sábado, 17 de septiembre de 2011

Historia de la filosofía – parte 10

Autor: Julián Marías.
Editorial: Biblioteca de la Revista De Occidente – Madrid – 1978.

II. EL CARTESIANISMO EN FRANCIA.

Descartes determina toda la filosofía del siglo XVII en el Continente. Su influencia aparece visible, no sólo en sus discípulos y seguidores inmediatos, sino en los pensadores independientes, en los teólogos incluso, en Pascal, en Fenelón o en Bossuet. Y, sobre todo, en Malebranche, y fuera de Francia en las grandes figuras de Spinoza y Leibniz. Veamos el desarrollo de esta filosofía.

1. Malebranche.

PERSONALIDAD.– Nicolas Malebranche nació en Paris en 1638 y murió en 1715. Era de una familia distinguida y tuvo siempre muy mala salud, que le proporcionó muchos sufrimientos y exigió muchos cuidados. Estudió filosofía en el Collège de la Marche y se sintió defraudado, como Descartes en La Flèche; en la Sorbona estudió luego teología, y tampoco le satisficieron los métodos intelectuales. En 1660 ingresó en la Orden del Oratorio, que ha dado a Francia tan altas mentalidades, desde el propio Malebranche hasta el Padre Gratry en el siglo XIX. Decía Fontenelle que Malebranche había sido llevado al estado sacerdotal “por la naturaleza y por la gracia”. Los oratorianos tenían una gran inquietud intelectual, y cultivaban a Platón y a San Agustín, al mismo tiempo que se interesaban por Descartes. El año 1664, Malebranche compró en una librería el Traité de l’homme, de Descartes; le hizo una impresión tremenda, y descubrió en él el método que secretamente había buscado y anhelado siempre. Desde entonces, su inclinación a la filosofía quedó decidida, y estudió seriamente a Descartes. Completó esta formación con San Agustín, sobre todo, y también con un pensador de los Países Bajos, Arnold Geulinex, y los orientadores de la ciencia natural Bacon, Hobbes, Gassendi, etc. Diez años después empezó la
producción literaria de Malebranche. Al mismo tiempo comenzaron las relaciones –cordiales o polémicas– con la mayoría de las grandes figuras contemporáneas: Arnauld, Fénelon, Bossuet, Leibniz, Locke, Berkeley. Malebranche sentía hondo apego al retiro y a la meditación solitaria; su vida fue recogida y silenciosa cuanto pudo, en el seno de la comunidad oratoriana. Y murió a los setenta y siete años, lleno de calma y de honda religiosidad.

OBRAS.– La obra principal de Malebranche es la Recherche de la vérité. Después publicó las Conversations chrétiennes, y luego las tituladas Méditations chrétiennes. Más tarde escribió el Traité de la nature et de la gráce, que suscitó una violenta polémica y fue incluido en el Índice por la Inquisición romana. También escribió un diálogo muy importante, titulado Entretiens sur la métaphysique et sur la religion, y un Traité de morale. Esto es lo más importante de la producción filosófica de Malebranche.

EL OCASIONALISMO.– El centro de la filosofía de Malebranche está en su teoría del ocasionalismo, que había sido iniciada por Arnold Geulinex, profesor de Lovaina y luego, después de su conversión al calvinismo, en Leiden. El problema de Malebranche, que parte de la situación cartesiana, es el de la trascendencia del sujeto y, en general, el de la comunicación de las sustancias. Todavía Descartes había intentado salvar de algún modo la interacción de las sustancias, reduciéndola a pequeños movimientos y alteraciones de la glándula pineal. Malebranche va a afirmar taxativamente que no hay ni puede haber comunicación ninguna entre la mente y los cuerpos. “Es evidente que los cuerpos no son visibles por sí mismos, que no pueden actuar sobre nuestro espíritu ni representarse a él” (Recherche de la vérité, aclaración X). El conocimiento directo del mundo es, por tanto, absolutamente imposible; pero hay algo que permite ese conocimiento: Dios tiene en sí las ideas de todos los entes creados; esto por una parte; además, “Dios está unido estrechísimamente a nuestras almas por su presencia, de suerte que se puede decir que es el lugar de los espíritus, así como los espacios son en un sentido el lugar de los cuerpos. Supuestas estas dos cosas, es cierto que el espíritu puede ver lo que hay en Dios que representa los seres creados, puesto que esto es muy espiritual, muy inteligible y muy presente al espíritu”. Y unas páginas después añade Malebranche: “Si no viésemos a Dios de alguna manera, no veríamos ninguna cosa” (Recherche de la vérité, libro III, 2ª parte, capítulo VI).
La dificultad está en ese “de alguna manera”. A Dios se lo conoce indirectamente, reflejado, como en un espejo, en las cosas creadas, según el texto de San Pablo (Romanos, 1, 20); Invisibilia Dei... per ea quae facta sunt intellecta conspiciuntur. Malebranch se esfuerza por mantener un sentido recto y admisible de la visión de Dios, pero no logra evitar el error. Con frecuencia invierte los términos de la fórmula paulina y afirma el conocimiento directo de Dios y el de las cosas en él. Este error ha tenido repercusiones, sobre todo entre los “ontologistas” italianos del siglo XIX, Rosmini y Gioberti.
Es Dios quien hace que yo conozca las cosas inaccesibles. Su espiritualidad lleva en sí las ideas de las cosas corporales, creadas por Él. Esto es lo que tienen de común las cosas todas: ser creadas. El ser está presente en las cosas y las unifica en un sentido, a pesar de su radical diversidad. Esta vinculación ontológica total es lo que permite que se hable con sentido de la razón. En una subjetividad sin referencia a la realidad, no se podría decir que la hubiera. Las cosas son extensas y corporales, ajenas a mi espíritu; pero las ideas de Dios, los modelos según los cuales las cosas están creadas –unión del agustinismo y el cartesianismo–, son espirituales, son adecuadas al ser pensante, y el lugar de los espíritus es Dios. El hombre participa de Dios, y en él de las cosas, y así se salva el abismo metafísico. No hay interacción directa entre las sustancias; la congruencia entre ellas es operada por Dios; esta es la teoría de las causas ocasionales: yo no percibo las cosas, sino que, con ocasión de un movimiento de la res extensa, Dios provoca en mí una cierta idea; con ocasión de una volición mía, Dios mueve el cuerpo extenso que es mi brazo. Esta relación del espíritu humano con Dios, y con las cosas sólo en Él, es lo decisivo. Malebranche se da cuenta de esto con plenitud: “No hay nadie que no convenga en que todos los hombres son capaces de conocer la verdad; e incluso los filósofos menos esclarecidos están de acuerdo en que el hombre participa de una cierta razón que no determinan. Por esto lo definen animal RATIONIS particeps; pues no hay nadie que no sepa, al menos confusamente, que la diferencia esencial del hombre consiste en la unión necesaria que tiene con la razón universal” (Recherche de la vérité, aclaración X).
Las palabras de Malebranche son de tal modo claras y significativas, que prefiero citarlas textualmente, mejor que cualquier comentario. Vemos en Dios todas las cosas; es la condición necesaria de todo saber y de toda la verdad. Malabranche toma literalmente y con todo rigor las palabras de San Juan en el cuarto Evangelio: Dios es lux vera quae illuminat omnem hominem venientem in hunc mundum. Por tanto, Dios es absolutamente menester; aunque no se conozca la plenitud de la esencia divina es forzoso al menos saber que existe. La filosofía de Malebranche necesita igualmente una prueba de la existencia de Dios, y en ella encuentra su fundamento. Malebranche lleva al cartesianismo a sus consecuencias últimas en la dirección marcada por su fundador. Otros filósofos seguirán vías distintas, desde el mismo punto de partida.

2. Los pensadores religiosos.

En el siglo XVII y en los primeros años del XVIII hay en Francia una serie de pensadores católicos, preferentemente teólogos y aun místicos, influidos de modo profundo por la filosofía cartesiana. Se origina así una corriente intelectual muy fecunda, que caracteriza la vida espiritual francesa durante una centuria y condicionará la suerte ulterior de la filosofía en Francia. En otros países, el pensamiento teológico se mantiene apegado a las formas mentales y aun expositivas de la Escolástica, y la filosofía moderna sigue un curso independiente o no penetra siquiera en ellos. Los pensadores religiosos franceses están insertos en la tradición medieval, articulada en dos puntos capitales: San Agustín y Santo Tomás; pero reciben el influjo del cartesianismo, sobre todo en lo que se refiere al método, y de esta síntesis surge una nueva forma de pensamiento, que se podría llamar tal vez “teología cartesiana” o acaso moderna. Sobre los supuestos agustinianos se mantiene la arquitectura general del tomismo y, al mismo tiempo, se utilizan los hallazgos filosóficos de Descartes y se renueva el método de investigación y de exposición literaria. De este modo se salva la tradición helénica y medieval, entroncándola con el pensamiento moderno, y así consigue el pensamiento católico de Francia una vitalidad que perdió pronto en otros lugares. Por otra parte, estos teólogos rozan constantemente los problemas de la filosofía, y con frecuencia le aportan la precisión y el rigor que la teología ha dado siempre al pensamiento metafísico.

LOS JANSENISTAS.– Cornelio Jansen o Jansenio, obispo de Ypres, en relación estrecha con el abate de Saint-Cyran, había intentado fundar en el agustinismo y en los Padres de la Iglesia una interpretación teológica de la naturaleza humana y de la gracia. En 1640, poco después de la muerte de su autor, apareció el Augustinus de Jansenio, que fue condenado tres años después. El espíritu jansenista se había infiltrado, sobre todo, en la abadía de Port-Royal, dirigida por la Madre Angélica Arnauld. Con motivo de la condenación del Augustinus y de la condensación en cinco proposiciones, que fueron también condenadas, de la doctrina jansenista, se entabló en Francia una larga y viva polémica, cuyos detalles no son de este lugar. Los jansenistas se oponían, por otra parte, a la moral casuística de los jesuitas, a la que acusaban de laxitud. Los más importantes de los pensadores del grupo de Port-Royal fueron Antoine Arnauld (1612-1694) y Pierre Nicole (1625-1695). Aparte de sus obras teológicas, son ambos los autores del famoso libro titulado La logique ou l‘art de penser, conocido con el nombre de Lógica de Port-Royal.

PASCAL.– Estrechas relaciones con los solitarios de Port-Royal tuvo Blaise Pascal (1623-1662), genial matemático, de extraña precocidad, místico y polemista, espíritu profundo y apasionadamente religioso. Pascal escribió, aparte de tratados fisicomatemáticos, las Lettres à un Provincial o Provinciales, mediante las cuales intervino en la polémica antijesuítica, y, sobre todo, sus Pensées sur la religion, obra fragmentaria, en rigor sólo apuntes dispersos para un libro no escrito, de extraordinario interés religioso y filosófico.
Aparentemente, Pascal se opone al cartesianismo, a su confianza en la razón, y es casi escéptico. En realidad, Pascal es en buena medida cartesiano, incluso cuando se opone a Descartes. Por otra parte, Pascal está determinado rigurosamente por supuestos cristianos, y desde ellos se mueve su pensamiento. Si, de un lado, Pascal aprehende al hombre, como Descartes, por su dimensión pensante, de otro siente con extrema agudeza su fragilidad, menesterosidad y miseria: el hombre es una caña pensante (un roseau pensant). Y de esta miseria del hombre sin Dios se eleva a la grandeza del hombre con Dios, que es grande porque se sabe menesteroso y puede conocer a la Divinidad. La antropología pascaliana es del más alto interés.
Respecto al problema de su actitud ante la razón, hay que subrayar que Pascal distingue entre lo que llama raison –que suele entender como raciocinio o silogismo– y lo que llama coeur, corazón. “El corazón –dice– tiene sus razones que la razón no conoce”. Y añade: “Conocemos la verdad no sólo por la razón, sino también por el corazón; de este último modo conocemos los primeros principios, y en vano el razonamiento, que no participa de ellos, intenta combatirlos... El conocimiento de los primeros principios es tan firme como ninguno de los que nos dan nuestros razonamientos. Y en estos conocimientos del corazón y del instinto es donde la razón tiene que apoyarse y fundar todo su discurso”. No se trata, pues, de nada sentimental, sino que el coeur es para Pascal una facultad para el conocimiento de las verdades principales, fundamento del raciocinio.
Pascal busca a Dios, pero es, ante todo, un hombre religioso, y quiere buscarlo en Cristo, no sólo con la simple razón. Y escribe estas palabras de resonancia agustiniana: “Se hace un ídolo de la verdad misma. Pues la verdad fuera de la caridad no es Dios; es su imagen, un ídolo que no se ha de amar ni adorar”. Y resume su actitud filosófica entera en una frase que esclarece su verdadera significación. “Dos excesos: excluir la razón, no admitir más que la razón”.

BOSSUET.– Una de las figuras capitales de esa corriente teológica influida por el cartesianismo es Jacques-Bénigne Bossuet (1627-1704), obispo de Meaux, gran personaje en su tiempo, que fue el alma de la Iglesia de Francia durante media centuria. Fue un gran orador sagrado, historiador, teólogo y filósofo. Se esforzó, en relación con Leibniz, en las negociaciones irénicas, que tendían a reunir las Iglesias cristianas, y escribió la Historia de las variaciones de las Iglesias protestantes. Sus obras filosóficas de más importancia son el tratado De la connaissance de Dieu el de soi-méme y el Discours sur l‘histoire universelle, verdadera filosofía de la historia, que se enlaza con la Ciudad de Dios, de San Agustín, y prepara en cierto modo la obra de Vico y Herder y, sobre todo, de Hegel.

FÉNELON.– Otra gran figura de la Iglesia de Francia es Fénelon, arzobispo de Cambrai (1651-1715). A propósito del quietismo, la herejía introducida por el español Miguel de Molinos, autor de la Guía espiritual, y difundida en Francia por madame Guyon, Fénelon tuvo una polémica con Bossuet, y algunas proposiciones de su Histoire des maximes des saints fueron condenadas. Fénelon, como fiel cristiano, se retractó de su error. Su obra filosófica más interesante es el Traité de l’existence de Dieu.
Fénelon representa, en cierto sentido, una continuación del pensamiento de Bossuet, pero va aún más lejos. No sólo incorpora una serie de descubrimientos cartesianos, como el dualismo y la comprensión del hombre como ente pensante, sino que hace suyo el método de Descartes: la duda universal. Desde la evidencia indubitable del yo intenta reconstruir la realidad y llegar a Dios. La segunda parte de su tratado es netamente cartesiana. Pero mientras Descartes es pura y simplemente un filósofo, Fénelon es teólogo más que otra cosa, y por eso la orientación de su pensamiento es en última instancia bien distinta.

III. SPINOZA.

VIDA Y ESCRITOS.– Baruch de Spinoza nació en Ámsterdam (Holanda) en 1632. Procedía de una familia judía española, emigrada tiempo atrás a Portugal y luego a los Países Bajos. Sus opiniones religiosas hicieron que fuese expulsado de la sinagoga, y desde entonces tuvo más relación con medios cristianos, aunque él no profesó esta religión. Su nombre hebreo fue latinizado, y lo usó en la forma de Benedictus, Benito. Vivió en Holanda, sobre todo en su ciudad natal y en La Haya, siempre pobre y modesto, dedicado a pulimentar cristales ópticos. Spinoza (o, si se quiere, Espinosa, en la forma española de su apellido, probablemente la usada originariamente en la familia) fue siempre enfermizo, modesto y con gran necesidad de independencia. No aceptó un nombramiento de profesor en la Universidad de Heidelberg por no comprometer su libertad, y tuvo leal amistad con Jan de Witt. Murió, joven aún, en 1677.
Escribió, salvo alguna obra en holandés, casi todo en latín. Sus principales escritos son el Tractatus de intellectus emendatione, el Breve tratado de Dios, el hombre y su felicidad (en holandés), el Tractatus theologico-politicus, el Tractatus politicus, una exposición de los Principios de Descartes; los Cogitata metaphysica y, sobre todo, su obra maestra, publicada después de su muerte: la Ethica ordine geometrico demonstrata. Esta obra está escrita siguiendo la forma de exposición de los libros de matemáticas, con axiomas, definiciones, proposiciones con sus demostraciones, escolios y corolarios. Es un ejemplo extremado de la tendencia racionalista y matemática, llevada incluso a la forma externa de la filosofía.

1. Metafísica.

El PUNTO DE PARTIDA.– Spinoza se encuentra inserto en una tradición filosófica múltiple. Desde luego, y del modo más directo, en la próxima tradición cartesiana; además, está enlazado con una tradición escolástica, sobre todo con el escotismo y el ockamismo, y conoció y estudió a Suárez. Tiene también contacto con las fuentes hebreas: en primer lugar, la Biblia y también el Talmud; en segundo lugar, los filósofos judíos medievales, principalmente Maimónides y la Cábala. Hay que añadir otro momento, que es la tradición griega, en especial el estoicismo. Y, desde luego, la influencia de la ciencia natural contemporánea y de la filosofía de Giordano Bruno, y de la teoría del Estado y de la política de Hobbes. Estas son las raíces principales del pensamiento de Spinoza, que le confieren un carácter peculiar dentro de la metafísica del siglo XVII.

LA SUSTANCIA.– Spinoza parte de la situación de Descartes. Este decía que por sustancia se entiende aquello que no necesita de nada para existir, y en rigor sólo podría ser sustancia Dios; pero luego encontraba otras sustancias que no necesitan de otras criaturas para existir, aunque sí de Dios: la res cogitans y la res extensa. Spinoza toma esto con todo rigor, y define la sustancia de este modo: Per substantiam intelligo id quod in se est et per se concipitur; hoc est, id cujus conceptus non indiget conceptu alterius rei, a quo formari debeat: Por sustancia entiendo aquello que es en sí y se concibe por sí; esto es, aquello cuyo concepto no necesita del concepto de otra cosa, por el que deba formarse. Por tanto, para Spinoza no va a haber más que una sustancia única. ¿Qué son, pues, las demás cosas? No son sustancias: son atributos; el atributo es lo que el entendimiento percibe de la sustancia como constituyente de su esencia. Hay infinitos atributos; pero el intelecto no conoce más que dos: cogitatio y extensio, pensamiento y extensión. Es decir, la res cogitans y la res extensa cartesiana, rebajadas en jerarquía ontológica; ya no son sustancias, sino simples atributos de la sustancia única.
Las cosas individuales –que ya en Descartes quedaban desposeídas de su tradicional carácter sustancial, reservado a las dos res– son modos de la sustancia, es decir, afecciones de ella, aquello que es en otro y se concibe por otro. Estos modos afectan a la sustancia según sus diferentes atributos.

DIOS.– Spinoza define a Dios como el ente absolutamente infinito; es decir, la sustancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita. Este ente coincide con la única sustancia posible. Es el ente necesario y a se, y queda identificado con la sustancia; los atributos de esta son los infinitos atributos de Dios. Y este Dios de Spinoza, igual a la sustancia, es naturaleza. Deus sive natura, dice Spinoza. La sustancia –o sea Dios– es todo lo que hay, y las cosas todas son afecciones suyas. Es, pues, naturaleza en un doble sentido: en el de que todas las cosas proceden de Dios, de que es el origen de todas las cosas; a esto llama Spinoza natura naturans; pero, por otra parte, Dios no engendra nada distinto de Él; de modo que es naturaleza en un segundo sentido: las cosas mismas que emergen o brotan; y a esto llama natura naturata. El sistema de Spinoza es, pues, panteísta.
El Dios de Spinoza está expresado por las cosas individuales en los dos atributos fundamentales que el hombre conoce: pensamiento y extensión. Vuelve, pues, el esquema cartesiano, pero con una modificación esencial: de las tres sustancias de Descartes, una infinita y dos finitas, sólo la primera conserva el carácter sustancial, y las otras dos son atributos suyos.

LA COMUNICACIÓN DE LAS SUSTANCIAS.– Hemos visto aparecer este problema en la metafísica cartesiana, y su primera solución ocasionalista. Malebranche niega que haya efectivamente una comunicación de las sustancias. La doctrina de Spinoza es todavía más radical: consiste en negar lisa y llanamente toda pluralidad de sustancias. No hay más que una, con dos atributos de la misma: no puede haber comunicación, sino sólo correspondencia. Hay un estricto paralelismo entre los dos atributos conocidos, extensión y pensamiento, de la sustancia única; por tanto, entre la mente y las cosas corporales: Ordo et connexio diearum idem est, ac ordo et connexio rerum. El orden ideal es el mismo que el real. Y justamente el hacer perder a la extensión y al pensamiento –en suma, al mundo en su más amplio sentido– el carácter subsistente que aún conservaba en Descartes, para reducirlo a meros atributos de la sustancia única, es lo que obliga a identificar esta con Dios, por una parte, y con la naturaleza por otra: Deus sive substantia sive natura. En este momento surge el panteísmo de Spinoza. En su filosofía apenas si se ocupa de otra cosa que de Dios; pero esto, que podría parecer una nueva teología, no es sino el estudio metafísico de la sustancia; y, al mismo tiempo, la consideración racional de la naturaleza, entendida, al modo cartesiano, geométricamente.
En el sistema de Spinoza, como en todos los demás del XVII, es menester asegurar la existencia de Dios. Y esto en un sentido quizá más extremado todavía, puesto que tiene que atribuir a la naturaleza misma, junto al carácter sustancial, la divinidad. Ser no quiere decir en Spinoza ser creado por Dios, sino simplemente ser divino.

2. Ética.

EL PLAN DE LA “ÉTICA”.– La metafísica de Spinoza culmina en su ética. Por esto, su obra capital, la que expone el contenido general de su filosofía, lleva ese título. Está dividida en cinco partes: I. De Dios. lI. De la naturaleza y el origen de la mente. III. Del origen y la naturaleza de las pasiones. IV. De la servidumbre humana, o de la fuerza de las pasiones. V. De la potencia del intelecto, o de la libertad humana. En primer lugar, pues, expone su ontología: la teoría de Dios o de la sustancia; en segundo lugar estudia la estructura de la mente, y aborda el problema del conocimiento; luego enumera y define las pasiones, interpretadas de un modo naturalista y geométrico: quiere hablar de las acciones y apetitos humanos “como si fuera cuestión de líneas, de planos o de cuerpos”; por último, expone la teoría de la esclavitud humana o de la libertad, según dominen en el hombre las pasiones o la razón; en estas últimas partes es donde plantea propiamente el problema ético, en el que se resume todo el sentido de su filosofía.

EL HOMBRE.– Para Spinoza, todo es naturaleza; no tiene sentido oponerle otra cosa, por ejemplo, espíritu. El hombre es cogitatio; pero este pensamiento es tan naturaleza como una piedra. El hombre es un modo de la sustancia, una simple modificación de Dios, en los dos atributos de la extensión y el pensamiento; en esto consiste la peculiaridad del hombre, que tiene cuerpo y alma: el alma es la idea del cuerpo. Y como hay una exacta correspondencia entre las ideas y las cosas, hay un estricto paralelismo entre el alma y el cuerpo. Todo lo que acontece al hombre, y concretamente sus propias pasiones, es natural y sigue el curso necesario de la naturaleza. Para Spinoza, “se dice libre la cosa que existe por la sola necesidad de su naturaleza y se determina a obrar por sí sola”; es una idea de la libertad dentro de la cual sólo Dios es libre. Spinoza es determinista: “no se puede considerar al hombre como un imperio dentro de otro imperio”. El hombre, pues, no es libre, ni el mundo tiene una finalidad; todo es necesario y está determinado causalmente. El hombre es esclavo porque se cree libre y se ve arrastrado por la necesidad. No cabe más que un modo de libertad: el conocimiento, Cuando el hombre sabe lo que es, sabe que no es libre, y no se siente obligado o coaccionado, sino determinado según su esencia; por esto la razón es libertad. El ser del hombre, que es un modo de la sustancia, una mens y un corpus, consiste en no ser libre y en saberlo, en vivir en la naturaleza, en Dios. Aquí resuena el principio estoico: parere Deo libertas est; obedecer a Dios es libertad.
La filosofía, el saber acerca del ser, de la sustancia, es un saber de Dios. Y este modo supremo de conocimiento, en el que residen la libertad y la felicidad, es el amor Dei intellectualis, el amor intelectual a Dios, en que culminan, a la vez, la filosofía y la vida humana en Spinoza.

3. El ser como conato de perduración.

En la III parte de la Ética, Spinoza expone una idea del ser como afán de perdurar infinitamente, que importa conocer, aunque sea con suma brevedad. Toda cosa –dice Spinoza–, en cuanto es en sí, tiende a perseverar en su ser, y este conato no es sino la esencia actual de la cosa; ese conato envuelve un tiempo indefinido, infinito: es un afán de seguir siendo siempre. La mente humana tiende a perdurar indefinidamente, y es consciente de ese conato, que, cuando se refiere a la mente sola, se llama voluntad, y cuando se refiere a la vez a la mente y al cuerpo, se llama apetito; y este apetito de ser no es otra cosa que la misma esencia del hombre: el deseo es el apetito con conciencia,
No tendemos a las cosas –dice Spinoza–, no queremos o apetecemos algo porque juzguemos que sea bueno, sino al revés: creemos que algo es bueno porque tendemos a ello, lo queremos, apetecemos o deseamos. Esta cupiditas es el afecto principal del hombre; hay otros dos capitales, la alegría y la tristeza, que corresponden al aumento o disminución del ser y de la perfección; de estos tres afectos proceden todos los demás, y toda la vida psíquica del hombre: el amor, el odio, etc.
Lo que constituye, por tanto, el ser de las cosas para Spinoza es un conato, una tendencia, y este conato es un afán de ser siempre. Por tanto, ser quiere decir para Spinoza querer ser siempre, tener apetito de eternidad o, al menos, de perduración. La esencia del hombre es deseo: el hombre consiste en desear ser siempre y saber que lo desea. En esta forma radical se enlazan el problema del ser y el problema de la inmortalidad en Spinoza.

IV. LEIBNIZ.

PERSONALIDAD.– Godofredo Guillermo (Gottfried Wilhelm) Leibniz nació en Leipzig en 1646 y murió en Hannover en 1716. Su familia era protestante y de tradición jurídica. Leibniz estudió intensamente desde muy joven: las lenguas clásicas, griego y latín; las literaturas de la Antigüedad, la filosofía escolástica, que conocía muy bien, y luego la de los modernos: Bacon, Campanella, Descartes, Hobbes; trabó conocimiento con la matemática y la física contemporánea, y estudió las obras de Kepler y Galileo; además, trabajó seriamente en cuestiones jurídicas e históricas, se inició en la alquimia y sintió una inmensa curiosidad por todas las formas del saber.
Pronto empieza Leibniz a intervenir en la vida de su tiempo. Envía trabajos a las sociedades eruditas europeas; va a Francia con una misión diplomática y traba relación con los mejores intelectuales de aquellos años: va también a Londres. Después, en 1676, descubre el cálculo infinitesimal o calcul des infiniment petits, a la vez que Newton descubría la misma disciplina, aunque en forma distinta, con el nombre de método de las fluxiones. Se suscitó una gran polémica entre los partidarios de ambos –más que entre ellos mismos–; pero parece que el descubrimiento se hizo de un modo independiente y sin influencia de uno en otro.
Volvió a Alemania y fue nombrado bibliotecario de Hannover, donde vivió casi siempre ya, aparte de sus viajes. Allí desplegó una intensa actividad intelectual, diplomática y política, y como historiador de los Annales Brunswicenses. Por iniciativa suya se fundó la Academia de Ciencias de Berlín, según los modelos de París y Londres, en 1700, y Leibniz fue su primer presidente. Fue un gran personaje de su época, y estuvo, además, en Italia, Austria y Holanda. Se ocupó activamente de su proyecto de unión de las Iglesias cristianas. Él se sentía muy próximo al catolicismo, pero no quería abjurar y convertirse, sino unir nuevamente las dos confesiones; a pesar de sus esfuerzos y los de Bossuet y Rojas Spínola, el plan fracasó. Leibniz murió en soledad, oscuramente y casi abandonado, después de una vida intensa y de maravillosa plenitud intelectual.

OBRAS.– Leibniz escribió numerosos libros de matemáticas, física, historia y, sobre todo, filosofía. Casi todas sus obras están escritas en francés o en latín, y sólo muy pocas y secundarias en alemán. Esta lengua todavía no tenía cultivo filosófico, y solo lo adquirió en manos de Wolff, discípulo de Leibniz. Toda la personalidad leibniziana acusa una fuerte influencia francesa, y usó de preferencia, junto a la lengua internacional –el latín–, la lengua culta de la época. Las principales obras filosóficas de Leibniz son: dos libros extensos, los Nouveaux essais sur l’entendement humain y la Théodicée (el primero, dirigido contra el Essay Concerning Human Understanding del filósofo inglés Locke, no se publicó en vida de Leibniz, por haber muerto Locke mientras preparaba su publicación; la Teodicea plantea el problema de la justificación de Dios, es decir, el de su bondad y omnipotencia en relación con el mal y con la libertad humana); además, varios escritos breves, sobre todo el Discours de métaphysique, tal vez el más sistemático e interesante; el Systéme nouveau de la nature; los Principes de la nature el de la gráce, fondés en raison, y la Monadologie, que compuso para el príncipe Eugenio de Saboya. Además, una extensa correspondencia intelectual con Arnauld, Clarke, etc., todavía en gran parte inédita.

1. La situación filosófica de Leibniz.

Leibniz cierra un periodo de la filosofía; más o menos, la época barroca, que se inicia filosóficamente con Descartes. Es decir, Leibniz aparece al final de una época de densidad metafísica pocas veces igualada. Cuando Leibniz llega a su madurez, hace ya sesenta años que se hace metafísica intensamente. Los sistemas del racionalismo se han ido sucediendo con rapidez: Descartes, Malebranche, Spinoza, los de Port-Royal, los jansenistas. Ha habido también en esta época un gran florecimiento teológico, la Escolástica española. Suárez, Melchor Cano, Báñez, Molina, todo el movimiento en torno al Concilio tridentino. Leibniz está atento a esta doble corriente, del racionalismo por una parte y de la Escolástica –especialmente española– por otra. En sus páginas afloran con gran frecuencia nombres españoles, justamente aquellos que han tenido auténtico valor intelectual y un puesto en la historia viva del pensamiento: los que han tenido eficacia y rigor mental; y esto es confortador para quien tenga despierto el sentido de la verdad y no guste de fáciles glorificaciones donde se pierda en confusión toda claridad y jerarquía. Leibniz supera por completo ese desdén de la Escolástica que caracterizó a los pensadores superficiales del Renacimiento y que aún se conservó, al menos externamente, en los primeros racionalistas; vuelve de un modo explícito a utilizar las ideas aristotélicas y muchas medievales, y numerosos conceptos teológicos aguzados en Trento. Además, se dedica intensamente a la matemática y a la nueva ciencia natural, y hace progresar a ambas de un modo extraordinario. De este modo, reúne y domina en absoluto todas las tradiciones filosóficas, teológicas y científicas. Leibniz es el resumen superior de su época entera.
El horizonte concreto en que se mueve Leibniz es la situación filosófica que dejaron Descartes y Spinoza. Leibniz es tal vez el primer idealista en sentido estricto; en Descartes, el idealismo está aún lastrado de realismo y de ideas escolásticas, y Spinoza no es propiamente idealista en lo que tiene de más peculiar, aunque sí lo sea el marco ideológico de su tiempo, en el cual se le plantean sus problemas. Leibniz se verá obligado a plantear con rigor las grandes cuestiones de la época, y tendrá que alterar esencialmente la idea de la física y el concepto mismo de sustancia, en el cual, desde Aristóteles, se ha centrado siempre la filosofía.

2. La metafísica leibniziana.

DINAMISMO.– Para Descartes, el ser era res cogitans o res extensa. El mundo físico era extensión, algo quieto. La idea de fuerza le era ajena, pues le parecía confusa y oscura, e incapaz de traducirse en conceptos geométricos. Un movimiento consistía para Descartes en el cambio de posición de un móvil respecto a un punto de referencia; los dos puntos son intercambiables: lo mismo da decir que A se mueve respecto de B, o que B se mueve respecto de A; lo único que interesa a la física es el cambio de posición. Descartes cree que la cantidad de movimiento (mv) permanece constante. Leibniz demuestra que la constante es la fuerza viva (1/2mv2). A Leibniz le parece absurda esa física estática, geométrica. Un movimiento no es un simple cambio de posición, sino algo real, producido por una fuerza. Si una bola de billar choca con otra, sale esta despedida, y esto es porque hay una fuerza, una vis que hace que la segunda bola se ponga en movimiento. Este concepto de la fuerza, vis, impetus, conatus, es lo fundamental de la física –y de la metafísica– de Leibniz. La idea de la naturaleza estática e inerte de Descartes se sustituye por una idea dinámica; frente a la física de la extensión, una física de la energía; no geométrica, sino Física: no se olvide que, desde Grecia, la naturaleza es principio de movimiento. Leibniz tiene que llegar a una nueva idea de la sustancia.

LAS MÓNADAS.– La estructura metafísica del mundo es para Leibniz la de las mónadas. Mónada –– quiere decir unidad. Las mónadas son las sustancias simples, sin partes, que entran a formar los compuestos; son los elementos de las cosas. Como no tienen partes, son rigurosamente indivisibles, átomos, y, por tanto, inextensas, pues los átomos no pueden tener extensión, ya que esta es divisible siempre. Un átomo material es una expresión contradictoria: la mónada es un átomo formal. Estas mónadas simples no pueden corromperse ni perecer por disolución, ni comenzar por composición. Una mónada, pues, sólo llega a ser por creación, y sólo deja de ser por aniquilamiento. Empieza, pues, a ser tout d’un coup, no por generación. Estas mónadas –dice Leibniz– no tienen ventanas; es decir, no hay nada que pueda desprenderse de una de ellas y pasar a otra e influir en ella. Pero las mónadas tienen cualidades y son distintas entre sí; además, cambian de un modo continuo; pero este cambio no es extrínseco, sino el despliegue de sus posibilidades internas.
La mónada es vis, fuerza. Una vis repraesentativa o fuerza de representación. Cada mónada representa o refleja el universo entero, activamente, desde su punto de vista. Las mónadas, por esto, son irreemplazables, cada una refleja el universo de un modo propio. La metafísica de Leibniz es pluralista y perspectivista. No todas las mónadas son de igual jerarquía; reflejan el universo con distintos grados de claridad. Además, no todas las mónadas tienen conciencia de su reflejar. Cuando tienen conciencia y memoria, puede hablarse no sólo de percepción, sino de apercepción; este es el caso de las mónadas humanas. Pero esta representación es activa: es un hacer de la mónada, un conato, una apetición, que emerge del mismo fondo ontológico de ella, de su propia realidad. Todo lo que acontece a la mónada brota de su mismo ser, de sus internas posibilidades, sin intervención exterior.
Leibniz hace, pues, lo contrario de Spinoza: mientras este reduce la sustancialidad a un ente único, naturaleza o Dios, Leibniz restituye a la sustancia el carácter de cosa individual que tuvo desde Aristóteles. Es, en cierto sentido, la vuelta a la interpretación del concepto de sustancia como haber o bien de una cosa,  en griego, en lugar de cargar el acento en el momento de la independencia –como Descartes y, más aún, Spinoza–, que en la metafísica griega fue siempre una consecuencia del carácter sustancial en el sentido de la ousía. La sustancia, decía Aristóteles, es lo propio de cada cosa. Frente a la dualidad cartesiana de la res extensa y la res cogitans, presididas por la res infinita que es Dios, Leibniz vuelve a una absoluta pluralidad de mónadas sustanciales, que encierran en sí, con todo rigor, la totalidad de sus posibilidades ontológicas. La sustancia o naturaleza vuelve a ser principio del movimiento en las cosas mismas, como en Aristóteles. A pesar de sus aparentes aproximaciones a Platón, por la teoría de las ideas innatas, Leibniz es el más aristotélico de los metafísicos del racionalismo, y de ahí le viene en parte su incomparable fecundidad, la que ha recobrado la filosofía siempre que se ha puesto en contacto vivo con Aristóteles.

LA ARMONÍA PREESTABLECIDA.– Como las múltiples mónadas que constituyen el mundo no tienen ventanas, el problema de la imposible comunicación de las sustancias no es ya sólo el del conocimiento, sino, ante todo, el del orden mismo y la congruencia del mundo en su conjunto. El acontecer del universo no puede explicarse más que partiendo del supuesto de que todo emerge del fondo individual de cada mónada. ¿Cómo sucede entonces que forman un mundo lleno de conexión, que es posible conocer las cosas, y que todo pasa en el mundo como si se diera esa quimérica comunicación de las sustancias, que es menester rechazar? Es forzoso admitir un orden establecido previamente a cada mónada, que hace que, al desenvolver solitariamente sus posibilidades, coincida con todas las restantes y se encuentren armónicamente, constituyendo un mundo, a pesar de su radical soledad e independencia. Y este orden sólo puede haberlo hecho Dios en sus designios, al crear sus mónadas, solas y reunidas a la vez. “Es menester, pues, decir que Dios ha creado primero el alma, o cualquiera otra unidad real, de manera que todo le nazca de su propio fondo, por una perfecta espontaneidad respecto a sí misma, y, sin embargo, con una perfecta conformidad con las cosas de fuera”. (Système nouveau, 14). Es lo que Leibniz llamó armonía preestablecida.
Estas son las tres soluciones posibles al problema idealista de la comunicación de las sustancias: el ocasionalismo, el monismo y la armonía preestablecida. Según un ejemplo famoso, el problema sería equivalente al de poner de acuerdo varios relojes. En la solución de Descartes y Malebranche, el relojero –Dios– pone de acuerdo constantemente los dos relojes –pensamiento y extensión–, que no tienen relación directa ninguna. En Spinoza se niega el problema; es decir, no hay dos relojes, sino sólo uno con dos esferas: dos aspectos de la misma realidad, dos atributos de la misma sustancia, que coincide con Dios. En Leibniz los relojes no son dos, sino muchos; y no tienen tampoco relación entre sí, ni el relojero los pone constantemente en hora: esto sería un milagro perpetuo, y le parece absurdo; pero el relojero ha construido los relojes de modo que marchen de acuerdo, sin que se influyan mutuamente y sin tocarlos; independientemente, y en virtud de su previa construcción, los relojes marchan acordes, armónicamente. Esta es la armonía preestablecida.

EL PAPEL DE DIOS.– Si volvemos la atención al problema del conocimiento, encontramos que también en Leibniz es Dios quien asegura la correspondencia de mis ideas con la realidad de las cosas, al hacer coincidir el desarrollo de mi mónada pensante con todo el universo. Si en Malebranche todas las cosas se ven y se saben en Dios, en Leibniz, hablando con propiedad, sólo se saben por Dios. Leibniz expresa esto en términos clarísimos: “En el rigor de la verdad metafísica no hay causa externa que actúe sobre nosotros, excepto Dios solo, y él solo se comunica a nosotros inmediatamente en virtud de nuestra continua dependencia. De lo que se sigue que no hay otro objeto externo que toque a nuestra alma y que excite inmediatamente nuestra percepción. Así, no tenemos en nuestra alma las ideas de todas las cosas sino en virtud de la acción continua de Dios sobre nosotros...” (Discours de métaphysique, 28). Lo cual quiere decir, en otras palabras, que las mónadas tienen, en definitiva, ventanas, sólo que, en lugar de poner en comunicación a unas mónadas con otras, están todas abiertas sobre la Divinidad.
Con lo cual encontramos, una vez más, en la plenitud de la filosofía leibniziana, la necesidad de asegurar a Dios, supuesto fundamental de toda su metafísica, porque es quien hace posible el ser de las mónadas, entendido como esa autónoma y espontánea fuerza de representación, que espeja el universo desde la infinita pluralidad de su perspectiva. Necesita, pues, Leibniz probar en la filosofía la existencia de Dios, y para ello esgrime de nuevo, bien que modificado, el argumento ontológico, que viene a ser así un fundamento capital de toda la metafísica racionalista del siglo XVII. Según Leibniz, es menester probar la posibilidad de Dios, y sólo entonces se asegura su existencia, en virtud de la prueba ontológica, pues Dios es el ens a se. Si Dios es posible, existe. Y la esencia divina es posible, dice Leibniz, porque, como no encierra ninguna negación, no puede tener contradicción alguna; por tanto, Dios existe. (Cf. Discours de metaphysique, 23, y Monadologie, 45).
Pero Leibniz hace algo más. Intenta también una prueba a posteriori y experimental. Si el ens a se es imposible, también lo son todos los entes ab alio, puesto que estos sólo existen por este aliud que es, justamente, el ens a se; por tanto, en ese caso no habría nada. Si no existe el ente necesario, no hay entes posibles; ahora bien, estos existen, puesto que los vemos; luego existe el ens a se. Las dos proposiciones enunciadas, juntas, componen la demostración leibniziana de la existencia de Dios. Si el ente necesario es posible, existe; si no existe el ente necesario, no hay ningún ente posible. Este razonamiento se funda en la existencia, conocida a posteriori, de los entes posibles y contingentes. La fórmula mínima del argumento sería esta: Hay algo, luego hay Dios (Puede verse un análisis de los problemas que esta prueba plantea en mi ensayo “El problema de Dios en la filosofía de nuestro tiempo” (en San Anselmo y el insensato). [Obras, IV.]).

3. El conocimiento.

PERCEPCIÓN Y APERCEPCIÓN.– Las mónadas tienen percepciones. Pero estas percepciones no son siempre iguales, sino que pueden ser claras u oscuras, distintas o confusas. Las cosas tienen percepciones insensibles, sin conciencia, y el hombre también, en diferentes grados. Una sensación es una idea confusa. Cuando las percepciones tienen claridad y conciencia, y van acompañadas por la memoria, son apercepción, y estas son propias de almas. Dentro de las almas hay una jerarquía, y las humanas llegan a conocer verdades universales y necesarias; entonces puede hablarse de razón, y el alma es espíritu. En la cumbre de la jerarquía de las mónadas está Dios, que es acto puro.

VERDADES DE RAZÓN Y VERDADES DE HECHOS.– Leibniz distingue entre las que llama véritás de raison y vérités de fait. Las verdades de razón son necesarias; no puede concebirse que no sean; esto es, se fundan en el principio de contradicción. Por tanto, son evidentes a priori, aparte de toda experiencia. Las verdades de hecho, en cambio, no se justifican a priori, sin más. No pueden fundarse sólo en el principio de identidad y en el de contradicción, sino en el de razón suficiente. Dos y dos son cuatro; esto es verdad de razón, y se funda en lo que es el dos y lo que es el cuatro; dos y dos no pueden no ser cuatro. Colón descubrió América; esto es una verdad de hecho, y requiere una confirmación experimental; podría no ser verdad, no es contradictorio que Colón no hubiera descubierto América.

LA NOCIÓN INDIVIDUAL.– Pero no es esto, sin embargo, tan claro. No olvidemos que la mónada encierra en sí toda su realidad, y nada le puede venir de fuera; por tanto, todo lo que le ocurra está incluido en su esencia y. por consiguiente, en su noción completa. Colón descubrió América porque esto estaba incluido en su ser Colón, en la noción completa suya. Si César no hubiera pasado el Rubicón –dice Leibniz en un ejemplo famoso– no hubiera sido César. Por tanto, si conociésemos la noción individual completa veríamos cómo las verdades de hecho están incluidas en la esencia de la mónada, y su ausencia es contradictoria. Las verdades todas serían, pues, vérités de raison, necesarias y a priori. Pero ¿quién posee la noción completa de las mónadas? Sólo Dios; por tanto, sólo para él desaparece la distinción mencionada, que para el hombre subsiste.
En rigor, pues, para Leibniz no habría notas accidentales; dice Leibniz que toda predicación verdadera está fundada en la naturaleza de las cosas. Todos los juicios, pues, son analíticos: no son más que la explicitación de la noción del sujeto. Kant enseñará luego la importante distinción entre los juicios analíticos y los sintéticos, desde supuestos metafísicos distintos de los de Leibniz.

EL INNATISMO.– Todas las ideas proceden de la interna actividad de la mónada; nada es recibido desde fuera. Leibniz está a cien leguas de todo empirismo, que es formalmente imposible en su metafísica. Las ideas, por tanto, son innatas en este sentido concreto. No se trata tanto de un problema psicológico cuanto de una cuestión metafísica. Las ideas tienen su origen –activo– en la propia mente, en la vis repraesentativa que las produce. Por esto Leibniz está en total oposición a Locke y a todo el empirismo inglés, que influye fuertemente en el Continente y va a dominar el siglo XVIII. Leibniz rectifica el principio tradicional de que nada hay en el entendimiento que no haya estado antes en los sentidos, exceptuando de él el propio entendimiento: Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu... nisi intellectus ipse.

LA LÓGICA.– La lógica tradicional, demostrativa, no satisface a Leibniz. Cree que sólo sirve para demostrar verdades ya conocidas, y no para encontrarlas. Esta objeción, como la tendencia al innatismo, apareció ya desde Descartes, y en Leibniz llega a su extremo. Leibniz quiso hacer ver una verdadera ars inveniendi, una lógica que sirviera para descubrir verdades, una combinatoria universal, que estudiase las posibles combinaciones de los conceptos. De un modo apriorístico y seguro se podría operar, de una manera matemática, para la investigación de la verdad. Esta es la famosa Ars magna combinatoria, que recogía inspiraciones de Raimundo Lulio. De aquí nace la idea de la mathesis universalis, que actualmente ha mostrado su fecundidad en el campo de la fenomenología y de la logística o lógica matemática.

4. Teodicea.

La Teodicea de Leibniz lleva como subtítulo Ensayos sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal. Esto explica el sentido y el alcance de esta “justificación de Dios”. Por una parte, se define a Dios como omnipotente e infinitamente bueno; pero existe el mal en el mundo. Por otra parte, se dice que el hombre es libre y responsable, pero en cambio Leibniz enseña que todo lo que ocurre está incluido previamente en la mónada. ¿Cómo se pueden hacer compatibles estas ideas? Este es el problema.

EL OPTIMISMO METAFÍSICO.– El mal puede ser metafísico (la imperfección y finitud del mundo y del hombre), físico (el dolor, las desgracias, etc.) o moral (la maldad, el pecado, etc.). El mal metafísico nace de la imposibilidad de que el mundo sea infinito como su creador; el mal físico tiene su justificación para dar ocasión a valores más altos (por ejemplo, la adversidad da ocasión a que exista la fortaleza de ánimo, el heroísmo, la abnegación); además, Leibniz cree que la vida, en suma, no es mala, y que es mayor el placer que el dolor; por último, el mal moral, que es el que constituye más grave problema, es más bien un defecto, algo negativo; Dios no quiere el mal moral, sino simplemente lo permite, porque es condición para otros bienes mayores. No se puede tomar aisladamente un hecho; no conocemos los planes totales de Dios, sino que sería menester verlos en la totalidad de sus designios. Como Dios es omnipotente y bueno, podemos asegurar que el mundo es el mejor de los posibles; es decir, que contiene el máximo de bien con el mínimo de mal que es condición para el bien del conjunto. Esto es lo que se llama principe du meilleur, y se enlaza con los argumentos de Escoto para probar la Inmaculada Concepción. Dios hace lo mejor porque puede y es bueno; si no pudiera, no sería Dios, porque no seria omnipotente; si pudiera y no quisiera, tampoco sería Dios, porque no sería infinitamente bueno. Potuit, decuit, ergo fecit: “Pudo, convino, luego lo hizo”, concluía Escoto. Análogamente funda Leibniz su optimismo metafísico al afirmar que el mundo es el mejor de los posibles.

LA LIBERTAD.– Todas las mónadas son espontáneas, porque nada externo puede coaccionarlas ni obligarlas a nada; pero no basta esto para que sean libres. La libertad supone, además de la espontaneidad, la deliberación y la decisión. El hombre es libre porque escoge entre los posibles después de deliberar. Pero tenemos, como dificultad, la presciencia divina; Dios, desde un comienzo, ve el ser de las mónadas, y estas encierran en sí todo lo que les ha de acontecer y han de hacer. ¿Cómo es posible la libertad?
Leibniz echa mano de algunas agudas distinciones de la teología católica, especialmente del español Molina, para interpretar la ciencia de Dios. Dios tiene tres tipos de ciencia: 1.º Ciencia de pura intelección. 2.º Ciencia de visión. 3.º Ciencia media. Por la primera, Dios conoce todas las cosas posibles; por la ciencia de visión conoce las cosas reales o futuras; por la ciencia media, Dios conoce los futuribles, es decir, los futuros condicionados, las cosas que serán si se pone una condición, pero sin que esta condición esté puesta. Dios conoce lo que haría la voluntad libre, sin que esté determinado que esto haya de ser así ni se trate, por tanto, de futuros, como Cristo sabe que si en Tiro y en Sidón se hubiesen hecho milagros, las gentes hubiesen hecho penitencia (Math., XI, 21). Las cosas contingentes no son necesarias; su necesidad sólo viene dada a posteriori, después de un decreto de la voluntad divina, posterior a la ciencia de simple intelección y a la ciencia media.
Dios crea a los hombres, y los crea libres. Esto quiere decir que se determina libremente a obrar, aunque han sido determinados por Dios a existir. Dios quiere que los hombres sean libres, y permite que puedan pecar, porque es mejor esa libertad que la falta de ella. El pecado aparece, pues, como un mal posible que condiciona un bien superior; a saber, la libertad humana.

DIOS EN LA FILOSOFÍA DEL SIGLO XVII.– Hemos visto cómo, a pesar del apartamiento de la teología, Dios no estaba perdido. Se puede fundar toda esta filosofía racionalista e idealista, desde Descartes hasta Leibniz, porque Dios está ahí, seguro aunque apartado. La razón no podrá conocer acaso la esencia divina, no podrá hacer teología, pero sí sabe con certeza que existe Dios. La situación del tiempo, insisto en ello, es la de tener a Dios un tanto lejano, un tanto inaccesible e inoperante en la actividad intelectual, pero, sin embargo, seguro. Se hace pie en él, aunque no sea tema en que se detengan con interés constante las miradas. Deja de ser el horizonte siempre visible para convertirse en el suelo intelectual de la mente europea del siglo XVII.
Esto es lo que da su unidad profunda al período de la historia de la filosofía que va de Descartes a Leibniz. Aparece este grupo de sistemas como envuelto por un aire común, que revela una filiación semejante. Se advierte una profunda coherencia entre todas estas construcciones filosóficas que se apiñan en esos cuantos decenios. Y estos sistemas filosóficos aparecerán, juntos, como contrapuestos a otro grupo de altos edificios metafísicos: el llamado idealismo alemán, que arranca de Kant para culminar en Hegel. Desde la filosofía de la época romántica se dirigirá un reproche a la totalidad de la metafísica del tiempo barroco. En esa objeción aparecen reunidos en un conjunto esos sistemas, no distinguidos en su individualidad; nos interesará ver el sentido de esa calificación de conjunto. Se llama dogmática a esa filosofía. ¿Qué quiere decir esto? Tendremos que ver cuál es la suerte del problema de Dios en manos de los idealistas alemanes. Este problema se cifrará en la cuestión del argumento ontológico y nos revelará la situación metafísica de la nueva etapa de la filosofía moderna (Véase mi ensayo “La pérdida de Dios. (en San Anselmo y el insensato). [Obras, IV.]),

(Continuará)

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