jueves, 8 de septiembre de 2011

Historia de la filosofía – parte 05

Historia de la filosofía – parte 05

Autor: Julián Marías.
Editorial: Biblioteca de la Revista De Occidente – Madrid – 1978.

1. Los moralistas socráticos.

Vimos antes lo más fecundo y genial de la tradición socrática: Platón y, a través de éste, Aristóteles. Se recordará, sin embargo, que el platonismo recogía principalmente de Sócrates la exigencia del saber como definición de lo universal, que lo llevaba a la doctrina de las ideas. Y, sin embargo, la preocupación de Sócrates era en gran parte moral. Esta otra dirección de su pensamiento es la que encuentra su continuación en dos ramas muy secundarias de la filosofía helénica: los cínicos y los cirenaicos.

A) LOS CÍNICOS.

El fundador de la escuela cínica fue Antístenes, un discípulo de Sócrates, que fundó un gimnasio en la plaza del Perro ágil, y de ahí el nombre de cínicos (perros o, mejor, perrunos) que se dio a sus adeptos, y que estos aceptaron con cierto orgullo. El más conocido de los cínicos es el sucesor de Antístenes, Diógenes de Sinope, famoso por su vida extravagante y ciertas pruebas de ingenio, que vivió en el siglo IV.
Los cínicos exageran y extreman la doctrina socrática de la eudaimonía o felicidad, y además le dan un sentido negativo. En primer lugar, la identifican con la autarquía o suficiencia; en segundo término, encuentran que el camino para lograrla es la supresión de las necesidades. Esto trae como consecuencia una actitud negativa ante la vida entera, desde los placeres materiales hasta el Estado. Sólo queda como valor estimable la independencia, la falta de necesidades y la tranquilidad. El resultado de esto es, naturalmente, el mendigo. El nivel de vida desciende, se pierde todo refinamiento, toda vinculación a la ciudad y a la cultura. Y, en efecto, Grecia se llenó de estos mendigos de pretensiones más o menos filosóficas, que recorrían como vagabundos el país, sobrios y desaliñados, pronunciando discursos morales y cayendo con frecuencia en el charlatanismo.
La doctrina cínica, si existe, es bien escasa; es más bien la renuncia a toda teoría, el desdén por la verdad. Sólo importa lo que sirve para vivir, se entiende, al modo cínico. El bien del hombre consiste simplemente en vivir en sociedad consigo mismo. Todo lo demás, el bienestar, las riquezas, los honores y sus contrarios, no interesa. El placer de los sentidos y el amor son lo peor, lo que más hay que rehuir. El trabajo, el ejercicio, el comportamiento ascético, es lo único deseable. Como el cínico desprecia todo lo que es convención y no naturaleza, le es indiferente la familia y la patria, y se siente kosmopolítes, ciudadano del mundo. Es la primera aparición importante del cosmopolitismo, que va a gravitar tan fuertemente en el mundo helenístico y romano.

B) LOS CIRENAICOS.

La escuela cirenaica, fundada por Aristipo de Cirene, un sofista agregado después al círculo socrático, tiene profunda semejanza con la cínica, a despecho de grandes diferencias y aun oposiciones aparentes. Para Aristipo, el bien supremo es el placer; la impresión subjetiva es nuestro criterio de valor, y el placer es la impresión agradable. El problema consiste en que el placer no nos debe dominar, sino nosotros a él. Y esto es importante. El sabio tiene que ser dueño de sí; no debe, pues, apasionarse. Además, el placer se cambia fácilmente en desagrado cuando nos domina y altera. El sabio tiene que dominar las circunstancias, estar siempre por encima de ellas, acomodarse a todas las situaciones, a la riqueza y a la indigencia, a la prosperidad y a las dificultades. Al mismo tiempo, el cirenaico tiene que seleccionar sus placeres para que estos sean moderados, duraderos, y no lo arrebaten. En definitiva, el hedonismo presunto de los cirenaicos tiene una extraordinaria semejanza con el ascetismo de los cínicos, aunque el punto de partida sea muy distinto. No se olvide que lo importante para los moralistas socráticos, como también más tarde para los estoicos y epicúreos, es la independencia e imperturbabilidad del sabio, y lo secundario el modo como estas se alcancen, por el ascetismo y la virtud o por el placer moderado y apacible de cada hora.
El cosmopolitismo es también propio de los cirenaicos; también la escuela presenta marcados rasgos helenísticos, y no hace más que subrayar y exagerar uno más de los aspectos de Sócrates, encrucijada de donde salen distintos caminos de la mente griega.

2. El estoicismo.

La escuela estoica tiene una honda relación con los filósofos moralistas socráticos, y especialmente con los cínicos. En última instancia, renueva su actitud ante la vida y la filosofía, aunque con personalidades superiores intelectualmente y una mayor elaboración teórica.

LAS ETAPAS DEL ESTOICISMO.– Se distinguen tres épocas, que se llaman el estoicismo antiguo, el medio y el nuevo, y se extienden desde el año 300, aproximadamente, hasta el siglo II después de J.C., es decir, por espacio de medio milenio. El fundador de la escuela estoica fue Zenón de Citium, que la estableció en Atenas, en el llamado Pórtico de las pinturas (Stoá poikíle), decorado con cuadros de Polignoto, y este lugar dio nombre al grupo. Las figuras principales del estoicismo antiguo fueron, aparte de Zenón, Cleantes de Asos –un antiguo púgil, mente tosca y nada teórica– y, sobre todo, el tercer jefe de la escuela, Crisipo, verdadero fundador del estoicismo como doctrina, de cuyos numerosos escritos sólo se conservan títulos y fragmentos. En la llamada Stoa media florecieron Panecio de Rodas (180-110), influido por los académicos, amigo de Escipión y Lelio, introductor del estoicismo en Roma, y el sirio Posidonio (175-90), maestro de Cicerón en Rodas, una de las mejores mentes antiguas. En la última época, casi exclusivamente romana, la figura capital y más influyente del estoicismo es Séneca (4 a. de C.-65 d. de C)., cordobés, maestro de Nerón, que se abrió las venas por orden de éste; aparte de sus tragedias, Séneca escribió, entre sus obras filosóficas, De ira, De providentia, De benefictis, De constantia sapientis, De brevitate vitae, De tranquillitate animi, De clementia, De vita beata, Naturales quaestiones y las Epistolae ad Lucilium. Posteriores a Séneca son otros dos importantes pensadores estoicos: Epicteto (50-120), esclavo frigio, luego liberto, autor de las Diatribas o Disertaciones y de un breve Enquiridion o Manual, escritos en griego, y el emperador Marco Aurelio (121-180), de la dinastía de los Antoninos, que escribió, en griego también, unos famosos Soliloquios, cuyo título es, literalmente, A sí mismo (??? ??????).

LA DOCTRINA ESTOICA.– El centro de la preocupación estoica es igualmente el hombre, el sabio. Hacen una filosofía, dividida en tres partes: lógica, física y ética; pero su verdadero interés es sólo la moral. Los estoicos son sensualistas. La percepción es la que va imprimiendo sus huellas en el alma humana, y formando sus ideas. El concepto capital es el de ???????? ???????????, sumamente problemático. La asociación y la comparación sirven para este fin. Los estoicos reconocían unas ?????? ???????, notiones communes, presentes en todos y que determinan el consentimiento universal. Posteriormente se alteró la opinión acerca del origen de esas nociones y se pensó que eran innatas. La certeza absoluta correspondía a esas ideas innatas. Esta teoría ha ejercido una influencia muy profunda en todo el innatismo moderno. Las repercusiones del estoicismo, tanto en lógica como en moral, han sido mucho más extensas y persistentes de lo que suele creerse; en particular en la época renacentista, tal vez la máxima influencia de la filosofía antigua renovada ha correspondido a la estoica.
La física estoica es materialista o, mejor aún, corporalista. Admite dos principios, lo activo y lo pasivo, es decir, la materia y la razón que reside en ella, a la cual llaman dios. Este principio es corporal y se mezcla a la materia como un fluido generador o razón seminal (????? ??????????). Aparte de los dos principios, se distinguen los cuatro elementos: fuego, agua, aire, tierra. Sin embargo, el principio activo se identifica con el fuego, siguiendo la inspiración de Heráclito: la naturaleza está concebida según el modelo del arte (?????), y por esto se llama al fuego artífice (??? ????????). El mundo se repite de un modo cíclico; cuando los astros alcanzan de nuevo sus posiciones originarias, se cumple un gran año y sobreviene una conflagración del mundo, que vuelve al fuego primordial para repetir de nuevo el ciclo: esta doctrina es un claro antecedente de la del eterno retorno de Nietzsche.
Dios y el mundo aparecen identificados en el estoicismo; Dios es rector del mundo, pero a su vez es sustancia, y el mundo entero es la sustancia de Dios. La Naturaleza, regida por un principio que es razón, se identifica con la Divinidad. El principio divino liga todas las cosas mediante una ley, identificada con la razón universal, y este encadenamiento inexorable es el destino o hado (?????????). Esto hace posible la adivinación, y de esta doctrina se desprende un determinismo; pero, por otra parte, los estoicos consideran que cierta contingencia y libertad del hombre están incluidas en el plan general del destino, que a la vez aparece como providencia. Todas las cosas sirven a la perfección de la totalidad; la única norma de valoración es la ley divina universal que lo encadena todo, a la cual llamamos naturaleza. Esta es la culminación de la física estoica, y de aquí arranca la moral de la escuela.
La ética estoica se funda también en la idea de la autarquía, de la suficiencia. El hombre, el sabio, ha de bastarse a sí mismo. Las conexiones de la moral de los estoicos con la cínica son muy profundas y completas. El bien supremo es la felicidad –que no tiene que ver con el placer–, y esta consiste en la virtud. A su vez, esta virtud consiste en vivir de acuerdo con la verdadera naturaleza: vivere secundum naturam, ???? ????? ???. La naturaleza del hombre es racional, y esta vida que postula la ética estoica es la vida racional. La razón humana es una parcela de la razón universal, y así nuestra naturaleza nos pone de acuerdo con el universo entero, es decir, con la Naturaleza. El sabio la acepta tal como es, se amolda enteramente al destino: parere Deo libertas est, obedecer a Dios es libertad. Esta aceptación del destino es característica de la moral de la Stoa. Los hados, que guían al que quiere, al que no quiere lo arrastran; es inútil, pues, la resistencia. El sabio se hace independiente, soportando todo, como una roca que hace frente a todos los embates del agua. Y, al mismo tiempo, logra su suficiencia disminuyendo sus necesidades: sustine et abstine, soporta y renuncia. El sabio se ha de despojar de sus pasiones para lograr la imperturbabilidad, la “apatía”, la “ataraxía”. El sabio es dueño de sí, no se deja arrebatar por nada, no está a merced de los sucesos exteriores; puede ser feliz en medio de los mayores dolores y males. Los bienes de la vida pueden ser, a lo sumo, deseables y apetecibles; pero no tienen verdadero valor e importancia, sino solo la virtud. Esta consiste en la conformidad racional con el orden de las cosas, en la razón recta. El concepto de deber no existe, en rigor, en la ética antigua. Lo debido (???????), en latín officium, es más bien lo adecuado, lo decente (es decir, lo que conviene, decet), lo que está bien, en un sentido casi estético. Lo recto es primariamente lo correcto (?????????), lo que está de acuerdo con la razón.

EL COSMOPOLITISMO ANTIGUO.– Los estoicos no se sienten tan desligados de la convivencia como los cínicos; tienen un interés mucho mayor por la comunidad. Marco Aurelio describe su naturaleza como racional y social, ?????? ??? ???????. Pero la ciudad es también convención, nómos, y no naturaleza. El hombre no es ciudadano de esta o aquella patria, sino del mundo: cosmopolita. El papel que representa el cosmopolitismo en el mundo antiguo es sumamente importante. Se asemeja aparentemente a la unidad de los hombres que afirma el cristianismo; pero se trata de dos cosas totalmente distintas. El cristianismo afirma que los hombres son hermanos, sin distinguir al griego del romano o del judío o del escita, ni al esclavo del libre. Pero esta fraternidad tiene un fundamento, un principio: la hermandad viene fundada en una paternidad común. Y en el cristianismo los hombres son hermanos porque son, todos, hijos de Dios. No por otra cosa; con lo cual se ve que no se trata de un hecho histórico, sino de la verdad sobrenatural del hombre; los hombres son hermanos porque Dios es su padre común; son prójimos, esto es, próximos, aunque estén separados en el mundo, porque se encuentran juntos en la paternidad divina: en Dios todos somos unos. Y por eso el vínculo cristiano entre los hombres no es el de patria, ni el de raza, ni el de convivencia, sino la caridad, el amor de Dios, y por tanto el amor a los hombres en Dios; es decir, en lo que los hace prójimos nuestros, próximos a nosotros. No se trata, pues, de nada histórico, de la conveniencia social de los hombres en ciudades, naciones o lo que se quiera: “Mi reino no es de este mundo”.
En el estoicismo falta radicalmente ese principio de unidad; no se apela más que a la naturaleza del hombre; pero esta no basta para fundar una convivencia; la mera identidad de naturaleza no supone un quehacer común que pueda agrupar a todos los hombres en una comunidad. El cosmopolitismo, si no se basa más que en eso, es simplemente falso. Pero hay otro tipo de razones –históricas– que llevan a los estoicos a esa idea: la superación de la ciudad como unidad política. La pólis pierde vigencia en un largo proceso, que se inicia desde la época de Alejandro y culmina en el Imperio romano; el hombre antiguo siente que la ciudad no es ya el límite de la convivencia; el problema está en ver cuál es el nuevo límite; pero esto es difícil, y lo que se muestra es la insuficiencia del viejo; por esta razón se propende a exagerar y creer que el límite es sólo la totalidad del mundo, cuando la verdad es que la unidad política del tiempo era sólo el Imperio. Y esta falta de conciencia histórica, el brusco salto de la ciudad al mundo, que impidió pensar con suficiente precisión y hondura el carácter y las exigencias del Imperio, fue una de las causas principales de la decadencia del Imperio romano, que nunca llegó a encontrar su forma plena y lograda. Los estoicos, y de modo eminente Marco Aurelio el Emperador, se sintieron ciudadanos de Roma o del mundo, y no supieron ser lo que era menester entonces: ciudadanos del Imperio. Y por eso este fracasó.

3. El epicureismo.

Así como la Stoa corresponde a los cínicos en la filosofía postaristotélica, los epicúreos guardan un paralelismo acentuado con los cirenaicos; y así como entre las dos escuelas socráticas había una identidad fundamental, ocurre otro tanto entre el estoicismo y la doctrina de Epicuro. Este era ciudadano ateniense, pero nació en Samos, donde su padre había emigrado. Fue a Atenas a fines del siglo IV, y el año 366 fundó su escuela o comunidad en un jardín. Parece que era una personalidad notable, y ejerció un extraordinario ascendiente sobre sus adeptos. En el epicureismo se ve de un modo manifiesto que no se trata ya en Grecia de una filosofía entendida como ciencia, sino de un especial modo de vida. Algunas mujeres pertenecieron también al jardín de Epicuro. La escuela adquirió, sobre todo después de la muerte del maestro, un carácter casi religioso, e influyó extraordinariamente en Grecia y en el mundo romano. Hasta el siglo IV después de J.C. mantiene su actividad y su influjo el epicureismo. La exposición más importante de las doctrinas de Epicuro es el poema de Tito Lucrecio Caro (97-55), titulado De rerum natura.
La filosofía epicúrea es materialista; renueva en lo esencial la de Demócrito, con su teoría de los átomos. Todo es corporal, formado por la agregación de átomos diversos; el universo es un puro mecanismo, sin finalidad ni intervención alguna de los dioses en él. Estos son corporales como los hombres, pero hechos de átomos más finos y resplandecientes, y además poseen la inmortalidad. La percepción se explica también mediante la teoría atomista de los eídola o imágenes de las cosas, que penetran por los sentidos.
Pero a los epicúreos les falta también el sentido de la especulación. Al hacer física no se proponen descubrir la verdad de la naturaleza, sino simplemente tranquilizarse. Dan, por ejemplo, explicaciones físicas del trueno y del rayo, pero no una, sino varias; no les importa, en realidad, cuál sea la verdadera, sino sólo saber que puede haberlas, hacer comprender que el rayo es un hecho natural, no una muestra de la cólera divina, y conseguir así que el hombre viva en calma, sin temer a los dioses. Toda la doctrina epicúrea se dirige a la moral, al tipo de vida que debe seguir el sabio.
Epicuro opina que el placer es el verdadero bien; y, además, que es quien nos indica lo que conviene y lo que repugna a nuestra naturaleza. Rectifica, pues, las ideas de hostilidad antinatural ante el placer que invadían grandes zonas de la filosofía griega. Parece, a primera vista, que el epicureismo es el contra-polo de la Stoa; pero las semejanzas son más hondas que las diferencias. En primer lugar, Epicuro exige muy determinadas condiciones al placer: ha de ser puro, sin mezcla de dolor ni de desagrado; ha de ser duradero y estable; ha de dejar al hombre, por último, dueño de sí, libre, imperturbable. Con lo cual se eliminan casi totalmente los placeres sensuales para dejar paso a otros más sutiles y espirituales, y, ante todo, a la amistad y los goces del trato. Las pasiones violentas quedan excluidas de la ética epicúrea, porque arrebatan al hombre. El ideal del sabio es, pues, el del hombre sereno, moderado en todo, regido por la templanza, sin inquietudes, que conserva un perfecto equilibrio en cualquier circunstancia. Ni la adversidad, ni el dolor físico, ni la muerte alteran al epicúreo. Es conocida la resignación afable y bienhumorada con que Epicuro soportó su enfermedad dolorosísima y su muerte. Este ideal, por tanto, es de un gran ascetismo y, en sus rasgos profundos, coincide con el estoico. El apartamiento de los asuntos públicos, el desligamiento de la comunidad, son más fuertes aún en el epicureismo que en los círculos estoicos. El punto de partida es distinto: en un caso se trata de conseguir la virtud; en el otro, lo que se busca es el placer; pero el tipo de vida a que se llega en las dos escuelas viene a ser el mismo en esa época crepuscular del mundo antiguo, y está definido por dos notas reveladoras de una humanidad cansada: suficiencia e imperturbabilidad; bastarse a sí mismo y no alterarse por nada.

4. Escepticismo y eclecticismo.

El desinterés por la verdad, que domina las épocas de falta de tensión teórica, suele unirse en ellas a la desconfianza de la verdad, o sea el escepticismo. El hombre no se fía; surgen las generaciones recelosas y suspicaces, que dudan de que la verdad se deje alcanzar por el hombre. Así ocurre en el mundo antiguo, y el proceso de descenso de la teoría, iniciado a la muerte de Aristóteles, es contemporáneo de la formación de las escuelas escépticas. Este escepticismo suele encontrar una de sus raíces en la pluralidad de opiniones: al tener conciencia de que se han creído muy diversas cosas acerca de cada cuestión, se pierde la confianza en que ninguna de las respuestas sea verdadera o que una nueva más lo sea. Es el argumento famoso de la ???????? ??? ?????. Hay que distinguir, sin embargo, entre el escepticismo como tesis filosófica y como actitud vital. En el primer caso es una tesis contradictoria, pues afirma la imposibilidad de conocer la verdad, y esta afirmación pretende ser ella misma verdadera. El escepticismo como tesis, pues, se refuta a sí propio, al formularse. Otra cosa es la abstención de todo juicio (?????), el escepticismo vital, que no afirma ni niega. Este escepticismo aparece una y otra vez en la historia, aunque también es problemático que la vida humana pueda mantenerse flotante en esa abstención sin arraigar en convicciones.
El primero y más famoso de los escépticos griegos, si prescindimos de antecedentes sofísticos, es Pirrón, a comienzos del siglo III antes de Jesucristo. Otros escépticos son Timón, Arquesilao y Carneades, que vivieron en los siglos III y II. Después, y a partir del siglo I de nuestra era, aparece una nueva corriente escéptica, con Enesidemo y el famoso Sexto Empírico, que escribió unas Hipotiposis pirrónicas. Vivió en el siglo II después de J.C. El escepticismo invadió totalmente la Academia, que desde la muerte de Platón había ido alterando el carácter metafísico de su fundador, y en ella perduró hasta su clausura, en 529, por orden de Justiniano. Los escépticos que hemos nombrado pertenecieron a la Academia media y a la nueva, que se han llamado así para distinguirlas de la antigua. Durante siglos, el nombre académico significó escéptico.
El eclecticismo es otro fenómeno de las épocas de decadencia filosófica. El espíritu de compromiso y conciliación aparece en ellas, y toma de aquí y de allá, para componer sistemas que superen las divergencias más profundas. En general, este proceder trivializa la filosofía, y así hizo, sobre todo, la cultura romana, que utilizó sólo el pensamiento filosófico como materia de erudición y moralización, pero estuvo siempre alejada del problematismo filosófico mismo.
El más importante de los eclécticos romanos es Cicerón (106-43), cuya figura considerable es sobradamente conocida. Sus escritos filosóficos no son originales, pero tienen el valor de ser un repertorio copioso de referencias de la filosofía griega. Al mismo tiempo, la terminología que acuñó Cicerón –un extraordinario talento filológico– para traducir los vocablos griegos ha influido de un modo enorme, si bien no siempre acertado, en las lenguas modernas y en la filosofía europea entera.
También tiene interés Plutarco, que vivió en los siglos I y II de nuestra era, y escribió, además de sus famosas Vidas, unas Moralia de contenido ético, y Filón de Alejandría, un judío helenizado que vivió en el siglo I e intentó encontrar antecedentes bíblicos en la filosofía helénica, sobre todo en Platón. El carácter judaico de su doctrina se revela especialmente en el papel importantísimo que en ella tiene Dios, y en el esfuerzo por conciliar las ideas griegas con el Antiguo Testamento. Entre sus obras se cuentan una sobre la creación (llamada en latín De opificio mundi) y estudios sobre la inmutabilidad de Dios y sobre la vida contemplativa.

VI. EL NEOPLATONISMO.

La metafísica, ausente en rigor de la filosofía griega desde Aristóteles, reaparece una vez más en el último gran sistema del mundo helénico: el llamado neoplatonismo. Por última vez el gran problema metafísico se plantea en términos griegos, aunque con ciertas influencias cristianas y de todo el ciclo de las religiones orientales que entran en el mundo grecorromano en los primeros siglos de nuestra era. Es un momento importantísimo, en el que se divide la filosofía con la única división realmente discontinua de su historia: por una parte, la filosofía antigua, y por otra la moderna, o lo que es lo mismo, la griega y la cristiana, los dos modos fundamentales de pensamiento auténticamente filosófico que hasta ahora han aparecido en el mundo.

PLOTINO.– El fundador del neoplatonismo es Plotino, en el siglo III después de Cristo (204-270). Nació en Egipto, intentó marchar a Oriente, a Persia y a la India, con el emperador Gordiano, y actuó luego, sobre todo, en Roma. Fue un hombre importantísimo en su tiempo, que atrajo la atención devota y fervorosa de muchos discípulos. Tuvo una vida de extraño ascetismo y misterio, y declaraba haber tenido varios éxtasis. Su obra fue recopilada por su discípulo Porfirio en seis grupos de nueve libros cada uno, que se llamaron por eso Enéadas. Esta obra es de un profundo interés y encierra una original filosofía, que influyó enormemente en el pensamiento cristiano posterior, durante toda la Edad Media, y especialmente en los primeros siglos, hasta que en el XIII fue superada en influencia por los escritos de Aristóteles recién conocidos en Occidente.
El sistema plotiniano está regido por dos caracteres capitales: su panteísmo y su oposición al materialismo. El principio de su jerarquía ontológica es el Uno, que es al mismo tiempo el ser, el bien y la Divinidad. Del Uno proceden, por emanación, todas las cosas. En primer lugar, el noûs, el mundo del espíritu, de las ideas. El noûs supone ya una vuelta sobre sí mismo, una reflexión, y, por tanto, ya una dualidad. En segundo lugar, el alma, reflejo del noûs; Plotino habla de un “alma del mundo”, vivificadora y animadora de todo él, y de las almas particulares, que guardan una huella de su unidad como principios de ellas. Estas almas tienen una posición intermedia en el mundo, entre el noûs y los cuerpos que informan. Y el grado ínfimo del ser es la materia, que es casi un no-ser, lo múltiple, lo indeterminado, lo que apenas es, sino sólo en el último extremo de la emanación. El alma ha de libertarse de la materia, en la que tiene una serie de recaídas mediante las reencarnaciones que admite la teoría de la transmigración. Hay la posibilidad –muy frecuente– del éxtasis, es decir, del estar fuera de sí, en que el alma se liberta enteramente de la materia y se une y funde con la Divinidad, con el Uno, y se convierte en el Uno mismo. Recogiendo una idea de Platón, Plotino da una gran importancia a la belleza; lo bello es la apariencia más visible de las ideas, y en ello se manifiesta el mundo suprasensible en forma sensible.
El neoplatonismo es panteísta. No hay en él una distinción entre Dios y el mundo; este procede del Uno, pero no por creación –idea ajena al pensamiento griego–, sino por emanación. Es decir, el mismo ser del Uno se difunde y manifiesta, se explicita en el mundo entero, desde el noûs hasta la materia. Plotino emplea metáforas de gran belleza y sentido para explicar esta emanación. Compara al Universo, por ejemplo, con un árbol, cuya raíz es única, y de la cual nacen el tronco, las ramas y hasta las hojas; o también, de un modo aún más agudo y profundo, a una luz, a un foco luminoso, que se esparce y difunde por el espacio, disminuyendo progresivamente, en lucha con la tiniebla, hasta que se extingue de un modo paulatino; el último resplandor, al apagarse ya entre la sombra, es la materia. Es siempre la misma luz, la del foco único; pero pasa por una serie de grados en que se va debilitando y atenuando, desde el ser plenario hasta la nada. Se ve el parentesco que tiene la doctrina neoplatónica con algunos motivos cristianos –tal vez por la influencia del maestro de Plotino, Amonio Sacas–; por esto ha ejercido tan gran influencia en los Padres de la Iglesia y en los pensadores medievales, sobre todo en los místicos. Un gran número de los escritos de estos son de inspiración neoplatónica, y ese panteísmo ha sido un grave riesgo que ha tenido que bordear constantemente la mística cristiana.
En rigor, Plotino es la primera mente griega que se atreve a pensar el mundo –sin duda bajo la presión de las doctrinas cristianas– propiamente como producido, y no simplemente “fabricado” u “ordenado”. El mundo tiene un ser recibido, es producto de la Divinidad –el Uno–; pero el pensamiento helénico no es capaz de enfrentarse con la nada; el mundo ha sido producido por el Uno, pero no de la nada, sino de sí mismo. El ser divino y el del mundo son, en última instancia, idénticos. De ahí el concepto de emanación, la forma concreta del panteísmo neoplatónico, que es, en definitiva, el intento de pensar la creación sin la nada. Esta es la reacción característica de la mente griega ante la idea de creación, introducida por el pensamiento judeo-cristiano.
El hombre tiene una posición intermedia en el sistema de Plotino. Está situado entre los dioses y los animales, y se inclina a unos o a otros –dice–; tiene una referencia a lo superior, y puede elevarse hasta lo más alto. “El hombre –añade Plotino– es una hermosa criatura, todo lo bella que es posible, y en la trama del universo tiene un destino mejor que todos los demás animales que hay sobre la tierra”.

LOS FILÓSOFOS NEOPLATÓNICOS.– El neoplatonismo fue cultivado sin interrupción hasta el siglo VI, hasta el final del mundo antiguo. Su influencia penetró en el pensamiento de los Padres de la Iglesia y posteriormente de los escolásticos medievales. Cuando se habla de las fuentes platónicas de los primeros siglos de la Escolástica, hay que entender que se trata primariamente de fuentes neoplatónicas, que constituyen un elemento excepcionalmente activo en toda la filosofía anterior.
Los más importantes entre los continuadores de Plotino fueron los siguientes: Porfirio (232-304), su discípulo más próximo, que escribió los libros más influyentes de la escuela: condensó las doctrinas de Plotino en un breve tratado titulado “??????? ???? ?? ?????” (Sentencias acerca de los inteligibles); además escribió su Isagoge o Introducción a las categorías de Aristóteles, llamada también Sobre las cinco voces (género y especie, diferencia, propio y accidente), obra de enorme éxito en la Edad Media. Jámblico, discípulo de Porfirio, muerto hacia 330, era sirio y cultivó especialmente el aspecto religioso del neoplatonismo, con gran prestigio. También fue neoplatónico el emperador Juliano el Apóstata. El último filósofo importante de la escuela fue Proclo (420-485), de Constantinopla, maestro y escritor activísimo, que cultivó todas las formas filosóficas de la época; su obra de conjunto, sistematización poco original del neoplatonismo, fue la ??????????? ????????? (Elementatio theologica, como la llamaron los latinos); también escribió largos comentarios de Platón, y otros –muy interesantes para la historia de la matemática helénica– al libro I de los Elementos, de Euclides; el prólogo de este comentario es un texto capital para esa historia. Entre los pensadores neoplatónicos hay que contar también al autor anónimo del siglo V que hasta el XV fue tomado por Dionisio Areopagita, primer obispo de Atenas, y al que se suele llamar Pseudo-Dionisio. Sus obras –De la jerarquía celestial, De la jerarquía eclesiástica, De los nombres divinos, Teología mística–, traducidas varias veces al latín, tuvieron inmensa autoridad e influencia en la Edad Media.

Con el neoplatonismo termina la filosofía griega. Después viene una nueva etapa filosófica, en que va a ser la mente cristiana la que se enfrentará con el problema metafísico. Ha sido la primera que ha existido, y esto es esencial, porque la filosofía ha recibido de manos de los griegos su carácter y sus modos fundamentales. Toda la filosofía posterior transcurre por los cauces que abrió la mente griega. La huella de la filosofía helénica es, pues, como el griego quiso, para siempre, ??? ???. Los modos de pensar de la mente occidental dependen en lo esencial de Grecia. Hasta el punto de que cuando ha sido menester pensar otro tipo de objetos y aun de realidades que los que fueron tema para Grecia, se ha luchado con la dificultad de liberarse de los moldes helénicos de nuestra mentalidad.
De este modo, la filosofía griega tiene hoy una actualidad plena, que es la que corresponde a su presencia rigurosa en la nuestra.

EL CRISTIANISMO.

CRISTIANISMO Y FILOSOFÍA.

La división más profunda de la historia de la filosofía la marca el cristianismo; las dos grandes etapas del pensamiento occidental están separadas por él. Pero sería un error creer que el cristianismo es una filosofía; es una religión, cosa muy distinta: ni siquiera se puede hablar con rigor de filosofía cristiana, si el adjetivo cristiana ha de definir un carácter de la filosofía; únicamente podemos llamar filosofía cristiana a la filosofía de los cristianos en cuanto tales, es decir, la que está determinada por la situación cristiana de que el filósofo parte. En este sentido, el cristianismo tiene un papel decisivo en la historia de la metafísica, porque ha modificado esencialmente los supuestos sobre los que se mueve el hombre, y, por tanto, la situación desde la cual tiene que filosofar. Es el hombre cristiano el que es otro, y por eso es otra su filosofía, distinta, por ejemplo, de La griega (Cf. mi estudio La escolástica en su mundo y en el nuestro (en Biografía de la Filosofía)).
El cristianismo trae una idea totalmente nueva, que da su sentido a la existencia del mundo y del hombre: la creación. In principo creavit Deus caelum et terram. De esta frase inicial del Génesis arranca la filosofía moderna. Vimos cómo el problema del griego era el movimiento: las cosas son problemáticas porque se mueven, porque cambian, porque llegan a ser y dejan de ser lo que son. Lo que se opone al ser es el no ser, el no ser lo que se es. Desde el cristianismo, lo que amenaza al ser es la nada. Para un griego no era cuestión la existencia de las cosas todas, y para el cristiano eso es lo extraño que hay que explicar. Las cosas podrían no ser; es su propia existencia lo que requiere justificación, no el qué sean. “El griego se siente extraño al mundo por la variabilidad de este. El europeo de la Era Cristiana, por su nulidad o mejor nihilidad”. “Para el griego el mundo es algo que varía; para el hombre de nuestra era es una nada que pretende ser”. “En este cambio de horizonte ser va a significar algo toto coelo diferente de lo que significó para Grecia: para un griego ser es estar ahí; para el europeo occidental ser es, por lo pronto, no ser una nada”. “En cierto sentido, pues, el griego filosofa ya desde el ser, y el europeo occidental, desde la nada” (Zubiri: Sobre el problema de la filosofía).
Esta diferencia radical separa las dos grandes etapas filosóficas. El problema queda planteado de dos modos esencialmente distintos: es otro problema. Así como hay dos mundos, este mundo y el otro, en la vida del cristiano va a haber dos sentidos distintos de la palabra ser, si es que se puede aplicar en ambos casos: el ser de Dios y el del mundo. El concepto que permite interpretar el ser del mundo desde el de Dios es el de creación. Tenemos, por una parte, a Dios, el verdadero ser, creador; por otra parte, el ser creado, la criatura, cuyo ser es recibido. La verdad religiosa de la creación es quien obliga a interpretar ese ser, y plantea el problema filosófico del ser creador y del creado, de Dios y de la criatura. De este modo, el cristianismo, que no es filosofía, la afecta de un modo decisivo, y esta filosofía que surge de la situación radical de hombre cristiano es la que puede llamarse, en este sentido concreto, filosofía cristiana. No se trata, pues, de una consagración por el cristianismo de ninguna filosofía, ni de la adscripción imposible de la religión cristiana a ninguna de ellas, sino de la filosofía que emerge de la cuestión capital en que el cristianismo se encuentra: la de su propia realidad ante Dios. En un sentido amplio, esto sucede en toda la filosofía europea posterior a Grecia, y de modo eminente en la de los primeros siglos de nuestra era y en la filosofía medieval.

1. LA PATRÍSTICA.

Se llama patrística a la especulación de los Padres de la Iglesia, en los primeros siglos del cristianismo. El propósito de los cristianos no es intelectual ni teórico. San Juan o San Pablo, a pesar de la extraordinaria profundidad de sus escritos, no intentan hacer filosofía; otra cosa es que la filosofía tenga que ocuparse ineludiblemente de ellos. Pero poco a poco, de un modo creciente, los temas especulativos van adquiriendo lugar en el cristianismo. Sobre todo, por dos estímulos de índole polémica: las herejías y la reacción intelectual del paganismo. Las verdades religiosas se interpretan, se elaboran, se formulan en dogmas. Los primeros siglos de nuestra era son los de la constitución de la dogmática cristiana. Y junto a la interpretación ortodoxa surgen abundantes herejías, que obligan a una precisión conceptual mayor para discutirlas, rechazarlas y convencer a los fieles de la verdad auténtica. La dogmática se va haciendo al hilo de la lucha contra los numerosos movimientos heréticos. Por otra parte, los paganos prestan una tardía atención a la religión de Cristo. Al principio les parecía una secta extraña y absurda, que no distinguían bien del judaísmo, formada por hombres casi dementes, que adoraban a un Dios muerto, y en suplicio, de los que se contaban las historias más sorprendentes y desagradables. Cuando San Pablo habla en el Areópago a los refinados y curiosos atenienses del siglo I, que sólo se interesaban por decir u oír algo nuevo, lo escuchan con atención y cortesía mientras les habla del Dios desconocido que ha ido a anunciarles; pero cuando nombra la resurrección de los muertos, unos se ríen y otros dicen que otra vez lo oirán hablar de aquello, y casi todos lo abandonan. Es conocida la casi total ignorancia del cristianismo que muestra un hombre como Tácito. Luego, el cristianismo va adquiriendo mayor influjo, llega a las clases elevadas, y el paganismo se hace cuestión de él. Entonces empiezan los ataques intelectuales, de los que la nueva religión tiene que defenderse del mismo modo, y para ello tiene que echar mano de los instrumentos mentales que están a su alcance: los conceptos filosóficos griegos. Por esta vía, el cristianismo, que en muchas de sus figuras de primera hora muestra una hostilidad total a la razón (el ejemplo famoso es Tertuliano), acaba por incorporarse la filosofía griega para servirse de ella, apologéticamente, en la defensa contra los ataques que desde su punto de vista se le dirigen.
El cristianismo se ve obligado, pues, primero a una formulación intelectual de los dogmas, y en segundo lugar a una discusión racional con sus enemigos heréticos o paganos. Este es el origen de la especulación patrística, cuyo propósito, repito, no es filosófico, y que sólo con restricciones puede considerarse como filosofía.

LAS FUENTES FILOSÓFICAS DE LA PATRÍSTICA.– Los Padres de la Iglesia no tienen un sistema definido y riguroso. Toman del pensamiento helénico los elementos que necesitan en cada caso, y además hay que tener en cuenta que su conocimiento de la filosofía griega es muy parcial y deficiente. En general, son eclécticos: eligen de todas las escuelas paganas lo que les parece más útil para sus fines. En Clemente de Alejandría (Stromata, 1, 7) se encuentra una declaración formal de eclecticismo. Pero, desde luego, la fuente principal de que se nutren es el neoplatonismo, que ha de influir tan poderosamente en la Edad Media, sobre todo hasta el siglo XIII, en que su importancia va a palidecer ante el prestigio de Aristóteles. A través de los neoplatónicos (Plotino, Porfirio, etc.) conocen a Platón, de un modo poco preciso, y se esfuerzan por descubrirle analogías con el cristianismo; de Aristóteles no saben demasiado; los filósofos latinos, Séneca, Cicerón, son más conocidos, y en ellos encuentran un repertorio de ideas procedentes de toda la filosofía griega.

LOS PROBLEMAS.– Las cuestiones que más preocupan a los Padres de la Iglesia son las más importantes de las que plantea el dogma. Los problemas filosóficos –y esto ocurre también en la Edad Media– están impuestos casi siempre por una verdad religiosa, revelada, que exige interpretación racional. La razón sirve, pues, para esclarecer y formular los dogmas, o para defenderlos. La creación, la relación de Dios con el mundo, el mal, el alma, el destino de la existencia, el sentido de la redención, son problemas capitales de la patrística. Y al lado de ellos, cuestiones estrictamente teológicas, como las que se refieren a la esencia de Dios, a la trinidad de personas divinas, etc. Por último, en tercer lugar aparecen los moralistas cristianos, que van a ir estableciendo las bases de una nueva ética que, aunque utiliza conceptos helénicos, se funda, en lo esencial, en la idea de pecado, en la gracia y en la relación del hombre con su creador, y culmina en la idea de la salvación, ajena al pensamiento griego.
Estos problemas son manejados por una serie de mentes, con frecuencia de primer orden, que no siempre se mantienen en la línea de la ortodoxia, sino que a veces caen en la herejía. Recogeremos brevemente los momentos más importantes de la evolución que culmina en el pensamiento genial de San Agustín: los gnósticos, los apologetas, San Justino y Tertuliano, los alejandrinos (Clemente y Orígenes), los Padres capadocios, etc.

LOS GNÓSTICOS.– El principal de los movimientos heréticos de los primeros siglos es el gnosticismo. Tiene relación con la filosofía griega de la última época, en especial con ideas neoplatónicas, y también con el pensamiento del judío helenizado Filón, que interpretaba alegóricamente la Biblia. El gnosticismo, herejía cristiana, está igualmente en conexión estrecha con todo el sincretismo de las religiones orientales, tan complejo e intrincado al comienzo de nuestra era. El problema gnóstico es el de la realidad del mundo, y más concretamente del mal. La posición gnóstica es de un dualismo entre el bien (Dios) y el mal (la materia). El ser divino produce por emanación una serie de eones, cuya perfección va decreciendo: el mundo es una etapa intermedia entre lo divino y lo material. Esto hace que los momentos esenciales del cristianismo, como la creación del mundo, la redención del hombre, adquieran un carácter natural, como simples momentos de la gran lucha entre los elementos del dualismo, lo divino y la materia. Una idea fundamental gnóstica es la de la ????????????? ?????, la restitución de todas las cosas a su propio lugar. El saber gnóstico no es la ciencia en el sentido usual, y tampoco es la revelación, sino una ciencia o iluminación especial superior, que es la llamada gnósis (??????). Evidentemente, estas ideas sólo pueden conciliarse con los textos sagrados cristianos recurriendo a la interpretación alegórica muy forzada, y por esto caen los gnósticos en la herejía. En estrecha relación con ellos hay un movimiento, que se ha llamado gnosis cristiana, que los combate con gran agudeza. La importancia del gnosticismo, que llegó a constituir como una Iglesia heterodoxa al margen, fue muy grande, sobre todo hasta el Concilio de Nicea, en el año 325.

LOS APOLOGETAS.– Frente a las desviaciones cristianas, y sobre todo frente a la polémica pagana, los apologetas hacen esforzadamente la defensa del cristianismo. Los dos más importantes son Justino, que sufrió el martirio y fue canonizado, y Tertuliano. Posteriores, y de menor importancia, son San Cipriano, Arnobio y Lactancio, que vivieron del siglo II al IV. Justino es escritor de lengua griega, y Tertuliano, latino, del África romanizada, de Cartago, como después lo fue San Agustín. Y se encuentra en ellos una profunda oposición en su actitud ante la cultura griega, y en especial la filosofía.

JUSTINO procedía de ella; la conoció y la estudió antes de convertirse al cristianismo. Y la utiliza para exponer la verdad cristiana, sirviéndose constantemente de las ideas helénicas, que intenta poner de acuerdo con la revelación. Hay en él, por tanto, una aceptación del pensamiento racional de los gentiles, que contrasta con la hostilidad de Tertuliano.

TERTULIANO (169-220) escribió varios libros importantes: Apologeticus, De idolatría, De anima. Fue un enemigo ardiente del gnosticismo y de toda la cultura de la gentilidad, incluso de la misma ciencia racional. Al volverse contra los gnósticos, que usaban los recursos de la filosofía, se vuelve contra ella misma. Hay una serie de frases famosas de Tertuliano, que afirman la certeza de la revelación fundándola precisamente en su incomprensibilidad, en su imposibilidad racional, y que culminan en la expresión que tradicionalmente le es atribuida, aunque no se encuentra en sus escritos: Credo quia absurdum. Pero ni esta opinión, entendida en rigor, es admisible dentro del cristianismo, ni las doctrinas de Tertuliano, apologeta encendido, áspero y elocuente, son siempre irreprochables. Por ejemplo, las que se refieren al traducianismo del alma humana, que procedería, por generación, de la de los padres. Esta doctrina tendía sobre todo a explicar la transmisión del pecado original. Con todo, y en medio de su apasionada oposición a la especulación helénica, Tertuliano le debe mucho, y sus escritos están penetrados del influjo de los filósofos griegos.

LOS PADRES GRIEGOS.– El gnosticismo fue combatido de un modo especialmente inteligente por una serie de Padres de formación y lengua griega, desde San Ireneo (siglo II) hasta fines del siglo IV. En San Ireneo, uno de los primeros fundadores de la dogmática en Oriente, se opone la fe a la iluminación especial de los gnósticos, la pístis a la gnósis. Es un momento especialmente importante la vuelta a la seguridad de la tradición revelada, a la continuidad de la Iglesia, amenazada por el movimiento gnóstico.

CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, que murió a principios del siglo III, escribió los Stromata, un libro eclético lleno de ideas filosóficas griegas. Valora de un modo enorme la razón y la filosofía; tiende a una comprensión, a una verdadera gnosis, aunque cristiana, subordinada a la fe revelada, que es el criterio supremo de verdad, y la filosofía es una etapa previa para llegar a ese saber más alto que ninguno.

ORÍGENES, discípulo de Clemente, escribió una obra capital: ???? ?????, De principiis. Vivió de 185 a 254. Está también lleno de influencias griegas, más aún que su maestro; recoge todo el mundo de ideas que fermentaban en el siglo III en Alejandría. Aristóteles, Platón y los estoicos, transmitidos sobre todo por Filón y los neoplatónicos, son sus fuentes. En Orígenes tiene una significación especial la doctrina de la creación, decisiva para toda la filosofía posterior, que interpreta rigurosamente como producción del mundo de la nada, por un acto de libre voluntad de Dios. Con esto se opone netamente la creación a toda generación o emanación, y se marca la separación clara del pensamiento cristiano y el griego. Pero Orígenes no estuvo tampoco libre de la heterodoxia, que amenazaba siempre en aquellos primeros siglos de insuficiente precisión dogmática, en que la Iglesia aún no poseía el cuerpo doctrinal maduro, que sólo empezará a existir a partir de la teología agustiniana.
Después de Alejandría, Antioquía y Capadocia son los centros en que florece más la teología de Oriente. Una serie de herejías, especialmente el arrianismo, el nestorianismo y el pelagianismo, dan ocasión a una serie de controversias, trinitarias, cristológicas y antropológicas, respectivamente. El arrianismo fue combatido por San Atanasio, obispo de Alejandría (siglo IV), y por los tres Padres capadocios, San Gregorio de Nisa, su hermano San Basilio el Grande y San Gregorio Nazianceno, que tuvieron una importancia extraordinaria para la formación de la dogmática y la moral cristianas. En Occidente, San Ambrosio, el famoso obispo de Milán.

En el siglo IV, la Patrística alcanza su plena madurez. Es el momento en que las herejías han alcanzado su mayor agudeza. Las tres antes nombradas y el gran movimiento maniqueo, que se extiende de Oriente a Occidente, amenazan a la Iglesia. Por otra parte, el pensamiento cristiano ha adquirido profundidad y claridad, y al mismo tiempo vigencia social en el Imperio romano. El mundo antiguo está en su última etapa. Los bárbaros están llamando desde hace algún tiempo a todas las puertas del Imperio; a lo largo de sus fronteras se hace sentir la presión de los pueblos germánicos, que se van infiltrando lentamente, antes de realizar la gran irrupción del siglo V. Y, sobre todo, el paganismo ha dejado de existir; la cultura romana se agota en el comentario, y sigue nutriéndose, al cabo de los siglos, de una filosofía –la griega– que no es capaz de renovar. En este momento aparece San Agustín, la plenitud de la Patrística, que resume en una personalidad inmensa el mundo antiguo, al que todavía pertenece, y la época moderna, que anuncia, y cuyo punto de arranque es él mismo. En la obra agustiniana se cifra este paso decisivo de un mundo a otro.

II. SAN AGUSTÍN.

1. La vida y la persona.

San Agustín es una de las figuras más interesantes de su tiempo, del cristianismo y de la filosofía. Su personalidad originalísima y rica deja una huella profunda en todas las cosas donde pone su mano. La filosofía y la teología medievales, es decir, lo que se ha llamado la Escolástica, toda la dogmática cristiana, disciplinas enteras como la filosofía del espíritu y la filosofía de la historia, ostentan la marca inconfundible que les imprimió. Más aún: el espíritu cristiano y el de la modernidad están influidos decisivamente por San Agustín; y tanto la Reforma como la Contrarreforma han recurrido de un modo especial a las fuentes agustinianas.
San Agustín es un africano. No se puede olvidar esto. Africano como Tertuliano, hijo de aquella África romanizada y cristianizada del siglo IV, sembrada de herejías, donde conviven fuerzas religiosas diversas, animadas de una pasión extraordinaria. Nace en Tagaste, en Numidia, cerca de Cartago, el 354. En su ascendencia se encuentran dos influencias bien distintas: su padre, Patricio, magistrado pagano, bautizado sólo al morir, hombre violento e iracundo, de encendida sensualidad, que luego hubo de perturbar tanto a Agustín; su madre, Mónica, canonizada después por la Iglesia, mujer de gran virtud y hondo espíritu cristiano. Agustín, que quiso a su madre apasionadamente, tuvo que debatirse entre los impulsos de su doble herencia.
Aurelio Agustín estudió muy joven en Tagaste, en Madauro y luego en Cartago, a los diecisiete años. En esta época se enamora de una mujer, y de ella nació su hijo Adeodato. También en este tiempo encuentra Agustín por vez primera la revelación filosófica, leyendo el Hortensio, de Cicerón, que le hizo una impresión muy fuerte; desde entonces adquirió conciencia del problema filosófico, y el afán de verdad ya no había de abandonarlo hasta la muerte. Busca la Escritura, pero le parece pueril, y la soberbia frustra este primer contacto con el cristianismo. Y entonces va a buscar la verdad en la secta maniquea.
Manes nació en Babilonia a comienzos del siglo III, y predicó su fe por Persia y casi toda el Asia, hasta la India y la China. Vuelto a Persia, fue preso y murió en suplicio. Pero su influencia se extendió por Occidente también, y fue un grave problema para el cristianismo hasta muy entrada la Edad Media. El maniqueísmo contiene muchos elementos cristianos y de las diversas herejías, algún recuerdo budista, influencias gnósticas y, sobre todo, ideas capitales del mazdeísmo, de la religión persa de Zoroastro. Su punto de partida es el dualismo irreductible del bien y del mal, de la luz y las tinieblas, de Dios y del diablo, en suma. La vida entera es una lucha de los dos principios inconciliables. Al maniqueísmo acudió San Agustín lleno de entusiasmo.
En Cartago enseña retórica y elocuencia, y se dedica a la astrología y a la filosofía. Luego marcha a Roma, y de aquí a Milán adonde lo sigue su madre. En Milán encuentra al gran obispo San Ambrosio, teólogo y orador, a quien escucha asiduamente, y que contribuyó tanto a su conversión. Descubre entonces la superioridad de la Escritura y, sin ser aún católico, se aleja de la secta de Manes; por último, ingresa como catecúmeno en la Iglesia. Desde entonces se va aproximando cada vez más al cristianismo; estudia a San Pablo y a los neoplatónicos, y el año 386 es para él una fecha decisiva. Siente, en el huerto milanés, una crisis de llanto y desagrado de sí mismo, de arrepentimiento y ansiedad, hasta que oye una voz infantil que le ordena: “Tolle, lege”, toma y lee. Agustín coge el Nuevo Testamento y al abrirlo lee un versículo de la Epístola a los Romanos que alude a la vida de Cristo frente a los apetitos de la carne. Se siente transformado y libre, lleno de luz; el obstáculo de la sensualidad desaparece en él. Agustín es ya totalmente cristiano.
Desde este momento su vida es otra, y se dedica íntegramente a Dios y a su actividad religiosa y teológica. Su historia se va convirtiendo en la de sus obras y su labor evangélica. Se retira una temporada a una finca, con su madre, su hijo y algunos discípulos, y de esa permanencia proceden algunos de sus escritos más interesantes. Luego se bautiza por manos de San Ambrosio y se dispone a volver a África. Antes de salir de Italia pierde a su madre, y Agustín la llora apasionadamente; dos años después, ya en Cartago, muere el hijo. Luego es ordenado sacerdote en Hipona, y más tarde consagrado obispo de esta misma ciudad. Su actividad es extraordinaria, y junto al ejemplo fervoroso de su alma cristiana van surgiendo sus obras. En agosto del año 430 muere en Hipona San Agustín.

OBRAS.– La producción agustiniana es copiosísima, de alcance y valor desiguales. Las obras más importantes son las referentes a la dogmática y a la teología, y las que exponen su pensamiento filosófico. Sobre todo, las siguientes: Los trece libros de las Confessiones, un libro autobiográfico en que cuenta Agustín, con una intimidad desconocida en el mundo antiguo, su vida hasta el año 387, y al mismo tiempo muestra su formación intelectual y las etapas por que pasó su alma hasta llegar a la verdad cristiana, desde la que puede iluminar su vida entera, confesándola ante Dios. Es un libro sin equivalente en la literatura, de altísimo interés filosófico.
La otra obra máxima de San Agustín es la titulada De civitate Dei, la ciudad de Dios. Es la primera filosofía de la historia, y su influjo ha perdurado hasta Bossuet y Hegel.
Al lado de estas dos obras podemos contar los tres diálogos que siguieron a su conversión, De beata vita, Contra Academicos y De ordine. Además, los Soliloquia, el De Trinitate, etc.
San Agustín recoge una serie de doctrinas helénicas, sobre todo neoplatónicas, de Plotino y Porfirio; a Platón y a Aristóteles los conoce muy poco y por vía indirecta, mucho más a los estoicos, epicúreos, académicos y, sobre todo, a Cicerón. Este caudal importantísimo de la filosofía griega pasa al cristianismo y a la Edad Media a través de San Agustín. Pero adapta generalmente las aportaciones de los griegos a las necesidades filosóficas de la dogmática cristiana; es el primer momento en que la filosofía griega como tal va a entrar en contacto con el cristianismo. Gracias a esta labor, la fijación de los dogmas da un paso gigantesco, y San Agustín se convierte en el más importante de los Padres de la Iglesia latina. Su obra filosófica es una de las fuentes capitales de que se ha nutrido la metafísica posterior. De ella nos ocuparemos con especial detalle.

2. La filosofía.

EL PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA.– La filosofía agustiniana tiene un contenido que se expresa del modo más radical en los Soliloquios: Deum et animam scire cupio. Nihilne plus? Nihil omnino. Quiero saber de Dios y del alma. ¿Nada más? Nada más en absoluto. Es decir, no hay más que dos temas en la filosofía agustiniana: Dios y el alma. El centro de la especulación será Dios, y de ahí su labor metafísica y teológica; por otra parte, San Agustín, el hombre de la intimidad y la confesión, nos legará la filosofía del espíritu; y, por último, la relación de este espíritu, que vive en el mundo, con Dios, lo llevará a la idea de la civitas Dei, y con ella a la filosofía de la historia. Estas son las tres grandes aportaciones de San Agustín a la filosofía, y la triple raíz de su problema.

DIOS.– Este carácter del pensamiento agustiniano tiene graves consecuencias; una de ellas, el poner el amor, la caridad, en el primer plano de la vida intelectual del hombre. El conocimiento no se da sin amor. Si sapientia Deus est –escribe en De civitate Dei–, verus philosophus est amator Dei. Y todavía con más claridad afirma: Non intratur in veritatem nisi per caritatem. No se entra en la verdad sino por la caridad. Por esto la raíz misma de su pensamiento está movida por la religión, y es esta quien pone en movimiento su filosofía. De Agustín procede la idea de la fides quaerens intellectum, la fe que buscan la comprensión, y el principio credo ut intelligam, creo para entender, que han de tener tan hondas repercusiones en la Escolástica, sobre todo en San Anselmo y Santo Tomás. Los problemas de la relación entre la fe y la ciencia, entre la religión y la teología, quedan ya planteados en San Agustín.
San Agustín recoge el pensamiento platónico, pero con importantes alteraciones. En Platón, el punto de partida son las cosas; San Agustín, en cambio, se apoya sobre todo en el alma como realidad íntima, en lo que llama el hombre interior. Por esto la dialéctica agustiniana para buscar a Dios es confesión. San Agustín cuenta su vida. El alma se eleva de los cuerpos a ella misma, luego a la razón, y, por último, a la luz que la ilumina, a Dios mismo. Se llega a Dios desde la realidad creada, y sobre todo desde la intimidad del hombre.
Como el hombre es la imagen de Dios, encuentra a este, como en un espejo, en la intimidad de su alma; apartarse de Dios es como arrojar las propias entrañas, vaciarse y ser cada vez menos; cuando el hombre, en cambio, entra en sí mismo, descubre la Divinidad. Pero sólo mediante una iluminación sobrenatural puede el hombre conocer a Dios de un modo directo.
Dios, según la doctrina de San Agustín, ha creado el mundo de la nada; es decir, no de su propio ser, y libremente. También recoge la teoría platónica de las ideas, pero en el sistema agustiniano estas están alojadas en la mente divina: son los modelos ejemplares, según los cuales Dios ha creado las cosas en virtud de una decisión de su voluntad.

EL ALMA.– El alma tiene un papel importantísimo en la filosofía agustiniana. No es lo más interesante su doctrina acerca de ella, sino sobre todo, el que nos pone en contacto con su peculiar realidad, como nadie lo había hecho antes que él. El análisis íntimo de su propia alma, que constituye el tema de las Confesiones, tiene un valor inmenso para el conocimiento interior del hombre. Por ejemplo, la aportación de San Agustín al problema de la experiencia de la muerte.
El alma es espiritual. El carácter de lo espiritual no es simplemente negativo, es decir, la inmaterialidad, sino algo positivo, a saber, la facultad de entrar en sí mismo. El espíritu tiene un dentro, un chez soi, en el que puede recluirse, privilegio que no comparte con ninguna otra realidad. San Agustín es el hombre de la interioridad: Noii foras ire, in te redi, in interiore homine habitat veritas, escribe en De vera religione.
El hombre, que es a la vez racional –como el ángel– y mortal –como animal–, tiene un puesto intermedio. Pero, sobre todo, es imagen de Dios, imago Dei, por ser una mente, un espíritu. En la triplicidad de las facultades del alma, memoria, inteligencia y voluntad o amor, descubre San Agustín un vestigio de la Trinidad. La unidad de la persona, que tiene esas tres facultades, íntimamente enlazadas, pero no es ninguna de ellas, es la del yo, que recuerda, entiende y ama, con perfecta distinción, pero manteniendo la unidad de la vida, la mente y la esencia.
San Agustín afirma –con fórmulas análogas a la del cogito cartesiano, aunque distintas por su sentido profundo y su alcance filosófico– la evidencia íntima del yo, ajeno a toda posible duda, a diferencia del testimonio dubitable de los sentidos corporales y del pensamiento sobre las cosas. “No hay que temer en estas verdades –dice (De civitate Dei, XI, 26)– los argumentos de los académicos, que dicen: ¿Y si te engañas? Pues si me engaño, soy. Pues el que no existe, en verdad, ni engañarse puede; y por esto existo si me engaño. Y puesto que existo si me engaño, ¿cómo puedo engañarme acerca de que existo, cuando es cierto que existo si me engaño? Y, por tanto, como yo, el engañado, existiría, aunque me engañara, sin duda no me engaño al conocer que existo”.
El alma, que por su razón natural o ratio inferior conoce las cosas, a sí misma y a Dios indirectamente, reflejado en las criaturas, puede recibir una iluminación sobrenatural de Dios, y mediante esta ratio superior elevarse al conocimiento de las cosas eternas.
¿Cuál es el origen del alma? San Agustín queda un tanto perplejo frente a esta cuestión. Duda, y con él toda la Patrística y la primera parte de la Edad Media, entre el generacionismo o traducianismo y el creacionismo. El alma, ¿se engendra también de las almas de los padres, o es creada por Dios con ocasión de la generación del cuerpo? La doctrina del pecado original, que le parece más comprensible si el alma del hijo procede directamente de los padres, como el cuerpo, lo impulsa a inclinarse hacia el generacionismo; pero al mismo tiempo siente la flaqueza de esta teoría, y no rechaza la solución creacionista.

EL HOMBRE EN EL MUNDO.– El problema moral en San Agustín aparece en íntima relación con las cuestiones teológicas de la naturaleza y la gracia, de la predestinación y la libertad de la voluntad humana, del pecado y la redención, en cuyo detalle no podemos entrar aquí. Hay que advertir, sin embargo, que todo este complejo de problemas teológicos ha tenido una gran influencia en el desarrollo ulterior de la ética cristiana. Por otra parte, los escritos agustinianos, exagerados y alterados de su sentido propio, fueron utilizados ampliamente por la Reforma en el siglo XVI –no se olvide que Lutero era un monje agustino–, y de este modo persiste una raíz agustiniana en la ética moderna de filiación protestante.
Para San Agustín, del mismo modo que el hombre tiene una luz natural que le permite conocer, tiene una conciencia moral. La ley eterna divina, a la que todo está sometido, ilumina nuestra inteligencia, y sus imperativos constituyen la ley natural. Es como una transcripción de la ley divina en nuestra alma. Todo debe estar sujeto a un orden perfecto: ut omnia sint ordenatissima. Pero no basta con que el hombre conozca la ley; es menester, además, que la quiera; aquí aparece el problema de la voluntad.
El alma tiene un peso que la mueve y la lleva, y este peso es el amor: pondus meum amor meus. El amor es activo, y es él quien, en definitiva, determina y califica la voluntad: recta itaque voluntas est bonus amor et voluntas perversa malus amor. El amor bueno, es decir, la caridad, en su más propio sentido, es el punto central de la ética agustiniana. Por esto su expresión más densa y concisa es el famoso imperativo ama y haz lo que quieras (Dilige, et quod vis fac).
Como la ética, también la filosofía del Estado y de la historia depende de Dios en San Agustín. Vive en días críticos para el Imperio. La estructura política del mundo antiguo está transformándose de un modo rápido, para dejar paso a otra. La presión de los bárbaros es cada día mayor. Alarico llega a ocupar Roma. El cristianismo había penetrado ya hondamente en la sociedad romana, y los paganos culpaban de las desventuras que ocurrían al abandono de los dioses y al cristianismo; ya Tertuliano había tenido que salir al paso de estas acusaciones; San Agustín emprendió para ello una enorme obra apologética, en la que expone todo el sentido de la historia: La ciudad de Dios.
La idea central de Agustín es que la historia humana entera es una lucha entre dos reinos, el de Dios y el del Mundo, entre la civitas Dei y la civitas terrena. El Estado, que tiene sus raíces en principios profundos de la naturaleza humana, está encargado de velar por las cosas temporales: el bienestar, la paz, la justicia. Esto hace que el Estado tenga también una significación divina. Toda potestad viene de Dios, enseña San Agustín, siguiendo a San Pablo. Y, por. tanto, los valores religiosos no son ajenos al Estado, y este tiene que estar impregnado de los principios cristianos. Al mismo tiempo tiene que prestar a la Iglesia el apoyo de su poder, para que esta pueda realizar plenamente su misión. Como la ética, la política no puede separarse en San Agustín de la conciencia de que el último fin del hombre no es terrenal, sino que de lo que se trata es de descubrir a Dios en la verdad que reside en el interior de la criatura humana.

3. La significación de San Agustín.

San Agustín –se ha dicho– es el último hombre antiguo y el primer hombre moderno. Es un hijo de aquella África romanizada, penetrada de la cultura greco-romana, convertida en provincia imperial desde hacía mucho tiempo. Su siglo ve un mundo en crisis, amenazado por todas partes, pero todavía subsistente. El horizonte social y político que encuentra es el Imperio romano, la creación máxima de la historia antigua. Las fuentes intelectuales de que vive San Agustín son en su mayoría de origen helénico. La antigüedad, pues, nutre el pensamiento agustiniano.
Todavía hay más. Esta influencia es más profunda porque Agustín no es cristiano desde el principio; su primera visión de la filosofía le viene de una fuente claramente gentílica, como es Cicerón, uno de los hombres más representativos del modo de ser del hombre antiguo. El cristianismo tarda en conquistar a Agustín: Sero te amavi, pulchritudo tan antiqua et tam nova!, exclama San Agustín en las Confesiones.
“San Agustín –escribe Ortega–, que había permanecido largo tiempo inmerso en el paganismo, que había visto largamente el mundo por los ojos ‘antiguos’ no podía eludir una honda estimación por esos valores animales de Grecia y Roma. A la luz de su nueva fe, aquella existencia sin Dios tenía que parecerle nula y vacía. No obstante, era tal la evidencia con que ante su intuición se afirmaba la gracia vital del paganismo, que solía expresar su estimación con una frase equívoca: Virtutes ethnicorum splendida vitia –‘Las virtudes de los paganos son vicios espléndidos’–. ¿Vicios? Entonces son valores negativos. ¿Espléndidos? Entonces son valores positivos” (Ortega agrega la siguiente nota: “Como es sabido, no se puede encontrar en sus obras esta fórmula, desde siempre atribuida a San Agustín; pero toda su producción la parafrasea. Véase Mausbach: Die Ethik Augustinus”).
Esta es la situación en que se encuentra San Agustín. Ve el mundo con ojos paganos, y entiende en su plenitud la maravilla del mundo antiguo. Pero desde el cristianismo le parece que todo esto, sin Dios, es una pura nada y un mal. El mundo –y con él la cultura clásica– tiene un enorme valor; pero es menester entenderlo y vivirlo desde Dios. Solo así es estimable a los ojos de un cristiano.
Pero este hombre fronterizo que es San Agustín, que vive en la raya de dos mundos distintos, no solo conoce y abarca los dos, sino que llega a lo más profundo y original de ambos. Es tal vez la mente antigua que comprende mejor la significación total del Imperio y de la historia romana. Y por otra parte San Agustín representa uno de los ejemplos máximos en que se realiza la idea del cristianismo, uno de los tres o cuatro modos supremos en que se ha vertido el hombre nuevo. Toda la Escolástica, a pesar de sus altas cimas, va a depender en lo esencial de San Agustín. El último hombre antiguo es el comienzo de la gran etapa medieval de Europa.
Y muestra también San Agustín algo característico, no solo del cristianismo, sino de la época moderna: la intimidad. Hemos visto cómo pone en su centro en el hombre interior. Pide al hombre que entre en la interioridad de su mente para encontrarse a sí mismo y, consigo, a Dios. Es la gran lección que va a aprender primero San Anselmo, y con él toda la mística de Occidente. Frente a la dispersión en lo externo propia del hombre antiguo, hombre de ágora y foro, San Agustín se encuentra con holgura en la interioridad de su propio yo. Y esto lo conduce a la afirmación del yo como criterio supremo de certeza, en una fórmula próxima al cogito cartesiano, aunque pensada desde supuestos distintos: Omnis qui se dubitatem intelligit, verum intelligit, et de hac re quam intelligt, certus est.
San Agustín ha logrado poseer como nadie en su tiempo lo que iba a constituir la esencia misma de otro modo de ser; de ahí su incomparable fecundidad. Las Confesiones son el primer intento de acercarse el hombre a sí mismo. Hasta el idealismo, hasta el siglo XVII, no se llegará a nada semejante. Y en este momento, cuando con Descartes el hombre moderno se vuelve a sí mismo y se queda solo con su yo, San Agustín adquirirá de nuevo una influencia profunda.
San Agustín ha determinado una de las dos grandes direcciones del cristianismo, la de la interioridad, y ha hecho que llegue hasta sus últimos extremos. La otra dirección ha quedado en manos de los teólogos griegos, y por ello en la Iglesia de Oriente. Esto ha decidido en buena medida la historia de Europa, que desde su nacimiento muestra la huella del pensamiento agustiniano.

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