jueves, 8 de septiembre de 2011

Historia de la filosofía – parte 07

Autor: Julián Marías.
Editorial: Biblioteca de la Revista De Occidente – Madrid – 1978.

4. Las filosofías orientales.

Al mismo tiempo que se desarrolla la filosofía en Occidente, se origina un movimiento semejante en los pueblos orientales, concretamente entre los árabes y judíos. No se trata en ningún caso de una filosofía original y autónoma, árabe o hebrea, ni tampoco de una especulación cerrada, sin contacto con los cristianos. En primer lugar, el impulso procede ante todo de los griegos, principalmente de Aristóteles y de algunos neoplatónicos. Por otra parte, el cristianismo influye decisivamente en el pensamiento musulmán y judío; en el caso del mahometismo, la influencia se extiende a la misma religión; en rigor, se podría considerar el Islam como una herejía judeo-cristiana, que aparece en virtud de las relaciones de Mahoma con judíos y cristianos; los dogmas musulmanes se formulan negativamente, con aire polémico, contra la doctrina de la Trinidad, por ejemplo, cuya influencia acusan: “No hay más Dios que Alá; no es hijo ni padre, ni tiene semejante”. Aquí se advierte tanto la polémica contra el politeísmo árabe primitivo como contra el dogma trinitario. A la inversa, la filosofía de los árabes y judíos es conocida por los escolásticos cristianos, e influye fuertemente en ellos. Además, el conocimiento de Aristóteles hizo que la filosofía oriental se adelantara respecto a la de los cristianos, y en el siglo XII ha alcanzado ya su madurez, que en Europa no se conseguirá hasta la centuria siguiente. Pero, sobre todo, el gran papel de los árabes y judíos ha sido la transmisión del pensamiento aristotélico; son sobre todo los árabes españoles los que traen a los países occidentales los textos del gran griego, y esta aportación es la que caracteriza la época de plenitud de la Escolástica. Tanto desde este punto de vista transmisor como desde el de la actividad filosófica, corresponde a la España árabe el primer puesto en la Edad Media.

A) LA FILOSOFÍA ÁRABE.

SU CARÁCTER.– Los árabes conocen a Aristóteles bajo el imperio de los Abasíes, en el siglo VII, por medio de los sirios. La fuente es indirecta. Los textos aristotélicos se traducen –no siempre bien– del griego al siriaco, del siriaco al árabe, y a veces se intercala el hebreo. Estas traducciones árabes, indirectísimas, son las que a su vez se vierten al latín y llegan al conocimiento de los escolásticos: algunas veces se traducen primero al romance y luego al latín; en otras ocasiones, en cambio, se posee algún texto griego y la versión latina es directa. Además, los árabes conocen con frecuencia un Aristóteles desfigurado por los comentaristas neoplatónicos; pero, de todos modos, en lo que se ha llamado el sincretismo árabe entra en amplia proporción el elemento aristotélico. Los árabes fueron los grandes comentadores de Aristóteles en la Edad Media, sobre todo Averroes.
La filosofía árabe es también una escolástica musulmana. La interpretación racional del Corán es el tema principal de ella, y las relaciones entre la religión y la filosofía guardan paralelismo con las de Occidente. Otro tanto ocurre con la filosofía judía, y de ese modo, en torno a las tres religiones, se forman tres escolásticas, de desigual importancia, que se influyen recíprocamente.

LOS FILÓSOFOS ÁRABES EN ORIENTE.– La especulación árabe comienza alrededor del centro intelectual de Bagdad. En el siglo IX hay una primera gran figura, a la vez que Escoto Eriúgena en Occidente: Alkindi. En el siglo siguiente vive otro pensador más importante, muerto hacia 950: Alfarabi; este no se limita a la traducción, sino que se consagra principalmente al comentario de Aristóteles, e introduce la teoría del intelecto agente, como forma separada de la materia, que había de tener tanta importancia en la filosofía musulmana, y la distinción entre la esencia y la existencia. Después aparece Avicena (Ibn Sina), que vivió del 980 al 1037. Fue filósofo, teólogo y uno de los médicos más famosos del mundo islámico y de toda la Edad Media. Tuvo una extraña precocidad, y su vida fue agitada y ocupada por cargos públicos y placeres, a pesar de lo cual dejó una copiosa obra. Su obra más importante, Al-Sifa (la Curación) es una Suma de su filosofía, de inspiración fuertemente aristotélica. También escribió Al-Nayat (la Salvación) y otros muchos tratados. En la Edad Media influyó mucho la llamada Metatísica de Avicena, de la que proceden gran parte de las ideas de los escolásticos cristianos. Avicena recogió la distinción entre esencia y existencia, que en sus manos adquirió gran importancia; introdujo la noción de intencionalidad, tan fecunda en nuestro tiempo, y dejó una huella hondísima en toda la filosofía posterior, muy particularmente en Santo Tomás.
Frente a este grupo de filosofías aparece entre los árabes un movimiento teológico ortodoxo, enlazado con la mística del sufismo, influido fuertemente por el cristianismo (véase Asín: El islam cristianizado) y por corrientes indias neoplatónicas. El más importante de estos teólogos es Algazel, autor de dos libros titulados La destrucción de los filósofos y La renovación de las ciencias religiosas. Algazel es un místico ortodoxo, no panteísta, a diferencia de otros árabes que aceptan las teorías de la emanación.

LOS FILÓSOFOS ÁRABES ESPAÑOLES.– Desde el siglo X al XIII, la España árabe es un centro intelectual importantísimo. Córdoba es el núcleo capital de ese florecimiento. Mientras la filosofía oriental va decayendo, en España está en auge, y significa la rama española una continuación de la que culmina en Avicena. Desde fines del siglo XI, y en todo el XII, aparecen en Occidente varios grandes pensadores musulmanes: Avempace (Ibn Badja), que murió en 1138; Aben Tofail (1100-1185) y, sobre todo, Averroes.
Averroes (Ibn Rochd o Ibn Rusd) nació en Córdoba en 1126 y murió en 1198. Fue médico, matemático, jurisconsulto, teólogo y filósofo; tuvo el cargo de juez y estuvo en favor y en desgracia, según las épocas. Averroes es el comentador por excelencia durante toda la Edad Media: Averrois, che’l gran comento feo, dice Dante en la Divina Comedia. También escribió tratados originales. Hay varios puntos en los que el pensamiento de Averroes tuvo una gran influencia en los siglos siguientes.
En primer lugar, la eternidad del mundo y, por tanto, de la materia y del movimiento. La materia es una potencia universal, y el primer motor extrae las fuerzas activas de la materia; este proceso se realiza eternamente, y es la causa del mundo sensible y material. En segundo lugar, Averroes cree que el intelecto humano es una forma inmaterial, eterna y única; es la última de las inteligencias planetarias y una sola para la especie; es, por tanto, impersonal; los diferentes tipos de unión del hombre con el intelecto universal determinan las diferentes clases de conocimiento, desde el sensible hasta la iluminación de la mística y de la profecía. Por esta razón la conciencia individual se desvanece, y sólo permanece la específica; Averroes niega la inmortalidad personal; solo perdura el intelecto único de la especie. La eternidad del movimiento y la unidad del intelecto humano son los dos puntos en que aparece el averroísmo latino en el seno de la filosofía occidental. Por último, Averroes establece un sistema de relaciones entre la fe y el saber. Distingue tres clases de espíritus: los hombres de demostración, los hombres dialécticos, que se contentan con razonamientos probables, y los hombres de exhortación, satisfechos con la oratoria y las imágenes. El Corán tiene diversos sentidos, según la profundidad con que se lo interpreta, y por eso sirve para todos los hombres. Esta idea da origen a la famosa teoría de la doble verdad, que dominó en el averroísmo latino, según la cual una cosa puede ser verdadera en teología y falsa en filosofía, o a la inversa.

B) LA FILOSOFÍA JUDÍA.

La filosofía judía se desarrolla en la Edad Media bajo el influjo de los árabes, especialmente en España. También los siglos XI y XII son los de mayor florecimiento. El carácter general de la filosofía judía es semejante al de la árabe, de la cual, en definitiva, procede, con aportaciones neoplatónicas y místicas de la Cábala. Como los musulmanes, los judíos tratan de hacer una escolástica hebrea, y su filosofía está unida inseparablemente a las cuestiones teológicas.
Entre los pensadores hebreos españoles más importantes se encuentra Avicebrón (Ibn Gabirol), que vivió en la primera mitad del siglo XI y fue muy conocido entre los cristianos por su Fons vitae. La tesis más famosa de Avicebrón es la de que el alma está compuesta de potencia y acto, y, por tanto, es material, aunque no forzosamente corporal. Avicebrón está muy influido por el neoplatonismo. Otros pensadores interesantes son lbn Zaddik de Córdoba y Yehudá Haleví, autor del Cuzary, libro de apologética israelita. Pero la máxima figura de la filosofía hebrea es Maimónides.
Moses Bar Maimón o Moisés Maimónides (1135-1204) nació en Córdoba, como Averroes, su contemporáneo musulmán, y su obra principal es la Guía de perplejos (Dux perplexorum), no de descarriados como se ha solido traducir. Fue escrita en árabe, con caracteres hebreos, y titulada Dalalat al-Hairin, y después traducida al hebreo con el título Moreh Nebuchim. El propósito de este libro es el de armonizar la filosofía aristotélica con la religión judaica. Es una verdadera Suma de escolástica judía, el ejemplo más complejo y perfecto de este tipo de obras en las filosofías orientales. El objeto supremo de la religión y de la filosofía es el conocimiento de Dios; es menester poner de acuerdo los principios y resultados de ambas; el tratado de Maimónides se dirige a los que, dueños de esos conocimientos, están dudosos o perplejos acerca del modo de hacer compatibles las dos cosas; se trata de una indecisión, no de un extravío.
Maimónides está cerca de Averroes, aunque discrepe de él en varios puntos. No cae de lleno en la interpretación alegórica de la Biblia; pero admite que es forzoso interpretarla teniendo en cuenta los resultados ciertos de la filosofía, sin dejarse dominar por el literalismo. A pesar de sus cautelas, la filosofía de Maimónides pareció sospechosa a los teólogos judíos, y tuvo no escasas dificultades. La teología de Maimónides es negativa; se puede decir de Dios lo que no es, pero no lo que es. La esencia de Dios es inaccesible, pero no así sus efectos. Hay una jerarquía de esferas entre Dios y los entes del mundo; Dios se ocupa como providencia de la totalidad de las cosas. El intelecto humano es también único y separado, como en Averroes; el hombre individual posee el intelecto pasivo, y por la acción del intelecto agente se forma en él un intelecto adquirido, destinado a unirse después de la muerte al intelecto agente. Queda al hombre, pues, la posibilidad de salvar algo de sí mediante esta acumulación que realiza la filosofía. Estas ideas han influido en la teoría de Spinoza, que, como judío, tiene en cuenta las obras de Maimónides.

La importancia de la filosofía árabe y judía, y en especial de sus principales representantes, Avicena, Averroes y Maimónides, es grande; pero más aún por lo que han influido en la Escolástica cristiana que por su interés propio. No puede compararse el alcance metafísico y teológico de estos pensadores con el de los grandes cristianos medievales. Pero su gran ventaja, que les permitió adelantar un siglo a los cristianos, fue el conocimiento de Aristóteles. Esto les da un material filosófico enormemente superior al de los pensadores cristianos contemporáneos, y esta ventaja durará hasta el siglo XIII. En este libro, cuyo tema es la filosofía occidental, no puede tratarse de las peculiaridades del pensamiento árabe y judío, sino sólo sus conexiones con la filosofía de Occidente; su inspiración griega, su contribución al escolasticismo y su influencia sobre la filosofía occidental posterior. Una figura posterior, de importancia decisiva, es el filósofo árabe Abenjaldún (lbn Khaldún), de origen español, nacido en Túnez y muerto en El Cairo (1332-1406). Su obra capital es su Introducción a la Historia (Muqaddimah), genial filosofía de la sociedad y la historia (Véase el libro de Miguel Cruz Hernández: La filosofía árabe (Madrid 1963)).

5. El mundo espiritual del siglo XIII.

LA APARICIÓN DE ARISTÓTELES.– El siglo XIII marca una etapa nueva en la filosofía. Así como en su comienzo el cristianismo tuvo que enfrentarse con el pensamiento griego, esto vuelve a ocurrir, en forma distinta, en la Edad Media. Hasta este momento, la filosofía cristiana se había constituido sobre la base de escasos escritos griegos, de tipo platónico o neoplatónico; en el siglo XIII irrumpe en el área filosófica de Occidente la figura máxima de Grecia, y la Escolástica tiene que hacerse cuestión de esta filosofía maravillosamente profunda y aguda, pero distinta de su tradición, que le aportan los árabes. Hay una etapa de asimilación del pensamiento aristotélico; es la obra que realizan, sobre todo, San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino; esto enriquece enormemente las posibilidades de la Escolástica, pero tal vez desvía al mismo tiempo a la filosofía cristiana de otros caminos por los que su genio original hubiera podido llevarla. En todo caso, la presencia de Aristóteles señala el paso a una época nueva y fecundísima.
En esta labor de transmisión corresponde a España un importante papel. Desde el siglo XII se traducía intensamente en España; en particular, la escuela de traductores de Toledo, fundada por el arzobispo don Raimundo, es uno de los centros de más actividad de Europa. Se traducen libros árabes y judíos: Alfarabi, Algazel, Avicena, Avicebrón; luego, los árabes traen a Occidente las versiones de Aristóteles, estas se traducen al castellano y de aquí al latín, o bien al latín directamente. Entre estos traductores, el más importante es Gundisalvo o Dominicus Gundisalvus, a veces llamado, por error de transcripción, Gundissalinus, autor, además, de una enciclopedia filosófica de tendencia aristotélica titulada De divisione philosophiae y un tratado De immortalitate animae: otros traductores son Gerardo de Cremona o Juan Hispano. También se hacen en Europa algunas versiones directas del griego, que son muy superiores; entre ellas, las de Roberto Grosseteste, obispo de Lincoln, y, sobre todo, de Guillermo de Moerbeke, el gran traductor dominicano, que emprendió la versión o revisión de otras traducciones de Aristóteles, a petición de Santo Tomás.
La filosofía de Aristóteles, especialmente su Metafísica y sus libros de cuestiones naturales, resultó sospechosa. Era un volumen demasiado grande de doctrinas importantísimas, que venían mezcladas con teorías poco ortodoxas de los árabes comentadores. En 1210, un concilio provincial, en París, prohíbe que se lean y expliquen las obras de Aristóteles sobre filosofía natural; en 1215, el legado Roberto de Courçon renueva la prohibición, aunque autoriza la lógica y la ética para la recién fundada Universidad de París; en cambio, en Toulouse sigue autorizado. Poco después, Gregorio IX ordena una revisión de Aristóteles para que se permita su lectura después de corregido; de hecho, el auge de Aristóteles es cada vez mayor, hasta el punto de que en 1366 los legados del Papa Urbano V requieren la lectura de Aristóteles para poder licenciarse en artes. Ha sido, sobre todo, la inmensa labor de Santo Tomás la que ha conseguido incorporar al pensamiento cristiano la filosofía aristotélica.
Desde entonces la suerte de la Escolástica está decidida. A la influencia platónico-agustiniana se añade la aristotélica, más importante aún. Los filósofos cristianos, en posesión de un instrumento mental incomparablemente superior, llegan a su plena madurez. Al mismo tiempo, en este siglo XIII aparecen las Universidades más importantes, sobre todo París y Oxford, y las dos grandes órdenes mendicantes, la de los franciscanos y la de los dominicos. Estos elementos juntos producen el gran siglo clásico de la Edad Media.

LA FUNDACIÓN DE LAS UNIVERSIDADES.– Al comenzar el siglo XIII, nace la Universidad de París, uno de los más grandes poderes espirituales de la Edad Media. Una Universidad no es un edificio ni un centro único de enseñanza, sino una gran agrupación de maestros y alumnos de las escuelas (universitas magistrorum et scholarium), sometida a la autoridad de un canciller. La vida escolar en París era muy floreciente; poco a poco se va organizando y queda encuadrada en cuatro facultades: de teología, de artes (filosofía), de derecho y de medicina. Los más numerosos eran los estudiantes y maestros de artes, y estos se dividían en naciones (picardos, galos, normandos, ingleses); su jefe era el rector, que acabó por suplantar al canciller en la dirección de la Universidad. Los grados de las facultades eran el bachillerato, la licenciatura y el doctorado, la calidad de doctor o magister. La Universidad de París estaba sometida a dos protecciones –e influencias–: la del rey de Francia y la del Papa. Los dos se daban cuenta de la importancia inmensa de este centro intelectual, que se ha llegado a comparar con la del Imperio y el Pontificado. Inocencio III fue el gran protector e inspirador de la Universidad parisiense en sus comienzos.
Poco después se funda la Universidad de Oxford, que adquiere gran importancia. Se constituye así un centro intelectual inglés, distinto del de Francia, en que se mantienen muy vivas las tradiciones platónicas y agustinianas, y donde se cultiva también el aristotelismo, pero insistiendo especialmente en el aspecto empírico y científico de su sistema. En lugar de subrayar más la dirección lógica y metafísica y la subordinación a la teología, Oxford utiliza la matemática y la física de Aristóteles y de los árabes y prepara el nominalismo de Ockam y el empirismo inglés de la época moderna. Algo posterior es la Universidad de Cambridge, que se organiza plenamente en el siglo XIV. La de Bolonia es tan antigua como la de París, pero en el siglo XIII no tiene importancia por la filosofía, sino por sus estudios jurídicos. Después se fundan las de Padua, Salamanca, Toulouse, Montpellier; luego las de Praga, Viena, Heidelberg, Colonia, ya en el siglo XIV, y en España la de Valladolid.

LAS ÓRDENES MENDICANTES.– A comienzos del siglo XIII se constituyen, sustituyendo en cierto modo a los benedictinos, las dos grandes órdenes mendicantes de los franciscanos y los dominicos. San Francisco de Asís funda la Orden de los Hermanos Menores, y Santo Domingo de Guzmán la Orden de Predicadores. La función de estas órdenes es distinta en principio: a los franciscanos corresponde más bien la unción; a los dominicos, la predicación. Esta orden, fundada con ocasión de la herejía albigense, estaba encargada de la defensa de la ortodoxia, y por eso le fue confiada la Inquisición. Pero los franciscanos desplegaron también muy pronto una gran actividad teológica y filosófica, de volumen y calidad comparables. Los franciscanos, especialmente en la dirección que señala San Buenaventura, conservan las influencias platónico-agustinianas anteriores, pero desde Duns Escoto entran también, como los dominicos, en el aristotelismo.
Las órdenes mendicantes penetran pronto en la Universidad de París, no sin grandes polémicas con los seculares. Al final esta intervención queda consagrada, y se hace tan grande, que la Universidad queda en manos de franciscanos y dominicos. El primer maestro dominico fue Rolando de Cremona, y el primero franciscano, Alejandro de Hales. Desde entonces, las más grandes figuras de la filosofía medieval pertenecen a estas órdenes: dominicos son San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino y el Maestro Eckehart; franciscanos, San Buenaventura, Rogerio Bacon, Duns Escoto, Guillermo de Ockam. Los menores y los predicadores se mantienen, pues, al mismo nivel de auténtica genialidad filosófica. Si Santo Tomás ha sistematizado mejor que nadie la Escolástica y ha incorporado a Aristóteles al pensamiento cristiano, en cambio los franciscanos ingleses han establecido las bases de la física nominalista y han preparado el camino, por una parte, a la ciencia natural moderna, de Galileo y Newton, y por otra a la filosofía que ha de culminar en el idealismo de Descartes a Leibniz.

6. San Buenaventura.

PERSONALIDAD.– San Buenaventura (llamado Juan de Fidanza) nació en Bagnorea de Toscana en 1221; entró en la orden franciscana; estudió en París como discípulo de Alejandro de Hales, pensador interesante, que dejó una importante Summa Theologica; enseñó en París como sucesor de Alejandro, en medio de las polémicas contra los mendicantes, y fue gran amigo de Santo Tomás; en 1257 fue nombrado general de la Orden y abandonó la enseñanza; murió cuando tomaba parte en el Concilio de Lyon, en 1274. La Iglesia le ha dado el nombre de Doctor seraphicus.
Las obras principales de San Buenaventura son: los Comentarios a las Sentencias, las Quaestiones disputatae, el De reductione artium ad theologiam, el Breviloquium y, sobre todo, el Itinerarium mentis in Deum.
San Buenaventura representa en el siglo XIII el espíritu de continuidad; gracias a él se conservan las líneas generales de la ideología escolástica tradicional. En los Comentarios a las Sentencias escribe textualmente: Non enim intendo novas opiniones adversare, sed communes et approbatas retexere. Su carácter personal y su formación procedente de San Agustín, de San Bernardo y de los Victorinos, lo lleva a continuar estas grandes corrientes de mística especulativa del siglo XII. Insiste en el carácter más práctico y afectivo que puramente teórico de la teología, claro antecedente de la posición nominalista en los dos siglos siguientes. San Buenaventura, lleno de fervor religioso, está impregnado de una ternura que corresponde a su auténtico linaje franciscano. Las cosas naturales, hechas según una semejanza con la Divinidad, conservan un vestigio de ella; el amor de las cosas es también amor de Dios, de quien son vestigio; y no se olvide que esta ternura franciscana por la naturaleza no es en modo alguno ajena a la constitución de la espléndida física matemática del Renacimiento, aunque pueda parecer extraño a algunos.

DOCTRINA.– El fin de los conocimientos humanos es Dios. Este conocimiento se alcanza de distintos modos y por distintos grados, y culmina en la unión mística. La inspiración agustiniana es patente en San Buenaventura. La filosofía para él es en realidad itinerarium mentis in Deum. Se conoce a Dios en la naturaleza, por sus vestigios; se lo conoce, de un modo más inmediato, en su propia imagen, que es nuestra alma –vuelve el tema del hombre interior de San Agustín y San Anselmo–; cuando la gracia comunica las tres virtudes teologales, se ve a Dios in imagine, en nosotros, y, por último, se conoce a Dios directamente, en su ser, en su bondad, en el misterio trinitario mismo y, como culminación en la contemplación extática, en el ápice de la mente (apex mentis), según la expresión de Buenaventura.
San Buenaventura admite la posibilidad de la demostración de Dios, y acepta la prueba ontológica de San Anselmo: la comprensión propia de la esencia divina hace ver la necesidad de su existencia. Respecto de Dios y del alma, Buenaventura no admite que sean conocidos, como las demás cosas, por los sentidos, sino directamente; Dios es luz, y este conocimiento se hace por razón de la luz increada. Necessario enim oportet ponere quod anima novit Deum el se ipsam el quae sunt in se ipsa sine adminiculo sensuum exleriorum. Por otra parte, San Buenaventura insiste especialmente en que el hombre es causa eficiente de sus actos mentales, y rechaza la doctrina averroísta de la unidad del entendimiento.
San Buenaventura afirma la pluralidad de las formas sustanciales; aparte de la forma completiva, reconoce otras formas subordinadas. Esta teoría fue admitida en general por los franciscanos, desde Alejandro de Hales hasta el final de la Edad Media. El mundo ha sido creado en el tiempo; esta verdad dogmática no es negada más que por los averroístas heterodoxos; pero San Buenaventura cree además que esa verdad no se conoce sólo por revelación, sino racionalmente, y que es contradictoria la creación ab aeterno, que Santo Tomás considera posible. Este problema de la eternidad del mundo es una de las cuestiones centrales de la época, suscitada por el aristotelismo y por los comentadores árabes. San Buenaventura y Santo Tomás, de acuerdo en el hecho de la temporalidad, difieren acerca del origen del conocimiento de esa verdad, que el franciscano pone en la razón, mientras que el dominico lo relega a la fe.
De San Buenaventura arranca toda una corriente de la especulación medieval, que ha de ser fecundísima; la controversia entre esta dirección y la tomista vivifica el pensamiento de la Edad Media. Y si es cierto que el tomismo ha dominado en mayor medida en la Escolástica, en cambio la orientación de los pensadores franciscanos ha ejercido una influencia mayor en la filosofía moderna, que representa la continuidad más auténtica y fecunda del pensamiento cristiano medieval.

DISCÍPULOS DE SAN BUENAVENTURA.– La actividad docente del gran maestro franciscano tuvo una larga continuación. En primer lugar, Mateo de Aquasparta, que profesó en París y en Bolonia, fue general de la Orden, cardenal y obispo de Oporto. También fue discípulo directo John Peckham, que fue maestro en Oxford y luego arzobispo de Canterbury. Otros discípulos posteriores, menos directos, son Pedro Juan Olivi y, sobre todo, Ricardo de Middleton, llamado de Mediavilla.
La influencia de estos maestros franciscanos fue muy grande, y mantuvieron las líneas generales del pensamiento de San Buenaventura frente al tomismo dominante. A fines del siglo XIII aparece, sin embargo, dentro de la Orden de los Hermanos Menores, una figura que va a ocupar el primer plano: Juan Duns Escoto; desde entonces, la orientación franciscana se personaliza en el escotismo, y la influencia directa de San Buenaventura disminuye; pero no puede ignorarse que en realidad perdura eficazmente, del modo más interesante en la filosofía: no en un discipulado estrecho e inmóvil, sino como motor de una renovación metafísica. El papel de un auténtico filósofo no es perpetuarse en un ismo cualquiera, sino tener una efectiva actualidad en otros pensadores con nombre propio y distinto, y poner inexorablemente en marcha la historia de la filosofía.

7. La filosofía aristotélico-escolástica.

El siglo XIII, como vimos, se encuentra ante el problema enorme de enfrentarse con Aristóteles. Es una filosofía de una profundidad y un valor que se imponen a la primera toma de contacto. En el aristotelismo hay instrumentos mentales con los que se puede llegar muy lejos; pero hay que aplicarlos a temas muy distintos de aquellos para los que fueron pensados; la íntima unión de teología y filosofía que se llama Escolástica es algo completamente diferente del horizonte en que se mueve el pensamiento aristotélico. ¿Cómo aplicarlo a los problemas de la Edad Media? Pero hay algo todavía más grave. El aristotelismo no es sólo la lógica perfectísima del Organon; no es tampoco únicamente un arsenal de conceptos –materia, forma, sustancia, accidente, categorías, etc.– útiles para operar sirviéndose de ellos; es, antes que nada, una filosofía, una metafísica, pensada en griego, desde supuestos radicalmente distintos, no cristianos, y que, sin embargo, en muchos sentidos parece la verdad. ¿Qué hacer con esto? Aristóteles habla de Dios, y dice de él cosas extremadamente agudas e interesantes; habla del mundo y del movimiento, y da razón de ellos con una penetración luminosa hasta entonces desconocida. Pero este Dios no es el Dios cristiano; no es creador, no tiene tres personas, su relación con el mundo es otra; y el mundo aristotélico tampoco es el que salió de las manos de Dios según el Génesis.
El problema es gravísimo. La Escolástica no puede renunciar a Aristóteles, no puede ignorarlo. La filosofía del Estagirita se impone por su abrumadora superioridad, por la verdad que tan evidentemente muestra. Pero es menester adaptarla a la nueva situación, a los problemas que preocupan a los hombres del siglo XIII. Hay que incorporar la mente aristotélica a la filosofía cristiana. ¿Con qué consecuencias para esta? Eso es otra cuestión. Tal vez la genialidad pujante del aristotelismo era excesiva para poder recibirla sin riesgo; tal vez la influencia de Aristóteles obligó a la filosofía cristiana a ser otra cosa, y se malograron posibilidades originales que hubieran alcanzado su madurez siguiendo otro camino; el problema está en pie.
Ya San Buenaventura da acogida en sus obras a la influencia de Aristóteles; pero sólo al margen, de un modo secundario, sin que el peripatetismo afecte al núcleo central de su filosofía, que sigue siendo esencialmente platónica y agustiniana. Esto no era bastante. Era menester afrontar resueltamente la totalidad ingente de la filosofía aristotélica; hacerse cuestión de ella, intentar comprenderla e incorporarla al sistema ideológico de la Edad Media. Esta es la empresa extraordinaria que abordaron y realizaron en el siglo XIII dos dominicos, maestro y discípulo, canonizados ambos por la Iglesia; Alberto de Bollstädt (llamado entonces Alberto de Colonia y hoy Alberto Magno) y Tomás de Aquino.

A) SAN ALBERTO MAGNO.

VIDA Y ESCRITOS.– Alberto nació, probablemente, en 1193 –la fecha no es segura; otros indican 1206-1207– y murió en Colonia en 1280. Ingresó en la Orden dominicana, trabajó y viajó mucho, y enseñó en Colonia, Hildesheim, Friburgo, Ratisbona, Estrasburgo; volvió a Colonia, donde fue maestro de Santo Tomás de Aquino, y de allí marchó a Paris, el centro de la Escolástica. Después fue obispo de Ratisbona, y al fin se retiró a Colonia, donde vivió y enseñó usualmente. La actividad docente y eclesiástica de San Alberto fue extraordinaria.
Sus escritos son de un volumen enorme; la autoridad que alcanzó fue tan alta, que se lo citaba como a los grandes muertos, como a Aristóteles, Averroes o Avicena, según subraya Rogerio Bacon, o como a los Padres de la Iglesia. Sus obras son, principalmente, paráfrasis de la mayoría de los libros aristotélicos, amplísimas y ricas; además, tratados originales de filosofía y teología, y una acumulación de erudición inmensa, que se extiende también a los árabes y judíos, y que hizo posible la síntesis genial de su discípulo Tomás.

LA OBRA DE ALBERTO MAGNO.– El propósito de Alberto es la interpretación y asimilación de todas las disciplinas filosóficas de Aristóteles: nostra intentio est omnes dictas partes facere Latinis intelligibiles. Para esto hace paráfrasis de las obras de Aristóteles, explicándolas extensamente, para hacerlas más comprensibles, y aumentándolas con comentarios de los musulmanes y judíos, y con otros suyos. Es un propósito de vulgarización, que tropieza con grandes dificultades, traducidas en numerosos defectos. Falta con frecuencia la claridad; se pierde la perspectiva; no hay una arquitectura mental rigurosa y precisa, como la dará después Santo Tomás. Además, no se logra muchas veces la incorporación buscada. Alberto Magno está demasiado prisionero de la estructura del pensamiento tradicional de la Escolástica; sobre ese esquema vuelca su inmensa erudición aristotélica, pero no consigue unir en una síntesis congruente y armoniosa la filosofía del pensador helénico con la mentalidad cristiana.
Lo que consigue es poner en circulación una cantidad incalculable de ideas, que están ya adquiridas para los pensadores de la época. Aristóteles es desde entonces algo que está a la mano, que se puede estudiar y utilizar fácilmente. Está ya intentada la difícil incorporación; los materiales están ya dispuestos: la mente de Santo Tomás encontrará ya hecha por su maestro la labor más penosa y menos profunda, y podrá dedicarse al trabajo superior y realizarlo. Por otra parte, Alberto Magno, buen seguidor en esto de Aristóteles, es un hombre de ciencia enciclopédico. Rogerio Bacon en Inglaterra y Alberto en Alemania son las dos grandes figuras de la ciencia en el siglo XIII. Alberto posee y cultiva todas las ciencias, desde la astronomía hasta la medicina, y las hace avanzar; el sentido de la observación y del experimento, que no fue en modo alguno ajeno a la Edad Media, dirigió su copiosa labor en esta esfera. Por último, junto a su obra más estrictamente filosófica, Alberto Magno cultiva la teología, y lleva también a ella los esquemas intelectuales del aristotelismo, anticipando la realización madura de Tomás.

B) SANTO TOMÁS DE AQUINO.

VIDA Y OBRAS.– Tomás era hijo de la familia de los condes de Aquino; nació en Roccasecca hacia 1225; estudió primero en el monasterio de Monte-Casino, y en 1239 fue a Nápoles para cursar las siete artes liberales; allí estudió el trivium (gramática, retórica y dialéctica) con Pedro Martín, y el quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música) con Pedro de Ibernia. Estudia también artes en la Universidad de Nápoles, y en 1244 toma en esta ciudad el hábito de Santo Domingo. Poco después se dirige a París con el maestro general de la Orden; pero sus hermanos, molestos por su entrada en religión, se apoderan de él en el camino y lo llevan a Roccasecca. El año siguiente va a París, donde conoce a Alberto Magno, y estudia con él en esa ciudad y después en Colonia. En 1252 vuelve a París, donde se hace maestro en teología, y allí actúa durante algunos años. De 1259 a 1269 enseña en distintas ciudades de Italia (Agnani, Orvieto, Roma, Viterbo). Vuelve a París, su verdadero centro; después reside en Nápoles y sale de esta ciudad en 1274, convocado por Gregorio X para asistir al segundo Concilio de Lyon. Pero su salud no pudo soportar la abrumadora labor intelectual a que se sometía: cayó enfermo en el camino, y murió en Fossanova el 7 de marzo de 1274.
Santo Tomás fue un puro espiritual. Su vida entera estuvo dedicada al trabajo de la filosofía y la teología, y movida por la religión. Era un hombre singularmente sencillo y bondadoso, consagrado íntegramente a la gran obra intelectual que consiguió llevar a cabo. Los testimonios más próximos que se tienen de él indican la afección profunda que inspiraba a sus amigos más cercanos; así, su maestro Alberto Magno, que se puso en camino, ya muy viejo, hacia París, para defender las doctrinas de su discípulo, condenadas por el obispo Tempier, y sintió siempre profundamente la muerte de Tomás; su biógrafo Guillermo de Tocco y, sobre todo, su compañero de Orden y amigo fiel fray Reginaldo de Piperno. La Iglesia canonizó a Tomás y reconoció, junto a su santidad, su valor relevante en la Escolástica. Santo Tomás ha sido llamado Doctor Angelicus.
Las obras de Santo Tomás son muy numerosas; algunas, de interés más directamente apologético o de exégesis de textos sagrados como la Catena aurea super quattuor Evangelia; otras, de tipo estrictamente teológico dogmático o jurídico; aquí nos interesan sobre todo las obras filosóficas y las de sistematización de la teología, en las que la filosofía tomista está expuesta de modo principal. Ante todo, los Comentarios a Aristóteles, una larga serie de escritos en que estudia y analiza el pensamiento del Estagirita. En segundo lugar, los Opúsculos, tratados breves de filosofía o teología, ricos de doctrina, entre los que se encuentran el escrito De ente et essentia, el De unitate intellectus, el De principio individuations, etc. En tercer lugar, las Quaestiones quodlibetales y las Quaestiones disputatae (De veritate, De potentia, De anima, etc.). Por último, los tratados teológicos, en especial la Summa contra Gentiles, el Compendium theologiae and Reginaldum, y, sobre todo, la obra más importante de Santo Tomás, la gran exposición sistemática de su pensamiento y aun toda la Escolástica: la Summa theologica. Estos son los escritos tomistas que es menester tener en cuenta para estudiar a Santo Tomás desde el punto de vista de la historia de la filosofía. Desde el mismo siglo XIII se convirtieron en los textos capitales de la Escolástica, y una buena parte de la producción ulterior de esta ha consistido en los comentarios a los libros de Santo Tomás, sobre todo a las distintas partes de la Suma teológica.

LA RELACIÓN CON ARISTÓTELES.– Santo Tomás realiza la adaptación de la filosofía griega de Aristóteles al pensamiento cristiano de la Escolástica. El fondo general de su pensamiento es, pues, el de la dogmática cristiana, los Padres de la Iglesia, la tradición medieval anterior y, sobre todo, Aristóteles. Tomás trabajó largamente los escritos peripatéticos, en especial en las traducciones directas de Guillermo de Moerbeke; y en lugar de las largas y dificultosas paráfrasis de Alberto Magno, imprecisas y llenas de dificultades sin resolver. Santo Tomás hace comentarios en que sigue de cerca el texto de Aristóteles e intenta aclararlo plenamente. Hay una afinidad estrecha, indudablemente, entre la mente de Santo Tomás y la de Aristóteles. Brentano habla, con palabra feliz, de una congenialidad; esto hace que en muchos puntos la exposición de las doctrinas tomistas equivalga a la de las aristotélicas; así ocurre con la lógica, con las líneas generales de su física y su metafísica, con el esquema de su psicología y de su ética; pero no puede olvidarse que las mismas ideas aristotélicas se utilizan con fines bien distintos, a dieciséis siglos de distancia y, ante todo, con el cristianismo entre uno y otro; además, Santo Tomás tenía demasiada genialidad filosófica para plegarse simplemente al aristotelismo, y el sentido general de su sistema difiere hondamente de él. Baste pensar en que toda la actividad intelectual de Santo Tomás se endereza a la fundamentación de la teología cristiana, basada en supuestos totalmente ajenos a la mente helénica.
El gran problema de Aristóteles fue el de los modos de ser, para resolver la cuestión que arrastraba angustiosamente la filosofía griega desde Parménides, y sobre todo la elaboración de su teoría de la sustancia, en estrecha conexión con el ente en cuanto tal y con Dios, entendido como motor inmóvil. Es decir, la constitución de la metafísica, de la “ciencia buscada”, y la ordenación entera del problema del saber; además, la reivindicación de la física, puesta en cuestión por el eleatismo, con su doctrina de la unidad e inmovilidad del ente. Los problemas que mueven a Santo Tomás son muy distintos. Ante todo, la demostración de la existencia de Dios y la explicación de su esencia, en la medida en que es posible; la interpretación racional de los dogmas o el aislamiento de su núcleo misterioso, suprarracional, pero no antirracional; así, la Trinidad, la creación del mundo, la Eucaristía; por otra parte, la doctrina del alma humana, espiritual e inmortal; la ética, orientada hacia la vida sobrenatural; el problema de los universales, y así otros muchos.
Se trata, pues, de dos cosas bien distintas; y la expresión, tan usada, filosofía aristotélico-escolástica o aristotélico-tomista es equívoca. No tiene sentido más que si se aplica a estos sistemas medievales que estudiamos, y significa la incorporación del aristotelismo a la Escolástica; pero no puede entenderse como designación de una filosofía que comprendiese la de Aristóteles y la de Santo Tomás. Por eso, en rigor, las dos denominaciones invocadas más arriba no son equivalentes, y la segunda no es justa: no hay una filosofía aristotélico–tomista, sino tomista a secas, y el tomismo es aristotélico-escolástico en el sentido que acabo de indicar.

FILOSOFÍA Y TEOLOGÍA.– Para Santo Tomás hay una distinción clara: se trata de dos ciencias, de dos tipos distintos de saber. La teología se funda en la revelación divina; la filosofía, en el ejercicio de la razón humana; se ha dicho, con razón, que en rigor la teología no la hace el hombre, sino Dios, al revelarse. Filosofía y teología tienen que ser verdaderas; Dios es la misma verdad y no cabe dudar de la revelación; la razón, usada rectamente, nos lleva también a la verdad. Por tanto, no puede haber conflicto entre la filosofía y la teología, porque sería una discordia dentro de la verdad.
Son, pues, dos ciencias independientes, pero con un campo común; su distinción viene, ante todo, del punto de vista del objeto formal; pero su objeto material coincide parcialmente. Hay dogmas revelados que se pueden conocer por la razón; por ejemplo –indicará Santo Tomás–, la existencia de Dios y muchos atributos suyos, la creación, etc.; sin embargo, su revelación no es superflua, porque por la razón solo conocerán estas verdades muy pocos. En los casos en que se puede comprender racionalmente, es preferible esto a la pura creencia. Encontramos aquí una resonancia mitigada del fides quaerens intellectum; Santo Tomás no cree ya que se pueda intentar la comprensión racional del objeto de la fe, sino sólo en parte. La razón aplicada a los temas que son también asunto de fe y de teología es la llamada teología natural; hay, pues, una teología natural junto a la theologia fidei. Esta teología natural es para Santo Tomás filosofía, y lo más importante de ella; en rigor, es la filosofía tomista.
La revelación es criterio de verdad. En el caso de una contradicción entre la revelación y la filosofía, el error no puede estar nunca en la primera; por tanto, el desacuerdo de una doctrina filosófica con un dogma revelado es un indicio de que es falsa, de que la razón se ha extraviado y no ha llegado a la verdad; por eso choca con ella. En este sentido hay una subordinación de la filosofía, no precisamente a la teología como ciencia, sino a la revelación; pero su sentido no es el de una traba o imposición, sino al contrario: la filosofía pone como norma suya lo que le es más propio, es decir, la verdad. La revelación la pone en guardia, pero es la propia razón filosófica la que habrá de buscar el saber verdadero.

DIVISIÓN DE LA FILOSOFÍA.– El origen de la filosofía es también para Santo Tomás, como para los griegos, el asombro; el afán de conocer no se aquieta más que cuando se conocen las cosas en sus causas: Tomás es buen aristotélico; pero, como la causa primera es Dios, sólo el conocimiento de Dios puede bastar a la mente humana y satisfacer a la filosofía. El fin de esta filosofía es que se dibuje en el alma el orden entero del universo y de sus causas; ut in ea describatur totus ordo universi et causarum ejus. El alma humana –que ya en Aristóteles era comparada a la mano, porque, así como esta es en cierto sentido todos los instrumentos, aquella es en algún modo todas las cosas– envuelve con su saber la totalidad del universo, y así excede de su puesto de simple criatura para participar del carácter de espíritu, a imagen de la Divinidad.
Ese orden del universo es triple. Hay, en primer lugar, un orden que la mente humana encuentra como existente: el orden de las cosas, de la naturaleza, del ser real. A él atiende la filosofía natural en sentido estricto o física, cuyo objeto es el ens mobile, y también la matemática, pero, sobre todo, la metafísica, que estudia, según la definición aristotélica, el ens in quantum ens, y culmina en el saber acerca de Dios. En segundo lugar, hay el orden del pensamiento, objeto de la filosofía racional o lógica. En tercer lugar, el orden de los actos de voluntad, producido por el hombre, el orden moral, y lo estudia la filosofía moral o ética, y también, en sus dimensiones colectivas, la ciencia del Estado, la economía y la política. Este es el esquema de las disciplinas filosóficas tomistas. No podemos entrar aquí en su detalle, que nos llevaría demasiado lejos; bastará con exponer brevemente los puntos de más interés, que marcan su puesto y su influjo en la historia de la filosofía.

LA METAFÍSICA.– El ser es el concepto más universal de todos, según Santo Tomás, que recoge la enseñanza aristotélica. Illud quod primo cadit sub apprehensione est ens, cujus intellectus includitur in omnibus, quaecumque quis apprehendit. Pero esta universalidad no es la del género, como ya había mostrado Aristóteles frente a la opinión platónica; el ente es uno de los trascendentales, que están presentes en todas las cosas, sin confundirse con ninguna; estos trascendentales son ens, res, aliquid, unum et bonum. Y, como formas particulares del bonum, referido al entendimiento y al apetito, tenemos el verum y el pulchrum, !a verdad y la belleza.
Los dos sentidos capitales de la palabra ser son la esencia y la existencia; la Escolástica había discutido largamente la diferencia entre ambas; Santo Tomás afirma la distinción real entre la esencia y la existencia de las criaturas, que son entes contingentes; en cambio, en Dios no hay esa distinción; de la esencia de Dios se sigue necesariamente su existencia; esto es lo que se llama aseidad, ser un ens a se, y desempeña un papel esencial en la demostración de la existencia de Dios y en toda la teología.
Santo Tomás, que rechaza la prueba ontológica de San Anselmo, demuestra la existencia de Dios de cinco maneras, que son las famosas cinco vías: 1.º Por el movimiento: existe el movimiento; todo lo que se mueve es movido por otro motor; si este motor se mueve, necesitará a su vez otro, y así hasta el infinito; esto es imposible, porque no habrá ningún motor si no hay un primero, y este es Dios. 2.º Por la causa eficiente: hay una serie de causas eficientes: tiene que haber una primera causa, porque si no, no habría ningún efecto, y esa causa prima es Dios. 3.º Por lo posible y lo necesario: la generación y la corrupción muestran que hay entes que pueden ser o no ser; estos entes, alguna vez no han sido, y habría habido un tiempo en que no hubiera nada, y nada hubiera llegado a ser; tiene que haber un ente necesario por sí mismo, y se llama Dios. 4.º Por los grados de la perfección: hay diversos grados de todas las perfecciones, que se aproximan más o menos a las perfecciones absolutas, y por eso son grados de ellas; hay, pues, un ente que es sumamente perfecto, y es el ente sumo; este ente es causa de toda perfección y de todo ser, y se llama Dios. 5.º Por el gobierno del mundo: los entes inteligentes tienden a un fin y un orden, no por azar, sino por la inteligencia que los dirige; hay un ente inteligente que ordena la naturaleza y la impulsa a su fin, y ese ente es Dios.
Estas son, en suma, las cinco vías. La idea fundamental que las anima es que Dios, invisible e infinito, es demostrable por sus efectos visibles y finitos. Se sabe, pues, que Dios es, pero no lo que es. Pero cabe saber en cierto modo de Dios, por la visión de las criaturas, y esto de tres maneras: por vía de causalidad, por vía de excelencia y por vía de negación. Santo Tomás distingue, de todos modos, dos posibilidades de ver: una según la simple razón natural, otra mediante una luz sobrenatural; algunos ven la luz –dice–, pero no están en la luz: quidam vident lumen, sed non sunt in lumine.
El mundo está creado por Dios; ya vimos que la creación es la posición del mundo en la existencia, por un acto libre y voluntario de Dios; la revelación añade que en el tiempo, aunque esto es, según Santo Tomás, indemostrable racionalmente. Dios es causa del mundo en un doble sentido: es causa eficiente y, además, causa ejemplar; por otra parte, es causa final, pues todos los fines se enderezan a Dios.
Respecto a los universales, la doctrina de Santo Tomás, según queda indicado, es el realismo moderado: los universales tienen realidad, pero no existen como tales universales, sino en forma abstracta; la especie sólo se da individualizada, y el principio de individuación es la materia signata. De aquí la teoría de la especificidad y no individualidad de los ángeles, por ser estos inmateriales.

EL ALMA.– La doctrina tomista acerca del alma difiere de la tradicional en la Escolástica, de origen platónico-agustiniano, y se aproxima, si bien con una esencial transposición cristiana, a la de Aristóteles. Santo Tomás, de acuerdo con la psicología aristotélica, interpreta al alma como forma sustancial del cuerpo humano, primer principio de su vida. El alma es quien hace que el cuerpo sea cuerpo, es decir, cuerpo viviente. Hay tantas almas o formas sustanciales como cuerpos humanos; Santo Tomás rechaza el monopsiquismo de origen árabe, que aparece con pujanza en el averroísmo latino. También niega que el cuerpo y el alma sean dos sustancias completas, de modo que el alma diese al cuerpo la vida, pero no la corporeidad; la unión del alma y el cuerpo es una unión sustancial; es decir, el alma y el cuerpo, unidos, forman la sustancia completa y única que es el hombre, sin intervención de ninguna otra forma. El Concilio de Viena (1311-12) ha definido que el alma racional es por sí y esencialmente la forma del cuerpo humano.
Por otra parte, el alma humana –a diferencia de la animal– es una forma subsistente; es decir, la mente o entendimiento tiene una operación propia, en la que no participa esencialmente el cuerpo, y, por tanto, puede subsistir y ejercitar esa operación aun separada del sustrato corporal. Es, pues, el alma algo incorpóreo, y no tiene composición de materia y forma; y es espiritual, por estar dotada de razón y ser una mens. Por tanto, el alma humana es incorruptible e inmortal; su inmaterialidad y simplicidad hacen imposible su descomposición o corrupción; su espiritualidad y consiguiente subsistencia impiden que pueda corromperse accidentalmente, al acontecer la corrupción del compuesto humano. El alma humana es, pues, inmortal, y solo podría perecer si Dios la aniquilara. Santo Tomás encuentra otra prueba de la inmortalidad personal en el deseo que el hombre tiene que permanecer en su modo de ser; y como este deseo natural –agrega– no puede ser vano, toda sustancia intelectual es incorruptible.

LA MORAL.– La ética tomista está fundada en el marco de la moral aristotélica, pero teniendo en cuenta el punto de partida cristiano. La moral es motus rationalis creaturae ad Deum, un movimiento de la Criatura racional hacia Dios. Ese movimiento tiene como fin la bienaventuranza, que consiste en la visión inmediata de Dios. Por tanto, el fin último del hombre es Dios, y se lo alcanza por el conocimiento, por la contemplación; la ética de Santo Tomás tiene un claro matiz intelectualista. La primera ley de la voluntad humana es lex aeterna, quae est quasi ratio Dei.
La filosofía del Estado de Santo Tomás está supeditada a la Política de Aristóteles. El hombre es por su naturaleza animal sociale o politicum, y la sociedad es para el individuo, y no al revés. El poder deriva de Dios. Santo Tomás estudia los posibles tipos de gobierno, y considera el mejor la monarquía moderada por una amplia participación del pueblo, y el peor, la tiranía. En todo caso, la potestad superior es la de la Iglesia.

LA ACOGIDA DEL TOMISMO.– El sistema de Santo Tomás significaba una radical innovación dentro de la Escolástica. Su oposición a gran número de doctrinas platónico-agustinianas y el manifiesto predominio del aristotelismo hicieron que los franciscanos lo considerasen con hostilidad. Incluso algunos dominicos se oponían al tomismo.
Primero se producen ataques escritos; los principales, los de Guillermo de la Mare y Ricardo de Mediavilla, referentes, sobre todo, a la teoría de la unidad de las formas sustanciales. Pero después vienen las condenaciones oficiales. La primera, en 1277, es la del obispo de París, Esteban Tempier, que alcanzó algunas proposiciones tomistas; esta condenación, restringida a la diócesis parisiense, se extendió luego a Oxford, con los dos arzobispos de Canterbury, Roberto Kilwardby (dominico) y John Peckham (franciscano).
Pero al mismo tiempo, y con más fuerza, se produce la acogida triunfal del tomismo, en primer lugar, en la Orden de Predicadores, en seguida en la Universidad de París y pronto en todas las escuelas. En 1323 fue canonizado Santo Tomás, y desde entonces hasta hoy la Iglesia ha insistido especialmente en el alto valor del sistema tomista.

EL NEOTOMISMO.– La influencia de Santo Tomás en la teología y en la filosofía no ha tenido interrupción; desde su muerte se han multiplicado los comentarios a la Summa theologica y a las demás obras de Santo Tomás; en especial la teología ha vivido esencialmente de la inmensa aportación tomista, que le dio una estructura sistemática precisa y rigurosa. Sin embargo, después de la Edad Media y del pasajero esplendor de la Escolástica española en el siglo XVI, el pensamiento tomista perdió fecundidad. En la segunda mitad del siglo XIX, se inicia un movimiento intelectual muy intenso, apoyado vivamente por la Iglesia, y en especial por León XIII en su Encíclica Aeterni Patris (1879), y cultivado en Italia por Sanseverino, Tongiorgi y Taparelli, que tiende a restaurar el tomismo y abordar desde sus supuestos generales los problemas trágicos y filosóficos. El fruto más logrado de este movimiento ha sido la Universidad de Lovaina, inspirada y animada por el cardenal Mercier. Entre los principales pensadores neotomistas se cuentan J. Maritain y el P. Maréchal, y en Alemania, von Hertling y Biumker, que tanto han contribuido al estudio de la filosofía medieval; Dyroff, Cathrein, consagrado a la filosofía moral, el psicólogo Fróbes y el historiador de la filosofía Wilson.

8. Rogerio Bacon.

El siglo XIII está casi enteramente lleno por la influencia de Aristóteles y por su gran sistematización tomista. Pero hay algunas direcciones independientes, de gran interés, y que se desvían de la corriente central de la Escolástica. Así ocurre con el averroísmo latino, ya mencionado, que tuvo como principal representante a Sigerio de Brabante y renovó las doctrinas árabes de la eternidad del mundo y la unidad del entendimiento humano y, sobre todo, puso en el primer plano la famosa teoría de la doble verdad. Y por otra parte, hay una rama de la Escolástica inglesa de filiación tradicional, platónico-agustiniana, pero que se dedica de un modo nuevo e intenso al cultivo de las ciencias experimentales. Esta corriente británica se enlaza con el grupo anglo-francés que se estableció en Chartres en el siglo XII, y tiene luego un desarrollo superior en Oxford. Aquí, a la vez que la Filosofía y la teología tradicionales, se cultivan las lenguas, las matemáticas y las ciencias de la naturaleza; la otra gran dimensión de Aristóteles, descuidada en el Continente, se recoge en Inglaterra y habrá de florecer luego en el Renacimiento europeo. La primera figura importante de este núcleo es Roberto Grosseteste, obispo de Lincoln, pero sobre todo Rogerio Bacon.

PERSONALIDAD.– Este pensador inglés es una personalidad extraña y fecunda; más, seguramente, de lo que fue tres siglos más tarde Francis Bacon. Rogerio nació hacia 1210-14, estudió en Oxford y en París, entró en la Orden franciscana y se dedicó apasionadamente al estudio de la filosofía, de las lenguas y de las ciencias. Dentro de la Orden fue objeto constante de persecuciones y sospechas de los superiores; sólo tuvo un corto respiro durante el pontificado de Clemente IV (1265-1268), su amigo Guido Fulcodi, que lo protegió y lo excitó a componer sus principales obras: el Opus majus, el Opus minus y el Opus tertium. Escribió hasta 1277, época en que fueron condenadas por Tempier varias ideas suyas, y el año siguiente fue encarcelado, no se sabe hasta cuándo; tampoco se sabe la fecha exacta de su muerte, que se calcula hacia 1292-94.
Rogerio Bacon se dedica a todas las ciencias conocidas en su tiempo, y las conoce mejor que nadie entonces. Es un verdadero investigador y experimentador. Aplica la matemática a la física, fabrica instrumentos ópticos, es alquimista, astrónomo, lingüista. Estudia además el pensamiento medieval, y en su Opus majus se encuentra casi un intento de historia de la filosofía.

DOCTRINA.– Para Bacon, la filosofía y las ciencias no tienen más sentido que explicar la verdad revelada en la Escritura: Una est tantum sapientia perfecta quae in sacra scriptura totaliter continetur. Dios enseñó a los hombres a filosofar, pues ellos solos no hubieran podido; pero la malicia humana hizo que Dios no manifestara plenamente las verdades y estas se mezclasen con el error. Por esto, la sabiduría verdadera se encuentra en los primeros tiempos y por eso hay que buscarla en los filósofos antiguos. De aquí la necesidad de la historia y de las lenguas, y de las matemáticas para la interpretación de la naturaleza. Bacon representa, pues, como se ha dicho, un tradicionalismo científico, cuidando de subrayar por igual los dos términos de esta denominación.
Bacon reconoce tres modos de saber: la autoridad, la razón y la experiencia. La autoridad no basta, y requiere ella misma el razonamiento; pero este no es seguro mientras no lo confirma la experiencia, que es la fuente principal de certeza. Esta experiencia es doble: externa e interna. La primera es per sensus exteriores, mientras que la segunda es una verdadera scientia interior, fundada en inspiración divina. La iluminación de Dios, que culmina en el raptus, tiene un papel importante. La experimentación de Bacon se enlaza por un extremo con la intención sobrenatural de la mística.
Bacon, en realidad, representa en la filosofía y en la teología un punto menos avanzado que Santo Tomás, por ejemplo; pero hay en él un germen nuevo, el del interés por la naturaleza, y de él va a surgir, a través de los físicos franciscanos del XIV y del XV, y de la escuela de París, la ciencia natural moderna.

(Continuará)

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