lunes, 23 de enero de 2012

Hiroshima

Memorias del horror que sufrió la población civil que como cualquier otra del mundo y la historia deseaba solamente vivir en paz.

El 6 de agosto de 1945, a las 8:45 de la mañana, una bomba atómica norteamericana cayó sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, destruyéndola por completo en apenas un segundo. La explosión mató a más de 100 mil personas y 40 mil más murieron en los días siguientes a causa de las quemaduras y la alta radioactividad. Eran las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial y ese horror precipitó su ya anunciado final. ¿Pudo haberse evitado esa matanza? Algunos dicen que sí. Ahora, a muchas décadas de distancia, los testimonios de ese increíble apocalipsis todavía conmueven y espantan.
El 6 de agosto de 1945, la primera bomba atómica arrojada sobre una ciudad convirtió a Hiroshima en un desolado páramo de fuego. Más de 100 mil personas murieron en apenas un instante. Otras 40 mil fueron condenadas a una terrible agonía de cuatro meses. El horror era tan evidente como la total derrota de las fuerzas niponas del Pacífico, no obstante lo cual el emperador Hirohito seguía mostrando los puños. Tres días después, una segunda bomba segó las vidas de 36 mil ciudadanos de Nagasaki y dejó heridos o inválidos a otros 40 mil.
El 2 de septiembre, a bordo del acorazado norteamericano Missouri, los altos mandos japoneses firmaron su rendición incondicional ante Douglas Mac Arthur, el mismo general que, derrotado en 1943 en Filipinas, había prometido volver. Fue el trágico fin de la Segunda Guerra Mundial y el tenebroso comienzo de la era nuclear. Estaba lejos ya el bombardeo aéreo a Pearl Harbor en diciembre del ‘41, cuando el Imperio del Sol Naciente desafió a la mayor potencia occidental. Sólo 20 días separaban ese dramático momento de la explosión nuclear ensayada en Nuevo México, cuando el presidente norteamericano Harry Truman autorizó el uso de esa inédita bomba para acabar con Japón sin esperar una invasión terrestre.
Cabe recordar que, en los encuentros de Yalta y Postdam, Estados Unidos y Gran Bretaña habían acordado con la Unión Soviética no sólo el inminente reparto del mundo de posguerra, sino también que los ejércitos de Stalin entrarían en Japón el 7 de agosto de 1945, es decir, 3 meses después de la toma rusa de Berlín y un día después del fulminante espanto de Hiroshima. Así empezaron la carrera armamentista y la Guerra Fría, basadas en la desconfianza estratégica de los ex Aliados.
Queda claro que Estados Unidos le arrebató Japón a la URSS para no compartirlo como a Alemania, pero los 3 días que llevan a la destrucción de Nagasaki son un enigma exclusivo de los gobernantes nipones. ¿Por qué no se rindieron ante el primer holocausto? ¿Hubo, como entre los derrotados generales nazis, diferencias políticas? ¿O sencillamente primaron el desconcierto, la ceguera kamikaze o la falta de tiempo, como afirman varios historiadores?
Lo cierto es que aquel fatídico lunes de agosto, exactamente a las 8 y cuarto de la mañana, un furtivo B–29 norteamericano soltó una sola bomba y el centro de Hiroshima desapareció en medio de un mortífero flash. En un radio de 2 kilómetros y medio, todo se quemó completamente: ropas, árboles, tejas, durmientes de ferrocarril, piedras, seres vivientes. El hierro se funde a los 1536 grados centígrados. Allí, en segundos, la temperatura subió a los 4 mil grados.
Luego del estallido en sí, que sometió a la tierra a presiones de 35 toneladas por metro cuadrado, llegó el caos: una onda expansiva supersónica y, con ella, rachas de viento ardiente de 440 kilómetros por hora, arrasando otros 6 kilómetros y volando casas en 18 kilómetros a la redonda. Algunos edificios de cemento soportaron la ráfaga, que avanzó a 30 metros por segundo, pero se quemaron por dentro.
El gigantesco hongo nuclear aún no se disipaba en el cielo y ya Hiroshima se extinguía con la furia de un horno crematorio sin precedentes. Desde las 10 de la mañana hasta las 3 de la tarde, un extraño fuego que todo lo derretía completó el eficaz Apocalipsis. Después sobrevendría el largo infierno de la radiación, el cáncer y la degradación genética, que aún no cesa.
Esa limpia madrugada estival, a las 7:09, sonaron las sirenas de alerta y muchos japoneses acudieron rutinariamente a los refugios antiaéreos. Pero a las 7 y media, enterados de que sólo se trataba de un único avión norteamericano pasando a gran altura, iniciaron sus tareas de producción y limpieza. Como todo el mundo, ignoraban que el bombardero se llamaba Enola Gay y que afinaba la puntería para lanzar un artefacto inhumano. Incluyendo a miles de vecinos de otros pueblos, 8400 alumnos secundarios de primero y segundo año que no salieron de vacaciones, y 40 mil soldados que ayudaban a remover escombros de edificios bombardeados anteriormente, ese preciso día la ciudad era un inusual hervidero cívico de más de 350 mil personas.
La bola ígnea de la bomba de uranio 235, detonada a 580 metros sobre sus cabezas, abarcó 28 metros de diámetro y lanzó un hálito rojo de 300 mil grados centígrados. Luego, siguiendo su concepción “efecto cañón de fusil vertical”, bajó a la Tierra y echó a andar.
La pavorosa energía liberada por la bomba de Hiroshima equivalía a 20 mil toneladas de TNT, pero, por el daño real causado, los expertos dedujeron que hubo fallas graves: sólo 1 de los 30 kilogramos de uranio alojados en el arma alcanzó el punto crítico conocido como fisión nuclear, principio de la temible reacción en cadena. Vale decir que, milagro o desgracia con suerte, el poder genocida de la Bomba A fue 29 veces menor de lo que pudo ser. Lo mismo ocurrió en el siguiente raid: se calcula que no más de 1 kilo de plutonio 239, equivalente a 22.000 toneladas de TNT, bastó para arrasar Nagasaki. El resto es impensable, alucinante.
Si los techos de teja y las piedras graníticas se fundieron en un radio de 1000 a 1600 metros, situados medio kilómetro por debajo del núcleo del estallido, ¿qué habría pasado si una de esas monstruosas bombas hubiera detonado en tierra? Para los mismos tecnócratas que planearon “atacar el sector industrial de la ciudad de Hiroshima según la orden operativa de campo Nº 15 del 2 de agosto de 1945”, tamaña explosión a ras del suelo implicaba peligros potenciales desconocidos, como la ruptura de la corteza volcánica de Japón, desastres geológicos con erupciones y hasta un ecosistema muerto por décadas.
A orillas del apacible delta del río Ota, Hiroshima fue elegida como blanco bélico por razones históricas específicas. Próspera urbe fortificada en el período Edo (1603-1867), durante la restauración Meiji y Taisho (1868-1926), fue sede de la prefectura nipona y se construyeron un gran puerto para desarrollar la economía zonal, cuarteles para diversos regimientos, la Escuela de Educación Superior para maestros y novedosas fábricas de alto rendimiento.
En 1930, Hiroshima ya era el modelo nacional por excelencia: contaba con una industria pesada directamente vinculada al militarismo y con un nivel académico más centralizado que Tokio. Ya durante la primera contienda contra los chinos (1894-95) el comando marcial japonés se había mudado de la capital a Hiroshima, convirtiéndola en agresivo puerto de ultramar.
En 1937, Japón entró en guerra total con China y, tras pactar en 1940 un mesiánico Eje con la Alemania nazi y la Italia fascista, enfrentó a los Aliados a partir del sorpresivo ataque a Pearl Harbor en 1941. En el ‘42, los generales de Hirohito se proclamaban “dueños navales de todo el Pacífico”, desde Birmania a Nueva Guinea y de Australia hasta Hawaii, e Hiroshima era su más rica “perla imperial”. La bomba atómica redujo a cenizas ese patético orgullo.
Hoy, los habitantes de la nueva Hiroshima son una lección de supervivencia y de militancia por la paz, y desde hace 65 años exigen a la civilización una sola actitud: la abolición del armamento nuclear, sinónimo de la extinción humana por suicidio político. A esta convicción masiva se la llama, precisamente, “el espíritu de Hiroshima”, y está presente en las discapacidades físicas y mentales que todavía padecen no sólo quienes, ya ancianos, recuerdan aquel macabro 6 de agosto, sino sus hijos y sus nietos, allí y ahora.
Ya en 1952, mediante el logro cívico de la Ley de Reconstrucción de la Ciudad Conmemorativa de la Paz, Hiroshima tuvo sus parques, monumentos y museos, como el notable Domo de la Bomba, que hicieron imposible olvidar la tragedia de un pueblo completo convertido en polvo. Generación tras generación, las familias japonesas visitan la Fuente de las Plegarias o el Cenotafio Conmemorativo, en el que leen el Registro de Víctimas de la Bomba y la serena frase: “Que todas estas almas descansen en paz, porque no repetiremos el mal”.
Para los turistas, un momento particularmente desgarrador es contemplar la famosa Torre de las Cigüeñas de Papel, inspirada en la férrea lucha por la vida de Sadako Sasaki, una nena que tenía 2 años cuando explotó la bomba y contrajo leucemia terminal una década más tarde. Hospitalizada y usando como material el envoltorio de inútiles medicamentos, Sadako confeccionó más de mil cigüeñas de papel: según una vieja leyenda oriental, quien esto hace puede ver cumplido su mayor deseo. Se le unieron sus compañeros del colegio y llegaron cigüeñitas postales del mundo entero, pero en 1955 Sadako se murió. Tres años después se erigió su estatua de bronce, coronada por una gran cigüeña, que simboliza la esperanza de los niños en un futuro sin amenazas nucleares. Lo que Sadako, en su ingenuidad, ignoraba, era que esa amenaza signaría las relaciones Este-Oeste hasta la caída del Muro de Berlín, y que después se volvería un perverso negocio multinacional.
Hoy, incluso países semifeudales trabados en guerras étnicas compran clandestinamente en Occidente armas atómicas a precio módico, quizá valuadas por megatón, “y se las llevan en simples maletines de ejecutivo, porque ya no son enormes, como las primeras“. Lo denuncia, entre muchos otros, Hiroto Kuboura, que tenía 19 años cuando Hiroshima se volatilizó ante sus ojos, arrebatándole uno y condenándolo a una docena de vanas intervenciones quirúrgicas y varios intentos de suicidio, y que recuperó el deseo de vivir gracias al consejo de un monje zen.
“Tantas personas fueron víctimas inocentes de la ilegal Bomba A —dice Kuboura—, que 50 años después todavía sufrían los efectos de esa inhumana arma. Por eso decidí dedicar el resto de mi vida a luchar por la abolición de las armas nucleares que, no nos engañemos, continúan jaqueando la existencia humana. ¿Cómo lo hago? Contando una y mil veces lo que viví”. Electricista del ferrocarril en la concurrida estación de Hiroshima, Kuboura estaba trabajando cuando oyó “un raro estallido”, vio avanzar hacia él “un flameante maremoto rojo a ras del suelo” y perdió el conocimiento. Despertó 6 metros más allá, entre escombros humeantes, bañado en sangre que le manaba de 32 tajos en la cara y el lado izquierdo del cuerpo.
Estaba solo: los andenes, las oficinas, la gente, todo había desaparecido. Se tocó el ojo izquierdo y sintió “algo como mármol, la cuenca vacía”. Con el ojo sano vio “la terrible nube, el hongo nuclear que arruinó mi juventud”, y “caminantes de extraño aspecto, como sonámbulos, con la piel colgándole flojamente de las carnes quemadas”, y “pilas de muertos y vivos entremezclados, quejándose”, y “huesos rotos, miembros amputados, cuerpos carbonizados...
Quiso gritar, pero no pudo: estaba mudo. Se encontró al azar con un desfigurado colega que le puso en brazos un bebé calcinado le sonrió y ... cayó muerto. En las ruinas de un hospital, pasó la noche sangrando porque sus heridas no cerraban. El 15 de agosto le arrimaron una radio para que escuchara “un discurso oficial dado en voz baja, susurrando que Japón había sido obligado a rendirse ante Estados Unidos, un país por el que yo abrigaba el más profundo odio. No pude evitar las lágrimas de humillación” confiesa Kuboura.
Ese mismo día, los ejércitos soviéticos, ya ocupada Corea, firmaban una alianza estratégica con China y los aviones norteamericanos bombardeaban los últimos focos de resistencia en Tokio, preparando una ocupación que impondría a Japón una nueva Constitución basada en la imposibilidad de reorganizarse militarmente tras su capitulación, que recién llegaría el 2 de septiembre.
Es que los rebeldes civiles decían sí a la paz, pero no a ese precio. Sus vencedores, ¿no estaban saciados con dos holocaustos? “Mi padre me dijo que yo era afortunado —concluye Kuboura—, pues conservaba la vida y un ojo. Yo le pregunté qué habíamos hecho para merecer esa agonía y le comuniqué que iba a matarme muy pronto, y él sonrió. En un monasterio budista hallé la tercera sonrisa, y entendí. Vivir es sufrir, sí, pero luchando para crear un destino mejor”.

ENOLA GAY, EL AVIÓN QUE MATÓ A HIROSHIMA.
Por qué se llamó así. Cuál fue su tripulación. Qué pensaron de su acción. Cómo continuaron sus vidas. Cómo se los trató.
La víspera del lanzamiento de la primera bomba atómica, el coronel Paul Tibbets, líder de la Operación Centerboard que borró a Hiroshima del mapa en sólo 30 segundos, hizo pintar en la trompa de la fortaleza volante B–29 el nombre de su madre: Enola Gay. Jamás se arrepintió de lo que hizo. Es más, en ese instante reprendió duramente al ametralladorista de cola que al ver el hongo atómico exclamó: “iDios mío! ¿Qué hemos hecho?”, y luego acusó a “los comunistas, que quieren demostrarle al mundo que sólo un grupo de criminales locos podían tirar esta bomba”.
En 1988, Tibbets reveló que “Truman y Churchill creían que la bomba aceleraría el fin de la guerra, pero discutieron el tema a espaldas de Stalin”. Varias ciudades norteamericanas lo declararon persona no grata y tuvo que contratar guardaespaldas.
En sus antípodas, Paul Bregman, copiloto del B–29 Great Artist que destruyó Nagasaki, se suicidó en 1985, una semana antes del 40º aniversario del doble holocausto. Sus familiares contaron a la prensa que Bregman, quien en 1945 tenía 20 años, “vivía deprimido y lloraba cada vez que se acercaba el mes de agosto. Siempre se sintió un verdugo”.
El oficial W. F. Beser lamentó “no haber tirado la bomba sobre Berlín, por lo que los nazis les hicieron a los judíos”. Los demás son apellidos olvidados.

CÓMO ES UNA BOMBA ATÓMICA.
Las bombas de Hiroshima y Nagasaki, basadas en el principio de la fisión nuclear, fueron pruebas de recursos destructivos diferentes.
El negro corazón de una bomba atómica es su núcleo, compuesto por materiales hendibles llamados masa crítica. Al reventar, estos materiales liberan enormes niveles de calor y radiación, una anormal energía que mata en segundos toda vida que esté a su alcance. Esa veloz división del núcleo atómico se llama fisión. El material fisil de la bomba de Hiroshima, uranio 235, estaba dividido en dos partes, de manera que una se estrellara contra la otra al ser detonado el núcleo con simple pólvora. Luego, la fisión continúa en la atmósfera a través de la letal reacción en cadena.
El resultado es una explosión de alta, terrible magnitud. Por su forma larga y estrecha, este modelo fue bautizado Hombre Flaco, y también Niñito.
El material de la bomba de Nagasaki, plutonio 239, estaba dividido en varias partes y almacenado en una caja metálica que, al ser detonada, comprimió repentinamente esas partes en su centro para obtener la fisión. Este proceso se conoce como implosión. Por su forma redonda, a este modelo se lo llamó Hombre Gordo.
En los dos casos, y quizás esto explique por qué se arrojaron 2 bombas nucleares, los mecanismos de explosión e implosión requerían pruebas distintas. El ensayo del 16 de julio de 1945 en Álamo Gordo, Nuevo México, anticipó el poder devastador de la bomba de Hiroshima, pero los norteamericanos querían verificar el alcance de ambos sistemas. Nagasaki fue previsto para sólo 3 días después de Hiroshima, de manera que el doble objetivo tecnocrático se cumpliera antes de cualquier reacción política. El gobierno japonés denunció la violación de las leyes internacionales el 10 de agosto. Era tarde.

LA CARRERA CIENTIFÍCA HACIA LA BOMBA–A.
V a.C. El filósofo griego Leucipo (V a.C.) afirmó que toda materia está compuesta por minúsculas partículas.
406 AC Demócrito (460-370 a.C.), discípulo de Leucipo, adoptó las ideas de su maestro y llamó átomo a las pequeñas partículas.
1803 El químico inglés John Dalton (1766-1844) elaboró la concepción de peso atómico. A diferencia de Demócrito, que basó sus teorías en simples especulaciones, se apoyó en pacientes investigaciones químicas.
1869 El químico ruso Dmitry lvánovich Mendeléiev (1834-1907) publicó la tabla periódica de los elementos (peso atómico), demostrando que éstos existían agrupados en familias.
1897 El físico británico Joseph John Thomson (1856-1940) descubrió el electrón (nombre sugerido en 1891 por Stoney en sus investigaciones), la primera partícula subatómica hallada.
1897 El físico británico Ernest Rutherford advierte que las radiaciones emitidas por el uranio no pertenecen a una sola clase. A las positivamente cargadas las denominó rayos alfa y a las negativas rayos beta.
1898 La química francesa de origen polaco Marie Curie y el químico francés Pierre Curie acuñan el término radiactividad y descubren el polonio y el radio, elementos radiactivos.
1900 El físico alemán Max Karl Planck elabora la concepción de los cuantos, luego denominada teoría cuántica.
1913 El físico danés Niels David Bohr (1885-1962) formuló la teoría básica de la estructura atómica.
1914 El físico británico Henry Moseley comprobó que cada elemento tiene un determinado número atómico.
1916 El físico alemán Albert Einstein (1879-1955) formuló la teoría general de la relatividad.
1919 Rutherford produjo reacciones nucleares al convertir un tipo de átomo en otro mediante bombardeo subatómico.
1930 El físico norteamericano Ernest Lawrence construyó un pequeño dispositivo acelerador de partículas al que llamó ciclotrón
1932 El físico inglés James Chadwick (1891-1974) descubrió el neutrón. El físico húngaro Leo Szilard consideró que era posible una reacción en cadena, que en una fracción de segundo podría alcanzar proporciones gigantescas. El resultado sería una bomba nuclear.
1934 Los físicos franceses Fréderic e Irene Joliot–Curie (hija de Pierre y Marie Curie) descubrieron la radiactividad artificial, que se produce como resultado del bombardeo de núcleos en el laboratorio. También en ese año el físico italiano Enrico Fermi (1901-1954) trabajó y experimentó en el bombardeo de neutrones para inducir reacciones nucleares. Los resultados no fueron demasiado claros, pero cinco años después llevarían a obtener logros portentosos.
1939 El físico alemán Otto Hahn (1879-1968), continuando la tarea de Fermi, descubrió la fisión nuclear.
1940 El físico norteamericano Philip Abelson sentó las bases para la producción de uranio enriquecido.
1941 El presidente de los EE.UU., Roosevelt, ordenó el inicio del Proyecto Manhattan, destinado a desarrollar una bomba de fisión nuclear. Participaron en el desarrollo del proyecto 125 mil hombres y el presupuesto ascendió a 2 mil millones de dólares.
1942 En la Universidad de Chicago se logró la reacción en cadena, misión confiada a Fermi.
1945 El 16 de julio, a 100 kilómetros de Alamo Gordo, en Nuevo México, se detoné la primera bomba de fisión nuclear hecha de plutonio. Los científicos esperaban una fuerza explosiva de 5.000 toneladas de TNT: se encontraron con 20.000.
El 6 de agosto, por decisión de Truman, EE.UU. arrojó sobre Hiroshima una bomba de fisión nuclear (Bomba A).
El 9 de agosto, repitió la aterradora experiencia sobre Nagasaki. El 2 de septiembre los japoneses se rindieron oficialmente. La Segunda Guerra Mundial había finalizado.

Autor: Raúl García Luna.
Fuente: Revista “Conozca Más”.

(Si este contenido te parece interesante, compártelo mediante el botón “Me gusta”, “enviar por e-mail”, el enlace a Facebook, Twitter o Google+. Hacerlo es fácil y toma sólo unos segundos. Y no te olvides de comentar. Gracias)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Se agradece cualquier comentario sobre este artículo o el blog en general, siempre que no contenga términos inapropiados, en cuyo caso, será eliminado...