sábado, 17 de agosto de 2013

Warisata la Escuela Ayllu - Parte 15

Texto original de la obra escrita por Elizardo Perez sobre su revolucionaria experiencia educacional para los pueblos originarios y que fue la primera en el continente americano.

Original text of the book written by Elizardo Pérez about their revolutionary educational experience for the native peoples and that it was the first one in the american continent.

Partes anteriores de este libro: 10 - 11 - 12 - 13 - 14.

2.- EL ARTE EN WARISATA.
Entre los profesores, aparece un nuevo nombre: el de Alejandro Mario Illanes. Tengo que hacerle una referencia especial para que sepa el país qué clase de hombres batallaron en Warisata. Illanes fue a la escuela como profesor a cargo de un curso, pero a poco apareció pintando los muros sin exigir remuneración especial para ello, y a más de eso, adquiriendo los materiales con su propio peculio. Este hombre, fuerte como un roble, alto como un pino, tenía sin embargo un espíritu delicado y tierno como el de un niño y era bueno como un santo. No había fatigas para él, y aunque rondan muchas anécdotas sobre su descuidada manera de ser, de todos modos fue en 1934 el maestro por excelencia, tal como lo había sido el año anterior Gonzáles Bravo.
Illanes llegaba a olvidarse completamente de sí por su afán de trabajo. En las mañanas se dedicaba al aula, y como es lógico en tal artista, enseñaba a los niños pintura y dibujo: estaba suscitando la creación de un arte nuevo en Bolivia, o por lo menos nuevo para el indio: la plástica andina. Por las tardes, desde la una, hasta que obscurecía, se le veía pegado a los muros para darles la preparación adecuada y luego recubrirlos de pintura. En pleno invierno, a bajísimas temperaturas, solía permanecer en su frígido rincón, tiritando de frío, embebido en su tarea, sin pensar en el descanso.
En el aula, su simpatía personal, su carácter suave y bondadoso le captaron el afecto de los niños, que lo trataban familiarmente. Fue el maestro que mejor comprendió nuestras sugerencias. Recuerdo los cuadernos de sus niños, en los que se revela el alma infantil en una forma que emociona por su sencillez y sabiduría.

Téngase en cuenta que Illanes no era normalista ni estaba informado de las ciencias de la educación. ¡O quizá por eso precisamente era un gran maestro!

Quisiera haber guardado alguno de esos preciosos cuadernos de tareas, limpios, llenos de colorido. Recuerdo cómo desarrollaba los temas con su hermosa simplicidad, por ejemplo en el proceso de la panificación, desde la germinación del trigo, su transformación en harina, la elaboración de ésta... Sus herbarios hubieran hecho honor a un botánico, y por medio de ellos podía apreciarse la rica variedad de la flora warisateña.
Pero no sólo eso: el maestro en Warisata debía cooperar en cuanta actividad fuera necesaria para el desarrollo de la escuela. Es así que Illanes cargaba piedras y transportaba adobes, o empedraba las callejuelas de los jardines, no rechazando ningún trabajo, tal como también lo hizo don Antonio Gonzáles Bravo. ¡Hombres de espíritu superior!

La obra de Illanes en la decoración de los muros de Warisata, al decir de entendidos, es de alto valor estético. Me temo, no obstante, que su afán innovador haya conspirado contra su conservación: parece que la pintura no llegó a penetrar lo bastante en el muro. El tema central lo calaba, de suerte que aparece como recortado sobre el fondo. Es indudablemente de una gran fuerza indígena y cósmica, y posee una gracia algo ríspida y primitiva que nos sitúa por entero en un campo de profundas evocaciones: la pintura de Illanes no es sino el altiplano trasladado a los muros de la escuela, con sus indios membrudos, su lago azul, sus peces y totorales, sus campos fructíferos y sus montañas. ¡Inolvidables escenas! ¡Y qué tal sería la torpidad de nuestros adversarios, que más de uno sugirió que se “borrara esos mamarrachos”! ¡Cuando son la misma gestación del alma americana a través del color y de la forma! Pero ya sabemos cómo las gasta en Bolivia el gamonalismo, que hasta a los intelectuales los esclaviza y les hace proferir tales blasfemias. (La obra de Mario Alejandro Illanes en Warisata fue mucho tiempo ignorada en el país, y sólo recientemente ha merecido dos estudios: el que le dedica Carlos Salazar Mostajo en su libro “La pintura contemporánea de Bolivia”, La Paz, 1989; y el de Joachim Shroeder, “La pedagogía hecha edificio en Warisata”, ensayo de suma penetración acerca de la arquitectura y la pintura en esa escuela, pero que todavía no este editado. N. del E.).

La construcción de nuestros edificios -aparte del pabellón central ya levantado- nos planteó, desde su proyecto, un serio problema: el de combinar su funcionalismo arquitectónico, que para nosotros era ante todo resultado del clima, contra el cual debíamos defendernos, con su categoría plástica, que debía estar plenamente de acuerdo con el paisaje inhóspito y desolado.
¿Qué mejor, para ello, que recurrir a los viejos ejemplos de la arquitectura inkaica, de tan noble aliento y tradición? También en este aspecto debía inspiramos el pasado, y dicho y hecho: organizamos una famosa excursión entre Marina Núñez del Prado, Yolanda Bedregal, Mario Alejandro Illanes, Fausto Aoiz y yo, siendo el Director de Warisata, apenas, el nexo entre aquella gente que discurría en campos algo ajenos a mi actividad, como que los cuatro eran, y son, artistas de fama sobrado justificada.

Pues bien, el quinteto así formado dirigió las miradas a las islas del Sol y de la Luna, donde perviven los restos del pasado inkásico. La islita de la Luna, de tan ingratos recuerdos para los confinados políticos, a nosotros nos impresionó enormemente al visitar las ruinas del palacio que en ella se encuentra; como es sabido, la creencia de algunos historiadores es que ese palacio estaba destinado a la Casa de las Escogidas del Inka. Sus líneas son severas, desnudas de ornamentación, pero ostentando ese sobrio y bello conjunto de la arquitectura inkaica, disminuyendo el signo escalonado de los vanos lo pesado del muro. Nuestros artistas tomaron apuntes pictóricos del edificio y nosotros hicimos funcionar la cámara fotográfica desde diferentes ángulos. Nos documentamos de todo cuanto creímos necesario: dimensión de las portadas y de los muros, proporciones de los sillares, ensambles, etc.
La excursión continuó a la Isla del Sol, donde tuvimos otro día de emociones y enseñanzas, habiéndonos igualmente documentado. Lástima grande que aquellos gloriosos restos no hayan merecido hasta ahora la atención necesaria para salvarlos de su completa desaparición.

Todo esto nos sirvió para determinar el tipo arquitectónico del edificio que íbamos a construir para alojar los talleres, y al que desde entonces denominamos Pabellón México; su modelo sería el del templo o palacio de la Isla de la Luna. De esta manera, Warisata recibió también el aporte de Marina Núñez del Prado y Yolanda Bedregal fuera del que en forma de trabajo efectivo tuvo de Illanes y Aoiz. Estos dos últimos aprovecharon también el viaje para tomar apuntes del lago y del altiplano, con la finalidad de incorporar su paisaje a los muros y decorados que se pondrían en la escuela. (Yolanda Bedregal, la célebre poetisa boliviana, colaboró a Elizardo Pérez enviándole con frecuencia material escolar, víveres y cuanto podía conseguir. Su solidaridad con el maestro se mantuvo hasta el final, cuando alojó y atendió al profesor Pérez, ya muy enfermo, en su último viaje a Bolivia. Somos testigos de la abnegación con que lo hizo (N. del E.)

Fue la ocasión para incorporar a Fausto Aoiz a nuestra planta de profesores. Acuarelista, tallista y escultor, Aoiz es uno de los exponentes de la plástica boliviana. Su obra, de excepcional coherencia y sinceridad, constituye, en su conjunto, una bella interpretación del alma boliviana. Trabajando en Warisata, se reveló como un auténtico forjador de espíritus, pues que entrenaba a los niños en multitud de facetas para el desarrollo de sus potencialidades psíquicas, y además participaba en todas las tareas posibles. Lamentablemente, su presencia no fue muy prolongada, pero sirvió para comprender cómo Warisata se desarrollaba simultáneamente en lo pedagógico, lo económico-social y lo cultural, dimensión esta última que no ha abarcado ninguna otra escuela en Bolivia. Gracias le sean dadas a este extraordinario artista por su aporte y su lealtad, ya que, posteriormente, estuvo siempre entre los defensores de Warisata. (Esta concepción de Elizardo Pérez era una forma inicial de la “educación por el arte” o “desarrollo de la aptitud creadora”, que en otros países, pero sólo recientemente, se concibe como un “desarrollo de la inteligencia”. Pero de esto nos dimos cuenta después (N. del E.)

3.- UNA EXPERIENCIA CON EL PARLAMENTO AMAUTA.
Ya lo dije: estábamos en el período de las grandes definiciones y experiencias, las cuales se plasmarían en un todo orgánico recién después de algunos años. Cuando este trabajo de acumulación de materiales hubiera concluido, recién estaríamos en condiciones de remitir a la Dirección General los planes y programas que tan prematuramente nos había solicitado en 1933.
Se planteaba por entonces una prueba decisiva: ver hasta qué punto el Parlamento Amauta era el organismo de gobierno capaz de responsabilizarse, por sí solo, es decir, sin intervención del elemento docente, de la conducción y desarrollo de la escuela. No cabe duda de que esta prueba sólo podía realizarse en completa ausencia de director y profesores. Propuse la cuestión a mis colegas y reunido el Parlamento Amauta, le hicimos conocer nuestro propósito. La idea mereció la aprobación general, y sin más, abandonamos el establecimiento en manos de los amautas, marchándonos a una hacienda situada en el Perú, a algunos kilómetros de Puerto Acosta.
Esta resolución demostrará hasta qué punto teníamos confianza en la capacidad administrativa del indio. Era una experiencia muy delicada, porque un fracaso cualquiera, siempre posible por algún factor inesperado, hubiera dado al traste con toda la ideología que estábamos elaborando y hubiéramos tenido que recomenzar la tarea en otro plano.

Ya duraba dos días nuestra vacación y empezábamos a olvidarnos de que existía la escuela; pero desgraciadamente, al tercer día se nos hicieron presentes soldados de Puerto Acosta para requisicionar nuestro camión. Fueron inútiles las protestas y reclamaciones. Al día siguiente partí de aquella población rumbo a Viacha, doscientos kilómetros al sud, con un grupo de 27 reclutas indios que iban a reforzar los contingentes chaqueños; la partida se hallaba a cargo de un teniente y de seis soldados que la custodiaban. El camión reptaba trabajosamente para subir una cuesta que había después de Escoma, cuando sentimos golpes sobre la cabina y gritos pidiendo que nos detuviéramos. El chofer paró y vimos que la causa de aquello era que un indiecito se había deslizado del carro y había emprendido la fuga velozmente.
El oficial y los soldados empezaron a hacerle un fuego graneado, pero con malísima puntería, mientras corrían tras el fugitivo; el indiecito llegó al río Suches, lo cruzó con el agua al pecho, tomó la orilla opuesta, subió un cerro y desapareció. Teniente y soldados, cansados y sudorosos y llenos de despecho volvieron al camión sin su presa.

Continuamos el viaje. En media pampa vimos a dos indios jóvenes que venían en sentido opuesto. El oficial vio la ocasión de reemplazar la pérdida sufrida y les dio la voz de alto para que se presentaran. Sin pensarlo dos veces, ambos indios emprendieron la fuga, con suerte diversa: uno de ellos recibió un balazo que le atravesó el corazón; dio impresionante voltereta y cayó muerto. ¡Los soldados reían gozosos! Su compañero ganó la montaña y escapó a las balas asesinas.

Estos hechos se repetían con los indios en todas partes; eran cazados como bestias salvajes y convertidos en la consabida “carne de cañón” con la que nuestros ineptos generales trataban de detener los avances paraguayos. Con muy pocas excepciones, los indios asistieron a la guerra sin saber por qué, sin concepto alguno de nacionalidad y comprendiendo tan sólo que, esa ocasión más, eran objeto del odio y desprecio de sus explotadores, ahora vestidos de uniforme, los cuales, encima de eso, todavía les echaban la culpa de sus fracasos militares! Don Jaime Mendoza, el celebrado autor de “En las tierras del Potosí”, me refería el caso de dos indios condenados a muerte en el Chaco por deserción; el menor se lamentaba y gemía, y el mayor, como de cuarenta años, le decía: Pero, por qué te desesperas: si no nos matan los bolivianos nos matarán los paraguayos.

Las escenas que relaté me pusieron en mucho cuidado sobre lo que estaría pasando en Warisata. Dejando a mis profesores, resolví -pasaba ya una semana- hacer un retorno sorpresivo. Dicho y hecho: monté en el camión y emprendí el viaje.

No pude menos de felicitarme por aquella resolución, pues en medio camino me encontré con el Vicepresidente, que viajaba por aquellos lares. Le hice conocer la experiencia en que nos hallábamos y le invité a visitar nuevamente la escuela. Tejada Sorzano aceptó, aunque las asperezas del camino le hicieron proferir más de una protesta. Llegamos en el preciso momento en que Avelino Siñani distribuía la correspondencia a unas cien personas entre varones y mujeres. Todo marchaba con la más perfecta regularidad. Los maestros de taller trabajaban con su acostumbrado brío, tal vez sin haberse percatado de nuestra ausencia; los albañiles y sus ayudantes mezclaban el barro, colocaban los adobes y los nivelaban con ritmo acelerado; los alumnos, con la siempre alegre actitud, trabajaban en jardines, construcciones y talleres, en grupos bien distribuidos, y en fin, la escuela íntegra vibraba intensamente como si tuviera que ser concluida ese mismo día. Los únicos que faltaban eran los profesores...

En años de constante batallar, aquel recuerdo me llena de satisfacción, porque la escuela, tal como esperaba, se movía con sólo la presencia del indio, a través del Parlamento Amauta; y en un momento en que por todas partes las comunidades se cubrían de luto y los indios eran objeto de cacerías, aquella revelación adquiría más valor y fuerza.
Tejada Sorzano no pudo ocultar su emoción, y ciertamente que en sus muchas preocupaciones, esa jornada le llenó de entusiasmo. Después de año y medio volvía a Warisata, hallando que en ese tiempo, sin recursos, habíamos recorrido un enorme camino. Nunca tuvimos mejor testigo del extraordinario resultado de aquella experiencia, que probaba definitivamente la capacidad de organización y autodominio del indio.
No podía ser de otra manera: no solamente se estaban manifestando las antiguas instituciones sociales del Inkario y de los kollas, sino que la escuela era obra nacida de las propias manos del indio, era suya por completo, casi ajena a la acción del Estado. El indio defendía lo suyo, lo hacía invulnerable a la incursión del vicio, de la molicie o del interés creado. En Warisata el indio era un ser humano, y aunque no se hubiera resuelto aún el problema de la servidumbre, ellos ya eran hombres liberados en la más amplia acepción de la palabra, porque ya eran dueños y señores de su destino y de su cultura, y ninguna fuerza extraña sería capaz de destruir lo que se había forjado en su espíritu.

Tejada Sorzano apreció todo esto; vio cómo se estaba suscitando el nuevo indio, moderno, beligerante, constructivo; el hombre capaz de captar los deberes de su tiempo y de su clase y elevarse a la condición del siglo, todo lo cual le había sido negado hasta entonces. Debo decir que Tejada Sorzano, hombre práctico, no se contentó con visitarnos: nadie nos ayudó como él, y un historiador imparcial tendrá que reconocer, por fuerza, la amplitud de sus miras respecto a la grave cuestión indígena. Otros gobernantes vieron en el indio a un menor de edad, digno de lástima e incapaz de valerse por sí mismo: hicieron tutelaje del indio; algunos, quizá los más, lo consideraron un enemigo al que había que arrinconar y extinguir. ¡No pocos intelectuales se sumaron a estos criterios! Pero Tejada Sorzano lo respetó y lo estimó en toda su condición humana, sin prejuicio alguno de casta o de clase. Rara mentalidad la de este representante de los regímenes conservadores, que con tanta naturalidad podía transponer las fronteras impuestas por los intereses de clase y por la categoría feudal del país.

Repito: con aquella experiencia quedó consolidada la institución del Parlamento Amauta, forma revitalizada de la secular ulaka del ayllu aymaro-quechua. Queda sólo por decir que el indígena que hacía de Inspector General fue sustituido por el Presidente del Parlamento, título más de acuerdo con la naturaleza de sus funciones, y del cual dependían una serie de comisiones para la atención de las múltiples tareas de la escuela y la comunidad (justicia, educación, construcciones, agricultura, talleres, etc.). Finalmente, las comisiones quedaron completadas con la presencia, en cada una de ellas, de un alumno y un profesor, con todo lo cual el organismo respondió a todas las exigencias, y creo que sin él, carecería de sentido toda acción en el campo de la escuela indígena.

¡Sin embargo, toda esa rica experiencia ha sido abandonada!

4.- EL FEUDO CONTRA LA ESCUELA.
Ya he dicho que desde el comienzo, se definió una línea de conducta con respecto a la escuela: con esa clara visión de sus privilegios, la reacción feudal no podía menos de comprender que una institución como aquella tenía que trascender al campo de las auténticas luchas sociales. Por eso el despliegue de una acción persistente, desordenada al principio y que más tarde fue adquiriendo coherencia hasta convertirse en un verdadero complot organizado contra la escuela. Las avanzadas de esta ofensiva se hallaban, por supuesto, en Achacachi, prototipo del pueblo mestizo y colonialista que vive gracias a la servidumbre. Por entonces ya no se hacía disimulo del odio con que se contemplaba a nuestra obra. Los indios eran cruelmente perseguidos, aumentándose la saña gamonalista con el pretexto de la guerra.

El Director era calumniado, insultado y... hasta condenado a muerte!

Lo acechaban para encontrar la oportunidad propicia... Pero los mismos indios solían enterarse de los planes elaborados para tal objeto: véase cómo la idea de la escuela había trascendido a toda la campiña, que indios que prácticamente nada tenían que hacer con nosotros, por no estar en el radio de nuestra jurisdicción, ya veían en Warisata a la “Casa de Todos” y la defendían como podían; en este caso, aprovechaban del servicio de “pongueaje” que solían prestar en la casa del patrón, para enterarse y tomar buena nota de cuanto se decía y se trataba en contra de la escuela. El pretexto más socorrido para atacarnos era acusarnos de que constituíamos un peligroso movimiento comunista, y que Warisata debía ser convertida en un cuartel acabando con todos nosotros.

Realmente, al indio le preocupaba nuestra seguridad. Ya relaté un caso, que me fue relatado a su vez por Alfredo Guillén Pinto. A ello debo agregar otro: en una oportunidad el Subprefecto de Sorata, Domingo Nava, amigo que me apreciaba, me buscó en momentos en que, me disponía a viajar a Warisata, a las diez de la noche, transportando vigas. Traía cuatro soldados armados y me dijo:

— Elizardo, viaje usted acompañado de esta gente, porque me han llegado rumores intranquilizadores de que se atentaría contra su vida...

Le agradecí su preocupación y decliné la compañía que se me brindaba, montando en el camión sin más trámite. Iniciamos así la subida de aquella cuesta de 35 kilómetros hasta la cumbre, a más de cinco mil metros sobre el nivel del mar, no siendo poco el riesgo de viajar de noche en un camino no muy seguro, y además, con la grave dificultad de llevar como carga vigas de nueve metros que hacían muy difíciles las maniobras. El más mínimo error, cualquier obstáculo imprevisto, un trozo de tierra aflojada, nos hubiera precipitado a los pavorosos abismos. Pero llegamos a Warisata sin novedad, creyendo que la información de Nava había sido producto de su fantasía. Pero no: algún tiempo después me relató don Néstor Zalazar, nuestro amigo y colaborador de Curupampa, que aquella información era verídica; es así que se nos había armado una trampa mortal en un lugar estratégico, quitando algunas piedras en el muro que sostenía la plataforma del camino. Y si no dio resultado, fue porque los indios de las laderas cercanas, que todo lo ven con sus ojos de lince, habían presenciado aquello, y cuando los complotados se fueron, acudieron a reparar el muro, permaneciendo vigilantes hasta que yo pasé.

El relato viene a propósito para referir quién era mi acompañante: mi chofer era David García, a quien ya he nombrado, y se me perdonará que salte así de un tema a otro; pero no puedo desaprovechar esta oportunidad para exaltar a este hombre sencillo y sincero, tan vivaz como trabajador, bajo cuya conducción nuestro camioncito se hizo famoso en el altiplano y los valles adyacentes porque al parecer no descansaba jamás... Y así era: de día o de noche, hiciera buen o mal tiempo, David García siempre estaba al volante, infatigable y tenaz hasta un grado increíble. Quizá los lectores imaginen que me dejo llevar por un excesivo entusiasmo cuando hablo de la gente que me acompañó; pero no digo sino la verdad: algún instinto certero me hacía elegir a personas en quienes adivinaba esa natural predisposición al sacrificio que requería la obra inmensa y sobrehumana... Además, estos hombres son contados, pues por Warisata pasaron muchos otros que no supieron ponerse a la altura de las circunstancias. De ellos no hablo, por supuesto. Aquí se trata solamente de las excepciones, como la de García.

5.- EL OPRESOR EN EL BANQUILLO DEL ACUSADO.
Retomando el hilo del asunto que nos ocupa, debo relatar otro caso que tomó inesperado volumen, y sobre el cual insistimos mucho. Hallándome en La Paz, el corregidor de Achacachi había entrado a la escuela para flagelar al amauta Mariano Huanca.
El insolente desafío que tal atentado implicaba fue respondido con toda energía; no era para menos: o hacíamos respetar el recinto de la escuela, sagrado para los indios, o pronto sería invadido por los gamonales y sus lacayos, ante la desmoralización de nuestra gente. Volví de inmediato a la capital y denuncié el hecho ante las autoridades y ante la prensa, que con rara unanimidad se solidarizó conmigo. No contento con ello, inicié un juicio criminal contra el protervo gamonal que así había hecho gala de su insolencia. El caso es que el menguado specímen ya se había destacado en la ofensiva desatada contra la escuela, persiguiendo a todo indio que colaboraba a nuestra obra, reduciéndolos a prisión por cualquier motivo, imponiéndoles contribuciones en víveres, multándolos y, en fin, cometiendo toda suerte de tropelías.

“El Diario” y “La Razón”, los dos principales diarios de La Paz, publicaron varias crónicas alusivas pidiendo sanción para los culpables. Esto sucedía en mayo de 1934. La institución de “Los Amigos de la Ciudad”, que en ese entonces tenía mucho predicamento, elevó también su protesta ante las autoridades prefecturales y, en fin, se hizo un revuelo formidable, a raíz del cual mucha gente se enteró de que existía un rincón altiplánico donde se trabajaba y se luchaba por la cultura y el porvenir del país. La cosa culminó cuando, a invitación mía, viajó a Warisata un numeroso grupo de intelectuales y periodistas, autoridades judiciales -entre ellas el fiscal de Distrito Dr. O’Connor Palza Vega- y otras personas, con el objeto de verificar la denuncia.

Con tal motivo tuvo lugar en Warisata una gran asamblea con la asistencia de toda la comunidad, habiéndosenos honrado además con la presencia de no menos de ochenta vecinos de Achacachi, que creyeron llegada la oportunidad de destruirnos con sus acusaciones. Sin embargo, esta vez se hallaban en desventaja, no solamente porque pisaban un terreno en el que se movían con poca soltura, cual era la discusión doctrinal en torno al problema del indio, sino también por la calidad de las personas que componían la comisión. Así se enfrentaron dos fuerzas antagónicas: por una parte aquellos que representaban a la violencia, la agresión y la prepotencia, y por otra el hombre nuevo, con pleno dominio de su personalidad y de su pensamiento. Una entidad joven, vigorosa, poseída de fe en el porvenir y servida por una férrea voluntad de triunfo, se oponía a otra, caduca, oscurantista y feudal. Eran el pasado con sus taras y el futuro con sus virtudes los que se medirían en seguida.

Por primera vez en la historia de Bolivia el indio enfrentaba a los opresores en su propio terreno, en presencia de intelectuales y periodistas de gran valía, que asumían la representación íntegra del país para dar su veredicto.

El Fiscal de Distrito, máxima autoridad presente, abrió la asamblea, dando la palabra al amauta Avelino Siñani. Aunque yo conocía por demás las cualidades de nuestro viejo amigo, no acababa de asombrarme cada vez que hablaba; pero esta vez me dejó maravillado, como a todos los que tuvieron la suerte de escucharlo. Habló en aymara, idioma altamente expresivo y al que los oradores indios le dan gran sonoridad y fluidez; pero esta vez Siñani se superó a sí mismo: con exacta dicción, dominio pleno de las imágenes, verbo musculoso y avasallador, el amauta se alzó gigante y seguro de él y los suyos, y a medida que su figura crecía, empequeñecíase la del opresor feudal.

¡El indio fustigaba a sus explotadores!

Hecho como ese merece ser tomado en cuenta, porque jamás, antes de eso, había ocurrido tal. Y conste que Avelino Siñani no emitía frases subidas de tono ni hirientes, pero su oratoria era látigo de fuego con el que sentó la denuncia histórica; no se limitó al caso del flagelamiento de Huanca, sino que, tomando este hecho como base, demostró cómo el país vivía postrado debido a la subsistencia de esa retardataria mentalidad que negaba el reconocimiento de los derechos humanos a la mayoría de la población. Denunció los crímenes y extorsiones de que era víctima el indio, señaló sin ningún temor a los culpables, y en fin, se explayó de tal modo que ganó a todos con su elocuencia. Un orador romano no lo hubiera hecho mejor. Entre los testigos de tan brillante intervención, estaba don Fabián Vaca Chávez, escritor y periodista, político y diplomático, el cual no salía de su asombro.
Le correspondió hablar a la víctima propiciatoria, el amauta Mariano Huanca; éste habló sin humillaciones, sin lamentarse de su condición, pero mostrándola como ejemplo de lo que acontecía con el indio; como Siñani, se refirió a la situación de Bolivia y su porvenir, etc. Era también un orador de primera este menudo pero fuerte indígena.
El vecindario de Achacachi se había quedado atónito, no sólo porque los oprimidos hablaban, sino porque lo hacían de un modo que no admitía respuesta posible. El corregidor, empero, tuvo que salir de su mutismo para defenderse; por cierto que no vamos a consignar su lamentable exposición, en la cual, tal era su pánico, acabó por confesar su culpa. Antes de concluir la asamblea, los sicarios habían desaparecido uno tras otro. Había triunfado el indio, el nuevo indio, el hombre que se educaba en Warisata.

Al día siguiente todos los periódicos de La Paz comentaron el asunto. He de citar un editorial de “La Razón”, del 9 de mayo, escrito sin duda por Vaca Chávez, y otro del 8 de junio, en este último comentando una carta que los amautas Siñani y Fructuoso Quispe habían enviado rectificando las quejas del corregidor de marras, el cual, como es de suponer, trataba de mostrarse como víctima personal del prepotente Director de Warisata.
Entre los documentos más valiosos que tengo de aquellos días, se halla una carta firmada por Carlos Medinaceli, el ilustre autor de “La Chaskañawi”; era un fervoroso admirador de nuestra obra y estuvo también entre los que escucharon a Siñani y Huanca. Su carta, de 9 de julio de 1934, decía entre otras cosas: “Obvio es agregar que este medio salvaje de represión (el látigo) que hasta en los cuarteles se ha suprimido, no puede ser empleado por las autoridades civiles, pues es símbolo de la esclavitud y de la barbarie, que infama no sólo a la víctima, sino al verdugo sobre todo...”.

Sin embargo, la campaña contra la escuela no cesó; todo lo contrario: se la reinició con más furor y violencia. El juicio que se seguía contra el corregidor no prosperó, y el proceso ordenado por la Prefectura tampoco dio ningún resultado. La ofensiva estalló francamente, para destruir la escuela donde se hablaba de libertad. El gamonalismo puso en juego todos los recursos a su alcance para doblegar nuestra voluntad. El más eficaz resultó la calumnia, deslizada sistemática e infatigablemente: el Director de Warisata se estaba enriqueciendo, tomaba para sí las cuantiosas sumas otorgadas por el Estado para el pago de salarios de los indios que cooperaban...

Muchas cosas se intentó en mi contra, y no fue poco el empeño puesto para desprestigiarme ante las indiadas. Pero el indio me protegía siempre.

Así pasó en una ocasión en que, a poco de comenzadas nuestras labores, un gamonal había convencido a sus colonos para que, aprovechando de la borrachera a que iba a dar lugar la fiesta de Todos Santos, me tundieran a golpes, me pusieran sobre un asno y me echaran de la comunidad. En recompensa, les daría una cantina de alcohol de veinte litros, coca, cigarrillos y víveres. Los indios habían aceptado la propuesta, y en conocimiento de ella, el amauta Cosme me aconsejó que me ausentara por esos días a La Paz. No le escuché, y la fiesta pasó tranquilamente, si se exceptúa la tremenda borrachera de los indios (eran, repito, los comienzos de nuestra labor). Pasado algún tiempo, le pregunté a Cosme por qué me había dado aquella inexacta información, a lo que me respondió que, en efecto, los indios se habían comprometido a echarme de la comunidad, pero sin intención alguna de realizar tal propósito.
El indio continuaba defraudando a los enemigos de la escuela.

Continuará...

Fuente: Elizardo Pérez, "Warisata - La Escuela Ayllu", Editorial Burillo, La Paz - Bolivia, 1962.

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