sábado, 3 de agosto de 2013

Warisata la Escuela Ayllu - Parte 08

Texto original de la obra escrita por Elizardo Perez sobre su revolucionaria experiencia educacional para los pueblos originarios y que fue la primera en el continente americano.

Original text of the book written by Elizardo Pérez about their revolutionary educational experience for the native peoples and that it was the first one in the american continent.

Partes anteriores de este libro: 03 - 04 - 05 - 06 - 07.

4.- ESFUERZO Y TRABAJO, FUNDAMENTOS DE NUESTRA PEDAGOGÍA.
Nuestro horario de trabajo no era ciertamente como para dedicarse al ocio: todo lo contrario. Desde las cinco de la mañana empezábamos a acumular arena para las labores del día, transportándola desde kilómetro y medio en las dos carretillas, una a cargo de Miranda y del Director y la otra llevada por de la Riva y un llokalla apodado el Kkelluwawa (el niño amarillo) que se empeñaba en asistir a esa hora para ayudarnos. El más fuerte sostenía y empujaba la carretilla cargada hasta más no poder, y el otro hacía tracción mediante un lazo. El albañil estaba exceptuado de este sobretiempo. Desde las ocho hasta que oscurecía, todos permanecíamos en nuestros respectivos puntos de trabajo, convertido el Director en ayudante del albañil Velasco.

Bien sé que tal relato hará sonreír a más de uno. ¡Pero compréndase la tremenda indigencia con que estábamos empezando la obra! No había más remedio que trabajar así.

Los indios que al principio me miraban con recelo, empezaron a cobrar confianza poco a poco. Cuando vieron que el profesor convivía con ellos, que se alimentaba de sus propios alimentos, que comía en una chúa (plato de barro), que dormía en un poyo cubierto con un jergón indígena, que, en suma, era uno de ellos, fueron cediendo con esa cautela que les es propia ante el temor de ser nuevamente engañados. Primero asomó uno, luego diez, y finalmente cien, doscientos y trescientos. Siñani había realizado la más eficaz propaganda, de casa en casa, para avisar a los indios que “el profesor no era como los otros” y que había razones para confiar en él, porque trabajaba como un indio, prenda de su honrado propósito. De esa manera, los cimientos avanzaron rápidamente. Como siempre, Siñani era el primero en acudir, a las cinco de la mañana, para extraer bloques de piedra y trasladarlos con sus dos burritos; triunfaba así la constancia o terquedad del Director, cuyo esfuerzo tesonero no parecía en vano.

Los primeros materiales para mover los talleres de carpintería y cerrajería fueron adquiridos con nuestro propio peculio; pero luego se nos presentaron los problemas: necesitábamos cemento para los cimientos, madera para los dinteles, tirantes, techumbres, puertas, ventanas, pupitres y mesas; fierro para fabricar catres, sillas y otros enseres y útiles. Para tales finalidades se habían instalado los talleres. Sin embargo, el Gobierno no había dado un centavo para esos gastos. ¿Qué hacer, en tales circunstancias?
Dejé organizado el trabajo a cargo de Siñani y Mariano Ramos, y de los jefes de taller, trasladándome a La Paz para ver cómo me las arreglaba. Me había hecho el propósito de no volver a Warisata si no era con un cargamento de los materiales de construcción requeridos y las herramientas necesarias para dotar a los dos talleres siquiera fuese en forma modesta.
Con este objetivo me dirigí a todas las barracas y ferreterías de la ciudad, para que atendieran el pedido que formulaba, a cargo del Ministerio de Instrucción. Mis gestiones no tuvieron resultado alguno. Nadie otorgaba crédito y todas las puertas se me cerraban. Ni siquiera pude obtener la ayuda de las reparticiones del Estado y de hombres de negocios a quienes me dirigí.

Cuando ya desesperaba del éxito, fui a dar por casualidad a un gran depósito donde había todos los materiales y herramientas que con tanta urgencia necesitaba. Pertenecían a una empresa minera de Corocoro, que los había puesto en venta a precios sumamente bajos. Fui atendido por un ciudadano español, al que le brillaron los ojos sin poder disimular su satisfacción al examinar mi pedido... aceptando hacer la entrega inmediata de todo. Pero aquí se presentó otra gravísima dificultad: no tenía ningún vehículo para trasladar el cargamento, el cual debía ser retirado en el acto, so pena de que el vendedor se diera cuenta de que, además de la tradicional insolvencia estatal, en este caso la adquisición no tenía respaldo alguno ya que la escuela de Warisata ni siquiera figuraba en el presupuesto.
Acudí a la Intendencia de Guerra, al Ministerio de Guerra, al de Gobierno, a la Prefectura y otras entidades; ninguna pudo atender mi solicitud y, sin duda, ni se dieron cuenta de mi angustiosa situación. Pero me salvó un hermano mío, Arturo Pérez, años más tarde duramente atacado y difamado por la Sociedad Rural Boliviana; fue él quien me proporcionó, por cierto gratuitamente, dos camiones con los que pude recoger todo el material. Teníamos diez toneladas de cemento, grandes cantidades de madera, fierro, alambre tejido, carretillas, picos, palas, dos o tres yunques, carbón de piedra, etc. ¡Por suerte, no había sido parco al formular el pedido! Y con semejante tesoro me fui a Warisata.

La llegada de tanto material de construcción fue un acontecimiento extraordinario en la comunidad y contribuyó a levantar definitivamente el espíritu de los indios y a ganar su confianza de una vez por todas. Hasta los indecisos se plegaron entusiastamente a nuestra causa.

Tal cosa sucedía el 20 de septiembre de 1931. En cincuenta días habíamos ganado dos grandes batallas en la guerra implacable que iniciábamos contra la ignorancia y el feudo. La primera fue lograda, más que por la persuasión, por la fe y la perseverancia, por el ejemplo personal, por el trabajo rudo, por el esfuerzo cotidiano, por el amor a una causa. Así ganamos el espíritu del indio y lo incorporamos a la tarea de su propia redención.

5.- AL MARGEN DE LA LEGALIDAD.
La segunda batalla de afirmación, que consagraría nuestros esfuerzos consolidando la primera conquista, la ganamos por medios que he de confesar no fueron del todo escrupulosos. Pero nunca como ahora, el fin justificaba los medios: se trataba, nada menos, que de levantar a un pueblo de su postración para conducirlo a la libertad y al progreso.

Han pasado treinta años y ya podemos declarar que nuestra acción constructiva, comenzó al margen de la legalidad. No podía ser de otro modo. Si hubiéramos esperado que nos cedieran legalmente las tierras que necesitaba la escuela, o que los materiales nos fueran entregados por las consabidas vías burocráticas, estoy cierto de que no hubiera existido Warisata ni los demás núcleos de educación indigenal, no sólo en Bolivia, sino también en el Perú, Ecuador y Guatemala, a donde irradió nuestra actividad, ni se hubiera forjado esa tremenda corriente de opinión en torno al problema del indio en todo el ámbito nacional y americano.
Pero así comenzamos, y de esa manera se inició la controversia doctrinal respecto al indígena americano, llevando la discusión a un plano de primera categoría y obligando a la realización periódica de congresos indigenistas mediante los cuales se trata de realizar una política uniforme para la incorporación del indio a las nacionalidades del continente. Por otra parte, si digo “al margen de la legalidad’ es porque Warisata, desde un comienzo, se situó en contra del orden de cosas existente, o más bien, porque todos los organismos representativos de la feudalidad vieron en ella un peligro para la subsistencia de sus privilegios.

Al comenzar nuestros trabajos no disponíamos de un palmo de tierra ni del sitio estrictamente necesario para construir el edificio. Cavamos los cimientos en una propiedad particular dispuestos a arrostrar todas las consecuencias, y en los días en que no teníamos ningún respaldo, ni siquiera el de las indiadas circundantes, pues, como hemos visto, los campesinos se nos mostraban en esos momentos tan huraños como con las autoridades de Achacachi. Nos ubicamos sin más ni más, de pura prepotencia, en el lugar de la obra, y del mismo modo tomamos el terreno necesario, abrimos los cimientos, derribamos muros y principiamos a construir haciendo uso de los materiales del lugar.
Una propietaria de Achacachi me escribía al respecto una carta que no me resisto a transcribir. Dice así:

“Achacachi, agosto 26 de 1931. Señor: He tenido noticia de una manera casual que Ud. está haciendo trabajos en mi canchón, pues es muy extraño que una persona sensata como le creía cometa tal abuso mucho más que el señor Subprefecto lo notificó a Ud. no tocar mis terrenos, por consiguiente no extrañará que lo acuse a Ud. ante los superiores así como ante los tribunales ordinarios, porque Ud. no tiene derecho de cometer tales abusos, y queriendo sublevar a mis indios se va a apoderar de lo ajeno, debe saber que poseo cualquier pedazo con perfecto derecho, no como han engañado a mis colonos a desconocerme, sabe Ud. que la justicia tarda pero llega contra los abusivos, sabrá cómo responder por los perjuicios que me ocasiona, y si no suspende los trabajos en mis terrenos tomaré cuanta medida pueda contra Ud., no por ganar sueldo ha de quitar el trabajo de una mujer, mi propiedad cuesta 30.000 bolivianos y sabré cómo responder. Su atta. Primitiva v. de Riveros”.

En el momento de recibir la anterior comunicación ignoraba a quien pertenecía el terreno reclamado. Ubiqué ahí la escuela y se puso la piedra fundamental por lo estratégico del lugar: sobre el camino a Sorata, resguardado por la montaña, con buenas tierras de regadío y agua potable de las vertientes, en el corazón de la comunidad, etc. El lugar era magnífico y resolví quedarme, sobre todo para mantener la moral del indio, pues mi traslado a otro sitio, de acuerdo al deseo expresado más tarde por la propietaria, hubiera causado suspicacias y recelos que hubieran dado al traste con los esfuerzos realizados. Preferí atenerme a las consecuencias y no cedí. Más tarde se descubrió que esa señora no tenía título alguno de propiedad sobre el lugar: era simplemente usufructuaria de tierras despojadas a los indios.

Las amenazas se cumplieron prontamente. La primera denuncia fue dirigida al Ministro de Educación y luego al propio Presidente de la República, el Dr. Salamanca, quien la ignoró lisa y llanamente.

Después, las denuncias llovieron a la Prefectura, a las autoridades de Achacachi, etc., concluyendo por iniciarse en contra mía varios juicios criminales. Habiéndome aconsejado un abogado mío que no me dejara notificar, yo vivía prácticamente a salto de mata. Para viajar a La Paz me veía obligado a no pisar Achacachi –punto obligado de tránsito– y dando un rodeo a pie esperaba el camión al otro lado del pueblo, y lo mismo cuando volvía. Así podía eludir a la justicia que me tenía en acecho. Cuando me encontraba en la escuela, vigías indios atalayaban los caminos para que escurriese el bulto si algún diligenciero me buscara. De ese modo me salvé muchas veces de ser notificado.

Mi táctica defensiva consistía en acelerar la obra. Una vez levantada, les decía a los indios, ya nadie podría destruirla. “Apresurémonos lo más que se pueda para realizar este esfuerzo que tendrá la virtud de ponernos a salvo de una acción que pudiera detener la ejecución de nuestros ideales”.

Los indios se dieron perfecta cuenta de la situación y redoblaron sus energías en el trabajo. Había que levantar aquella estructura cuanto antes. Ella sería nuestro amparo contra la adversidad. Estaba destinada a ser el faro que iluminaría los entendimientos y el hogar que acogiera a los indios oprimidos por la esclavitud y la servidumbre. Ese era el tono que se hablaba a los indios, aunque estas frases dichas en aymara adquieren robustas tonalidades sobre todo cuando son los propios indios quienes las pronuncian. Pero a su conjuro, el trabajo avanzaba prodigiosamente.
Era una colmena humana donde no menos de cuatrocientas personas entre hombres, mujeres y niños desplegaban actividad nunca vista. Los indios asistían al trabajo portando sus propias herramientas y animales para el transporte de piedra, arena, cascajo y otros materiales. Infinidad de grupos familiares integrados por padres, hijos, parientes y allegados apisonaban el barro para los adobes; otros se dedicaban a cavar cimientos, otros ayudaban a los albañiles. Nunca en Bolivia ha debido producirse un caso igual en que el indio asistiera al trabajo con tanto entusiasmo como interés. Parece que la persecución de que era objeto el Director, identificado con su causa, sirvió para que la colectividad pusiera el mayor ímpetu en la construcción.

Todos reclamaban para sí el honor de que sus nombres figuraran en el libro de contribuyentes de la obra. Ellos hubiesen considerado una ignominia estar ausentes de sus páginas...

Indudablemente, y como más tarde se hizo evidente, el indio de Warisata aceptó colaborar con tantas energías porque vio en la obra del Director un verdadero instrumento de liberación en el que era relativamente secundaria la cuestión de la letra. Más allá de la simple alfabetización, el indio warisateño acabó por ver en la escuela que se levantaba, el símbolo redentor por excelencia, y de ahí el nombre de Taika (madre) con que solían designarla.

Habíamos ganado totalmente al indio.

El tata, o sea, el Director, era para estas gentes buenas y sencillas algo así como un ser sobrehumano. Su palabra era escuchada con cariño y profundo respeto. “El tata ha dicho que se haga, y bien, hay que hacerlo”, decían. Estaban convencidos de que jamás los engañaría (creo que no defraudé la fe que pusieron en mí, como ellos no defraudaron la mía). Estaban seguros de que era posible cualquier cosa que él afirmase, y que además procedía con justicia. Se había calado muy hondo en el espíritu indio. Todo lo que quedare por hacer ya era incuestionablemente más fácil.

No obstante, el Director vivía torturado por la angustia que le ocasionaban los cotidianos abusos de las autoridades en contra de los indios: exacciones, multas, encarcelamientos, arrestos policiarios, flagelamientos, despojos, etc. Era una situación exasperante, y tanto más dura cuanto que era impotente para ponerle atajo. Constantemente iba al pueblo –ya las famosas notificaciones habían sido abandonadas– a reclamar por la libertad de los detenidos o para la reparación de los abusos y escarnios que sufrían los campesinos. Algunas veces lograba su objetivo. Volvía a pie –en los primeros días no teníamos movilidad alguna– solo, en la inmensidad de la pampa, venciendo a buen paso los doce kilómetros que mediaban entre Warisata y Achacachi.

Varios años después, Alfredo Guillén Pinto me refirió un hecho que yo ignoraba por completo.
“Siñani y otros amautas -me dijo- me visitaron en Caquiaviri, y entre otras cosas, me refirieron que, cuando ibas a Achacachi para defender a los indios, la comunidad destacaba de antemano diez hombres para que cuidaran de ti, sin que lo supieras. Los comisionados seguían tus movimientos y se informaban sobre el resultado de tus gestiones, y retornaban siempre vigilándote”.
Al preguntarle por qué razón procedían así, Guillén Pinto me respondió: “Porque te disgustaba ir acompañado cuando tenías que enfrentarte a las autoridades”.
Ya he dicho que en gran parte, esta historia es autobiográfica. No vacilaré, por ello, en referirme a estos hechos, que por muy personales que parezcan, pertenecen todos ellos al proceso que se llevaba a cabo en Warisata.

CAPÍTULO III.
GESTA ORGANIZATIVA.

1.- PRIMEROS RESULTADOS.
Ganar la voluntad del indio, después de la primera etapa de hostilidad y desconfianza; lograr los más indispensables materiales de construcción y algunas herramientas, fueron factores que nos aseguraron la posibilidad de un trabajo acelerado, con resultados significativos tanto en lo material cuanto en lo espiritual, y sobre todo, nos permitió enfocar una organización realista, acorde con el medio en el que trabajábamos.
El indio aprendió así el uso de la plomada, del nivel, del metro, la escuadra, la regla y la lienza; se enteró de la manera de preparar el cemento, el barro para los adobes y para los ladrillos; adquirió nociones de arquitectura y construcción, y en fin, se plasmó en su espíritu un nuevo concepto acerca de lo que es y debe ser una vivienda.
Del mismo modo, todas las necesidades vitales del desarrollo de la escuela, en sus múltiples aspectos, estaban sistemáticamente asistidas y se incorporaban a la vida misma de la comunidad. No hubiera bastado, no obstante, el simple entusiasmo del Director y su constancia para producir en los ayllus aquellas saludables eclosiones espirituales, si en el fondo mismo de nuestra obra no hubiera palpitado una auténtica gesta libertaria.

La educación del campesino sometido a la servidumbre implica necesariamente una condición de libertad.

El educador del indio, si es sincero, no puede eludir el planteamiento de este problema; sólo que nosotros queríamos valernos de instrumentos de combate algo distintos a los que utiliza la demagogia política: nuestros medios eran el esfuerzo y el trabajo, elementos que incorporados a la personalidad del indio, le permitieran las más atrevidas empresas. Nuestro culto a ambas disciplinas alcanzaba una categoría mística. Nadie debía estar desocupado, y para cada uno había alguna actividad, de acuerdo a sus aptitudes y a sus energías.

¡Sobrehumana gesta la de nuestros maestros de taller, en su infatigable accionar!
¡Qué prodigios de abnegación los del maestro albañil, requerido por todos y en todas partes!

En ese ambiente dinámico, de movimiento constante, la voluntad lo suplía todo. El deseo de superación nos brindaba recursos para la solución de los problemas que a cada momento se nos presentaban, aunque no teníamos ingenieros, ni capataces, inspectores, sanitarios, cocineros, agrónomos, profesotes especializados y en fin nada de esa burocracia que caracterizó y sigue caracterizando nuestras instituciones docentes. Surgíamos a la vida templándonos en la lucha cotidiana que nos iba equipando de recursos técnicos para alcanzar una vida mejor, al propio tiempo que se plasmaba en nuestro ámbito la auténtica imagen del hombre libre, con clara conciencia de sus necesidades inmediatas y de su porvenir. Notoriamente se desarrollaba un extraordinario sentido de responsabilidad individual y colectiva, de orden y de organización. El indio principiaba a recobrar su personalidad perdida en siglos de esclavitud. Pronto sería capaz de plantear el reto histórico al enemigo, para recuperar su libertad, y esta convicción inicial nos llevaría, a la larga, a la concepción misma de la revolución.
Por las tardes, después del trabajo, nos sentábamos haciendo rueda, sobre piedras o en el suelo, para comentar la jornada o hacer nuevos planes. ¡Días inolvidables! Los recuerdo con emoción porque fueron los más felices y fecundos de mi vida; y con pena, al pensar que la adversidad y la estupidez hayan desmoronado tantas esperanzas.

¡Qué jornadas aquellas!

Cientos de indios trabajando sin salario, alegremente, unidos en el ayni o achocalla, la fraternal institución del trabajo aymara. Unos hacían adobes, otros cortaban piedras, aquellos aportaban semillas, estos removían la tierra con sus yuntas, los de más allá trillaban el grano al ritmo de las canciones pastoriles; y todos en conjunto, levantaban los muros del edificio, forma plástica, exterior, de ese otro edificio espiritual que iban construyendo al recuperar la fe en sus destinos y en su condición de grupo social.
Les hablaba... Temas inagotables acerca de la escuela y sus proyecciones en el futuro; de su función económica y social; de las secciones que tendría, el por qué de cada una; de las enseñanzas que se darían tanto a padres como a hijos; de la importancia de esta obra para todo el campesinado de Bolivia y para el de América; les remarcaba que de sus esfuerzos dependía el porvenir de la raza, que muchos pueblos del continente nos observaban con admiración y respeto. El indio supo que tras de sus montañas ingentes habían otros pueblos y otras razas y otras naciones... Me acuerdo que, cierta vez que retornaba a la escuela, un joven campesino, Apolinar Rojas, años antes encarcelado por haber pretendido levantar una escuela, me salió al encuentro saludándome, en castellano, con la siguiente frase:

— ¡Señor, qué dice el mundo de nosotros!

Y bien, en esas palabras se condensaba todo un mundo de nuevas ideas que conmovían a la pampa. El indio apreciaba la magnitud de su esfuerzo y sabía que su obra se proyectaría en el ámbito americano donde el nombre de Warisata resonaría como emblema de redención en todos los confines donde hubieran pueblos como el suyo y explotados como ellos.
En estas reuniones vespertinas me di cuenta del valor y persistencia de las viejas instituciones indígenas. Hablaré, por ahora, del Consejo de Amautas, que empezó a germinar con espontáneo fluir, para convertirse en el Organum de la escuela, el motor que dimanaría fuerza y orientaría actividades. Las reuniones se sistematizaron, se sujetaron a un orden impuesto por el propio indio. En ellas se planeaba el trabajo, se nombraba comisiones; se empezó a pasar lista de los concurrentes; se establecían turnos para la elaboración de adobes u otros trabajos, y en fin, se organizó toda una maquinaria productiva que funcionaba sin la menor falla. Todo como resultado de un proceso de autodeterminación, pues yo no fui como un dictador o un déspota, sino únicamente como un amigo que sugería o ayudaba al despertar de la conciencia y de las aptitudes de trabajo de los indios.

Continuará...

Fuente: Elizardo Pérez, "Warisata - La Escuela Ayllu", Editorial Burillo, La Paz - Bolivia, 1962.

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