chorros de agua.
Antes de eso, en el siglo XII, jóvenes vestidos con pieles y adornados con ramitas de olivo recorrían la ciudad durante el Carnaval dando serenatas a sus enamoradas. Más tarde esa costumbre se transformó en el inocente “juego del huevo”. Bandadas de muchachos se apostaban a la puerta de sus amadas y cuando éstas salían, las recibían con una lluvia de cáscaras de huevo rellenas de perfume.
En la plaza de San Marcos había desfiles de disfraces y ningún veneciano dejaba de usar una máscara —bellamente confeccionada— durante los pecaminosos días del Carnaval. Acróbatas, magos, prestidigitadores, tragafuegos y funambulistas rivalizaban en plazas, puentes y patios. En 1751, una de las corporaciones hizo desfilar un rinoceronte negro traído de África.
Pero quizá lo más singular de la fiesta veneciana haya sido el llamado “vuelo del turco”. En 1162, en una de sus numerosas guerras, Venecia conquistó la ciudad de Aquileia y capturó al patriarca de la ciudad junto con doce de sus sacerdotes. Para humillar aún más a sus adversarios, los venecianos exigieron como rescate la entrega de doce cerdos y un toro. Después de eso, para recordar aquel triunfo, todos los jueves de Carnaval se arrojaban desde lo alto del campanario de la Plaza San Marcos, doce cerdos vivos y se decapitaba un toro al pie del Campanile.
Era una costumbre bárbara, que fue reemplazada por otra menos cruel en la cual un acróbata se deslizaba por una soga desde lo alto de la torre con una flor en la mano para ofrendársela al dogo, que presidía la fiesta. Como el primer atleta que protagonizó la peligrosa hazaña era de nacionalidad turca, el acto pasó a llamarse, con la ironía típica de los venecianos, “Il volo del turco “.
En 1807, Napoleón conquistó Venecia —que nunca había sido invadida en toda su historia—, y el Carnaval fue suspendido. Pero cuando los ejércitos franceses fueron derrotados por los austríacos y se marcharon, las celebraciones recobraron su brillo. Sin embargo, esa resurrección llegó cargada de una rara melancolía. Quizá porque las cosas ya no eran como habían sido. Desde entonces los bailes se atrincheraron en los clubes privados y las figuras dominantes fueron los infortunados personajes de la Comedia del Arte: Pantalón, Colombina, Arlequín... que juegan eternamente una imposible rayuela de amores triangulares.
En el hotel Danieli (uno de los más suntuosos del mundo), en la habitación número 10 del primer piso, George Sand y Alfred de Musset —la escritora que fuera amante de Chopin y el más apreciado poeta romántico francés de su tiempo— jugaron a la comedia del arte. Al llegar a Venecia ella se enfermó y fue atendida por un joven médico de apellido Pagello, que la cuidó noche y día. Mientras tanto, el tormentoso poeta se dedicó a recorrer, despreocupadamente, los más alegres salones de la ciudad. Cuando George Sand se repuso, una grave fiebre atacó a De Musset. Fue el mismo Pagello quien lo atendió. Pero entre el médico y la escritora había nacido un fuerte y súbito amor que casi tiene un final trágico. Intentando desembarazarse del poeta, quisieron hacerlo pasar por loco e internarlo en el asilo de Venecia. También se asegura que quisieron envenenarlo.
El inglés Lord Byron, de 19 años —cuando era, dicen, bello como Eros—, se prendó en Venecia de una bellísima jovencita llamada Margharita Cogni, casada con un rico panadero. Cuando él dejó de quererla, la joven se clavó un puñal en el pecho y se arrojó al Gran Canal cerca del Puente de los Suspiros, desde el cual se oían los lamentos de los condenados a muerte cuando pasaban de la prisión al cadalso. Richard Wagner también liberó sus pasiones en esta enigmática ciudad de ricos comerciantes y amantes sulfurosos, donde vivió triste y enfermo. Llegó por primera vez para componer Tristán e Isolda y una noche su melancolía, causada por un amor imposible, se hizo tan grande que estuvo a punto de suicidarse tirándose a las aguas de la laguna.
El gran maestro alemán regresó a “las islas”, como él decía, para pasar sus últimos años. Allí murió, y dicen que sus últimas palabras fueron para esta ciudad que él tanto amó. Solía pasar largas horas en el fabuloso café Florian, que está en la Plaza San Marcos desde 1720, anotando sus ideas musicales. Una tarde dejó de ir para instalarse en las mesas del Quadri, situado en el otro extremo de la plaza. Cuando un amigo le preguntó sorprendido por qué había cambiado, Wagner le contestó coléricamente: “Para no encontrarme con Verdi”. Esta pasión de los gestos y los sentimientos es una de las claves mayores, de la misteriosa, sensible alma de Venecia.
UNA HISTORIA MUY SINGULAR.
La verdadera razón de la fundación de Venecia debe encontrarse en la invasión de Italia por los lombardos en el año 568, que hizo que muchos habitantes de la zona se refugiaran en esos pantanos del Adriático. En el año 697 fue elegido el primer dux (duque) o dogo, que gobernaba el sitio en nombre del emperador de Bizancio. La nueva ciudad pronto se enriqueció con la pesca, el comercio de sal y madera y el transporte de esclavos. Sus barcos vencieron a los piratas y dominaron el Mediterráneo durante varios siglos. En el año 829, dos comerciantes venecianos, Rustico de Torcello y Buono Tribuno de Malamocco, robaron en Alejandría el cuerpo de San Marcos, disimulándolo entre un cargamento de carne de cerdo salada, que los musulmanes, por ser un alimento impuro para ellos, no podían tocar.
Desde entonces el cuerpo del evangelista yace en la iglesia que reverencia su memoria. Venecia salió indemne de todas las guerras en que participó y sólo Napoleón Bonaparte consiguió vencerla y dominarla. En 1829 los austríacos, que la sitiaban, la bombardearon por medio de globos aerostáticos. Fue el primer bombardeo de la historia.
UNA IMPOSIBLE GEOGRAFÍA.
Venecia está asentada sobre 118 isletas y sus edificios reposan sobre miles de pilotes de madera clavados en el sedimento. El casco urbano cuenta ahora con 80 mil habitantes. Entrecruza la ciudad una red de 177 canales, atravesados por 450 puentes, algunos de ellos de propiedad privada. El más famoso es el de Rialto, donde están los más grandes mercados. El de pescados es uno de los más importantes del mundo. Una serie de islas resguardan la ciudad de las olas del Adriático. Las más importantes son las del Lido y de La Giudecca.
Debido al irracional uso de las napas de agua potable y de la explotación para combustible del gas metano que existe en el subsuelo de la ciudad, los suelos cedieron y La Serenísima se fue hundiendo paulatinamente. Desde 1991 se prohibió esta práctica y las napas se reconstituyeron naturalmente y Venecia dejó de hundirse. Para fin de siglo dejarán de funcionar las industrias contaminantes con el fin de eliminar la degradación de las aguas. Se abrirán varios canales de desagote para drenar las aguas del mar y los arcos ptroleros dejarán de navegar por el corazón de la ciudad.
Sólo queda resolver dos cuestiones para las que ya hay soluciones técnicas: evitar las inundaciones y asegurar los edificios con plataforma de acero inoxidable en reemplazo de los pilotes de madera. Dos obras ciclópeas para que Venecia sigue siendo la ciudad más extraña y enigmática del planeta.
Autor: Abel Gonzáles.
Fuente: Revista “Conozca Más”
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Para comenzar, un comentario noticioso de 1995: “De pronto, cuando ya parecía totalmente condenada al desastre, Venecia cesó de hundirse. Pero no se trata de un milagro. Al dejar de utilizarse el agua de las napas subterráneas e interrumpirse el bombeo del gas metano almacenado en el lecho de la laguna, la ciudad inmovilizó sus cimientos, tal vez para siempre. Lo cual no ahuyentó, sin embargo, ese clima de rara, melancólica decadencia que tiene desde siempre. Ahora volvieron los fastos de su lujoso Carnaval, pero también su honda tristeza. Los palacios refulgen como nunca, pero su deslumbrante belleza despierta viejas angustias. Mientras tanto, en las inmediaciones del increíble Callejón de los Asesinos, la muerte, el erotismo y el destino bailan una danza macabra e interminable. Enigmáticas historias que merecen ser contadas”.
Por detrás de la plaza de San Marcos, en los intrincados callejones y canales que rodean el teatro La Fenice, el aire de Venecia tiene un olor perverso. Que se acentúa cuando el último turista abandona la zona. Allí, al lado de una trattoria que sólo posee veinte sillas, en la calle degli Assassini, hay un palacio de paredes intrincadas que encierra la misteriosa clave de esta ciudad inexplicable. En su interior, a comienzos de 1650, se inició un drama que —con ligeras variantes y otros protagonistas— habría de repetirse luego hasta el cansancio. A tal punto que su trama, romántica y siniestra, llegó a convertirse en parte ineludible del alma veneciana. Los hechos que allí ocurrieron pintan las costumbres y hasta las formas de gobierno de un sitio que —en el siglo XVII— era todavía el más deslumbrante de Europa, famoso por los placeres que ahí podían encontrarse y por los juegos galantes que todos practicaban.
Esa casona de tres pisos y setenta habitaciones, pertenecía a una rama de la familia Dandolo, descendiente de uno de los dogos más prestigiosos de la República: Enrico Dandolo. Aquel que en 1204 (a los 90 años de edad) financió la cuarta Cruzada y se quedó con la mayor parte del botín de guerra que las fuerzas cristianas obtuvieron en el asedio de Constantinopla, luego de haberla saqueado y dado muerte a gran parte de la población. Los cuatro caballos de bronce de San Marcos, símbolo actual del lujo veneciano, formaban parte de aquel infinito tesoro llegado de Oriente.
En ese palacio del Callejón de los Asesinos —aunque todavía no se llamaba así—, vivía Hortensia Dandolo, una bellísima joven de 20 años, que había quedado viuda a los pocos meses de haberse casado. El poderoso Pietro Gritti, miembro del Consejo de Gobierno de la ciudad, se había enamorado de la bella Hortensia y le había propuesto matrimonio. Ella no tardó en aceptarlo. Y todo estaba listo para una boda principesca cuando llegó desde Roma el célebre cantante Alessandro Stradella, famoso en Italia y en toda Europa.
Hortensia comenzó a tomar lecciones con él y los jóvenes no tardaron en enamorarse. De Stradella —músico de enorme talento— queda un retrato pintado por Tiziano, donde se muestra su atractivo rostro, de finas y armoniosas proporciones. De ella sólo se conoce su triste destino. Temiendo la furia de Pietro Gritti, los enamorados huyeron de la ciudad rumbo a Roma, dando un largo rodeo. El despechado noble, al enterarse, juró vengarse de los amantes y contrató a una pareja de asesinos para encontrarlos y darles muerte.
Después de buscarlos infructuosamente por varias ciudades de Italia, los asesinos llegaron a Roma una tarde que había una gran funzione con música en la iglesia de San Juan de Letrán. Pensando que quizá podían hallarlos en ese sitio, los sicarios merodearon un rato por la basílica mientras se desarrollaba el concierto. Cuando ya desesperaban de cumplir su objetivo, observaron que Stradella se disponía a cantar. Viendo a Hortensia en primera fila, resolvieron darles muerte ahí mismo, en alguna de las oscuras callejas cercanas.
De pronto oyeron, sin proponérselo, aquella voz sublime. Después de escucharla un instante, los dos hombres se sintieron conmovidos. Dice la historia que derramaron lágrimas y que sólo pensaron en salvar a los amantes cuya muerte habían jurado.
Terminada la ceremonia, esperaron a que Stradella saliera por una puertecita falsa con Hortensia. Le dieron las gracias por el placer que les había dado con su voz, le explicaron los horribles motivos de su viaje y le rogaron que se marcharan de Roma inmediatamente. Cosa que los amantes hicieron esa misma noche, embarcándose rumbo a Turín. La furia de Gritti no tuvo límites cuando se enteró de los hechos y prometió encargarse él mismo de la venganza.
Enajenado, presionado políticamente, el padre de Hortensia se unió al colérico Pietro para lavar con sangre la honra de su familia, que creía ultrajada. Juntos desandaron largas jornadas por ignotos rincones sin encontrar ni una pista de los fugitivos. A todo esto, Stradella había hallado refugio en la corte de la duquesa de Saboya, encandilada por su voz celestial. Pero la fama del músico era tanta, que sus actuaciones resonaron más allá de los límites de Turín y sus éxitos llegaron a oídos del atormentado, enloquecido padre.
Una noche, cuando Alessandro se paseaba por unos jardines, tres sombras armadas de espadas saltaron sobre él y lo dejaron en tierra, cubierto de sangre. No estaba muerto, sin embargo. Pero una de las estocadas que recibió en el cuello le quitó la voz para siempre. Hortensia lo consoló con amor y pasaron varios años escapando de un sitio a otro. Cansada del largo peregrinaje, melancólica hasta las lágrimas, le rogó a su amante que la llevara a Venecia, para poder ver —aunque fuese por un instante— las añoradas aguas de la laguna.
Llegaron un atardecer de invierno y se alojaron en casa de unos fieles amigos del músico. A la mañana siguiente, cuando fueron a despertarlos, los encontraron muertos en el lecho, tintos de sangre. Habían sido apuñalados. Sus cuerpos —por disposición del gobierno veneciano— fueron enterrados sin que una lápida señalara el lugar de la sepultura. Desde entonces, ese callejón donde está la trattoria de las veinte sillas y la casa paterna de Hortensia se llama degli Assassini.
Toda la historia y la geografía de Venecia están llenas de estos hechos que definen la particular idiosincrasia de esta ciudad misteriosa. Nadie sabe bien por qué, pero lo cierto —según lo reconocen escritores tan disímiles y distantes como Charles Dickens, Mark Twain, Thomas Mann, Marcel Proust o Ernest Hemingway, que la amaron y odiaron— es que el sexo, el amor y la idea de la muerte están estrechamente ligados a Venecia.
Quizá sea porque es la ciudad que más sufrió los embates de la peste a lo largo de la historia. En 1347 padeció una terrible epidemia de peste bubónica; más de la mitad de los 120 mil habitantes de Venecia sucumbieron entonces a la llamada “muerte negra”. Otros 20 mil perecieron en 1382, cuando reapareció el flagelo. Durante los tres siglos que siguieron, casi nunca estuvo libre de ese azote. Pero igual siguió viviendo.
El escritor Italo Calvino dijo, en uno de sus más hermosos libros, que en Venecia la muerte y la resurrección están empeñadas en una lucha eterna. No se refería solamente a que la ciudad, por esos años, se hundía irremediablemente. Si la belleza de Florencia, decía, es capaz de engendrar el extravío en las almas sensibles, los canales venecianos producen en cambio un sentimiento ambivalente, situado entre la tragedia y el alborozo.
Quizá una muestra de eso se pueda encontrar en su Carnaval, único en el mundo. Desde sus más remotos orígenes fue una lujosa fanfarria para pobres y ricos. En el siglo XVI, cuando los festejos duraban dos meses, la nobleza ya estaba dividida en corporaciones —parecidas a las escolas do samba brasileñas— cuyo fin era presentar algún aparato fuera de lo común puesto sobre un barco. El constructor más ingenioso era premiado con el título de Rey del Carnaval. En 1541, señalan las crónicas, ganó una corporación que construyó un universo flotante en cuyo centro había un balón que se sostenía en el aire apoyado en dos potentes chorros de agua.
Antes de eso, en el siglo XII, jóvenes vestidos con pieles y adornados con ramitas de olivo recorrían la ciudad durante el Carnaval dando serenatas a sus enamoradas. Más tarde esa costumbre se transformó en el inocente “juego del huevo”. Bandadas de muchachos se apostaban a la puerta de sus amadas y cuando éstas salían, las recibían con una lluvia de cáscaras de huevo rellenas de perfume.
En la plaza de San Marcos había desfiles de disfraces y ningún veneciano dejaba de usar una máscara —bellamente confeccionada— durante los pecaminosos días del Carnaval. Acróbatas, magos, prestidigitadores, tragafuegos y funambulistas rivalizaban en plazas, puentes y patios. En 1751, una de las corporaciones hizo desfilar un rinoceronte negro traído de África.
Pero quizá lo más singular de la fiesta veneciana haya sido el llamado “vuelo del turco”. En 1162, en una de sus numerosas guerras, Venecia conquistó la ciudad de Aquileia y capturó al patriarca de la ciudad junto con doce de sus sacerdotes. Para humillar aún más a sus adversarios, los venecianos exigieron como rescate la entrega de doce cerdos y un toro. Después de eso, para recordar aquel triunfo, todos los jueves de Carnaval se arrojaban desde lo alto del campanario de la Plaza San Marcos, doce cerdos vivos y se decapitaba un toro al pie del Campanile.
Era una costumbre bárbara, que fue reemplazada por otra menos cruel en la cual un acróbata se deslizaba por una soga desde lo alto de la torre con una flor en la mano para ofrendársela al dogo, que presidía la fiesta. Como el primer atleta que protagonizó la peligrosa hazaña era de nacionalidad turca, el acto pasó a llamarse, con la ironía típica de los venecianos, “Il volo del turco “.
En 1807, Napoleón conquistó Venecia —que nunca había sido invadida en toda su historia—, y el Carnaval fue suspendido. Pero cuando los ejércitos franceses fueron derrotados por los austríacos y se marcharon, las celebraciones recobraron su brillo. Sin embargo, esa resurrección llegó cargada de una rara melancolía. Quizá porque las cosas ya no eran como habían sido. Desde entonces los bailes se atrincheraron en los clubes privados y las figuras dominantes fueron los infortunados personajes de la Comedia del Arte: Pantalón, Colombina, Arlequín... que juegan eternamente una imposible rayuela de amores triangulares.
En el hotel Danieli (uno de los más suntuosos del mundo), en la habitación número 10 del primer piso, George Sand y Alfred de Musset —la escritora que fuera amante de Chopin y el más apreciado poeta romántico francés de su tiempo— jugaron a la comedia del arte. Al llegar a Venecia ella se enfermó y fue atendida por un joven médico de apellido Pagello, que la cuidó noche y día. Mientras tanto, el tormentoso poeta se dedicó a recorrer, despreocupadamente, los más alegres salones de la ciudad. Cuando George Sand se repuso, una grave fiebre atacó a De Musset. Fue el mismo Pagello quien lo atendió. Pero entre el médico y la escritora había nacido un fuerte y súbito amor que casi tiene un final trágico. Intentando desembarazarse del poeta, quisieron hacerlo pasar por loco e internarlo en el asilo de Venecia. También se asegura que quisieron envenenarlo.
El inglés Lord Byron, de 19 años —cuando era, dicen, bello como Eros—, se prendó en Venecia de una bellísima jovencita llamada Margharita Cogni, casada con un rico panadero. Cuando él dejó de quererla, la joven se clavó un puñal en el pecho y se arrojó al Gran Canal cerca del Puente de los Suspiros, desde el cual se oían los lamentos de los condenados a muerte cuando pasaban de la prisión al cadalso. Richard Wagner también liberó sus pasiones en esta enigmática ciudad de ricos comerciantes y amantes sulfurosos, donde vivió triste y enfermo. Llegó por primera vez para componer Tristán e Isolda y una noche su melancolía, causada por un amor imposible, se hizo tan grande que estuvo a punto de suicidarse tirándose a las aguas de la laguna.
El gran maestro alemán regresó a “las islas”, como él decía, para pasar sus últimos años. Allí murió, y dicen que sus últimas palabras fueron para esta ciudad que él tanto amó. Solía pasar largas horas en el fabuloso café Florian, que está en la Plaza San Marcos desde 1720, anotando sus ideas musicales. Una tarde dejó de ir para instalarse en las mesas del Quadri, situado en el otro extremo de la plaza. Cuando un amigo le preguntó sorprendido por qué había cambiado, Wagner le contestó coléricamente: “Para no encontrarme con Verdi”. Esta pasión de los gestos y los sentimientos es una de las claves mayores, de la misteriosa, sensible alma de Venecia.
UNA HISTORIA MUY SINGULAR.
La verdadera razón de la fundación de Venecia debe encontrarse en la invasión de Italia por los lombardos en el año 568, que hizo que muchos habitantes de la zona se refugiaran en esos pantanos del Adriático. En el año 697 fue elegido el primer dux (duque) o dogo, que gobernaba el sitio en nombre del emperador de Bizancio. La nueva ciudad pronto se enriqueció con la pesca, el comercio de sal y madera y el transporte de esclavos. Sus barcos vencieron a los piratas y dominaron el Mediterráneo durante varios siglos. En el año 829, dos comerciantes venecianos, Rustico de Torcello y Buono Tribuno de Malamocco, robaron en Alejandría el cuerpo de San Marcos, disimulándolo entre un cargamento de carne de cerdo salada, que los musulmanes, por ser un alimento impuro para ellos, no podían tocar.
Desde entonces el cuerpo del evangelista yace en la iglesia que reverencia su memoria. Venecia salió indemne de todas las guerras en que participó y sólo Napoleón Bonaparte consiguió vencerla y dominarla. En 1829 los austríacos, que la sitiaban, la bombardearon por medio de globos aerostáticos. Fue el primer bombardeo de la historia.
UNA IMPOSIBLE GEOGRAFÍA.
Venecia está asentada sobre 118 isletas y sus edificios reposan sobre miles de pilotes de madera clavados en el sedimento. El casco urbano cuenta ahora con 80 mil habitantes. Entrecruza la ciudad una red de 177 canales, atravesados por 450 puentes, algunos de ellos de propiedad privada. El más famoso es el de Rialto, donde están los más grandes mercados. El de pescados es uno de los más importantes del mundo. Una serie de islas resguardan la ciudad de las olas del Adriático. Las más importantes son las del Lido y de La Giudecca.
Debido al irracional uso de las napas de agua potable y de la explotación para combustible del gas metano que existe en el subsuelo de la ciudad, los suelos cedieron y La Serenísima se fue hundiendo paulatinamente. Desde 1991 se prohibió esta práctica y las napas se reconstituyeron naturalmente y Venecia dejó de hundirse. Para fin de siglo dejarán de funcionar las industrias contaminantes con el fin de eliminar la degradación de las aguas. Se abrirán varios canales de desagote para drenar las aguas del mar y los arcos ptroleros dejarán de navegar por el corazón de la ciudad.
Sólo queda resolver dos cuestiones para las que ya hay soluciones técnicas: evitar las inundaciones y asegurar los edificios con plataforma de acero inoxidable en reemplazo de los pilotes de madera. Dos obras ciclópeas para que Venecia sigue siendo la ciudad más extraña y enigmática del planeta.
Autor: Abel Gonzáles.
Fuente: Revista “Conozca Más”
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