viernes, 9 de agosto de 2013

Warisata la Escuela Ayllu - Parte 11

Texto original de la obra escrita por Elizardo Perez sobre su revolucionaria experiencia educacional para los pueblos originarios y que fue la primera en el continente americano.

Original text of the book written by Elizardo Pérez about their revolutionary educational experience for the native peoples and that it was the first one in the american continent.

Partes anteriores de este libro: 06 - 07 - 08 - 09 - 10.

9.- “ALGO QUE DEBEN CONOCER LOS BOLIVIANOS”.
Así titulaba una crónica publicada por la revista “La Semana Gráfica” en su edición del 6 de agosto de 1933. En su ágil comentario, relataban la génesis de Warisata y las vicisitudes que pasamos, y además, se referían, con mucha bondad por cierto, al profesor Elizardo Pérez, haciendo un poco su biografía. Lamento no transcribir ese vivísimo reportaje por razones de espacio; pero diré que la crónica refería cómo yo había sido discípulo, quizá poco aprovechado, del pedagogo belga Georges Rouma, cuando éste fundó la Escuela Normal de Sucre el año 1909; que más tarde, ya en la vida profesional, había dejado la “carcasa” de estudiante travieso e indolente para volcarme por entero a mi vocación de educador, con lo cual, no obstante, sólo había encontrado amarguras y desilusiones. Valgan estas líneas para completar mi autobiografía, que andaba un poco deshilvanada.

La referida revista, que había hecho una magnífica edición con muchísima información gráfica, relataba luego todos los trabajos que pasarnos y todo lo que proyectábamos para el futuro. Esa crónica tuvo vasta trascendencia y, fuera del aliento que significó para nosotros al ver que nuestra obra era comprendida y divulgada, sirvió para que la opinión pública nos observase más detenidamente formándose una idea más cabal acerca de Warisata.

Otra noticia acerca de la fundación de Warisata la encontramos en el libro que años más tarde publicó el profesor mexicano Adolfo Velasco, que nos visitó en 1939 con un grupo de maestros del país azteca. Ese libro, titulado “LA ESCUELA INDIGENAL DE WARISATA” fue presentado por su autor al Primer Congreso Indigenista Interamericano reunido en Pátzcuaro (México) en 1940; constituye una valiosa defensa de nuestra obra y prueba cómo el intelectual extranjero -y hubieron muchos- comprendía y apoyaba nuestra obra, en tanto que el intelectual boliviano, pacato y envidioso, no cesaba de combatirnos. La prueba de esto es que, en tanto Velasco daba su generoso testimonio en el citado Congreso, nuestros enemigos hacían circular, en el seno de las delegaciones asistentes a ese evento continental, los originales de un folleto diametralmente opuesto titulado “El Estado de la Educación Indigenal” con el que trataban de destrozar nuestra obra.

¡Ya se sabe que nadie es profeta en su tierra!

Pues bien, el profesor Velasco decía, entre otras cosas, lo siguiente:
“Si es verdad que el gobierno había autorizado la creación de la primera escuela indigenal y que las mismas autoridades de Achacachi concurrieron a la colocación de la primera piedra del edificio, también es cierto que sólo se concretó a pagar sueldos del Director de ella, Prof. Pérez y de sus otros tres colaboradores. Para la construcción del edificio no hubo presupuesto, por eso es más notable la labor del educador a que nos referimos, porque mediante su tesón y su esfuerzo, logró hacer una escuela de alto costo, arrancando casi todo el material del medio circundante. Pero es verdad también que en ella ha invertido casi todo su sueldo y aún sacrificando sus intereses económicos adquiridos con anterioridad... Ante un desprendimiento igual, el maestro Elizardo Pérez merece no sólo el elogio cálido y justo, sino bien de su patria y de toda la raza indígena de ese país”.

El profesor Velasco, en su libro, relata toda nuestra odisea. Es una divulgación excelente y da una idea cabal de lo que era Warisata, de nuestros sistemas cooperativistas implantados de acuerdo al ayni aymaro quechua, de nuestra concepción acerca del núcleo, etc.

CAPITULO IV.
REALIZACIONES DURANTE EL AÑO 1932.

1.- LOS PRIMEROS MAESTROS.
Aunque incidentalmente nos hemos referido a algunos aspectos posteriores, el balance que antecede corresponde en su mayor parte a las labores realizadas en los primeros meses de trabajo, es decir, en lo que va de agosto a diciembre de 1931, etapa verdaderamente fecunda por la experiencia que obtuvimos y por el impacto que la escuela produjo en el espíritu de los indios.

Al ingresar a 1932, se nos dio la nueva de que la escuela figuraba ya en el Presupuesto de la Nación, hecho que aseguraba su estabilidad futura. Después nos referiremos al suministro de fondos correspondiente.

Nuestra primera preocupación fue la de reclutar maestros, y para ello, hube de hacerme el propósito de prescindir de los normalistas, pues, dígase lo que se quiera, no confiaba en sus aptitudes para la ruda vida del campo, educados como estaban en una escuela del todo diferente en espíritu y finalidades. Preferí, por eso, a jóvenes familiarizados con el ambiente rural y que demostraran disposición al esfuerzo y al sacrificio, puesto que su actividad principal no era la del aula, sino que estaba vinculada a las tareas de jardinería, cultivos, construcciones, elaboración de ladrillos, estuco, etc., y además al desarrollo de una labor social fuera del recinto de la escuela, en el ambiente mismo de la comunidad.

Los maestros elegidos fueron tres: Eufrasio Ibáñez, Anacleto Zeballos y Félix Zavaleta. Una referencia acerca de cada uno de ellos:

El año 1928, encontrándome en el centro minero de Corocoro con asuntos relacionados con mis actividades agropecuarias, visité la escuela municipal de la localidad, de la que había sido director en 1921-1922. Así conocí al señor Ibáñez, que desempeñaba un preceptorado, habiéndome impresionado favorablemente su actuación. Años después volví a encontrarme con él en Achacachi, lo reconocí y le solicité sus servicios.

Anacleto Zeballos tenía una escuelita particular sostenida por los indios, en Chiquipa, el lugar donde presencié la escena de los ladrillos. Era hombre de campo y de grandes condiciones. Los indios lo apreciaban y se captó el cariño de sus alumnos, con quienes, en los primeros días de Warisata, solía visitarme arrimando el hombro en las construcciones o trasladando arena y piedras. Desde el comienzo sintió gran atractivo por nuestra obra, y como ha podido ver el lector, su firma está en el Acta de fundación de la escuela.
A Félix Zavaleta lo define una anécdota. Cuando yo era Director de la Escuela de Corocoro, como tengo dicho, al mismo tiempo tenía a mi cargo el quinto curso de primaria. Organicé con los alumnos un gobierno escolar a fin de crearles sentido de responsabilidad y ejercitarlos en esta clase de funciones democráticas donde la minoría se somete a la mayoría. Un día, como de costumbre, se presentaron los alumnos a las ocho de la mañana, pero equipados para ir de excursión. Cuando me disponía a dictar mi clase, un muchacho de 11 ó 12 años se puso de pie y en nombre de sus compañeros me hizo saber que habían resuelto pasar ese día en el campo. Le respondí que tal cosa no me parecía bien porque teníamos mucho trabajo, y que aplazaran la excursión; a lo que el muchacho, que se mantenía de pie, golpeó el pupitre con la palma de la mano, exclamando con energía:

— ¡Señor, el pueblo manda y usted obedece!
Aquél muchacho era Félix Zavaleta.

Este trío de hombres trabajó denodadamente, siempre dispuestos a cualquier esfuerzo aunque fuera superior a sus posibilidades. Si había que pisar barro, abrir zanjas con el agua hasta las rodillas, pasar la noche atizando el horno de estuco o de ladrillos, levantarse a las cinco de la mañana para acumular materiales y luego atender el aula; si había que plantar arbolitos, llenar de flores las avenidas, laborar en los campos de experimentación de cultivos, reunir combustible, trasladar adobes, ladrillos o arena, o moler estuco; ahí estaban ellos, siempre entusiastas y abnegados, cumpliendo el deber que voluntariamente se habían impuesto.

2. RUMBOS SEÑALADOS POR LAS EXPERIENCIAS DE 1931.
El trabajo iniciado con este magnífico grupo de maestros me hizo ver que los cinco meses de 1931 habían sido de trascendencia definitiva para la educación indigenal en Bolivia; habíamos encontrado normas y rumbos, aunque embrionarios, pero que aseguraban un desarrollo constante hacia la madurez plena.
En efecto, 1931 fue una etapa de valiosas experiencias, y fue entonces que nos encontramos con los vestigios de las antiguas instituciones precolombinas, las cuales nos orientarían en la tarea. Nuestra misión consistía en profundizar la búsqueda y revitalizar estas formas del pasado, para que la escuela fuera algo así como el producto biológico y natural de aquella sociedad de indios.

Así continuamos nuestro trabajo, siempre lleno de dificultades y de luchas contra los adversarios que veían en el crecimiento de la escuela un peligro para sus sórdidos intereses. Pero junto a momentos de gran amargura, los tuvimos también de singular satisfacción proporcionados por la acción solidaria de maestros, padres de familia y alumnos.
Nuestras necesidades se hacían siempre mayores. Si bien el Presupuesto fijaba una partida para el pago de sueldos a los tres maestros, en cambio no había fondos para ningún otro gasto, al extremo de que durante todo ese año apenas recibimos la suma de quinientos bolivianos con los que no se podía hacer ni siquiera un transporte de materiales de La Paz. Eso no quiere decir que hubiéramos descuidado nuestros reclamos; todo lo contrario; sólo que en la Dirección General de Educación Indigenal estaba un normalista, de lo más distinguido por cierto, pero que al parecer vivía ajeno en absoluto a nuestras cotidianas peripecias; resultando así que jamás nuestras reclamaciones tuvieron éxito.
Debíamos, por lo tanto, redoblar nuestros esfuerzos para continuar la obra al mismo ritmo. Ahora necesitábamos materiales que no se podían producir en Warisata, ya que lo eran de importación. El indio gustoso hubiera dado su dinero, pero no lo tenía; además, ya daba su trabajo, sin el cual nada se habría movido. En consecuencia, tuvimos que seguir alimentando la obra con nuestros propios recursos, con los cuales adquirimos material de ferretería, herramientas de mecánica y carpintería, madera y todo cuanto exigía la escuela.

La intervención del indio y su interés en el manejo de la cosa pública se hacían cada vez más ciertos y reveladores. Estaba surgiendo de lo profundo de los estratos sociales el hálito vital de los viejos tiempos, y eso, pausadamente, sin presión alguna, como la cosa más natural del mundo. Todo se incorporaba a la nueva tradición escolar, se convertía en costumbre y se hacía ley. El Consejo de Administración era el centro donde con máxima plenitud se manifestaba este estado de cosas; era la resurrección de la ulaka, y por eso, casi sin notarlo, empezó a llamársele Parlamento Amauta, nombre con el que lo designaremos en lo posterior.
Con esta institución la escuela se convirtió en algo nuevo: ya no se trataba únicamente de la labor escolar, a pesar de la gran amplitud que había alcanzado; sino que pasaba a ser la escuela productiva, la escuela que jugaba un rol en la economía, creando riqueza, obteniéndola del ambiente circundante, aparentemente hosco y estéril, pero que al hombre de trabajo le compensa con variadísimos recursos. En este aspecto, eminentemente social, el Parlamento tenía el papel principal, como que era la dínamo que irradiaba energía a raudales. A su magnífica disposición para el trabajo, se unía no poco desinterés, como lo prueba el hecho de haber cedido los amautas, gratuitamente, las tierras que necesitaba nuestro programa agrícola. Como de costumbre, el primero que entregó su parcela fue Avelino Siñani. Con esos terrenos iniciamos nuestras grandes experiencias agrícolas, continuadas después en escala nacional, las que, de haber seguido, hubieran permitido el autoabastecimiento de todos los núcleos campesinos del país.

Quienquiera que haya asistido a la realización de labores agrícolas en nuestro altiplano, ha debido sentir honda emoción contemplando el pausado y poderoso ritmo de las yuntas arrastrando el arado, al que manos firmes conducían. Imagínese, pues, qué impresiones causaba en nuestros espíritus, predispuestos a apreciar todo lo indio, el espectáculo de toda una comunidad acudiendo con sus bueyes a la apertura de surcos, considerando que, aparte de la belleza del cuadro, eso significaba una auténtica gesta libertaria. Los indios hacían algunos barbechos, reunían semillas, ponían abono y preparaban la siembra; al comienzo únicamente en tres parcelas, anticipo de la fecunda labor realizada más tarde.
Llegamos a la nueva y también para nosotros desconocida tarea de techar el edificio, en la cual pasamos muchas penalidades. No teníamos un técnico que nos orientara, y tuvimos que contentarnos con lo que el albañil Velasco sabía, que no era mucho que digamos. Pero como al fin y al cabo se da en el clavo, pues logramos superar los inconvenientes, y esto se refiere especialmente a Anacleto Zeballos, quien resultó un especialista en clavar la listonería sobre los tijerales. Algún tiempo después toda la teja estaba colocada, y el aspecto de la escuela resultó tal como querían los indios, que en aymara decían: Kkajjañap munaptua, o sea “Queremos que despida destellos”. Otros habían deseado “que su techo rojo alumbre a la pampa y a las montañas”, y por cierto que también ellos quedaron contentos.

3.- LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA.
Una cuestión trascendental en el campo fue la de la administración de justicia. Esta se hallaba encomendada en Achacachi a autoridades políticas y municipales para asuntos administrativos, y a jueces de primera y segunda instancia para asuntos contenciosos o criminales.
El indio llevaba sus quejas a tales señores, los que daban su fallo o sentencia siempre en favor de la parte que les había llevado el obsequio más valioso. De donde resultaba que muchas veces los presentes realizados eran más costosos que el objeto mismo del reclamo... Cuando el litigio por su importancia caía en manos de los jueces, el indio tenía que recurrir al tinterillo (rábula o picapleitos) para que lo defendiera; a estos leguleyos, casi analfabetos, no les interesaba, desde luego, hacer defensa de ninguna clase: su “defendido” no era sino una presa para saciar en ella su rapacidad; confabulados dos “defensores” de partes contrarias, solían obtener los más pingües beneficios alargando el pleito hasta el infinito. Más de un letrado de esta especie resultó dueño de hacienda a costa de sus ingenuas víctimas.

Conocí un tinterillo que cuando era requerido para una defensa, sacaba tres libros de diferente tamaño (el de mayor volumen era un diccionario) preguntando a su futura víctima con cuál de ellos quería que se lo defendiera. Con el libro más grande, la defensa costaba cuatrocientos pesos y en tal caso había seguridad de ganar el pleito; con el libro mediano la tarifa era de doscientos pesos, pero ya no había tanta seguridad en el triunfo; y con el libro chico, la defensa le costaba cien pesos, y por supuesto con probabilidades mínimas... El pobre indio se inclinaba a ojo cerrado por el libro grande, y trato hecho. En el acto pagaba la mitad de la tarifa, convirtiéndose automáticamente en esclavo del tinterillo, en cuya casa tenía que permanecer por obligación, ocupado en bajos menesteres. Para la presentación de cada escrito tenía que pagar el costo del papel, timbres, propina al que firmaba a ruego, etc. Cuando el indio había cubierto los cuatrocientos pesos y ya no había posibilidad de exprimirlo más, el tinterillo abandonaba el caso. La víctima buscaba otro defensor con el que corría igual o peor suerte, puesto que tenía que comprometer sus recursos en condiciones cada vez más difíciles. Después de esto, eran las autoridades del juzgado las que tenían el turno de chuparle la sangre.

Todo esto lo relató con mucho humor el escritor Raúl Botelho Gosálvez, que fue maestro de Warisata, en su novela “Altiplano”. En la fauna de explotadores estaban comprendidos los tinterillos, jueces, secretarios, auxiliares, diligencieros, subprefectos, intendentes, corregidores, parroquiales y hasta gendarmes, cuya imaginación les hacía concebir toda suerte de trapacerías con apariencias de legalidad. Eran hábiles hasta lo increíble para organizar expedientes falsos con los que llegaban hasta la etapa de la sentencia sin perder detalle alguno que pudiera causar vicio de nulidad. En Achacachi todos eran tinterillos, ocupación que alternaban con el desempeño de cargos administrativos, municipales o judiciales. Entre todos ellos montaban una organización bien cohesionada para no soltar al incauto que caía en sus redes. Desde las escuelas, los niños se ejercitaban para dedicarse más tarde a este “oficio” tan lucrativo como fácil. Era, indudablemente, el medio más seguro de hacer fortuna.

Otro sistema de explotación y despojo era hacer préstamos en especie a los indios, cuando éstos, en razón de una mala cosecha u otra cosa por el estilo, necesitaban dos o tres cargas de cebada, chuño o quinua, que costaban entre Bs. 2.50 a Bs. 6.-. El indio hipotecaba su sayaña y su misma persona. El respectivo documento no hacía referencia a las especies sino a una suma de dinero por la cual el deudor se comprometía a pagar el préstamo en el término de un año, indicándose el interés simple mensual y el interés compuesto en caso de incumplimiento. Se firmaba el papel, y a ruego del indio lo hacía algún allegado del usurero. Como se ve, se procedía con todas las de la ley: papel sellado, timbres, testigos, etc. Desde ese momento, sayaña, casa y familia del campesino pasaban a poder del acreedor. El indio pasaba de su condición de propietario a la de colono por dos cargas de cebada. Lo que en realidad había firmado era un documento de transferencia. Trabajaba para su nuevo amo, quien en retribución, le daba dos parcelas para su sustento. Cumplido el término lo adormecía con halagos dejando pasar dos, diez o veinte años, hasta que consideraba oportuno iniciarle el respectivo juicio ejecutivo por cobro de pesos.

Al indio, que no sabía leer ni escribir, se le seguía el juicio la mayor parte de las veces sin notificación, sorprendiéndoselo con la noticia de que se había dictado un fallo en su contra, por el cual se disponía el remate de su sayaña; tras de lo cual, por no presentarse postores, ésta era adjudicada al prestamista.
La cosa se había hecho entre gallos y media noche. El juicio tenía todas las apariencias de la legalidad. Cuando la víctima se daba cuenta de su situación y quería oponer resistencia, se decretaba el “lanzamiento”, echándoselo al camino junto con sus familiares, sus animales y efectos personales; y para que todo fuera perfecto, hasta la casa heredada de sus mayores era derribada desde los cimientos.
De esta manera se formó y creció la hacienda mediana en Warisata. Tal era el origen de los títulos de propiedad exhibidos por esa estirpe de propietarios. Yo conocí muchos de estos documentos y juicios.

Para el indio no había justicia. El incidente más pequeño era pretexto para explotarlo miserablemente. Entre otros casos, recuerdo uno que presencié en la plaza de Achacachi; es testimonio asaz curioso de la inconmensurable rapacidad de aquella fauna provinciana: un indiecito se hallaba manejando un billete de Bs. 5 (eran tiempos en que la moneda valía); su mala fortuna hizo que lo viera el señor X, quien lo denunció inmediatamente ante el intendente, que era su propio hijo, por “sospechoso”, pidiendo que el billete fuera depositado ante la autoridad hasta que el indiecito probara ser su legítimo propietario. Se procedió, naturalmente, como lo pedía X...

En estas condiciones, era imposible que el indio saliera de su vida de miseria. Cuando llegué a Warisata encontré todavía en plena vigencia el pongueaje oficial (servicio personal gratuito) prestado al subprefecto, al cura y al corregidor, mediante un turno rigurosamente establecido entre los indios, quienes debían servir conjuntamente con sus mujeres en la casa de las citadas autoridades y haciendo la provisión gratuita del combustible necesario durante su turno.

Nuestro primer acto en las reuniones vespertinas fue disponer la supresión de tales prestaciones, lo cual ocasionó las primeras denuncias contra el Director, por “usurpar funciones que no le competían”.

Esta actitud fue decisiva para ganar el apoyo indio a nuestra causa. Querellas familiares, de poca importancia la mayor parte de las veces, eran llevadas hasta entonces a las autoridades de Achacachi, con grave pérdida de tiempo y dinero, y además nunca se daba la razón a quien la tenía. Al aparecer la escuela, los indios comenzaron a acudir ante el Director llevando sus quejas; por supuesto, lo hacían en la forma tradicional, es decir, con el respectivo regalo. El Director admitía lo primero, rechazaba lo segundo y procedía a solucionar la cuestión. Las partes aceptaban y acataban el fallo con gratitud. Dejaron de acudir a Achacachi y fue la escuela la que tomó a su cargo esta función social que se agregaba a las muchas que ya tenía. Con tal proceder, los indios ganaban tiempo y no perdían dinero, y tampoco corrían el riesgo de pagar multas por “desacato” y quedar presos hasta satisfacerlas.

En la escuela tuvimos que crear una comisión especial, llamada de justicia, para atender estos asuntos. Sus labores fueron siempre desempeñadas con delicado tacto, afirmando también en ese aspecto otra de las ricas facetas de la personalidad del indio. Integraban la comisión los individuos más venerables de la comunidad o los que habían prestado servicios importantes. Su primer presidente fue Avelino Siñani, reconocimiento a su absoluta rectitud.

4.- LA CAPILLA Y LAS FESTIVIDADES RELIGIOSAS.
Otra fuente no sólo de explotación sino también de depravación, era la capilla.
Por fortuna, sin presión de ninguna naturaleza, como ya tenemos dicho, Warisata resolvió el asunto religioso con la mayor facilidad y nunca tuvo que lamentar incidente alguno durante el desarrollo de sus actividades, por lo menos mientras estuvimos nosotros.
En las comunidades y haciendas circunvecinas, aún no influidas por nuestra labor, continuaba el predominio de la capilla, centro que atraía a poblaciones enteras durante las festividades. Cada fiesta religiosa duraba varios días y era todo un acontecimiento, de acuerdo a la categoría del santo o patrono cuyo culto se celebraba. Los preparativos para darle mayor solemnidad comenzaban con mucha anticipación. Todos los gastos corrían por cuenta del alférez (en algunas ocasiones eran dos o tres). Para los indios el alferazgo era su consagración social: en su mejor desempeño iba aparejada la dignidad personal y el prestigio de su comunidad. Ningún indio que se estimase podía rechazar el alferazgo, a pesar de que su financiación podía convertirlo en esclavo para todo el resto de su vida, pues los gastos eran elevadísimos, de acuerdo a un singular arancel que reglamentaba todo. Veamos:

Cobraba el cura y toda su comitiva, en la cual volvemos a encontrar toda la fauna de explotadores que ya conocemos; aparte de la misa, se cobraba una suma adicional según su categoría y por cada una de las ceremonias secundarias que le daban mayor relieve o solemnidad: sermón, vísperas, procesión y todo cuanto pueda concebirse. Además, el indio tenía que equipar al cura, para su retorno al pueblo, con un cargamento de papas, chuño, corderos, gallinas, conejos, fruta y todo lo que producía la comunidad. Al cura le convenía, pues, estimular por todos los medios el celo religioso de la indiada. Hay que decir que no carecía de vistosidad su llegada a la fiesta: jinete en una bien enjaezada mula, era recibido en triunfo, con arcos multicolores y profusión de mixturas y serpentinas, dignándose a veces echar una que otra bendición a los festejantes.
Otra veta que aseguraba nutridos recursos al representante de la Iglesia, eran los responsos, bautizos, casamientos y otras ceremonias por el estilo. Como se ve, el cura tenía todo su tiempo ocupado en tales celebraciones, y no lo hacía con menos habilidad que los tinterillos; en efecto, valga para el caso, lo que hacía el cura de Calamarca, una típica población del altiplano: según la tarifa que cobraba por el responso, el alma del difunto era despachada al cielo, al purgatorio o al infierno. Este nuevo Caronte era inflexible y los deudos solían hacer cualquier sacrificio para asegurar al finado pasaporte al paraíso; lo que es, enviar al pariente al purgatorio ya era algo como para pensarlo dos veces, y lógicamente, el cura de Calamarca no debe haber enviado a nadie al infierno: ningún indio hubiera incurrido en tal tacañería.
Prosigamos con el alferazgo: el segundo capítulo de gastos, elevadísimo, estaba destinado a la contratación de tropas de músicos y de bailarines que solían llegar de grandes distancias; había que pagarles el transporte, la permanencia y los derechos respectivos. Además, había que comprar fuegos artificiales, bebidas y alimentos en abundantísima cantidad, para que todos quedaran satisfechos; y luego había que adquirir ropa nuevecita.

El día de la fiesta la estancia o comunidad se llenaba con la alegría y la excitación general. Por todos los caminillos desfilaban grupos de indios con su vistoso atuendo y al son de sus instrumentos musicales de toda clase. Los kkusillos (disfraz de mono), los diablos y los huacathokoris, que parodiaban las corridas de toros, hacían las delicias de la concurrencia, en especial de los niños.
Concluidas las ceremonias religiosas acompañaban al alférez las bandas de músicos, comparsas de bailarines y numeroso séquito. Los parientes y amigos se hacían presentes con su saludo y su ayni consistente en dinero o en especies. Empezaban las libaciones, con lo que pronto la fiesta se convertía en un feroz bacanal que duraba varios días, hasta llegar los indios a un grado de inconsciencia y de agresividad incontenibles, que inevitablemente convertían los festejos en un campo de batalla. En los atardeceres el espectáculo era repugnante. Indios completamente embriagados, a quienes la esposa trataba de arrastrar hacia el hogar; parejas de matrimonios tiradas en los caminos o en la pampa (siempre la mujer cargada de su criatura); más allá indios trabados en pelea y las mujeres tratando de interponerse en defensa del marido, motivo para nuevas infinitas riñas; llegaba la oscuridad, las parejas rezagadas dormían su embriaguez a la intemperie. Y todo, ante la presencia de los niños, testigos de estas escenas de degradación.

La escuela debía reaccionar contra todas estas costumbres; aunque ellas habían disminuido al compás del crecimiento de nuestras actividades, hasta desaparecer por completo en Warisata, no obstante continuaban con gran fuerza en las regiones vecinas; lo que no dejaba de tener una influencia negativa. Finalmente, nuestra gente quedó totalmente sustraída a esos espectáculos, ya que habíamos realizado en la escuela toda una serie de actividades sociales y recreativas que despertaron grandísimo interés: encuentros de fútbol y basket ball, teatro al aire libre con exhibición de danzas, juguetes cómicos, coros y muchísimas otras distracciones.

Continuará...

Fuente: Elizardo Pérez, "Warisata - La Escuela Ayllu", Editorial Burillo, La Paz - Bolivia, 1962.

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