sábado, 17 de septiembre de 2011

Historia de la filosofía – parte 19

Autor: Julián Marías.
Editorial: Biblioteca de la Revista De Occidente – Madrid – 1978.

VII. ORTEGA Y SU FILOSOFÍA DE LA RAZÓN VITAL.

1. La figura de Ortega.

VIDA.– José Ortega y Gasset, el máximo filósofo español, nació en Madrid el 9 de mayo de 1883 y ha muerto en la misma ciudad el 18 de octubre de 1955. De 1898 a 1902 estudió la licenciatura en Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid, y se doctoró en 1904, con una tesis sobre Los terrores del año mil (Crítica de una leyenda). En 1905 marchó a Alemania, y estudió en las Universidades de Leipzig, Berlín y Marburgo; en la última de estas Universidades –filosóficamente la más importante de Alemania en aquella época– fue discípulo del gran neokantiano Hermann Cohen. Desde 1910 fue catedrático de Metafísica de la Universidad de Madrid, donde explicó sus cursos hasta 1936.
En 1902 inició Ortega su actividad de escritor; sus colaboraciones en periódicos y revistas, sus libros, sus conferencias y su labor editorial han influido decisivamente en la vida española y, desde hace algunos decenios, esa influencia se ha extendido de modo creciente fuera de España. En 1923 fundó la Revista de Occidente (publicada hasta 1936), que con su Biblioteca –de actividad no interrumpida– han tenido a los lectores de lengua española rigurosamente informados acerca de todas las cuestiones intelectuales. Ortega ha incorporado al pensamiento español, mediante traducciones y ediciones, lo más sustantivo de la ciencia europea, singularmente alemana, un repertorio de obras clásicas, y ha conseguido que los estudiosos españoles puedan estar a la altura de los tiempos. La consecuencia de ello y, sobre todo, de su acción filosófica personal ha sido el florecimiento de una escuela filosófica, en el sentido lato del término, que suele llamarse escuela de Madrid, y a la que están vinculados, entre otros, Manuel García Morente, Fernando Vela, Xavier Zubiri, José Gaos, Luis Recaséns Siches, María Zambrano, Antonio Rodríguez Huéscar, Manuel Granell, José Ferrater Mora, José A. Maravali, Luis Díez del Corral, Alfonso G. Valdecasas, Salvador Lissarrague, Paulino Garagorri, Pedro Laín Entralgo, José Luis Aranguren y el autor de este libro.
Desde 1936, Ortega residió en Francia, Holanda, la Argentina, Portugal y Alemania, con estancias en España desde 1945. Han sido años de maduración de su pensamiento y composición de sus obras capitales. Durante ellos ha acabado de realizarse la difusión exterior de sus escritos, que pueden leerse en una docena de lenguas. El pensamiento español en cuanto tal –Ortega ha dedicado siempre su esfuerzo a la meditación sobre España, y toda su obra está condicionada por su circunstancia española– influye hoy por medio de él en el mundo. En 1948 fundó en Madrid, con Julián Marías, el Instituto de Humanidades, donde profesó cursos y participó en coloquios sobre varios temas.

ESTILO INTELECTUAL.– Ortega es un gran escritor. Entre la media docena de admirables prosistas españoles de lo que va de siglo, ocupa un puesto insustituible y, en definitiva, ninguno es superior a él. Sus dotes literarias le han permitido llevar a cabo una transformación en el lenguaje y en el modo de escribir, cuya huella es visible en buena parte de los autores contemporáneos. Ortega ha creado una terminología y un estilo filosófico en español, que no existían; su técnica –inversa a la de Heidegger, por ejemplo– consiste en rehuir por lo general los neologismos y devolver a las expresiones usuales del idioma, profundamente vividas, incluso a los modismos, su sentido más auténtico y originario, henchido muchas veces de significación filosófica o susceptible de cargarse de ella. El uso de la metáfora ha alcanzado en él, junto a su valor de belleza, otro estrictamente metafísico. “La cortesía del filósofo es la claridad”, solía decir; y lo mismo por escrito que en su incomparable oratoria docente, ha alcanzado el máximo de diafanidad de su pensamiento; Ortega extrema el esfuerzo por hacerse inteligible, hasta el punto de inducir al lector, con demasiada frecuencia, a creer que, porque lo ha entendido sin fatiga, no tiene que fatigarse para entenderlo del todo. En algunos de sus últimos escritos, Ortega llegó a un modo de expresión totalmente original, en que la fidelidad al genio de la lengua se une a procedimientos estilísticos absolutamente nuevos, y que responde a la forma de razón en que consiste su método filosófico; es lo que he llamado el “decir de la razón vital” (Lo he analizado con detalle en mi estudio “Vida y razón en la filosofía de Ortega” (en La Escueta de Madrid. Estudios de filosofía española. Buenos Aires, 1959). [Obras, V.] Véase también mi Introducción a la Filosofía, cap. V, 48. [Obras, II)).
Al mismo tiempo, Ortega ha realizado una renovación de algunos géneros literarios. El escribir su obra en vista de las circunstancias españolas lo obligó durante muchos años a verter su pensamiento en el artículo de periódico o en el ensayo; ha ido dando la porción de filosofía que los lectores podían efectivamente absorber en cada momento. “Era menester seducir hacia los problemas filosóficos con medios líricos” –ha dicho–. Ortega ha escrito, pues, artículos y ensayos de peculiar índole, con los cuales se han compuesto algunos de los libros más importantes del siglo XX.
El interés de Ortega no se ha limitado a las cuestiones estrictas de filosofía, sino que ha llevado su punto de vista filosófico a todos los temas vivos: la literatura, el arte, la política, la historia, la sociología, los temas humanos han sido tratados por él; y acerca de una inmensa multitud de cuestiones se puede encontrar alguna página de Ortega de la cual se recibe una iluminación que con frecuencia se espera en vano de gruesos volúmenes. Pero todos estos escritos, aun los de apariencia más remota, están vinculados a un propósito filosófico, y sólo a la luz de su sistema se los puede entender en su integridad. Porque Ortega se ha ocupado sobre todo de filosofía, y hoy España vuelve a contar, después de Suárez, con un auténtico metafísico, original y riguroso. Ortega, con su obra intelectual y con su influjo, ha hecho posible y existente la filosofía en España.

OBRAS.– La producción literaria de Ortega es muy copiosa. Sus Obras completas, reunidas en seis volúmenes, comprenden escritos publicados de 1902 a 1943; tres volúmenes recogen las obras posteriores. Los más importantes de ellos son: Meditaciones del Quijote (1914); El Espectador (ocho volúmenes, 1916-34); España invertebrada (1921); El tema de nuestro tiempo (1923); Las Atlántidas (1924); La deshumanización del arte e ideas sobre la novela (1925); Kant (1924-29); La rebelión de las masas (1930); Misión de la Universidad (1930); Guillermo Dilthey y la idea de la vida (1933); En torno a Galileo (1933); Historia como sistema (1935); Ensimismamiento y alteración (1939); Meditación de la técnica (1939); Ideas y creencias (1940); Apuntes sobre el pensamiento: su teurgia y su demiurgia (1941); Estudios sobre el amor (1941); Del Imperio romano (1941), y los prólogos a tres libros: “Historia de la Filosofía”, de Brohier (1942); “Veinte años de caza mayor”, del Conde de Yebes (1942), y “Aventuras del Capitán Alonso de Contreras” (1943). Posteriormente, Papeles sobre Velázquez y Goya (1950); prólogo a El collar de la Paloma, de Ibn Hazm (1952); Stücke aus einer “Geburt der Philosophie” (1953); Europäische Kultur und europdische Völker (1954); Velázquez (1954). La publicación de sus escritos inéditos se ha iniciado en 1957 con su libro sociológico El hombre y la gente, ¿Qué es filosofía? (curso de 1929), el importantísimo y extenso libro La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva (probablemente lo más importante de toda su obra), Idea del teatro, la Meditación del pueblo joven, además de un “Prólogo para alemanes” escrito en 1934 y aparecido en esta lengua, su primer curso del Instituto de Humanidades, Una interpretación de la Historia universal, Meditación de Europa, Origen y Epílogo de la Filosofía, Vives-Goethe y Pasado y porvenir para el hombre actual.
Tienen enorme importancia sus cursos universitarios, especialmente los de 1929 a 1936 y los recientes del Instituto de Humanidades, indispensables para conocer con precisión el pensamiento filosófico orteguiano, y a la luz de los cuales –algunos ya publicados en los últimos años– se revela la conexión sistemática y el alcance metafísico íntegro de sus otras obras impresas. En estos cursos ha tratado, sobre todo, el tema del idealismo y su crítica, la estructura de la vida histórica y social y la metafísica de la razón vital, primera versión del sistema filosófico de Ortega, cuya exposición completa no ha sido nunca publicada. Hasta que los escritos póstumos de Ortega sean completamente utilizados, será imposible escribir un libro suficiente sobre la filosofía de Ortega; y ello condiciona la presente exposición que –a pesar de mi conocimiento de los cursos y de parte de la obra inédita de Ortega– tiene carácter fragmentario y provisional y sólo tiende a facilitar la introducción a su estudio directo (Se encontrarán precisiones y desarrollos sobre muchas cuestiones concretas en mi estudio citado en la nota anterior La Escuela de Madrid y en Ortega y tres antípodas (1950); especialmente –sobre todo para la primera etapa de su pensamiento– véase mi comentario a las Meditaciones del Quijote (Biblioteca de Cultura Básica de la Universidad de Puerto Rico, 1957). Aunque no se trata de una exposición de la filosofía orteguiana, remito por lo demás al lector a mi Introducción a la Filosofía, que tiene sus raíces más inmediatas en ella y donde hago un uso sistemático del método de la razón vital. Por lo demás, se encontrará un estudio a fondo de esta filosofía en mi libro Ortega, cuyo vol. I, Circunstancia y vocación, apareció en 1960).

2. La génesis de la filosofía orteguiana.

A) LA CRÍTICA DEL IDEALISMO.

REALISMO E IDEALISMO.– La primera formación de Ortega fue neokantiana; sus años de Marburgo le dieron un conocimiento minucioso de Kant, una disciplina intelectual rigurosa, la visión interna de una última forma de “escolasticismo” y una inmersión en la actitud idealista. Pero muy pronto, como puede verse en sus primeros escritos, reaccionó de manera personal; poco tiempo después, Ortega había llegado a posiciones propias, determinadas, como veremos, por la superación de todo subjetivismo e idealismo –sin recaer en la vieja tesis realista–, la exigencia de sistema y el predominio absoluto de la metafísica. Estas ideas, en un proceso de maduración ininterrumpida, lo han llevado a su sistema de metafísica según la razón vital, y secundariamente han significado una crítica decisiva del idealismo.
El realismo, más que una tesis, es una actitud. En ella se supone que la verdadera realidad son las cosas; y el ser real quiere decir ser por sí, independiente de mí. Pero esta posición aparentemente tan obvia, que ha dominado al pensamiento filosófico durante veintidós centurias, no está libre de crítica. Desde Descartes hasta Husserl, la filosofía ha sostenido una nueva tesis, que corrige y rectifica la realista: es lo que se llama idealismo.
Descartes descubre que las cosas no son seguras; que yo puedo estar en un error: que existen el sueño y la alucinación, en que tengo por verdaderas realidades que no lo son. Lo único cierto e indubitable es el yo. Por otra parte, yo no sé nada del mundo de las cosas más que en tanto en cuanto estoy presente, en cuanto soy testigo de ellas. Yo sé de la habitación porque estoy en ella; si me voy, ¿sigue existiendo? No puedo saberlo, en último rigor. Solo sé que existe mientras estoy en ella, mientras está conmigo. Por tanto, las cosas solas, independientes de mí, me son ajenas y desconocidas; nada sé de ellas, ni siquiera si existen. Las cosas, por lo pronto, son para mí o en mí, son ideas mías. La mesa o la pared son algo que yo percibo. La realidad radical y primaria es el yo; las cosas tienen un ser derivado y dependiente, fundado en el del yo. La sustancia fundamental es el yo, Descartes dice que yo puedo existir sin mundo, sin cosas. Esta es la tesis idealista, que ha culminado, en su forma más perfecta, en el idealismo de la conciencia pura de Husserl, estudiado antes. A esto se va a oponer rigurosamente Ortega.

EL YO Y LAS COSAS.– El idealismo tiene perfecta razón al afirmar que yo no puedo saber de las cosas más que en tanto en cuanto estoy presente a ellas. Las cosas –al menos en cuanto yo las sé y tiene sentido hablar de su realidad– no pueden ser independientes de mí. Pero en lo que no tiene razón es en afirmar la independencia del sujeto. No puedo hablar de cosas sin yo; pero tampoco de un yo sin cosas. Yo no me encuentro nunca solo, sino siempre con las cosas, haciendo algo con ellas; soy inseparable de las cosas, y si estas me necesitan, yo las necesito a mi vez para ser. De un modo igualmente originario y primitivo, me encuentro con mi yo y con las cosas. La verdadera realidad primaria –la realidad radical– es la del yo con las cosas. Yo soy yo y mi circunstancia –escribía ya Ortega en su primer libro, en 1914–. Y no se trata de dos elementos –yo y cosas– separables, al menos en principio, que se encuentren juntos por azar, sino que la realidad radical es ese quehacer del yo con las cosas, que llamamos la vida. Lo que el hombre hace con las cosas es vivir. Ese hacer es la realidad con que originariamente nos encontramos, la cual no es ahora ninguna cosa –material o espiritual, porque también el ego cartesiano es una res, si bien cogitans–, sino actividad, algo que propiamente no es, sino que se hace. La realidad radical es nuestra vida. Y la vida es lo que hacemos y lo que nos pasa. Vivir es tratar con el mundo, dirigirse a él, actuar en él, ocuparse de él. Por tanto, no hay prioridad de las cosas, como creía el realismo, ni tampoco prioridad del yo sobre ellas, como opinó el idealismo. La realidad primaria y radical, de la que el yo y las cosas sólo son momentos abstractos, es el dinámico quehacer que llamamos nuestra vida.

LA CONCIENCIA.– Pero tenemos que examinar el momento culminante del idealismo, su forma más depurada: la fenomenología de Husserl. Esta no es un idealismo subjetivo; no habla de ideas o vivencias de un yo empírico, sino de las vivencias de la conciencia pura. Para rehuir la metafísica –y a la vez haciéndola– Husserl se encierra en la conciencia.
Sin embargo, ocurre que el pensamiento –eso que se llama conciencia– consiste en poner algo. Pensar es poner algo como verdadero, como existente. Ahora bien, la fenomenología dice que sobre ese acto ponente viene un segundo acto que consiste en practicar la epokhé, en invalidar el primero y ponerlo entre paréntesis. Pero esto no es tan claro ni tan fácil.
Cuando yo vivo el acto, no hay conciencia. Ante mí no hay más que lo visto o lo pensado; no me encuentro ni con el ver ni con el pensar, con lo que se llama conciencia. Lo que hay es: yo con la cosa. Cuando puedo decir que hay conciencia es que caigo en la cuenta de que he visto una cosa hace un momento, pero no la veo. Cuando tengo conciencia de mis vivencias, no las vivo, sino que las hago objeto de reflexión. Practico la “abstención” sobre un objeto que es el recuerdo de mi visión anterior. Y lo que hago ahora es vivir otro acto: el poner entre paréntesis mi acto anterior. Y en este segundo acto tampoco practico la “abstención”, sino que lo vivo; tampoco hay en él conciencia, y es también ponente. Sólo puedo practicar, pues, la reducción fenomenológica sobre recuerdos de actos, no sobre los actos vividos. La conciencia pura, con todas sus vivencias reducidas, lejos de ser la realidad, es simplemente el resultado de una operación mental que yo hago; es decir, todo lo contrario: una construcción intelectual, una hipótesis. Y la reducción fenomenológica, por tanto, es imposible.
Acto quiere decir actualidad, ser ahora: es la pura presencialidad. Y entre el acto y la reducción fenomenológica de ese acto se interpone el tiempo. El tiempo, que es justamente la forma de la vida humana.
Resulta, por tanto, que no me encuentro con el yo puro, ni con la conciencia, ni con las vivencias reducidas; todo esto es el resultado de una manipulación mental mía con actos míos anteriores: justamente lo contrario de lo que es la realidad. A la esencia de los actos le pertenece el ser vividos simplemente y el no poderse ejercer la reflexión sobre ellos sino desde otro acto; por tanto, cuando no son ya presentes y vividos, sino sólo en el recuerdo. La fenomenología lleva en sí una interpretación radicalmente falsa de la realidad primaria.
La verdad es que yo vivo actos; y estos son intencionales: yo veo algo, pienso algo, quiero algo, en suma, me encuentro con algo. Y con ese algo me encuentro de un modo real y efectivo, sin “abstención” alguna: en la vida. La fenomenología, al pensarla a fondo, nos descubre su última raíz errónea y nos deja fuera de ella, más allá de ella: instalados, no en la conciencia, porque en rigor no la hay, sino en la realidad radical que es la vida.
Esta es la crítica orteguiana del idealismo. Recoge lo que la tesis idealista tenía de justificado, al afirmar la necesidad del yo como ingrediente de la realidad, pero corrige su exceso al tomar a ese yo como la realidad primaria. Ni las cosas solas, ni el yo solo, sino el quehacer del yo con las cosas, o sea la vida.

B) LAS ETAPAS DEL DESCUBRIMIENTO.

Interesa recoger muy brevemente los momentos por los que ha pasado el pensamiento de Ortega hasta llegar a la forma madura de su filosofía; esto ilumina el sentido de las fórmulas en que se expresan las tesis capitales de su metafísica.

YO Y CIRCUNSTANCIA.– La primera aparición del punto de vista personal de Ortega se encuentra en un ensayo publicado en 1910 y titulado Adán en el Paraíso (O. C., I, p. 469-498). Allí, en primer lugar, se emplea el término vida, rigurosamente, en el sentido de vida humana, de vida biográfica; en segundo lugar se insiste en lo que está en torno al hombre, todo lo que lo rodea, no sólo lo inmediato, sino lo remoto; no sólo lo físico, sino lo histórico, lo espiritual. El hombre, dice Ortega, es el problema de la vida, y entiende por vida algo concreto, incomparable, único: “la vida es lo individual”. Y la define, con mayor rigor, como coexistencia: “Vida es cambio de sustancias; por tanto, con-vivir, coexistir” (p. 488). “Adán en el Paraíso –agrega–. ¿Quién es Adán? Cualquiera y nadie particularmente: la vida. ¿Dónde está el Paraíso? ¿El paisaje del Norte o del Mediodía? No importa: es el escenario ubicuo para la tragedia inmensa del vivir” (p. 489). Adán en el Paraíso significa: yo en el mundo; y ese mundo no es propiamente una cosa o una suma de ellas, sino un escenario, porque la vida es tragedia o drama, algo que el hombre hace y le pasa con las cosas.
En las Meditaciones del Quijote (1914) aparece en forma conceptual la idea que metafóricamente expresa el título Adán en el Paraíso: yo soy yo y mi circunstancia. La realidad circunstante “forma la otra mitad de mi persona”. Y “la reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre”. Desde este punto de vista, Ortega hace una interpretación de lo que es un bosque, evitando tanto el supuesto realista como el idealista, es decir, pone en marcha la comprensión de una realidad desde la vida. Y esta doctrina culmina en una teoría de la verdad como patencia o desvelación –alétheia–, de la cultura como seguridad y de la luz o claridad como raíz de la constitución del hombre (O. C., I, p. 322-358).

PERSPECTIVISMO.– En la misma obra aparece también la idea de que la perspectiva es un ingrediente constitutivo de la realidad: “el ser definitivo del mundo no es materia ni es alma, no es cosa alguna determinada, sino una perspectiva” (p. 321). Esta doctrina se encuentra constituida ya como tal, incluso con el nombre perspectivismo –al que Ortega ha preferido después otros menos intelectualistas–, en 1916 (Verdad y perspectiva”, El Espectador, I.– O. C, II, p. 15-20). “El punto de vista individual me parece el único punto de vista desde el cual puede mirarse el mundo en su verdad”. “La realidad, precisamente por serlo y hallarse fuera de nuestras mentes individuales, sólo puede llegar a estas multiplicándose en mil caras o haces”. La realidad no puede ser mirada sino desde el punto de vista que cada cual ocupa, fatalmente, en el universo. Aquella y este son correlativos, y como no se puede inventar la realidad, tampoco puede fingirse el punto de vista”. “Cada hombre tiene una misión de verdad. Donde está mi pupila no está otra: lo que de la realidad ve mi pupila no lo ve la otra. Somos insustituibles, somos necesarios”. Y en 1923 agrega, en forma aún más precisa y formal: “La perspectiva es uno de los componentes de la realidad. Lejos de ser su deformación, es su organización. Una realidad que vista desde cualquier punto resultase siempre idéntica es un concepto absurdo”. “Esta manera de pensar lleva a una reforma radical de la filosofía y, lo que importa más, de nuestra sensación cósmica”. “Cada vida es un punto de vista sobre el universo”. (El tema de nuestro tiempo.– O. C., III, p. 199.200).

RAZÓN Y VIDA.– En las mismas Meditaciones del Quijote –la fecha de 1914 es decisiva para el pensamiento de Ortega– se inicia un tercer tema, íntimamente conexo con los anteriores y que reobrará sobre ambos al alcanzar su plenitud: el de la relación entre la razón y la vida. “La razón no puede, no tiene que aspirar a sustituir la vida. Esta misma oposición, tan usada hoy por los que no quieren trabajar, entre la razón y la vida es ya sospechosa. ¡Como si la razón no fuera una función vital y espontánea del mismo linaje que el ver o el palpar!” “Al destronar la razón, cuidemos de ponerla en su lugar” (O. C., p. 353-354). En forma mucho más precisa y rigurosa reaparece esta idea en El tema de nuestro tiempo, convertida en doctrina de la razón vital: “La razón es sólo una forma y función de la vida”. “La razón pura tiene que ceder su imperio a la razón vital” (O. C., III, p. 178). Y después: “La razón pura tiene que ser sustituida por una razón vital, donde aquella se localice y adquiera movilidad y fuerza de transformación”. La filosofía necesita desterrar su carácter utópico, “evitando que lo que es blando y dilatable horizonte se anquilose en mundo”. “Ahora bien: la reducción o conversión del mundo a horizonte no resta lo más mínimo de realidad a aquel; simplemente lo refiere al sujeto viviente, cuyo mundo es, lo dota de una dimensión vital” (p. 201-202). El tema de nuestro tiempo es, según Ortega, la conversión de la razón pura en razón vital: su filosofía, desde entonces, es la realización sistemática de esa faena.

3. La razón vital.

LA REALIDAD RADICAL.– Ortega dice una vez y otra que la realidad radical es nuestra vida. Pero es menester entender rigurosamente esta expresión. Radical no quiere decir “única”, ni “la más importante”; quiere decir simplemente lo que significa: realidad en que radican o arraigan todas las demás. La realidad de las cosas o la del yo se da en la vida, como un momento de ella. “La vida humana –escribe Ortega (Historia como sistema. O. C., VI, p. 13)– es una realidad extraña de la cual lo primero que conviene decir es que es la realidad radical, en el sentido de que a ella tenemos que referir todas las demás, ya que las demás realidades, efectivas o presuntas, tienen de uno u otro modo que aparecer en ella”. La realidad como tal –según he escrito en otro lugar (Introducción a la Fi!osofía, VII, 66. Cf. también XI, 86)– la realidad en cuanto realidad, se constituye en mi vida; ser real significa, precisamente, radicar en mi vida, y a esta hay que referir toda realidad, aunque lo que es real pueda trascender, en cualquier modo, de mi vida. En otros términos, mi vida es el supuesto de la noción y el sentido mismo de la realidad, y esta solo resulta inteligible desde ella: esto quiere decir que sólo dentro de mi vida se puede comprender en su radicalidad, en su sentido último, el término real. Pero no se olvide que cuando hablamos de algo real y derivamos su momento de “realidad” de mi vida, queda en pie la cuestión de la relación con ella de ese “algo”; dicho con otras palabras, decir que yo soy un ingrediente de la realidad no significa en modo alguno que yo sea parte o componente de las cosas o entes reales, sino que en su “haberlos para mí”, en su “radicar en mi vida” se funda el carácter efectivo de su “realidad”, entendida como dimensión o carácter de eso que es real. Aun en el caso de que lo que es real sea anterior, superior y trascendente a mi vida, independiente de ella e incluso origen y fundamento de ella misma –así en el caso de Dios–, su realidad como tal –si queremos dar algún sentido efectivo a este término y no reducirlo a un nombre vano o a un equívoco– es radicada en la realidad radical de mi vida, a la cual queda “referida” en cuanto es “encontrada” en ella.

RAZÓN VITAL Y RAZÓN HISTÓRICA.– La razón se ha entendido durante siglos, desde Grecia, como algo que capta lo inmutable, la esencia “eterna” de las cosas. Se ha buscado la consideración de las cosas sub specie aeternitatis, aparte del tiempo. Esta razón culmina en la razón matemática de los racionalistas del siglo XVII, que produce las ciencias físicas, y en la “razón pura” de Kant. Pero esta razón matemática, que tan bien sirve para conocer la naturaleza, es decir, las cosas que tienen un ser fijo, una realidad ya hecha, no funciona tanto en los asuntos humanos. Las ciencias de lo humano –sociología, política, historia– muestran una extraña imperfección frente a la maravilla de las ciencias de la naturaleza y sus técnicas correspondientes. La razón matemática no es capaz de pensar la realidad cambiante y temporal de la vida humana. Aquí no podemos pensar sub specie aeterni, sino en el tiempo.
Esta evidencia, que más o menos se ha ido imponiendo al pensamiento filosófico desde el siglo XIX, ha sido la fuente de los irracionalismos que han irrumpido en la filosofía durante los últimos cien años. Pero Ortega, nada “racionalista”, se opone a todo irracionalismo. “Para mí –ha escrito–, razón y teoría son sinónimos... Mi ideología no va contra la razón, puesto que no admite otro modo de conocimiento teorético que ella; va sólo contra el racionalismo” (Ni vitalismo ni racionalismo.– O. C., III, p. 237). El significado más auténtico y primario de la razón es el de “dar razón de algo”; ahora bien, el racionalismo no se da cuenta de la irracionalidad de los materiales que la razón maneja, y cree que las cosas se comportan como nuestras ideas. Este error mutila esencialmente la razón y la reduce a algo parcial y secundario. “Todas las definiciones de la razón, que hacían consistir lo esencial de esta en ciertos modos particulares de operar con el intelecto, además de ser estrechas, la han esterilizado, amputándole o embotando su dimensión decisiva. Para mí es razón, en el verdadero y riguroso sentido, toda acción intelectual que nos pone en contacto con la realidad, por medio de la cual topamos con lo trascendente” (Historia como sistema–O. C., VI, p. 46).
Y, en efecto, Ortega repara en que la razón matemática, la razón pura, no es más que una especie o forma particular de la razón. Entenderla como la razón sin más es tomar la parte por el todo: una falsedad. Junto a la razón matemática y “eterna”, y por encima de esta, está la razón vital. Esta razón no es menos razón que la otra, sino al contrario. Ortega, como hemos visto, es cualquier cosa menos un “vitalista” propenso al irracionalismo. Se trata de una razón rigurosa, capaz de aprehender la realidad temporal de la vida. La razón vital es ratio, lógos, riguroso concepto. ¿En qué consiste propiamente?
La razón vital “es una y misma cosa con vivir”; la vida misma es la razón vital, porque “vivir es no tener más remedio que razonar ante la inexorable circunstancia” (En torno a Galileo.– O. C., V, p. 67). ¿Qué significa esto? Vivir es ya entender; la forma primaria y radical de intelección es el hacer vital humano. Entender significa referir algo a la totalidad de mi vida en marcha, es decir, de mi vida haciéndose, viviendo. Es la vida misma la que, al poner a una cosa en su perspectiva, al insertarla en su contexto y hacerla funcionar en él, la hace inteligible. La vida es, por tanto, el órgano mismo de la comprensión. Por esto se puede decir que la razón es la vida humana. Una realidad humana sólo resulta inteligible desde la vida, referida a esa totalidad en que está radicada. Sólo cuando la misma vida funciona como razón conseguimos entender algo humano. Esto es, dicho en última abreviatura, lo que quiere decir razón vital.
Pero el horizonte de la vida humana es histórico; el hombre está definido por el nivel histórico en que le ha tocado vivir; lo que el hombre ha sido es un componente esencial de lo que es; es hoy lo que es, justamente por haber sido antes otras cosas; el ámbito de la vida humana incluye la historia. La vida que funciona como ratio es en su misma sustancia histórica, y la historia funciona en todo acto de intelección real. La razón vital es constitutivamente razón histórica ( Véase una investigación detenida del problema de la razón en el cap. V de mi Introducción a la Filosofía, sobre todo ap. 47-49, de donde están tomadas las fórmulas anteriores).
“Se trata –escribe Ortega– de encontrar en la historia misma su original y autóctona razón. Por eso ha de entenderse en todo su rigor la expresión razón histórica”. No una razón extrahistórica que parece cumplirse en la historia, sino literalmente, lo que al hombre le ha pasado, constituyendo la sustantiva razón, la revelación de una realidad trascendente a las teorías del hombre y que es él mismo por debajo de sus teorías”. “La razón histórica no acepta nada como mero hecho, sino que fluidifica todo hecho en el fieri de que proviene: ve cómo se hace el hecho” (Historia como sistema.– O. C., VI, p. 49-50).
Esto supone, claro es, la elaboración de una serie de categorías y formas mentales que puedan apresar la realidad histórica y vital; el hábito de la mente de pensar cosas, sustancias en sentido “eleático”, como dice Ortega, hace sumamente difícil llegar al concepto suficiente de lo que no es “cosa” sino hacer, vida temporal. Ortega pide la superación del sustancialismo, del eleatismo en todas sus formas, para llegar a pensar esta realidad que se hace a sí misma. “Para hablar del ser-hombre tenemos que elaborar un concepto no-eleático del ser, como se ha elaborado una geometría no-euclidiana. Ha llegado la hora en que la simiente de Heráclito dé su magna cosecha”. Como lo vital es siempre singular y único, determinado por una circunstancia, los conceptos que aprehenden la vida tienen que ser “ocasionales” –como “yo”, “tú”, “esto”, aquello”, “aquí”, “ahora”, incluso, y sobre todo, “vida”, que es siempre “la de cada cual”–; es decir, se trata de conceptos que no significan siempre lo mismo, sino que su sentido depende, con todo rigor, de la circunstancia. La razón histórica y vital es, pues, narrativa; pero supone a su vez una analítica o teoría abstracta de la vida humana, universal y válida para toda vida, que se llena de concreción circunstancial en cada caso.

LA FILOSOFÍA.– El hombre no consiste primariamente en conocer. El conocimiento es una de las cosas que el hombre hace; no se puede definir al hombre –como hacía el racionalismo– por su dimensión cognoscente. El conocimiento se da en la vida y ha de ser derivado de ella. No se puede partir del conocimiento como algo natural, sino que hay que explicar por qué y para qué conoce el hombre. En el hombre no hay nada humano que sea natural, sino que todo en él hay que derivarlo de su vida.
Esta vida es algo que tenemos que hacer. Es, por tanto, problema, inseguridad, naufragio, dice Ortega, con expresiva metáfora. En esta inseguridad, el hombre busca una certeza; necesita saber, en el sentido primario de saber a qué atenerse. La vida se apoya siempre en un sistema de creencias en que “se está” y de las que puede muy bien no tenerse siquiera conciencia; cuando estas fallan, el hombre tiene que hacer algo para saber a qué atenerse, y a eso que el hombre hace, sea lo que quiera, se llama pensamiento. Entonces el hombre llega a tener ideas sobre las cosas. Ahora bien, no todo pensamiento es conocimiento en sentido estricto, que consiste en averiguar lo que las cosas son, lo cual supone la creencia previa de que las cosas tienen un ser y que este es cognoscible para el hombre. (Véase Apuntes sobre el pensamiento –un breve estudio decisivo, que encierra germinalmente una transformación de la filosofía.– O. C., V, páginas 513-542).
El conocimiento es, pues, una de las formas esenciales de superar la incertidumbre, y nos hace poseer, no las cosas –estas las tengo ya ahí delante y por eso me son cuestión–, sino su ser. El ser es algo que yo hago; pero entiéndase bien, con las cosas; es una interpretación de la realidad, mi plan de atenimiento respecto a ellas. Ese ser –y no las cosas– es lo que pasa a mi mente en el conocimiento: el ser de la montaña, y no la montaña misma. Por tanto, el conocimiento es una manipulación, mejor una “mentefactura”, de la realidad, que la deforma o transforma; pero esto no es una deficiencia del conocimiento, sino su esencia, y en eso consiste precisamente su interés.
El hombre no está nunca en puro saber, pero tampoco en el puro no saber. Su estado es el de ignorancia o verdad insuficiente. El hombre posee muchas certidumbres, pero sin un último fundamento y en colisión unas con otras. Necesita una certidumbre radical, una instancia suprema que dirima los antagonismos; esta certidumbre es la filosofía. La filosofía es, pues, la verdad radical, que no suponga otras instancias o verdades; además, tiene que ser la instancia superior para todas las demás verdades particulares. Ha de ser, por tanto, una certidumbre autónoma y universal. Esto la diferencia de las ciencias, que son parciales y dependientes de supuestos previos. Pero, además, la filosofía es prueba de sí misma, es responsable y hecha por el hombre, lo cual la distingue de la religión, que se funda en la revelación y viene, por tanto, de Dios, y de la poesía o la experiencia de la vida, que son “irresponsables” y no consisten en prueba, aunque tengan universalidad. La filosofía es, pues, el quehacer del hombre que se encuentra perdido, para lograr una certidumbre radical que le permita saber a qué atenerse en su vida. Esta es la razón de por qué y para qué filosofa el hombre.

4. La vida humana.

YO Y EL MUNDO.– La realidad radical, aquella con que me encuentro aparte de toda interpretación o teoría, es mi vida. Y la vida es lo que hacemos y lo que nos pasa. En otros términos, yo me encuentro con las cosas, en una circunstancia determinada, teniendo que hacer algo con ellas para vivir. Me encuentro, pues, en la vida, que es anterior a las cosas y a mí; la vida me es dada, pero no me es dada hecha, sino como quehacer. La vida, en efecto, dice Ortega, da mucho quehacer.
La fórmula más apretada de la filosofía de Ortega es aquella frase de las Meditaciones del Quijote, ya citada: Yo soy yo y mi circunstancia. Las cosas aparecen interpretadas como circumsiantia, como lo que está alrededor del yo, referidas, por tanto, a él. Se trata, pues, de un mundo, que no es la suma de las cosas, sino el horizonte de totalidad sobre las cosas y distinto de ellas; las cosas están –como yo– en el mundo; pero ese mundo es mi mundo, es decir, mi circunstancia.
Vivir es estar en el mundo, actuar en él, estar haciendo algo con las cosas. Circunstancia es, pues, todo lo que no soy yo, todo aquello con que me encuentro, incluso mi cuerpo y mi psique. Yo puedo estar descontento de mi figura corporal o igualmente de mi humor, mi inteligencia o mi memoria; por tanto, son cosas recibidas, con las que me encuentro como con la pared de enfrente; esas realidades son las más próximas a mí, pero no son yo. La circunstancia, que por una parte llega hasta mi cuerpo y mi psique, por otra comprende también toda la sociedad, es decir, los demás hombres, los usos sociales, todo el repertorio de creencias, ideas y opiniones que encuentro en mi tiempo; es, pues, también la circunstancia histórica. Y como yo no tengo sin más realidad, y mi vida se hace esencialmente con la circunstancia, soy inseparable de ella y conmigo integra mi vida. Por ello dice Ortega: yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo.
Este hondo análisis remite a un núcleo de graves problemas: los que se refieren al quién que es cada cual, al yo que hace su vida con su circunstancia o mundo; en suma, a la cuestión capital de la persona.

EL PROYECTO VITAL.– Como la vida no está hecha, sino que hay que hacerla, el hombre tiene que determinar previamente lo que va a ser. La vida –dice Ortega– es faena poética, porque el hombre tiene que inventar lo que va a ser. Yo soy un programa vital, un proyecto o esquema que pretendo realizar y que he tenido que imaginar en vista de las circunstancias. Yo encuentro ante mí un repertorio o teclado de posibilidades y urgencias, y sólo puedo vivir eligiendo entre ellas; esas posibilidades son finitas, pero son siempre varias, y aparecen como tales al proyectar yo mi esquema o programa vital sobre las puras facilidades y dificultades que componen mi circunstancia. Por esto el hombre no puede vivir sin un proyecto vital, original o mostrenco, valioso o torpe: tiene que ser, bueno o malo, novelista de su propia vida, tiene que imaginar o inventar el personaje que pretende ser; y, por consiguiente, la vida humana es ante todo pretensión.
“La vida humana –escribe Ortega– no es una entidad que cambia accidentalmente, sino, al revés, en ella la ‘sustancia’ es precisamente cambio, lo cual quiere decir que no puede pensarse eleáticamente como sustancia. Como la vida es un ‘drama’ que acontece y el ‘sujeto’ a quien le acontece no es una ‘cosa’ aparte y antes de su drama, sino que es función de él, quiere decirse que la ‘sustancia’ sería su argumento. Pero si esta varía, quiere decirse que la variación es ‘sustancial’”. “Las formas más dispares del ser pasan por el hombre. Para desesperación de los intelectualistas, el ser es, en el hombre, mero pasar y pasarle”. “El hombre ‘va siendo’ y ‘des-siendo’ –viviendo–. Va acumulando ser –el pasado–: se va haciendo un ser en la serie dialéctica de sus experiencias”. “El hombre es lo que le ha pasado, lo que ha hecho… Ese peregrino del ser, ese sustancial emigrante, es el hombre”. “En suma, que el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene… historia. O lo que es igual: lo que la naturaleza es a las cosas, es la historia –como res gestae– al hombre” (Historia como sistema.– O. C., VI, p. 35-41). Pero, por otra parte: “El ser del hombre es a un tiempo natural y extranatural, una especie de centauro ontológico” (O. C., V, p. 334); y también: “La realidad humana tiene una inexorable estructura, ni más ni menos que la materia cósmica” (O. C., VI, p. 242).

LA MORAL.– No toda actividad es un hacer. Hay actividades, incluso psíquicas, que son puros mecanismos, y en rigor no las hago yo, sino que se hacen o producen en mí; así el imaginar, el recordar, el pensar; a lo sumo, lo que yo hago es ponerme a pensar o imaginar, provocar esa actividad, de cuyo resultado no puedo responder. Puedo ponerme a resolver un problema o escribir un soneto: no está en mi mano hallar la solución o encontrar los consonantes y las metáforas oportunas. Hacer es la actividad que ejecuto yo, por algo y para algo, y de la cual soy, por tanto, responsable.
Ahora bien, mi vida es un quehacer, es decir, la tengo que hacer yo, tengo que decidir en cada instante lo que voy a hacer –y por tanto ser– en el instante siguiente; tengo que elegir entre las posibilidades con que me encuentro, y nadie puede relevarme de esa elección y decisión. Esto hace que el problema de la libertad se plantee en la filosofía orteguiana de un modo completamente nuevo. La libertad consiste en esa forzosa elección entre posibilidades. “Ser libre quiere decir carecer de identidad constitutiva, no estar adscrito a un ser determinado, poder ser otro del que se era y no poder instalarse de una vez para siempre en ningún ser determinado”. El hombre, pues, es constitutiva y necesariamente libre –lo cual no quiere decir que sea libre del todo y siempre–. Como la vida no está hecha, sino que tiene que hacérsela, no puede dejar de ser libre; el hombre es forzosamente libre: no tiene libertad para renunciar a ella.
Como yo tengo que decidir lo que voy a hacer en cada instante, necesito justificarme por qué hago una cosa y no otra; la vida es responsabilidad; es en su última sustancia moral. Como toda realidad humana, la vida admite grados del ser. Las cosas son lo que son: la piedra es piedra, y el caballo, caballo; en cambio, tiene perfecto sentido decir de una mujer que es muy mujer, o de un hombre que es muy hombre (o poco hombre). Como la vida no tiene un ser ya dado desde luego, puede realizarse en modos plenos o deficientes; puede falsearse. Cuando la vida se hace desde el propio yo, cuando el hombre es fiel a esa voz que lo llama a ser una cosa determinada y que por eso recibe el nombre de vocación, es vida auténtica; cuando el hombre se abandona a lo tópico y recibido, cuando es infiel a su íntima y original vocación, falsea su vida y la convierte en inauténtica. La moralidad consiste en la autenticidad, en llevar a su máximo de realidad la vida; vivir es vivir más. La moral consiste en que el hombre realice su personal e insustituible destino.

5. La vida histórica y social.

LA HISTORICIDAD DE LA VIDA HUMANA.– El hombre se encuentra viviendo a una altura determinada de los tiempos: en cierto nivel histórico. Su vida está hecha de una sustancia peculiar, que es “su tiempo”. Mientras el tigre es siempre un “primer tigre” que estrena el ser tigre, el hombre es heredero de un pasado, de una serie de experiencias humanas pretéritas, que condicionan su ser y sus posibilidades. El hombre ha sido ciertas cosas concretas, y por eso no puede ya serlas y tiene que ser otras determinadas. La vida individual es ya histórica; la historicidad pertenece esencialmente a la vida de cada uno de nosotros. Por esto, “para comprender algo humano, personal o colectivo, es preciso contar una historia. Este hombre, esta nación hace tal cosa y es así porque antes hizo tal otra y fue de tal otro modo. La vida sólo se vuelve un poco transparente –dice Ortega– ante la razón histórica”. “El individuo humano no estrena la humanidad. Encuentra desde luego en su circunstancia otros hombres y la sociedad que entre ellos se produce. De aquí que su humanidad, la que en él comienza a desarrollarse, parte de otra que ya se desarrolló y llegó a su culminación; en suma, acumula a su humanidad un modo de ser hombre ya forjado, que no tiene él que inventar, sino simplemente instalarse en él, partir de él para su individual desarrollo” (Historia como sistema.– O. C., VI, p. 40.43).

LAS GENERACIONES.– La historia tiene una estructura precisa, que es la de las generaciones. Cada hombre encuentra un mundo determinado por un repertorio de creencias, ideas, usos y problemas. Esta forma de la vida tiene cierta estabilidad, dura cierto tiempo. Ortega considera que quince años. “Una generación es una zona de quince años durante la cual una cierta forma de vida fue vigente. La generación sería, pues, la unidad concreta de la auténtica cronología histórica, o, dicho en otra forma, que la historia camina y procede por generaciones. Ahora se comprende en qué consiste la afinidad verdadera entre los hombres de una generación. La afinidad no procede tanto de ellos como de verse obligados a vivir en un mundo que tiene una forma determinada y única” (O. C., VI, p. 371).
Cada generación está determinada por una fecha central y constituida por una “zona de fechas” de quince años –siete antes y siete después del decisivo–. Un hombre pertenece, pues, a una generación que es común a todos los que han nacido dentro de esa zona de fechas. Entre los contemporáneos –los hombres que viven en el mismo tiempo–, Ortega distingue los coetáneos, que son los que tienen la misma edad, es decir, que pertenecen a la misma generación. Las generaciones decisivas son aquellas en que la variación histórica es mucho mayor que de ordinario, y determinan la articulación de las épocas históricas. El método de las generaciones se convierte, en manos de Ortega, en un instrumento de ejemplar precisión para comprender la realidad histórica (Véase J. Marías: El método histórico de las generaciones (1949) y el capitulo “Dinámica de las generaciones, en La estructura social (1955) [Obras, VI)).

EL HOMBRE Y LA GENTE.– En el área de nuestra vida encontramos lo social, los hechos sociales –los usos, el derecho, el Estado–. Estos hechos sociales están adscritos únicamente a los hombres; en los demás entes no encontramos nada que merezca llamarse social, pues las llamadas “sociedades animales” tienen muy otro sentido. Lo social es, pues, un hecho de la vida humana. Pero esto plantea un grave problema, porque la vida humana es siempre mía, la de cada cual, la de cada uno de nosotros. Es vida individual o personal, y consiste en que el yo se encuentra en una circunstancia o mundo, sin tener la seguridad de existir en el instante inmediato y teniendo siempre que estar haciendo algo para asegurar esa existencia. Humano es, pues, propiamente, lo que hago yo mismo, lo personal, lo que tiene para mí un sentido y, por tanto, lo entiendo. La acción humana, pues, supone un sujeto responsable, y la vida es, por esencia, soledad. En cambio, lo social no surge en mi soledad, sino en la convivencia con los demás hombres. No es, pues, vida en su sentido primario.
¿Quién es el que ejecuta los actos sociales? Se saluda porque es lo que se hace; el guardia detiene el paso del viandante porque está mandado así. ¿Quién es el sujeto en lo social? Todos y nadie determinado; la colectividad, la sociedad; en suma, la gente.
Las acciones sociales son, pues, humanas, y no otra cosa; pero no se originan en el individuo, no son queridas por él ni muchas veces entendidas siquiera: no comprendemos el sentido de estrechar y sacudir la mano en el saludo, para buscar un ejemplo trivial e inmediato.
LO INTERINDIVIDUAL Y LO SOCIAL.– Pero la sociología ha introducido siempre una confusión que ha impedido ver claro en sus problemas. Se ha contrapuesto tradicionalmente lo individual a lo social o colectivo. El individuo en soledad, de un lado; del otro, la pluralidad de hombres, la convivencia interpretada como colectividad o sociedad. Ortega establece una distinción esencial, que abre la vía a una sociología nueva. Dentro de la convivencia hay dos formas muy distintas. Una de ellas es la interindividual, la relación de dos o más individuos como tales: el amor, la amistad, etc., son hechos interindividuales, convivencia de individuos personales en cuanto personas; en lo interindividual no se sale de la vida individual, de la vida sensu stricto. La otra forma, en cambio, es la propiamente social; es impersonal, no es espontánea ni responsable. El saludar, la detención impuesta por el guardia de la circulación, la relación del cartero con el destinatario de una carta, no son actos originales y voluntarios de un individuo como tal, que este quiera y entienda. El hombre es mero ejecutor de la acción social, de un modo mecánico.

LOS USOS.– Se llama uso a lo que pensamos, decimos o hacemos porque se piensa, dice o hace. Los hechos sociales son primariamente los usos. Estos usos, que no emergen originariamente del individuo, son impuestos por la sociedad, por la gente. Si no los seguimos el contorno ejerce represalias contra nosotros (la desestimación social al que no saluda, la coacción jurídica o estatal al que cruza la calle indebidamente). Los usos son irracionales e impersonales. Son “vida social o colectiva”, algo muy extraño, que es vida, pero sin algunos de sus caracteres esenciales, algo intermedio entre la naturaleza y el hombre, una casi naturaleza. No hay un alma colectiva. “La sociedad, la colectividad, es la gran desalmada, ya que es lo humano naturalizado, mecanizado y como mineralizado”. Por eso tiene sentido llamarla “mundo” social. (Recuérdese el problema que planteaba en Hegel el “espíritu objetivo”).
Estos usos –dice Ortega– nos permiten prever la conducta de los individuos que no conocemos, permiten la casi-convivencia con el extraño. Además, nos dan la herencia del pasado, y nos ponen a la altura de los tiempos; por eso puede haber progreso e historia: porque hay sociedad. Por último, los usos, al dar resueltas y automatizadas muchas porciones de la vida, dan al hombre franquía para lo más personal y permiten “crear lo nuevo, racional y más perfecto”.

SOCIEDAD Y DISOCIACIÓN.– Pero hay que advertir algo sumamente grave: si los hombres son sociables, son también insociables. Es decir, la sociedad no existe nunca de un lado estable, sino como esfuerzo por superar la disociación y la insociabilidad; es siempre problemática. Y de ahí su carácter terrible, sus conexiones con el mando, la política y el Estado, que “son siempre, en última instancia, violencia, menor en las sazones mejores, tremenda en las crisis sociales”.
Junto a la vida individual es menester comprender la vida colectiva, porque lo colectivo le pasa al hombre en su vida individual. La filosofía de la razón vital permite acometer, después del estudio de la vida humana en su originalidad, el de los dos grandes temas de la “vida” colectiva: la sociedad y la historia.

Este breve bosquejo de la filosofía de Ortega, que no puede incluir, ni con mucho, su última palabra acerca de los temas más importantes, sólo pretende señalar su extremada originalidad e importancia y hacer ver por qué caminos transcurre. La encontramos totalmente arraigada en el problema de nuestro tiempo. Paso a paso, en una marcha llena de sentido, la filosofía nos ha ido llevando al descubrimiento de la realidad que es la vida humana. El destino de la época era llegar aquí. A la faena de reducir la razón pura a razón vital la llamó ya Ortega en 1923 el tema de nuestro tiempo. Él no ha faltado a la llamada inexorable de este. Sus obras póstumas van mostrando la madurez de su pensamiento, las últimas posiciones a que llegó. El hombre y la gente significan la auténtica fundamentación de la sociología, entendida como teoría de la vida social, radicada, por tanto, en la teoría de la vida humana individual, es decir, en la metafísica. Su curso de 1929, ¿Qué es filosofía?, es la primera exposición que Ortega hizo de las líneas esenciales de su sistema filosófico. Su libro sobre La idea de principio de Leibniz y la evolución de la teoría deductiva penetra, con radicalidad acaso desconocida hasta ahora, en la significación del pensamiento occidental en su historia: los griegos –en especial Platón, Aristóteles, Euclides, los escépticos, los estoicos–, los escolásticos, los modernos –filósofos, matemáticos y físicos–; los “existencialistas” contemporáneos. La crítica de Ortega muestra “el nivel de nuestro radicalismo” y el sentido más profundo de la filosofía de la razón vital. La exposición detallada de estas obras –probablemente las más importantes de su autor– deberá hacerse teniendo presentes otros escritos aún inéditos, con los cuales componen la última fase de este pensamiento. (Sobre todo ello, remito a mi libro Ortega, cuyo primer volumen está publicado).

(Continuará)

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