sábado, 3 de agosto de 2013

Warisata la Escuela Ayllu - Parte 10

Texto original de la obra escrita por Elizardo Perez sobre su revolucionaria experiencia educacional para los pueblos originarios y que fue la primera en el continente americano.

Original text of the book written by Elizardo Pérez about their revolutionary educational experience for the native peoples and that it was the first one in the american continent.

Partes anteriores de este libro: 05 - 06 - 07 - 08 - 09.

7.- ACTIVIDAD MÚLTIPLE.
A medida que la obra se hacía más grande, nuevos problemas y dificultades se presentaban. Los juicios criminales y administrativos que se me habían iniciado no me dejaban tranquilo (llegué a tener 35 juicios en mi contra). En Warisata tenía que dirigir las construcciones, controlar el trabajo en talleres, vigilar los cultivos, disponer la extracción de materiales de construcción, elaboración de adobes y ladrillos, cuidar de los transportes; mantenía las deliberaciones en las reuniones vespertinas que tanto impulso daban al desarrollo constructivo y a la solución de los asuntos locales; en fin, todo había que atenderlo con despliegue incesante de actividad, y en muchos casos, mis propios conocimientos o experiencias no bastaban ante la magnitud de la obra.
Así por ejemplo, jamás en mi vida había levantado un muro de piedras, o desconocía otros aspectos de la construcción ignorados asimismo por el albañil, cuyos conocimientos no habían sido, sin duda, obtenidos en una facultad de arquitectura. Me veía obligado, pues, a viajar a La Paz, para informarme por algún amigo ingeniero o visitando edificios en construcción donde solía entrometerme para descubrir tales secretos. Por otra parte, tenía que viajar a la ciudad con asuntos administrativos o relacionados con adquisiciones, y de ese modo no tenía un minuto libre ni descanso alguno.

¡Ah, pero entonces estaba en la plenitud de mis energías!

Llegó el momento de ponerle techo al primer pabellón, a fines de diciembre de 1931. Los tijerales estaban armados y no queríamos que nos sorprendiera la época de lluvias. Era perentoria la necesidad de adquirir tejas para cubrir una superficie de 1.600 metros cuadrados. No tuve más remedio que apelar, como siempre, a mi bolsillo (perdóneseme, una vez más, la obligada referencia personal). En consecuencia, mis presupuestos mensuales de haberes fueron endosados al Ingeniero Arturo Posnansky, que los cobró en el Tesoro Nacional hasta cubrir el valor de la teja que le adquirimos. Pero la solución de este problema me creó otro, ya conocido: el del transporte del material; problema que fue resuelto en la misma forma que la vez anterior: por medio de mi hermano Arturo. En cuanto a las reparticiones fiscales que tenían la obligación de atenderme, hacían oídos de mercader y no movían un dedo por nosotros. ¡Cuántas veces sucedió lo propio, en años de actividad intensa!

Sin embargo, el asunto de las tejas sí que fue peliagudo. No obstante nuestras previsiones, no pudimos adelantamos a las lluvias, que en aquel año se hicieron torrenciales. El camino de La Paz a Achacachi, de 110 kilómetros, estaba en gran parte inundado y el camión se enfangaba con frecuencia por demás desesperante. No había más remedio que descargar el vehículo, desatascarlo y volverlo a cargar, y eso, una y otra vez. No éramos más de tres personas para realizar tan ardua tarea. La lluvia nos castigaba sin piedad en cada operación, el polvo de la teja, producido por la fricción constante, nos era soplado al rostro por la ventisca, cubriéndonos con espeso barniz. Todo en tomo nuestro era lodo, agua y viento, y claro es que no salíamos muy limpios que digamos. Por otra parte, el viaje no se hacía en horas, sino en días, dado el estado del camino, y había que pasar las heladas noches altiplánicas en la cabina, entumecidos por el frío y la inacción y en ciertas ocasiones hasta por el hambre.

Alguna vez permanecimos tirados en la pampa, con el camión hundido hasta la corona; en otras ocasiones nos faltó gasolina, y en fin pasábamos todas las calamidades posibles. Después de estas penurias infinitas, llegábamos en tres o cuatro días al riachuelo llamado “Quitacalzón”, kilómetro y medio antes de Warisata, y que era imposible pasar con el camión. Entonces venían en nuestro auxilio profesores, alumnos y padres de familia, en buen número ciertamente, trasladando a mano nuestras tejas.
¡Cuántos viajes realizamos así!
Recuerdo que en uno de ellos me acompañó el maestro José de la Riva, ese raro hombre que no conocía el cansancio y que sencilla y modestamente estaba dispuesto a dar de sí todo cuanto fuese posible. ¡Hombre singular! Cumplía las misiones más difíciles con tenacidad, esfuerzo y voluntad incomparables; entregó su juventud a la patria, sin que jamás hubiese sido acreedor a estímulo alguno; al contrario: hasta fue despedido por su carácter independiente. Ahora volvió a su cargo, con su mísero haber de siempre...

Hemos dicho que en Warisata debíamos resolver todos los problemas para dar forma al organismo en crecimiento. Ahora teníamos al frente la cuestión del estuco. ¡Ni pensar en adquirirlo! Después de mucho tiempo de cateos e investigaciones efectuados en las breñas de las montañas (cómo nos hubiera ayudado un geólogo!) encontramos una veta a veinte kilómetros de distancia, detrás de la cordillera. De inmediato el Consejo organizó su extracción y transporte, que se efectuaba en mulitas, burros o llamas.
Eso no era todo. Había que beneficiarlo y todos éramos ignorantes en la materia. Diversos procedimientos que utilizamos nos fallaron una y otra vez. El estuco salía muy quemado, convertido en una especie de ceniza, o lo sacábamos crudo. Mientras tanto pasaba el tiempo y no podía adelantar la obra como hubiéramos deseado. Por fin se nos ocurrió, a iniciativa de Anacleto Zeballos, construir un horno especial. Los primeros ensayos fueron malos, pero finalmente salimos con la nuestra. Ese fue para la comunidad un día de triunfo y alegría. Ya podíamos emplear el material en la fijación de dinteles, tirantes, tijerales y otros trabajos que requerían del estuco.

Quien se detenga a pensar en el trabajo realizado por el indio en esta empresa, llegará a la conclusión de que significaba una afirmación de sus grandes condiciones para el progreso nacional. Por eso la titánica obra de Warisata, en la que el indio puso todas sus esperanzas y toda su fibra, debe quedar escrita como ejemplo para las generaciones futuras y como una lección para aquellos que todavía le niegan toda virtud y todo derecho. Mírese qué fuerza desconocida imprimía sentido a todas sus actividades; precisamente con la cuestión del estuco, sucedió el siguiente hecho que todavía no he podido explicarme del todo:

Cierta vez el Consejo determinó, a pedido del comisionado de la sección encargada del aprovisionamiento de aquél material, que se realizara un viaje urgente a la cantera porque la existencia estaba casi concluida. Eran alrededor de las once de la noche cuando se resolvió que partieran cien personas para hacer el transporte. Al día siguiente, domingo, no menos de cuatrocientos animales entre mulitas, asnos y llamas llegaban a la escuela cargados de la piedra blanca. ¿Cómo pudo ser posible esto? ¿Con qué tiempo y de cómo notificaron a los viajeros, dispersos en el extenso radio de Warisata, para que cumplieran esta misión? La verdad es que a las tres de la mañana las caravanas de indios con sus acémilas ya rompían el silencio de la oscura noche para dirigirse a la cantera, en un viaje de cuarenta kilómetros de ida y vuelta, realizado a pie.

Con la voluntad de estos hombres podía voltearse montañas. Parecía que estaban cumpliendo alguna jornada de los tiempos en que los inkas ordenaban aquellos épicos trabajos de ingeniería que todavía hoy asombran a quien los contemple.
Otra anécdota que pinta a lo vivo este espíritu es la siguiente:

En una ocasión en que viajaba a Sorata a adquirir árboles de eucalipto, montado en una mula (lujo que me permití entonces - 1933), me detuve unos instantes en el lugar donde estaba el horno de estuco, y a un profesor que se hallaba allí le di la orden de que al día siguiente debía esperarme con una hornada de estuco cocido; y sin más, me alejé al galope en dirección al valle. Me refirieron tiempo después que el profesor de marras, al escuchar la orden, había exclamado: “Con qué leña quiere este director loco que yo haga quemar el estuco!”. A lo que le había contestado Rufino Sosa, un joven indio envejecido en nuestras luchas y disciplinas: “Zonzo, aquí no se pregunta con qué se ha de hacer, aquí se cumple órdenes”.

Eso era Warisata, ese el nuevo indio que formábamos y el ambiente donde el maestro aguzaba su ingenio para ponerse al compás de los ímpetus indígenas y resolver los infinitos problemas de la vida diaria en tren de mejoramiento.

Volviendo a la cuestión del edificio, mi idea inicial era construirlo de una sola planta, en dimensiones relativamente modestas, utilizando para ello el plano que se me había dado en el Instituto Americano, como ya dije. Puesto el proyecto en consideración del Consejo, los indios en forma unánime resolvieron que tuviera dos pisos, porque querían que se destacara en la pampa y que pudiera contemplarse de todos los confines. Observé que para elevar otro piso más se precisaría de mucho esfuerzo y una inmensa cantidad de material de construcción, especialmente estuco, adobes, ladrillos, madera, etc. Los indios salieron con la suya, y a iniciativa de Belisario Cosme, le dieron las dimensiones que deseaban, dispuestos a todo. Tenía que ser varias veces más grande que la capilla, según ellos.
No me cabe duda del acierto de esta voluntad constructiva: la escuela, tiempo después, se destacaba en la pampa gris, con sus muros blanquísimos y su rojo tejado, cual si fuera el faro que conduciría a los indios a su destino, y lo cierto es que, en la transparente atmósfera del altiplano, lo primero que se ve son sus edificios, llamado permanente a la liberación.

Habíamos resuelto el problema del estuco. Se lo producía en abundancia y de excelente calidad. Ahora teníamos el asunto del ladrillo, para cuya elaboración encontramos materia prima de primera calidad pero ignorando el modo de prepararla y demás procedimientos. Se señaló una cuota, aceptada por todos, de 200 ladrillos por persona.
Ninguno de nosotros, en su vida, había hecho un ladrillo, lo mismo que jamás habíamos elaborado estuco o manejado el nivel. Todos estábamos aprendiendo en la ruda escuela del trabajo, desde legislar hasta cocinar estuco y cal. Ahora nos tocaba el turno de aprender la fabricación de ladrillos. Pusimos manos a la obra disponiendo previamente los respectivos moldes, y preparando la masa. Los primeros ensayos fueron un completo fracaso.

Una tarde fui a Chiquipa, ayllu distante un kilómetro de la escuela, donde la casualidad me hizo testigo de interesantísima escena: en el atrio de la capilla, una familia compuesta por el anciano padre, la mujer, los hijos, los nietos y el yatiri (hechicero) rodeaba un promontorio como de metro y medio de diámetro por ochenta centímetros de altura; se trataba de una espesa capa de boñiga seca de vaca, a la que se superponía una o dos filas de ladrillos, cuidando de dejar aberturas para la circulación del aire, y así se alternaban hasta formar una especie de pirámide recubierta en su totalidad del mismo combustible; después aplicaron fuego por la base y el yatiri pronunció algunas palabras en aymara para ahuyentar los espíritus malignos que conspiraban contra la industria ladrillera. A continuación echó unas hojas de coca y roció vino propiciando a los dioses para que el éxito les acompañara. Por último, el abuelo intervino, ofrendando al Altísimo y diciendo con fervor: “Tata, de estos doscientos ladrillos siquiera cinco que salgan bien. Todo lo pido en nombre de mis antepasados, de mis hijos y de mis nietos, aquí presentes, que se educan en la escuela que estamos levantando, para que en ella abran los ojos y encuentren la luz de la verdad y de la civilización. ¡Vivimos en tinieblas, Señor...!”.

Escenas como la referida se multiplicaron en la pampa.

El hombre warisateño revelaba, en ese simple hecho, su temple contra la adversidad, sobre la que se imponía a fuerza de paciente esfuerzo. Los indios solían llegar a la escuela con diez, quince o veinte ladrillos; la mayor parte se habían quebrado debido sin duda a las corrientes de aire frío que interrumpían el proceso de cocción. Por último, centralizamos la acción en la escuela, construyendo un horno con capacidad de mil unidades. Cuando estuvo cargado y atizábamos la primera vez, ya en horas de la noche, se desplomó la flamante obra echando por tierra nuestras risueñas esperanzas. ¡Cuánto trabajo perdido! Pero en lugar de lamentarnos, recomenzamos el trabajo con naturalidad que tenía mucho de heroico. Así, de tropiezo en tropiezo, alcanzamos a perfeccionar la fabricación de ladrillos, que se convirtió en una de nuestras más importantes industrias, cuyos productos llegaron a ser de la mejor calidad.

Empero, nos preocupaba el problema del combustible, que en una región de tan extremada pobreza en lo vegetal, es prácticamente inexistente. El indio utiliza la bosta de vaca o la taquia de la llama en sus necesidades domésticas y como fertilizante en los sembríos. No era posible mantener la contribución voluntariamente impuesta para alimentar los hornos, sin dañar gravemente su propia economía. Era imperativo buscar alguna fuente de producción que resolviera tan espinoso problema y mientras tanto los profesores de turno tenían que ingeniarse de mil modos para cumplir la tarea cuando les correspondía quemar una hornada, ya fuese de estuco o de ladrillo.
Después de laboriosas investigaciones se descubrió un yacimiento de turba, a corta distancia de la escuela, y claro es que nos dimos entusiastamente a la tarea de explotarlo a más y mejor, con gran alegría de parte de los campesinos, que veían así cómo era posible arrancar a la naturaleza circundante todos los recursos necesarios.

8.- MIRANDO HACIA LOS VALLES SORATEÑOS.
Nuestra existencia de madera se había agotado, faltando para concluir el armado de la techumbre. No era del caso repetir la aventura que tengo relatada con el famosísimo español, y fue el Parlamento Amauta -nombre del Consejo- el que consideró tal asunto, resolviendo que una comisión de cuatro de sus miembros, encabezada por el Director, se constituyera en Sorata, el maravilloso valle que se halla al otro lado de la cordillera, para estudiar y resolver el problema.
En Sorata encontramos precisamente la madera que nos hacía falta, y a precios muy convenientes. Observamos asimismo que los grandes bosques de eucaliptos allí existentes, podían dar lugar a la instalación de un aserradero para abastecer nuestras necesidades presentes y futuras. Al propio tiempo, estudiamos la posibilidad de irradiar al valle nuestra acción en lo educacional, pues existían extensas comunidades, de población densa y no sometida a la servidumbre, siendo la tierra de gran fertilidad y muy superior a la de Warisata. Estábamos en una región que ofrecía magníficas posibilidades de progreso. Los productos principales eran el maíz, el trigo y la papa, como productos básicos; cultivaban además arvejas, poroto, camote, racacha, yuca, frutas de varias especies y algunas de las más exquisitas del país como son la chirimoya, el pacay, la palta, el lujmillo, etc. La zona no era apta para el ganado.
El intercambio de productos con el Altiplano era intenso. El mercado dominical de Sorata consumía los productos de la zona alta, tales como carne, “charqui” (carne desecada), chuño, quinua, etc., y de aquel lado llevaban sus productos a los mercados de La Paz y poblaciones intermedias.

En cuanto al elemento indio, los campesinos eran de carácter expansivo y alegre, distintos en eso a los indios del altiplano, por lo general poco comunicativos. Su interés por la educación de la infancia se había despertado enormemente, sabedores de lo que se hacía en Warisata, y estaban dispuestos a emprender todos los trabajos que se les pidiera para la apertura de escuelas.
Todo esto nos llamó profundamente la atención. Era un mundo distinto al de Warisata, donde el hombre tenía que luchar tan esforzadamente para sobrevivir. Allá la naturaleza había sido pródiga al ofrecer un sinnúmero de ventajas que hacían la vida fácil, en contraste con el ambiente duro e inclemente de los yermos, donde los productos eran obtenidos a costa de tanto sacrificio. ¿Empero, respondería el indio de los valles con la misma calidad que el indio del altiplano? Pues, al menos yo, consideraba que las virtudes del aymara de la pampa andina eran también un producto de esa áspera y huraña naturaleza, que formaba espíritus que tenían algo de la grandeza de sus montañas nevadas.

A nuestro retorno a Warisata relatamos al Parlamento lo que habíamos visto y oído. Presto se resolvió lo que había que hacer: era necesario establecer un vínculo con las comunidades de Sorata para una solidaria acción en el futuro. Sería necesario llevar escuelas, que dependerían de Warisata, y cuando los recursos lo permitieran. Así, por proceso natural, empezaba a crearse el sistema nuclear de tan fecundos resultados en el campo. (Correspondería a Raúl Pérez la aplicación inicial del sistema, creando escuelas elementales en Caiza “D”. N. del E.).
En cuanto a la madera, resolvimos comprar la que habíamos elegido en Sorata, y además nos propusimos instalar el aserradero para asegurar una política constructiva de gran alcance, que iba a rebasar el recinto de la escuela para invadir el mismo hogar indígena.
¡Éramos ambiciosos! ¡Cuánto faltaba para dar cima a Warisata, y ya planeábamos nuestra actividad en otros campos! Sin embargo, no era una resolución precipitada: los indios la adoptaron reflexionando seriamente, lo que hará ver cómo en sus preocupaciones se iba revelando un contenido de vastísimas consecuencias.

“No queremos encerrarnos en Warisata y trabajar únicamente para Warisata, decían, porque nuestra obra sólo podrá sobrevivir si la extendemos a todos los campos y favorecemos con ella a todos los indios de Bolivia”.
Generosos y exactos conceptos de aquellas mentes renovadas, confiadas en el porvenir de la raza.

Nuestra esfera de actividades crecía, y en proporción a ella aumentaban nuestras necesidades y con éstas nuestros gastos. Pero jamás se detuvo la obra, ni siquiera en parte, por falta de recursos. Todos los fondos necesarios se financiaban oportunamente, y a ello obedecían mis frecuentes viajes a La Paz. En el momento de partir se me entregaban los pedidos, y a mi retorno era portador de cuanto se me solicitaba. Mis sueldos estaban destinados íntegramente a ese objeto, pero como aún así resultaban insuficientes, vendí una chacarilla que años atrás, en 1928 si no me equivoco, había comprado en la zona de Chijini, de La Paz, a los señores Ordóñez. De esta manera mis bienes empezaron a diluirse, dato que tal vez sorprenda a aquellos que vieron en mi obra tan sólo el objeto de un sórdido interés...

En una ocasión, a fines de 1931, cuando me ocupaba de trabajos muy delicados y urgentes, recibí un telegrama del Ministro Mercado dándome orden de suspender la obra. No era del caso detenernos en medio camino, y al instante me embarqué en un camión que pasaba a La Paz. Sin tardanza me presenté ante el Ministro, manifestándole mi voluntad de continuar la obra aún contrariando las determinaciones gubernamentales. ¿Qué tono habría puesto en mis palabras? El caso es que el Ministro, con esa rápida y certera visión que hacía de él, sin hipérbole, un verdadero gran hombre, se levantó vivamente y mostrándome un rimero de expedientes que se amontonaban en una mesita junto a su escritorio, me dijo:

— ¡Vea todo lo que viene contra usted, Pérez; ya no puedo más!

Aquellos papeles eran docenas de juicios de toda clase que en su respectiva instancia habían ido al Ministerio, denunciándoseme por toda suerte de tropelías. Pero a continuación, Mercado me dijo con el mismo énfasis con que hacía tiempo me había enviado a fundar Warisata:

— Pero su actitud me gusta, Pérez; así deben ser los hombres; vaya usted y continúe su obra en Warisata.

Con otro hombre que Bailón Mercado, la escuela hubiera muerto exactamente al mes de nacer; pero él supo poner atajo al diluvio de calumnias y denuestos, con plena fe en nuestra obra; actitud que el país debe conocer, ciertamente, pues así como en estas páginas he de fustigar a mucha gente, también he de honrar al que supo comprendernos y estimularnos, sobreponiéndose a la montaña de los intereses creados.
Por otra parte, estimo que Mercado, hombre inteligente como era, comprendió qué paso en falso hubiera sido para el prestigio del Gobierno, cerrar una escuela que ya estaba prácticamente levantada y a la que se empezaba a mirar con profunda atención. De ese modo, de acuerdo a nuestras previsiones, la escuela se defendía por sí misma, por el sólo hecho de estar ya construida y de resplandecer en la pampa hosca y gris, tal como querían los indios.

Proseguimos, por tanto, nuestros trabajos y continuamos apreciando los inmensos valores indígenas. Tal vez se crea que me dejo llevar por el entusiasmo al hablar en esta forma; pero yo sé que todo cuanto diga, es pálida expresión de la verdad y que el indio representa, para estos países de América, su propia continuidad histórica. Lo sabemos quienes hemos vivido su vida, quienes en rueda con ellos participábamos de la merienda que nos brindaban en los momentos de descanso; sufrimos a su lado el infortunio, que es como decir que llegamos a lo más hondo de su alma para comprenderla, creo yo, como nadie. Trabajamos junto a ellos agotando nuestras fuerzas en pos del mismo ideal, y por lo tanto podíamos confiar en ellos como ellos confiaban en nosotros; y pues que le defendimos en toda ocasión, como abanderados de su libertad y de sus derechos, supimos de su positiva grandeza y de su gravitación en el porvenir de América. Ningún cálculo político guiaba nuestra obra, pero sabíamos que Warisata era un punto de partida, un símbolo y una esperanza.

Aquí un paréntesis para relatar otro hecho: dijimos que la escuela no tenía presupuesto; pues bien, al discutirse el Proyecto de Gastos de la Nación para 1932 en la Cámara de Diputados, fue Demetrio Canelas quien, con gran vigor, sostuvo la necesidad imprescindible de aprobar la partida consignada para la creación de Warisata. Sin su oportuna intervención, no hubiéramos podido continuar la obra. Bien sé que esta referencia no agradará a muchas personas, para quienes la figura de Canelas es representativa de un orden de cosas ya finiquitado. Pero nos ayudó, y sin conocernos, y eso es lo que para mí vale por sobre todo. ¡Al César lo que es del César!

Continuará...

Fuente: Elizardo Pérez, "Warisata - La Escuela Ayllu", Editorial Burillo, La Paz - Bolivia, 1962.

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