jueves, 19 de enero de 2012

La bienaventurada Plácida Viel

Una religiosa cuya devoción y apostolado es un ejemplo que perdura a pesar del tiempo y de las transformaciones del catolicismo.

“Formarás una comunidad a través de grandes dificultades. Permanecerás en Tamerville, durante muchos años, tus hijas serán poco numerosas sin causar preocupación alguna; algunos sacerdotes te conducirán a una abadía; morirás en avanzada edad y tus religiosas serán entonces las más numerosas de la diócesis; en tus últimos años te ocuparás constantemente de tu iglesia“.
Estas fueron las desconcertantes palabras que el 21 de abril de 1804, Julia Postel escuchó de labios de una chiquilla de ocho años, originaria de Barfleur de nombre María Rosa Dadure. Terminado rápidamente su mensaje profético, la chiquilla murió en la paz de Dios.
Con el pasar de los años, sabemos que la visión de aquella tarde se realizó puntualmente a lo largo de la existencia de Julia, convertida en comunidad en Madre María Magdalena, mujer extraordinaria llena de energía y vigor y a quien una fe inalterable le hizo capaz de realizar lo impensable. Pero cuando Madre María Magdalena murió en 1846, después de una larga vida, era preciso que otra tomase el relevo para llevar a término la obra inacabada. Esta misión llena de gloria caerá sobre otra hija del Val de Saire, la pequeña Victoria Viel, originaria de Quettehou, mejor conocida con el nombre de Madre Plácida y a quien la iglesia, con sobradas razones, ha llevado a los altares con el título de Bienaventurada.
No ignoran las gentes de Quettehou y aquellas de Val de Saire aquella que con Santa María Magdalena, gloriosamente ha honrado la historia de su región.

LA RAMA DE LOS “VIEL”, EN QUETTEHOU.
Entre las más importantes y antiguas, figura la familia Viel en Quettehou. La investigación cuidadosa del canónigo Cohier ha ido encontrando numerosos nombres que llenan la historia desde la Edad Media a la época contemporánea. La mayoría de los Viel fueron terratenientes y cultivadores de la tierra, pero hubo también entre ellos: eclesiásticos, notarios, médicos, abogados o gentes de administración civil. Hasta 1789, en tres lugares precisos estaban bien ubicados cerca de la calle Santa Maria, en Val Vacher y en la aldea de Ancteville, llamada hoy Amprionnerie.
Los Viel tenían allí larga historia como lo indican los datos de los archivos del lugar:

En 1382, Pedro Viel, procurador de las damas de Caen.
En 1412, Jehan Viel, procurador también de las damas de Caen.
En 1425, Colin y Jehan Viel.
En 1471, Jehan Viel teniente de Senechal.

Muy probablemente estos son los más lejanos antepasados de la Buena Madre Plácida. El canónigo Cohier así lo pensaba, pero sin afirmarlo categóricamente, falto de pruebas, el árbol genealógico de los Viel del Val Vacher que él ha reconstituido, no parte sino de los años 1525 con Guillermo Viel y Perrine Pouhier.
Es claro que no trataremos de reproducir aquella monumental genealogía sino una pequeña porción que nos permita situar mejor a Madre Plácida en su parentela más cercana:

Francisco Viel (1698-1768) desposa en 1 723 a Luisa Martín.
René Viel (nacido en 1 750) desposa en 1780 a Juana Legendre.
Juan Viel (1733-1779) desposa en 1 772 a Juana Pignot.
Juana Viel (nacida en 1780) desposa en 1817 a Santiago Tournaille (padrinos de Victoria Viel).
Luisa Viel (1782-1857), en religión Sor María.
Herve Viel (1776-1838) desposa en 1801 a Ana Victoria de la Lande (1780-1842).
11 hijos entre los cuales: Eulalia, Victoria, Jacqueline Vial (en religión Sor Plácida).

NOVIAZGO EN LA TORMENTA.
Llegado a la edad de pensar en fundar un hogar, al amanecer del siglo XIX, Herve Viel tuvo la suerte de encontrar una esposa digna de él en la persona de Ana Victoria de la Lande, hija de Henry de la Lande (carnicero en la Pernelle) y de Margarita Allix. Familias las dos, de raíces muy cristianas y no obstante la persecución de la revolución y la relajación moral que de allí nació, supieron conservar su fe y aun más vivirla con una profunda convicción transmitiéndola a sus descendientes. Herve Viel, como quien seria su esposa habían conocido siendo jóvenes aún las angustiosas y dolorosas horas del terror. Junto a sus padres y compatriotas habían asistido consternados e impotentes a esta maquiavélica tentación de destrucción de la vida religiosa de su país, la expulsión de los sacerdotes, el pillaje y clausura de las iglesias y la prohibición de toda forma de culto.
Felizmente los sacerdotes, llenos de valor y lucidez, rechazando el doblegarse ante el poder público, decidieron permanecer en el lugar para continuar su labor aunque fuese de forma clandestina, con el peligro de su vida y con la complicidad de una población que permanecía masivamente fiel a la fe católica.
Gracias a los archivos locales, los nombres de muchos de estos sacerdotes nos son conocidos: Tomas Lelodey, Leonor Lariot, Juan Carlos Legendre, Pedro Jerónimo Lamache, Santiago Lavavasseur, P. Magnen, Santiago Marion de la Roche.
Su radio de acción se extendía hacia todos los lugares del Saire, desde Quettehou hasta Barfleur donde ellos encontraron en Julia Postel —la futura santa Maria Magdalena— un apoyo incomparable.
Fue exactamente con su ayuda como pudieron organizar en las granjas de la Pernelle aquellas inolvidables eucaristías nocturnas durante las cuales muchos niños hicieron la primera comunión. Entre estos hay que citar a la sobrina de Herve Viel, Luisa Viel, quien será más tarde una de las primeras religiosas de Santa María Magdalena con el nombre de Sor María.
Hizo también Ana de la Lande, su primera comunión en idénticas circunstancias? Nada se sabe, pero es probable que la haya hecho en condiciones normales hacia 1792. En todo caso tanto la chiquilla como Herve Viel, conservaron toda su vida el recuerdo de aquellas celebraciones clandestinas y quedaron profundamente marcados por los contactos con Julia Postel, en aquellas particulares circunstancias.
Además no podrán jamás olvidar que fue durante estos años terribles y años de su juventud, en este ambiente profundamente perturbado por la locura humana cuando ellos sintieron nacer y crecer en ellos, discretamente y sin ruido, bajo la mirada de Dios, un amor profundo y sólido que les ligaría para siempre en el sacramento del matrimonio. Este se realizó en la iglesia de Quettehou, tres meses después de la firma del Concordato el 19 de octubre de 1801, bajo la presencia del antiguo cura de Rideauville, P. Santiago Levavasseu, quien aseguraba el culto, mientras llegaba el nombramiento del primer cura concordatario de la parroquia.

UNA BELLA FAMILIA.
Inmediatamente después de su matrimonio, Herve Viel y su esposa se instalan en Val Vacher en una pequeña granja agrícola compuesta de una modesta habitación y el espacio de cultivo que en juicio de los que le conocían producirla unos ochocientos francos al año. Monto aparentemente alto, pero bien difícil para ayudar a vivir a una familia que poco a poco iría creciendo. Ana, mujer previsiva y valerosa piensa que es mejor complementar su economía organizando una venta de mantequilla, aves y huevos. Su trabajo consistía en ir a comprar en haciendas y mercados vecinos para revender en Valogne, la ciudad mas próxima. Cada semana, sobre una mula, la joven mujer tenía que hacer el ir y venir, cualquiera fuera el tiempo y sobre caminos difíciles a lo largo de tres leguas. Trabajo duro, pero cómo no hacerlo para poder buscar lo que ayudase a la economía familiar?
La opulencia no fue nunca conocida por los Viel, pero con el tesón de su trabajo llegaban a evitar la miseria y a conservar una digna posición. Todo esto no había sido obstáculo para que esta pareja transmitiera generosamente la vida, a 11 hijos en un espacio de 20 años. Ocho varones y tres niñas. Estos son sus nombres:

Juan Miguel, 1803-1875.
Juan Luis, 1804.
Victoria Magdalena, 1806-1814.
Santiago Francisco, 1808-1859.
Rosalía 1811.
Mellizos en 1813: Juan Bautista y Luis.
Eulalia, Victoria Jacqueline 1815-1877.
Bon-Herve, 1817.
Víctor Francisco, 1820-1887.
Alfonso 1823-1846.

Entre estos once hijos, el Señor se escogió dos para su servicio. Eulalia Victoria, más tarde será en religión la buena Madre Plácida y Víctor que en 1845 sería ordenado sacerdote ejerciendo sus funciones en Periers, Santiago de Nehou y Valcanville, para ser finalmente cura de S. Cristobal du Foc, donde murió en 1887.

1815: NACIMIENTO DE UNA PEQUEÑA VICTORIA.
1815 fue el año de la derrota de Waterloo (15 de junio) que derrocó el primer imperio y restauró la Monarquía con el regreso de Luis XVIII. Pero la familia de Herve Viel y su mujer, 1815 fue sobre todo el año de una alegría con ocasión del nacimiento de una niña, la octava en el hogar, el 26 de septiembre. Alegría más comprensible aún, cuando el año procedente habían tenido el dolor de perder su hija Victoria Magdalena de solamente ocho años. De acuerdo a las consignas y usos de la época y por medidas de prudencia, fue bautizada el mismo día de su nacimiento, en la iglesia de San Vigor de Quettehou por el P. Couppey, vicario de la parroquia.
Juana Viel y su prometido Santiago Tournaville, habían sido escogidos como padrinos de la niña. Escogencia llena de tino de felices consecuencias para ella, quien recibió en el bautismo los nombres de Eulalia Victoria Jacqueline. Al respecto ha habido un malentendido, error o nada más lamento? Nadie lo sabe. El hecho es que muy pronto en la familia, prevaleció la costumbre de emplear como nombre, el que oficialmente no era sino el segundo. La pequeña Eulalia, se convierte en Victoria, muy probablemente en recuerdo de la hija que había muerto el año anterior.

SUS PRIMEROS AÑOS.
Poco se sabe sobre los primeros años de la pequeña Victoria Viel. Ni más tarde al ser la Buena Madre Plácida, no hará confidencia alguna al respecto, muy probablemente por no tener tampoco nada de particular para señalar. Dentro de un cuadro familiar bien mantenido por el padre y la madre, al igual que sus hermanos, va creciendo al ritmo como crecían los niños de la época en un mundo rural. Como era lógico, muy rápidamente tenía que entrar en el ritmo de trabajo familiar cooperando con los pequeños servicios del hogar, limpieza, cuidado de las aves, todo aquello que los padres no podían hacer ocupados generalmente todo su tiempo en actividades de mayor responsabilidad.
Como todos sus hermanos, emprende el camino de la escuela, al momento oportuno para aquello que pueden ser los rudimentos del saber: lectura, un poco de escritura y de cálculo. No era demasiado pero se conocía lo suficiente como para cultivar la tierra mas aún cuando una educación más avanzada parecía perfectamente inútil a los campesinos de la época. Aún más, siendo épocas duras no se podía alimentar bocas inútiles, obligando por esto a los jóvenes a incorporarse desde temprana edad al trabajo cotidiano.
En esto como en lo demás, Victoria Viel, vive como los demás lo cual hace suponer que al abandonar la escuela, su saber era poco y su ignorancia enciclopédica. Más tarde ella rellenará sus lagunas intelectuales con mucho brío puesto que valiente era, inteligente y ávida de aprender.
Siguiendo su tradición local, parece que los niños eran admitidos a la primera comunión antes de la edad acostumbrada, lo cual indicaría cómo su educación religiosa habría sido particularmente cuidada. Para conceder tal privilegio, sin embargo, el sacerdote Lepóitevin, cura de Quettehou desde 1803, tenía que ver razones sólidas. De hecho el señor cura intuyó cualidades muy ricas en su pequeña feligresa, previendo para ella un destino muy particular.
Se deduce de estas palabras que le dirigió un día y que la misma Madre Plácida ha comunicado “No sé, mi querida hija, lo que Nuestro Señor te pedirá, pero estoy persuadido de que tiene sobre ti designios muy particulares, a los cuales tienes que prepararte desde ahora, amándole de todo tu corazón y buscando siempre seguir su santa voluntad”.
Con perspicacia había intuido el cura de la parroquia, pero no podía sin embargo pensar aquel día, que aquella chiquilla llegaría un día al honor de los altares.
En cuanto a los padres de Victoria, con un sentido común muy sólido, no pensaban sino en darle a su hija la preparación que le serían necesarias, sobre todo como futura madre de familia que debería ser. Pensando sobre todo en las cualidades de una mujer de hogar, cuidados de la ropa de su esposo y de sus hijos, la enviaron a casa de la señora Gilles, la modista de la región. En esta época las “modistas” trabajaban en casa de sus clientes en “trabajo jornalero” (de pago diario) según el lenguaje de la época.
Así Victoria Viel, durante todo el tiempo de su aprendizaje, debía seguir a su patrona, de casa en casa, para iniciarse en los secretos de su profesión para lo cual no se sentía muy dotada a juzgar del testimonio de la señora Gilles: “No tiene mucha habilidad para la costura. Le sudan mucho las manos y quiebra frecuentemente las agujas”.
Probablemente era verdad. Pero había una otra razón. La tal señora Gilles era excesivamente conversadora y no se callaba mientras trabajaba, sin que fuera siempre bueno lo que afirmaba de los demás. Todo esto desagradaba a Victoria que sintiéndose mal, o se callaba o sencillamente tomaba la defensiva cuando la tomaba como testigo la dicha señora. Esta, no muy contenta por la actitud de desaprobación de su alumna, dirá mas tarde como única conclusión “Bien veía que Victoria no esta hecha para este oficio de modista”.
Después de unos meses de aprendizaje, cerca de la señora Gilles, Victoria sabía lo indispensable para llevar un hogar. Vuelve entonces a casa, donde pone todo su saber a disposición de su madre que la acoge con la alegría que puede adivinarse por el apoyo que su hija le significa.
Los testimonios presentados por el proceso informativo para su beatificación nos permiten dibujar el perfil de Victoria Viel como adolescente: chica sana, robusta, con temperamento agradable y naturaleza llena de vivacidad. Siempre alegre y de buen humor, pero volviéndose tímida cuando se encontraba en un medio desconocido o en presencia de extraños. Timidez excesiva, que constituía un defecto de su carácter, que no era sin embargo pasivismo o tontería, sino una manifestación visible de una desconfianza un poco excesiva, de una extremada reserva y de una prudencia exagerada. Más tarde, con el tiempo y con el gran esfuerzo de su voluntad, la joven llegará a corregir este defecto, pero no sin sufrimiento.
Sus compañeras son acordes en subrayar que Victoria tenía una piedad no común. “A los once años era seria como una persona mayor” y luego “no era una chica corriente”.
En efecto, en la parroquia todo el mundo constataba su comportamiento edificante, su piedad, su amabilidad y caridad generosas. Pequeños y grandes, para hacerla reaccionar muy delicadamente, la llamaban “Victoria la Santa” o “Victoria la joven santa”
Victoria Viel tenía una estrecha amistad con la señorita Le Marois, quien venía cada año a pasar el verano con sus padres, cerca de Val Vacher. Profundamente cristiana y deseosa de ser útil a los demás, se interesaba activamente en las obras parroquiales y con mucha espontaneidad Victoria aportaba su colaboración. Fue así como se la vio organizar el catecismo a grupos de niños y organizar “reuniones piadosas donde el canto tenía puesto de honor”. Con todas estas actividades que se juntaban a los oficios de la casa, el tiempo pasaba con rapidez y casi sin percibirlo, Victoria llegó al término de su adolescencia.

EL LLAMADO.
El momento delicado, en el cual se hace el paso de la adolescencia a la edad adulta, es generalmente para los jóvenes el momento en que se construyen grandes sueños y el tiempo en que se elaboran magníficos proyectos. Con frecuencia los sueños se desvanecen como la bruma matinal de los días de verano y los hermosos proyectos fracasan ante las realidades de la vida, hasta el momento en que el camino se ilumina y las decisiones importantes son tomadas.
¿Ocurrió así para Victoria Viel? Pudo ser, pero mucho de todo esto no queda sino en el silencio del corazón de cada uno. Lo que bien se pueda pensar es que los chicos que verían pasar aquella joven pudieron construir sus propios sueños y al verla tan seria y valerosa, pensar “en tenerla un día como su propia esposa”.
Solamente aquella jovencita sólo tenia 17 años como para que pudiese ser pedida para un futuro matrimonio. Y por tanto fue a este momento cuando ella fue objeto de otra petición de parte de su hermano mayor, Juan Miguel. Este permanecía aún soltero a sus veintinueve años. Rechazos que encontró o por ser él mismo difícil en su modo de ser? se ignora. El hecho es que él no había abandonado la casa paterna pero era una situación que no podía prolongarse indefinidamente, porque la tierra de Val Vacher no era tan extensa para ocupar muchos hombres y alimentarles. La solución era encontrar en otro lugar, posibilidad de trabajo y organizarse por su cuenta. Trabajo no era difícil encontrarlo, pero solo como él era se imaginaba cómo podía vivir sin alguien que pudiera ocuparse de su alimentación y de su hogar. Fue entonces cuando propuso a su hermana menor que viniera a vivir con él. El no se casaría y vivirían entonces ¡untos, felices, ya que con una persona como Victoria la vida en familia podría continuar como en Val Vacher.
Juan Miguel, tuvo largas conversaciones con su hermana que terminó por consentir a la curiosa proposición de su hermano. “El hombre propone y Dios dispone”. Dios había dispuesto del porvenir de Victoria pero nadie lo sabia, ni aún el interesado y sin suerte Juan Miguel quien había fabricado todo esto, un castillo de ilusiones que no tardaría en caer por tierra y derrumbarse ante los golpes de la voluntad divina.
Victoria había dicho sí a los proyectos de su hermano, lo que entonces indicaría que ella no pensaba aún en la vida religiosa. ¿Será esto totalmente cierto? Habría aceptado ella bien libremente? Es importante plantear estas preguntas porque unas semanas más tarde, viene la pobre Victoria donde su hermano a decirle con lágrimas en sus ojos que había cambiado de opinión y no debía contar con ella porque se sentía llamada a otra vocación. Ya ella había percibido algunos signos de la Providencia, signos anunciadores de un llamado más explícito que se daría más tarde.
Si se cree a ciertos recuerdos de familia, Victoria habría hecho en aquella época una visita a su prima religiosa en el convento de Tamerville, en compañía de sus padrinos de bautismo. Si esto se dio, es de suponer que la Hermana María habría ayudado a su joven prima a ver claro en ella misma y plantearse correctamente y con realismo el problema de su porvenir. ¿Le habrá dado el consejo de romper el contrato concluido un poco antes con Juan Miguel? Es bien posible. La tía María (como la llamaba afectuosamente Victoria) tenía bien puestos sus pies sobre la tierra.
Los meses de verano de 1832, pasaron muy rápidamente sin ofrecer nada nuevo en la vida de Victoria. En apariencia nada había cambiado en su vida cotidiana. En apariencia solamente, porque se puede creer que la joven sentía cada vez más fuerte el llamado a la vida religiosa, aprovechó este tiempo de espera para orar y reflexionar antes de tomar la última decisión.
Al fin del mes de octubre de 1832, Victoria supo la noticia a través de su madrina de (que le llenaba de alegría y acrecentaba sus deseos de vida religiosa) que la madre Maria Magdalena había abandonado el convento de Tamerville con cinco religiosas para implantar definitivamente su comunidad en las ruinas de la antigua abadía benedictina de San Salvador el Visconde, que ella había adquirido el mes de junio anterior. La hermana María no olvidaba a su pequeña prima de Val Vacher, a quien apreciaba por sus sólidas cualidades y a quien esperaba verla unirse a la comunidad, si tal era el querer de Dios. Hacia el fin del año le hizo saber que ella sería feliz de recibir su visita en la Abadía.
Para responder a esta invitación fue Victoria a la dicha Abadía en los primeros meses del año 1833. Ignoramos completamente el contenido de las conversaciones que ella tuvo con su prima y sobre todo con la Madre Maria Magdalena. Lo que se sabe, y esto es lo más importante, es que aquellas conversaciones fueron determinantes y decisivas. La pequeña Victoria que desde hacía un cierto tiempo buscaba su camino, comprendió claramente bajo la mirada de la Fundadora, que Dios le pedirla entrar a su servicio. El llamamiento estaba claro, la respuesta lo fue también, idéntica a la dada por la virgen en el día de la Anunciación: “Yo soy la pequeña sierva del Señor”.
Regresando a Quettehou, Victoria estaba feliz, pero su felicidad completamente nueva, había que comunicarla a los padres. Y si bien ella conocía la fe de sus padres, sabía que lo que iba a decirles habría de hacerles mal, lo cual le hacia sufrir también a ella. Estimulada por la señorita Lemarois, su confidente de siempre, se dirigió a su padre al otro día de regresar a Val le Vacher.
El Padre Merlaud. el más reciente biógrafo de Plácida Viel, nos reconstruye las palabras patéticas que fueron intercambiadas en esta circunstancia entre la joven y su padre:

— Papá, tengo cosas muy serias para decirte.
— Que dices hija?
— No llores papá, pero es preciso que te anuncie que en el mes de mayo yo entraré al convento de San Salvador, donde se encuentra la “tía María“. Yo siento que Dios me llama a su servicio. Es más fuerte que yo. No podría ser feliz de otra manera.
— No estoy en contra de esto, mi Victoria. Pero es preciso reflexionar y pedir consejo. A tu edad no puede uno comprometerse con precipitación. Si es serio, se hablará con mamá. San Salvador? no está acaso en el fin del mundo? Habrá que irte a ver. Y sobre todo si Dios ha decidido, no podemos oponernos. Pero es bien duro... Sí, es duro. Dios me ha pedido el sacrificio de una pequeñita. Ella se llamaba Victoria como tú. Hace ya veinte años que ocurrió. No puedo olvidarlo. Pero cuando Dios ha decidido hay que obedecer”.

Todo estaba dicho, que se puede agregar aún?...
El tiempo fue pasando y llegó entonces el tiempo, a comienzos de mayo, para hacer los preparativos. Visitas de adiós a los parientes y amigos. Una vieja maleta que había que sacar. Los padrinos de la joven, enterados del viaje de la ahijada, se ofrecieron para llevarla a la abadía de San Salvador. Querían así cumplir hasta el fin su misión de padrinos y ahorrar a sus padres unos sufrimientos inútiles.
Por fin el gran día llegó. Se imagina la escena de los adioses en el patio de Val Vacher, donde la familia debió reunirse, con las palabras interceptadas por las lágrimas y sollozos. Se puede pensar en las largas horas de viaje pero también la acogida cariñosa en la abadía. Todo se puede imaginar, salvo estas palabras que la buena Madre Maria Magdalena le dijo a Victoria inmediatamente después de la partida de sus padrinos de regreso a Quettehou: “Los ángeles, mi hija, llevan las cruces de aquellas que tendrán a temprana edad al servicio de Dios”.

EL APRENDIZAJE DE LA VIDA RELIGIOSA.
Victoria Viel había entonces respondido al llamado de Dios, pero sabía muy bien que no era todo el llamar a las puertas de un convento para convertirse en religiosa. Como todas sus compañeras tenía que plegarse a un período largo de prueba, para comprobar y conocer la solidez de su vocación y mostrar que podía ser digna y capaz de entrar en comunidad. Este período de prueba delicado y difícil en tiempo normal, lo era aún más en la época en que la joven llegó a San Salvador, porque los lugares de la antigua abadía estaban en un estado desastroso y las condiciones de vida eran allí muy duras para las heroicas religiosas.
Felizmente, en aquel año 1833, diez postulantes, entre las cuales Victoria Viel, se habían presentado a la Abadía. Eran jóvenes por lo general muy fuertes y acostumbradas a los difíciles trabajos del campo. Su llegada constituía entonces un apoyo fuerte para la comunidad que tenía necesidad de brazos para organizar debidamente el lugar.
Después de haber superado muy bien la primera etapa del postulado, durante dos años, Victoria fue admitida al noviciado. La ceremonia de toma de hábito tuvo lugar el 1 de mayo de 1835, en una capilla pequeña, preparada para esto en una de las naves de la iglesia abacial al lado sur. En el curso de esta ceremonia de vestición, la pequeña Victoria Viel de Quettehou, renunciando al mundo, entraba entonces a la vida religiosa con el nombre de Sor Plácida.
No tuvo necesidad de mucho tiempo Madre Magdalena, cuyo juicio era tan acertado, a descubrir y apreciar en su justo valor las cualidades excepcionales de la joven Sor Plácida y con toda su perspicacia supo comprender todo el bien que su comunidad podría lograr con su presencia en los años futuros. Poco después de la toma de hábito en 1835, Monseñor Dancel, obispo de Bayeux y superior eclesiástico de la comunidad, visitó la Abadía. Durante una conversación, el prelado preguntó a Madre María Magdalena, que tenía en ese entonces 79 años, cual sería la religiosa capaz de sucederla si ella muriera. De inmediato, la Fundadora no respondió, pero unos minutos después, al ver una novicia que pasaba, por el corredor, dijo al prelado: “Monseñor, usted me pidió hace un momento quién me reemplazarla: será esta joven hermana de veinte años y Dios la inspirará”.
La joven novicia era Sor Plácida. Los incrédulos pueden sonreír y reaccionar los cercanos a Madre Magdalena sabían que esta mujer maravillosa recibía fácilmente del Espíritu Santo y del modo más natural gracias de luz que le permitían discernir con anticipación los acontecimientos.
En cuanto a la pequeña Sor Plácida:
Sor Plácida tenía una particular devoción por la visita al Santísimo Sacramento. Le había bastado para acoger esta devoción en su vida y encontrar allí su fuerza interior, el ver cada día la Madre Magdalena en adoración delante del tabernáculo.
Al término de sus dos años de noviciado, Sor Plácida era ya una religiosa profundamente edificante por su piedad, su entrega y su espíritu religioso. Por eso se le juzgó digna de pronunciar los votos con otras nueve compañeras suyas. Esta ceremonia de profesión del año 1838 debía revestir una importancia particular. En efecto, bajo los consejos del nuevo superior eclesiástico el Padre Delamare, vicario general, la congregación abandonaba las primeras constituciones, juzgadas al momento incompletas, y recibía las nuevas, aquellas de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, aprobadas por la Iglesia. En consecuencia, las religiosas profesas, comprendida allí la superiora, debían renovar sus votos, después de haber hecho un año suplementario de noviciado y mientras las diez novicias eran admitidas a pronunciar sus votos, por primera vez.
Para preparar las hermanas para este momento de tanta importancia, un retiro espiritual de veinte días había sido previsto y para dirigirlo el obispo de Coutances había escogido al Padre Mayeul-Lelong, misionero apostólico, dándole plenos poderes para testar la calidad de la comunidad. El predicador era hombre de cualidades pero también original. Durante todo el retiro se comportó como un verdadero tirano, usando y abusando de sus poderes. Obligó a las religiosas a un silencio total, prohibiéndoles aún hablar a su superiora o al capellán. Él mismo vigilaba todas las obediencias, infligiendo a las religiosas, con razón o no, penitencias extravagantes, se permitía interrogarlas durante las conferencias, tratándolas como chiquillas y tratando de ridiculizarlas para humillarlas más. En resumen fueron aquellos veinte días, un infierno. Impávidas las religiosas mayores no reaccionaron de manera alguna, conocían bastante muchas otras dificultades. Estoicas, silenciosas, dejaron actuar al exageradamente celoso predicador, que se fatigase inútilmente. En cuanto a las novicias, cautivadas y estimuladas por el ejemplo de sus mayores, soportaron todo sin crear pánico con olímpica calma.
Al término de aquel inolvidable retiro, después de haber “probado muy bien a la comunidad” contento de sí y de los resultados el Padre Mayeul-Lelong, dio cuenta de su misión al obispo con estos términos un poco pomposos: “Monseñor, Ud. puede tener confianza en estas religiosas, son ángeles. Su superiora, un serafín”.
El 21 de septiembre de 1838, el P. Delamare, vicario general, recibió en nombre del obispo de Coutances los votos de Madre Magdalena, de las 14 religiosas y de las 10 novicias entre las cuales figuraba Sor Plácida Viel.

PRIMERAS ARMAS.
Esclarecida por el Espíritu, Madre Maria Magdalena, sabía de una manera cierta, ya se ha dicho, que Sor Plácida, le sucedería a la cabeza de la congregación. Por lo mismo era importante darle sin que lo percibiera, una formación y una experiencia que le serian indispensables para asumir las pesadas responsabilidades que más tarde serian suyas. Por esto, en los años siguientes a su profesión, se le confió a la joven religiosa una serie de misiones y de obediencias en todos los aspectos y en todos los niveles, permitiéndole familiarizarse con la gestión de los asuntos de la comunidad y descubrir y comprender así los mecanismos sutiles y complicados de las máquinas administrativas y adquirir sobre todo el difícil y delicado arte del gobierno de las personas.
Fue así cómo el 20 de agosto de 1840, Sor Plácida fue encargada de iniciar la fundación de una obra en la Chapelle - sur- Vire e instalar allí una pequeña comunidad de tres religiosas enviadas allí para animar las peregrinaciones a Nuestra Señora de la Misericordia y de acoger a los peregrinos. Durante tres meses y en nombre de la superiora general, Sor Plácida tuvo como cometido el poner en orden todos los problemas administrativos, pero sobre todo en organizar en todo detalle la vida de la pequeña comunidad, permitiéndole llegar a un ritmo dinámico, bien conforme al espíritu de la congregación. Terminada la tarea y la misión realizada, Sor Plácida regresó a la Abadía.
Se ha dicho que en su infancia Sor Plácida no había recibido sino una rudimentaria formación. Es evidente que durante los años de postulado y de noviciado, había sido invitada a proseguir sus estudios. Muy inteligente, la joven religiosa, había no solamente logrado llenar sus lagunas intelectuales, sino que por su empeño logró realizar estudios muy sólidos. Madre Maria Magdalena, por las razones ya dichas, juzgaba que esto era todavía poco y por lo mismo al regresar Sor Plácida a la Abadía tuvo que proseguir esa tarea. La decisión había sido tomada en perfecto acuerdo con el Padre Delamare, quien escribía en 1841: “Sobre todo que no se distraiga a sor Plácida de sus estudios, bajo cualquier pretexto que sea”.
Ese mismo año, cuando Madre Maria Magdalena decidió enviar tres de sus hijas a la Escuela Normal de Argentan, las colocó bajo la responsabilidad de Sor Plácida que sabría ayudarles a vivir en el espíritu de la comunidad. De su parte, Sor Plácida, debía aprovechar su cercanía a la Escuela Normal para recibir una formación pedagógica que le faltaba, lo cual, se realizó rápidamente, porque en algunos meses, había asimilado perfectamente el programa, y el director de la Escuela informaba al Padre Delamare que Sor Plácida “podía sin inconveniente alguno, no regresar más a la Escuela”. Ella está —añadía él— en posibilidad de instruir a las novicias más adelantadas, de dar lecciones en el pensionado y aún de continuar en la Abadía la preparación de las novicias alumnas enviadas con ella a Argentan.
Nuevas responsabilidades esperaban a la joven estudiante de Argentan cuando regresó a la Abadía en agosto de 1841. Durante tres meses, a partir de septiembre, ella permaneció en Avianches para fundar allí una nueva casa, un asilo y un taller.
Enseguida, el 1 de enero de 1842, había sido elegida asistente y se convertía así, por designación de su hermana, en la auxiliar de la superiora general, asociada al gobierno de la comunidad y a la gestión de todos los asuntos; al mismo tiempo Madre María Magdalena le confió la dirección del noviciado, donde después de 1839, el número no cede de crecer de año en año llegando al momento al número de 50. Era esta una bien delicada responsabilidad que la superiora ponía sobre sus hombros —no tenía a ese momento más que 27 años— pero la experimentada Madre María Magdalena sabía que podía tener confianza en su hija muy amada, quién tenía el don de llevar a buen término todas las tareas que se confiaban..

LAS BÚSQUEDAS PARA ALOJAR AL BUEN DIOS.
Desde 1832, se había trabajado muy bien en las canteras de la Abadía, las construcciones del convento habían sido restauradas al precio de una intensísima labor, pero la iglesia abacial ofrecía un espectáculo lamentable entre sus ruinas. A partir de 1839, bajo el impulso de la enérgica superiora, se puso en marcha la restauración del campanario y de todo el costado sur de la iglesia. En la primavera de 1842, después de tres años de trabajo, todo estaba terminado. Pero en la noche del 24 al 25 de agosto, un ciclón se abatió sobre Cotentín, destruyendo todo a su paso. A las ocho de la mañana, el campanario restaurado se desplomaba aparatosamente. Para la superiora, sus hijas y todos sus amigos, esto constituía un duro golpe. Pero mientras todos se lamentaban y dejaban conocer su desaliento, la Madre María Magdalena guardaba toda su calma y toda su serenidad: “No haremos jamás demasiado —decía ella a sus hijas comentando el acontecimiento— reconstruiremos todo a la vez. Dios lo quiera, estoy muy segura de ello; el dinero no faltará jamás hasta que la iglesia sea reconstruida”.
Solamente al comienzo de 1844, los trabajos pudieron ser recomenzados. Mucho tiempo necesitó la fundadora para enfrentar las resistencias y convencer al Padre Delamare, quien dudaba en dar el permiso para reabrir los lugares de trabajo. Y sobre todo para reconstruir había necesidad de fuerte cantidad de dinero, encontrándose la bolsa de la abadía casi vacía. Fue cuando, en una inspiración, madre María Magdalena, hizo llamar a Sor Plácida y le habla en este lenguaje, según testimonio del P. Delamare: ”Lo que ha ocurrido es para un bien mayor, Dios quiere que nuestro Instituto se propague, pero él quiere que la iglesia sea reparada; es preciso que se trabaje allí siempre y el dinero no faltará hasta que la iglesia no sea terminada; usted pedirá y se le dará. La congregación se difundiría muy lejos. He aquí una carta para que la reina de los franceses parta para París, supuesto que nuestro superior consienta a quien verá en Coutances, lo cual no lo dudo”.
Con estupor había escuchado Sor Plácida las palabras de su superiora, casi no creyendo lo que oía, le aterrorizaba grandemente la perspectiva de este viaje y cuando el 5 de enero de 1844 se puso en camino, acompañada de Sor Javier, el corazón la fallaba al atravesar la puerta de la abadía. Rápidamente vino a arrodillarse a los pies de su superiora que sonriente le dijo:”Su viaje no ha sido largo? Dónde está su fe? Pase una media hora al pie del Santo Sacramento”.
Dócilmente la pobre Sor Plácida baja a la capilla, donde dulcemente en presencia del Señor, ella recobró su calma y el valor que necesitaba para aceptar la cruz que le ofrecía.
Y poniéndose en camino hacia Coutances, no sabía Sor Plácida lo que le esperaba felizmente, para ella. Este primer viaje no era sino el comienzo de una larga serie de viajes, habrá muchos otros que ocuparan largos años de su vida y movilizarán sus fuerzas y su energía a punto de comprometer su salud. Este era el precio que había que pagar para “alojar al Buen Dios”.
Los biógrafos de Sor Plácida han contado el menú de peripecias y de anécdotas que han rodeado cada uno de sus viajes. No pudiendo ir a muchos detalles, nos limitamos a lo esencial, con el riesgo de aparecer un poco secos y demasiado precisos.
Viviendo aún Madre Maria Magdalena, Sor Plácida ha estado en tres ocasiones en París, en las fechas siguientes:

Primer viaje: 5 de enero a junio 1844.
Segundo viaje: octubre de 1844 a marzo y abril de 1845.
Tercer viaje: 9 de octubre de 1845 a mayo junio de 1846.

Como se ve, no se trataba de viajes ida y regreso sino de largas permanencias de al menos seis meses cada uno. A esto hay que añadir un viaje a Bretaña, Rennes, Nantes y Saint Brieuc, en la primavera de 1845. En total, la misión confiada a Sor Plácida ha durado más de un año y medio. Esto quiere decir que durante estos dos años, día tras día y a lo largo de la jornada Sor Plácida y su compañera han pasado su tiempo recorriendo las calles de la capital, tocando a miles de puertas, contando sin terminar la misma historia, para obtener moneda tras moneda, los miles de francos necesarios para la reconstrucción de la iglesia abacial de San Salvador. No se puede imaginar la cantidad de miserias, sufrimiento, penas que las pobres religiosas han debido soportar para cumplir su misión. Frente a todo esto, la audiencia concedida por la Reina Maria-Amelia, no tenía sino una importancia relativa, tanto más cuanto las ofrendas reales no eran sino “convenientes” (diríamos modestas) si se cree al Padre Delamare, quien en calidad de Vicario General, tenía el sentido de las connotaciones y conocía bien el peso de las palabras.
En su permanencia en Paris, Sor Plácida, actuando en nombre de su superiora, había tenido que realizar muchos asuntos en los ministerios y en la administración estatal. Madre Maria Magdalena, había ansiado sus ruegos al gobierno de Luis Felipe, para obtener algunas subvenciones. Había que seguir el curso de estas peticiones y cuidar que no desapareciesen entrepapeladas en los dossiers.
En el curso de su primer viaje a París, Sor Plácida y Sor Javier fueron puestas en presencia del Padre Haumet, cura de la parroquia de Santa Margarita. Cuando escuchó a las hermanas sobre la existencia de su congregación en San Salvador les dijo: “Es exactamente, religiosas como ustedes las que yo busco: necesitarla cuatro o cinco para comenzar”.
— Y para cuando? preguntó Sor Plácida.
— Para hoy mismo, si ellas residen en París. Yo les prepararé un lugar para las clases en un barrio un poco excéntrico de mi parroquia.
Sor Plácida, se apresuró a informar a su superiora y unas semanas más tarde, algunas hermanas llegaron para tomar la responsabilidad de las clases, bajo el patronazgo de Nuestra Señora de la Consolación. Esta era la primera fundación parisina de las Hermanas de la Misericordia. Otras seguirían más tarde y entre ellas la importante casa del Sagrado Corazón de María, calle de Picpus: “Dios quiere que nuestra congregación se propague. La congregación se difundirá lejanamente” había dicho Madre María Magdalena.

SUPERIORA GENERAL.
Una tarde del mes de mayo de 1846 regresando a casa de las hermanas de Nuestra Señora de la Consolación, donde había pasado el invierno, Sor Plácida encontró una carta del Padre Delamare, en la que sin darle detalles, le pedía regresar a la Abadía sin tardar. La joven hermana, inquieta, se puso en camino al otro día. Llegada a la Abadía comprendió la razón de su regreso: la salud de la Madre Maria Magdalena, se deterioraba y el final parecía muy próximo. El Padre Delamare, había querido que la anciana fundadora pudiese volverla a ver, antes de morir a su hija muy querida y darle los últimos consejos y recomendaciones.
El 16 de junio, al principio del mediodía, en la fiesta de Nuestra Señora del Monte Carmelo, la campana de la abadía convocaba a todas las religiosas cerca de su superiora que se iba apagando. Hacia las tres de la tarde se vio a la Madre María Magdalena, abrazar el crucifijo que tenía entre sus manos y de sus labios salir estas palabras: “Señor, pongo entre tus manos mi alma”.
Era el final. La Abadía no tenía más su superiora. Las religiosas anegadas en su pesar pensaban en la madre que ellas acababan de perder, planteándose todas la misma pregunta: ¿Quién va a reemplazarla?
Sucederla era situación difícil. ¿Quien podría tomar el lugar de esta mujer tan señorial, de esta valerosa mujer y que además era una santa? En las semanas siguientes, el problema fue objeto de muchas y frecuentes conversaciones. Se hablaba fácilmente de la Hermana María, primera compañera de la fundadora con quien había compartido los difíciles días del comienzo; ecónoma toda la vida, conocía bien los asuntos económicos de la congregación y su edad de 60 años le confería naturalmente mucha autoridad.
El 5 de septiembre de 1846 las hermanas de la Misericordia se reunieron en la Abadía para elegir, de acuerdo a las constituciones, la nueva superiora general. El Padre Delamare, superior eclesiástico de la congregación y vicario general, vino expresamente para ello. Algunas hermanas angustiadas por la elección que ellas debían hacer, le pidieron que les iluminase con su experiencia. Pero respetuoso de las normas canónicas y de las constituciones el Padre Delamare no quiso acceder a su petición, puesto que no estaba allí sino como un testigo oficial y un representante de la autoridad episcopal.
Y he aquí el momento más emocionante: después de haber votado las religiosas se llega al escrutinio de los votos. Todas las papeletas salvo dos, llevaban el nombre de Sor Plácida. El Padre Delamare no pestañeó y en el más grande silencio proclamó el nombre de la elegida.
La pobre Sor Plácida, aterrorizada por lo que acaba de suceder, cae de rodillas ante el vicario general y le suplica el proceder a otra votación, pero su oración queda sin eco; hay que obedecer. Entonces la Madre Plácida, la nueva superiora se fue rápidamente como lo hacia de costumbre a buscar a su Madre que reposaba en su tumba aún fresca, en el coro de la Abadía para contarle su pena, confiarle sus inquietudes, hablarle de sus dudas y pedirle consejo. Durante un largo momento permaneció allí, abismada en su oración y pareció escuchar en lo hondo de sí misma, la conocida voz que le decía dulcemente “Escucha mi hija, hay que obedecer, estoy cerca de ti y permanezco siempre tu madre, la verdadera superiora del instituto”.
El más agudo problema que inquietaba el espíritu de Madre Plácida aquella tarde del 5 de septiembre, era que ella se sentía investida de dos misiones en apariencia contradictorias. En cuanto superiora debía asumir la dirección y gobierno del Instituto y de otra parte, para ser fiel al querer de la fundadora, ella tenía que llevar a término la reconstrucción de la iglesia, lo que iba a obligarla a reemprender sus campañas de busca de dinero.
Desde el día siguiente de la reunión del capítulo, se encontró una solución a este problema Se decidió entonces que la superiora reiniciaría sus viajes al exterior para ocuparse de las fundaciones de nuevas casas y encontrar el dinero necesario y en su ausencia Sor María tomaría la función de asistenta. Era además desde otro punto de vista un modo elegante de calmar los resentimientos de la “tía María” que había digerido muy mal el nombramiento de su pequeña prima.

COLECTAS Y VIAJES.
Después de haber organizado todo, Madre Plácida reemprendió la ruta. Consciente de sus responsabilidades de sureriora y por consiguiente no queriendo alejarse mucho de la Abadía, al menos en los primeros meses, decidió recorrer la parte central de la diócesis para mediar una de sus piedras necesarias a la reconstrucción de la iglesia.
Durante meses caminará sobre las rutas de Cotentín, casi siempre a pie, por viejos zapatos que economiza marchando a pie desnudo, como un campesino cualquiera. Al llegar la noche, busca asilo en los presbiterios o donde las gentes sencillas, comiendo lo que puede y cuando puede y siempre de manera muy frugal. Siendo época en que los caminos no tenían seguridad alguna, Madre Plácida tiene en ocasiones encuentros peligrosos y de los cuales la “vagabunda de Dios” sabe salir con sus propios recursos y si hay necesidad con la intervención más o menos milagrosa del cielo.
Cuando más tarde evocara sus peregrinaciones y aventuras, ella misma se sorprenderá de sus audacias y confesará: “Si debiera recomenzar y con la experiencia que tengo ahora, no me atrevería a emprender lo mismo. En efecto yo partía sola, muy joven aún, pero estos viajes largos. Pero mi madre me había dicho: ‘ve hija’ y yo partía sin temer, teniendo una fe total en las palabras de mi superiora y persuadida de que yo realizaba la obra de Dios”.
En repetidas ocasiones, la Madre Plácida debió interrumpir sus colectas, cuando asuntos importantes necesitaban su intervención. Es así como la encontramos en París a fines del año 1847, embebida en grandes dificultades jurídicas que ponían en tela de juicio el reconocimiento legal de su instituto. Asunto de gravedad, puesto que el porvenir de la congregación estaba comprometido y la obra de Santa María Magdalena parecía naufragar. Es dentro de este asunto tan complejo donde hay que buscar las razones secretas de este largo viaje que debió emprender Madre Plácida para encontrarse en Austria con Enrique V, conde de Chambord, pretendiente a la corona de Francia. Casi todo el mundo lo cree, sin duda alguna. Si las razones del viaje quedaron (y quedarán) secretas, el viaje mismo nada tiene de misterioso y Madre Plácida daría cuenta detallada. Partiendo para París el 14 de septiembre de 1849, llegó luego a Viena el 18 de septiembre, pasando por Bruselas, Verviers, Colonia, Berlín y Breslau.
Madre Plácida viajaba sin mapa ni brújula, no tenía reloj, ignoraba el horario de los trenes y no hablaba alemán y sin embargo todo se pasaba muy bien. Por doquier la viajera encontró personas delicadas para guiarla y eventualmente responder a sus necesidades. En Viena fue recibida por la Baronesa de Pongrace, hizo visita al vicario general del arzobispado. El 19 de septiembre ella llega al castillo de Froshdori donde Enrique I, su esposa y la princesa María Teresa, hija de Luis XVI, prodigan a la pequeña religiosa una acogida calurosa. En camino de regreso, la Madre Plácida, que no duda de nada, va a Postdam y obtiene contra toda esperanza, una audiencia con el rey de Prusia, Federico Guillermo IV, quien la recibe muy amablemente en su palacio de “San Souci” y le hace entrega de su ofrenda.
En compañía de la reina, Madre Plácida, se pasea por los jardines del palacio, visita las princesas, hermanas del rey y después de despedirse, regresa a Paris el 26 de septiembre, pasando por Bruselas, donde las audiencias habían sido suspendidas, sin poder entonces encontrar al rey de los belgas. Este viaje, cuyas razones más profundas se nos escapan, fue muy fructuoso bajo el plano financiero y había hecho conocer desde otro ángulo la congregación más allá de las fronteras, lo cual tendría en el porvenir muy felices consecuencias.

LA IGLESIA ABACIAL.
Mientras la Madre Plácida gasta sus piernas sobre las rutas de Francia y Europa, para encontrar el dinero necesario, los trabajos de reconstrucción de la iglesia avanzaban a buen ritmo bajo la dirección de Francisco Halley “maestro de obra providencial” suscitado y movilizado por la Madre María Magdalena.
En 1846 a la muerte de la fundadora, los muros están prácticamente terminados y tres años más tarde de 1849 se acababa la construcción del coro. Serán necesarios aún seis años para terminar todo el conjunto. En total doce años fueron necesarios para rehacer esta joya de arte medieval. Made María Magdalena, Madre Plácida, el padre Lerenard y Francisco Halley han sido los constructores de este maravilloso trabajo.
En la capilla de la cruz, al extremo derecho del crucero, bajo una arcada romana construida con el espesor del muro, se había puesto la tumba para Madre María Magdalena quien había sido el alma de esta resurrección.
El 10 de agosto de 1855, al caer la noche, los restos fueron trasladados a su nueva sepultura, en presencia del clero local, de la superiora general y de toda la comunidad.
Algunos meses más tarde, el 21 de noviembre del mismo año, el Padre Delamare, vino a bendecir la iglesia y abrirla al culto, esperando el momento de su solemne consagración.
Madre María Magdalena había dicho al Padre Delamare que sería él quien consagraría aquella iglesia abacial, lo que significaba el predecir su misión episcopal. Las previsiones de la anciana fundadora se realizaron con detalle. El año siguiente, el 28 de agosto de 1856, fue en efecto Monseñor Francisco Delamare, nombrado obispo de Lucon, quien tuvo el honor y la alegría de consagrar la iglesia de la Abadía en presencia de Monseñor Santiago Daniel, obispo de Coutances. Doscientos sacerdotes y trescientos cincuenta religiosas, con una marea de fieles asistieron a esta ceremonia inolvidable. El P. Lerenard, Francisco Halley y Madre Plácida podían regocijarse: gracias a ellos, el antiguo sueño de Madre Maria Magdalena estaba realizado.

VOCACIONES, FUNDACIONES.
La reconstrucción de la iglesia abacial movilizó durante años el tiempo y las fuerzas de Madre Plácida. Fue ella quien fue recolectando franco por franco de aquellos 700.000 que fueron necesarios para el financiamiento de los trabajos. Pero las preocupaciones financieras y materiales nunca impedían a Madre Plácida el pensar en lo esencial de su misión: el desarrollo y expansión de su congregación, verdadero edificio espiritual que a sus ojos tenía más importancia que las construcciones materiales.
Como la fundadora, su madre, la nueva superiora tuvo la preocupación constante de ver aumentar los efectivos de su congregación pero al mismo tiempo se preocupó por dar a sus hijas una sólida formación espiritual y una grande competencia.
Algunas cifras nos ayudarán a ver mejor los progresos realizados bajo el impulso de la Madre Plácida:
En 1846 y a la muerte de Madre Maria Magdalena, la congregación contaba con 150 religiosas profesas para llegar a 500 en 1859 y sobrepasar aquel de 900 en 1877.
Mientras el número de religiosas aumentaba rápidamente, el instituto se difundía al mismo ritmo. En una treintena de años, la Madre Plácida fundó más de 110 puestos en Francia y en el extranjero.
Durante los cinco años posteriores a su elección, mientras que su tiempo estaba literalmente absorbido por sus viajes y colectas, ella encontró el modo de crear los nuevos centros siguientes:
1846-1847: Mortain, Marchesieux, Gavray, Moyon, Donville.
1848: San Salvador-le Vicomte, Santa María del Monte, Bethisy San Pedro (Oise)
1849: Castilly (calvados)
1850: Nehou, Quettehou (Mancha), Hamars, Thaon, La Maladrerie (calvados), Celles-sun-Thiers (Pul-de-Dome).
La fundación más importante de la Madre Plácida, aquella que le requirió mas de tiempo, le causó más mal y le proporcionó más de alegría, fue aquella de la casa del Sagrado Corazón de Maria, 60, calle de Pecpus en Paris.
Al día siguiente de la revolución de 1848, un sacerdote parisino, Padre Terlaing, vicario de la parroquia de los “Quinze-Vingt” había fundado en calle de Picpus, una casa de educación para adolescentes, salidas de medios populares. Había confiado el comienzo a personas laicas la dirección de la misma, pero rápidamente se dio cuenta de que las religiosas realizarían mejor esta función y fue entonces cuando hizo un llamado a las hermanas de la Misericordia. Después de un tiempo de duda, Madre Plácida respondió favorablemente y fue entonces cuando algunas hijas de la Misericordia llegaron a Picpus. La dirección fue confiada a una joven religiosa Sor Eliseo, de 24 años que sin dar la apariencia, encerraba toda una mujer de entereza. Los comienzos fueron difíciles pero después de muchas peripecias, la casa del Sagrado Corazón de María, tomó su impulso y se hizo floreciente, aumentando el número de estudiantes muy rápido, de 50 para comenzar a 200 en 1860 y llegar a la cifra de 500 en 1877.
Esta fundación fue para Madre Plácida, la fundación más querida, “su paraíso en tierra” como dirá un testigo. Habiéndose difundido en Francia la congregación no había todavía ido más allá de las fronteras. Esto se hará en 1862, con la fundación de la casa de Helligenstadt en Alemania, donde cuatro institutrices que habían expresado su deseo de vida religiosa, formaron con otras hermanas venidas de Francia, la primera comunidad alemana de las hijas de Santa María Magdalena Postel. Es de esta comunidad inicial que brotó con el tiempo la rama alemana de la congregación, que después de las guerras de 1870 y de 1914-1918 se encontró separada jurídica y administrativamente del tronco común, manteniendo no obstante con la Abadía relaciones muy frecuentes y fraternales.

LA GUERRA DE 1870.
Madre Plácida acaba de realizar en Mont Saint Michel su 104ª fundación, cuando el 15 de julio de 1870 la guerra estalló entre Francia y Alemania. Desde el comienzo el viento de la derrota había soplado sobre las armadas francesas quienes rápidamente fueron desarticuladas y deshechas con los golpes de los alemanes. Pronto se escuchó la capitulación de Sedan y luego la caída del imperio. Hubo luego la invasión del territorio produciendo un gran éxodo de población. A la Abadía fueron llegando poco a poco, una tras otra las hermanas que estaban en lugares que habían sido invadidas por las tropas.
Fue entonces cuando, en un esfuerzo desesperado, el gobierno de la joven república trató de reconstruir una nueva armada. Los campos de entrenamiento fueron improvisados a la rápida, casi por doquier y sobre todo cerca de la Abadía, en Besneville y Nehou. Reclutas incorporados y desertores de la antigua amada vinieron a poblar rápidamente estos campos que no habían sido preparados para recibirlos. Algo terrible sobre todo durante el invierno de 1870-1871. Fue entonces cuando la buena Madre Plácida abre de par en par las puertas de su casa a estas pobres gentes que tenían necesidad de alimento, de calor, de sueño y de cuidados. Durante seis meses hubo en la abadía un va y viene de soldados, que comunicándose unos a otros, se presentaban cada tarde de grupos cada vez más numerosos. Rápidamente en lugar de enfermería fue instalado en la abadía, primero para cincuenta y luego para ciento cincuenta, para acoger heridos y enfermos. Todas las hermanas, estimuladas por su superiora, desbordaron día y noche todos los tesoros de caridad y entrega buscando el apaciguar esta miseria. Se sabe de datos muy precisos que desde el 1 de enero al 12 de abril de 1871, 8317 entradas fueron registradas en esta enfermería.
Esta población tan numerosa que había invadido la abadía durante estos meses trágicos, había que nutrirla cada día con dos comidas, las hermanas distribuían pan, sopa, jamón y cidra a su gusto. La abadía que no recibía ningún subsidio de parte del gobierno, ni ayuda alguna del exterior debió soportar esto con sus propios recursos financieros y las reservas alimenticias de un año normal y que se vieron suficientes para un consumo anormal, casi tres veces superior al de los años precedentes. La explicación es clara y simple, pero difícil de ser admitida fuera del ángulo de la fe, durante seis meses la abadía vivió bajo la fuerza del milagro, en el sentido teológico del término. Lo cual ha sido confirmado por muchos testigos que figuran en el proceso informativo, y he aquí el de Sor Margarita:
“En 1870, yo estaba en nuestra casa madre en San Salvador-le-Vicomte, transformada en enfermería con un gran número de soldados. Mi obediencia era cada día un poco en todas partes, esto duró desde el mes de agosto de 1870 hasta el mes de mayo de 1871. Durante este tiempo hubo cada día bajo mis ojos, la multiplicación del pan, de la carne, de la cidra, de la leche, de las papas. La Hermana Marta llevaba el pan a los soldados y ellos comían cuanto querían y Sor Marta volvía a la cocina con los canastos tan llenos de restos como ella los había llevado. Nosotros nos compartíamos con frecuencia todo esto y Sor Marta nos decía “No hay por qué preocuparnos, tanto se lleva cuanto se vuelve a traer y todos los soldados están saciados. Mucho es lo que debemos agradecer a Dios y a nuestra fundadora que es la que nos alcanza todo esto”.
Una pregunta se plantea:”Quién obtenía estos milagros? Madre María Magdalena, Madre Plácida o Sor Marta?

HACIA LA CIUDAD DE DIOS.
Después de las miserias de la guerra de 1870, habiendo retomado la vida su curso normal, el Instituto de las hermanas de la Misericordia continuó su expansión y acrecentó su irradiación. La Madre Plácida iba viviendo la última etapa de su peregrinar terrestre, su misión de co-fundadora tocaba a su fin y el tiempo de las audaces realizaciones se acababa.
De aquel grande equipo de los comienzos no quedaba ninguno. Francisco Halley el “maestro de obra” de la iglesia abacial había muerto en 1862, la víspera de navidad. Monseñor Delamare, convertido en arzobispo de Auch, había muerto en 1871. El cuanto al Padre Lerenard, capellán de tiempos heroicos, había muerto en 1874.
La Madre Plácida no temía la muerte y muy lúcidamente al comienzo de 1877, ella comprendió que la hora del gran encuentro se acercaba. En los últimos años sus enfermedades no hacían sino aumentar, creándole cada día sufrimientos atroces, sin jamás despojarse de su paciente sonrisa. En los últimos días de febrero, las cosas se agravaron mucho más. Al comenzar del primero de marzo, pidió recibir los santos sacramentos en presencia de todas sus hijas quienes se acercaban después junto a su Madre, una tras otra para recibir de ella el saludo del adiós.
El 4 de marzo de 1877, hacia las 10 de la mañana, la Madre Plácida, co-fundadora y segunda superiora general de las Hermanas de la Misericordia, hija muy querida de Santa María Magdalena Postel, abandonó este mundo tranquilamente para entrar bienaventurada en la Ciudad de Dios.

Autor: R. Dorey, cura de Barfleur.
Traductor Vicentino: Padre Álvaro Restrepo.

(Si este contenido te parece interesante, compártelo mediante el botón “Me gusta”, “enviar por e-mail”, el enlace a Facebook, Twitter o Google+. Hacerlo es fácil y toma sólo unos segundos. Y no te olvides de comentar. Gracias)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Se agradece cualquier comentario sobre este artículo o el blog en general, siempre que no contenga términos inapropiados, en cuyo caso, será eliminado...