Autor: Julián Marías.
Editorial: Biblioteca de la Revista De Occidente – Madrid – 1978.
III. LA FORMACIÓN DE LA ÉPOCA MODERNA.
1. La filosofía y la historia.
Lo que primero se piensa en la filosofía acaba por tener consecuencias históricas. Se van generalizando las ideas, hasta convertirse poco a poco en una fuerza actuante, incluso en las multitudes. Esto ha ocurrido siempre; pero más que nunca en la época de que aquí se trata. Todo el siglo XVIII, todo lo que llamamos la Ilustración, ha sido este proceso de adquirir influjo y existencia social las ideas pensadas en los siglos anteriores. Y esto no es casualidad. Todos los tiempos viven, en cierta medida, de ideas; pero no es forzoso que estas ideas se muestren como tales, como teorías; precisamente suelen encontrar su fuerza en ocultarse bajo otras formas; por ejemplo, formas tradicionales. En el siglo XVIII, en cambio, importan las ideas justamente por ser ideas: se trata de vivir según esas ideas, según la raison. Por esto no tienen que revestirse de otra apariencia, y adquieren su máxima eficacia.
Con las ideas metafísicas que he intentado precisar en los capítulos anteriores –y con algunas ideas religiosas y teológicas emparentadas con aquellas– no ocurre cosa distinta. Van trascendiendo a círculos cada vez más extensos, y sobre ellos ejercen su influjo. Poco a poco, la vida y las ciencias se van informando por esos resultados a que la filosofía ha llegado antes. Así se va transformando el aspecto del mundo. Las raíces son anteriores y quedan ocultas; lo que se manifiesta es la alteración total de la superficie. Pero esta variación sólo acaba de comprenderse bien en su unidad si se conocen los movimientos subterráneos que están actuando. Tenemos que ver cómo esta época europea está condicionada por la filosofía, y al mismo tiempo cómo a partir de ella la filosofía queda situada históricamente y determinada por su propia situación.
2. El Estado racionalista.
La época posterior al Renacimiento se constituye por el descubrimiento de la razón matemática –el racionalismo–. Durante el siglo XVI y el XVII se construyen los grandes sistemas racionalistas en la física y en la filosofía: Galileo, Newton. Descartes, Spinoza, Leibniz. Este racionalismo tiene claras consecuencias históricas.
EL ABSOLUTISMO.– En los comienzos mismos del Estado moderno, del Estado absoluto, se empieza a hablar de razón, de la razón de Estado: la ragione di Stato de Maquiavelo. Tenemos, pues, un Estado con una personalidad, y este Estado tiene sus razones; obra, por tanto, como una mente. Esto es una personificación racionalista del Estado, que aparece a la vez que las nacionalidades modernas.
Descartes habla incidentalmente de política; dice que las cosas están mejor hechas cuando se hacen según la razón y por uno solo, no por varios. Esto es la justificación racional de la monarquía absoluta, y de ese mismo principio va a salir también, más tarde, el espíritu revolucionario. Los Estados que se constituyen en el Renacimiento se convierten en fuertes unidades de poder absoluto.
LA DIPLOMACIA.– En este momento aparece de un modo claro la diplomacia, en un sentido nuevo. No es más que la sustitución de la relación directa de unos Estados con otros por una relación personal abstracta; esta diplomacia se consigue por la unidad que han alcanzado las naciones; antes no la habla habido más que en los Estados italianos medievales, que han sido justamente lo más parecido a una nación en sentido moderno; tal vez por esto no logró Italia hacer un Estado unitario. Gracias a esa diplomacia, consecuencia de la unidad, esa unidad se acentúa. Empieza a existir Francia como tal Francia para los franceses y para los que no lo son, al verla representada y personalizada, relacionándose con otras naciones. Basta ver la diferente conciencia de españolidad de un súbdito de los Reyes Católicos y de un súbdito de Felipe II, por ejemplo. Fernando de Aragón, muerta Isabel, puede todavía “volverse a sus Estados”; en tiempo de Felipe ya no sería esto posible. La nación está personificada en el rey absoluto; las relaciones entre las naciones se resumen y personifican en la conversación de unos cuantos hombres. Empiezan a contar los Estados en la mente de cada individuo.
La Reforma tiene una dimensión estrictamente religiosa, cuya génesis sería fácil perseguir a través de la Edad Media, hasta llegar a Lutero. Pero no vamos a considerar este aspecto, sino el vital e histórico, la situación espiritual que la hizo posible y la nueva situación que determinó.
EL LIBRE EXAMEN.– Lo más importante de la Reforma es el libre examen. Supone que, lejos de haber una autoridad de la Iglesia que interprete los textos sagrados, ha de ser cada individuo el que los interprete. Esto es racionalismo puro; se está presintiendo aquí aquello de Descartes: “el buen sentido es la cosa del mundo que está mejor repartida”. Pero Lutero es el hombre menos racionalista del mundo, enemigo de la razón y de la filosofía. ¿Qué significa esto? Es una prueba más de que el hombre que nace en una época está dentro de las creencias de ella, a pesar de sus ideas particulares, y actúan en él mucho más los supuestos vigentes del tiempo (Ortega).
Consecuencia necesaria de este espíritu de libre examen es la destrucción de la Iglesia. Puesto que se dice “el hombre y Dios solos”, la Iglesia es una ingerencia que se interpone entre el hombre y Dios. La Iglesia ha mirado siempre con suma cautela las posiciones místicas porque bordean este peligro. Es conocida la tremenda frase de un místico católico: “Dios y yo, y no más mundo”. Se queda el hombre solo con Dios. Se produce el fraccionamiento del protestantismo; pertenece a la esencia del protestantismo la pluralidad. Vamos a ver dos tipos de Iglesia reformada –la Iglesia “nacional”, por ejemplo la anglicana, y la Confesión de Augsburgo–, para ver cómo llevan en sí el germen de su propia disolución.
La Iglesia nacional se forma en torno a la persona del rey. El rey de Inglaterra, o un príncipe alemán, es la cabeza de la Iglesia, y esta es nacional, política. Se produce una radical vinculación entre religión y política, entre Iglesia y Estado. El Estado se convierte en Estado religioso, de un modo bien distinto del medieval; en la Edad Media, el Estado supone y acepta los principios religiosos; ahora ocurre más bien lo contrario, es la religión la que está afectada por el principio nacional; se llega a la norma cujus regio, ejus religio; en los países católicos penetra también este espíritu en cierta medida, y se habla en unos y en otros de la “alianza del trono y el altar”, olvidando el clarísimo texto evangélico: Mi reino no es de este mundo. Las diversas inquisiciones modernas –tan distintas de la medieval– son en suma instrumentos estatales más que organismos religiosos. Esta estatificación de la Iglesia la lleva a la pérdida de su contenido religioso y a su absorción por los intereses temporales. Nuestra época asiste no a la desaparición del protestantismo, pero sí a frecuentes quebrantos de las “iglesias nacionales”.
La Confesión de Augsburgo, por ejemplo, supone, en cambio, un acuerdo sobre materias de fe. Se pertenece a ella por estar conforme con su contenido dogmático. Es una asociación de los individuos aislados, que constituyen una Iglesia, que no están en ella como en el catolicismo; la distinción es bien clara. Pero esta comunidad fundada en la opinión concordante, está sujeta a variación. La opinión, regida por el libre examen, evoluciona en muchos sentidos y se divide; a la Confesión única siguen varias sectas, estas se atomizan más aún, y así llegamos al credo individual. El llamado “protestantismo liberal” ha consistido en la supresión de casi todo el contenido dogmático, hasta el punto de que el nombre de cristianismo es en él casi un simple residuo injustificado.
EL PROBLEMA DE LA REFORMA.– En los países católicos se produce la Contrarreforma, es decir, una Reforma a la inversa. Se produce así una escisión entre los países protestantes y los católicos, y esta Europa que se nos había dado como una unidad aparece desgarrada en dos. Frente a estas dos mitades en que Europa se nos ha dividido, podemos pensar: Que la unidad la mantiene el catolicismo, y la Reforma es puro error pasajero. O que el destino de Europa es el protestantismo, y las naciones católicas son rezagadas. (A esta solución apuntan Hegel y Guizot, y es Francia la que impide a los dos esta interpretación histórica). O podemos pensar en la subsistencia de ambos, y que la unidad de Europa es una unidad dialéctica, una unidad dinámica, tensa, de esas dos mitades. Obsérvese que esto no roza la cuestión de la verdad integral del catolicismo; el hecho con que la mente cristiana se encuentra es el de que Dios ha permitido la Reforma, como ha permitido, por otra parte, la convivencia de una pluralidad de religiones. No se puede prescindir del hecho de la Reforma, como no lo ha hecho la Iglesia; repárese en que la Iglesia católica no toma la misma posición frente al Cisma de Oriente y frente al movimiento protestante; en el primer caso pierde la obediencia de todos los países orientales y queda inalterada; en el segundo, hace una Contrarreforma: la sustantividad de esta exige la de la Reforma –no simple cisma– que la provoca.
Pero esta posición nos plantea un nuevo problema: ¿de qué tipo es esta interacción entre el mundo católico y el protestante?, ¿de qué tipo es la unidad que los constituye?, y por último: ¿cuál ha de ser la síntesis que resuelva esta antinomia? Podríamos pensar –y esta idea, grata a una mente católica, no se ve desmentida por los indicios de la época– que esa síntesis sea la reabsorción final en el catolicismo, después de agotado el camino erróneo, hasta llegar a sus consecuencias últimas. Tal vez el protestantismo se refute históricamente a sí mismo y se encuentre superado en la verdad. Y esta unidad restaurada de la Iglesia católica no sería igual, en modo alguno, a la anterior de la Reforma, como si esta no hubiera existido, sino que quedaría conservada en esta forma concreta de su superación.
4. La sociedad moderna.
Hemos visto el papel de dos elementos capitales de la Edad Moderna: el racionalismo y la Reforma. Hemos de ver ahora cómo influyen en la estructura social de la época; cómo, en virtud de la filosofía y la teología, la vida moderna entera, desde lo intelectual hasta lo social y político, adquiere un aire nuevo, que culmina, en el siglo XVII, con los dos grandes hechos de la Ilustración y la Revolución francesa.
A) LA VIDA INTELECTUAL.
EL TIPO DEL INTELECTUAL.– ¿Qué tipos intelectuales producen estos siglos? ¿Qué es un hombre intelectual en esta época, y qué entiende por su labor? ¿En qué consiste ser intelectual en el siglo XVII, a diferencia de serlo en la Edad Media, en el Renacimiento o en el siglo XVIII?
En la Edad Media es el clérigo, especialmente el fraile, el verdadero intelectual. El trabajo de la Escolástica, con su sentido de escuela, de colaboración, es común dentro de la Orden o de la Universidad. El filósofo entonces es hombre de monasterio, de comunidad, o más bien maestro. Es el hombre escolar –Scholastic’s– que coopera dentro de la gran obra colectiva. En el Renacimiento, el intelectual es un humanista. Es un hombre de mundo, seglar, que cultiva su persona, principalmente en las dimensiones del arte y la literatura, impregnadas de esencias clásicas. Tenía un aire matinal en su nuevo ademán de asomarse a la naturaleza y al mundo. Es el tipo de Bembo –a pesar de su capelo–, de Tomás Moro, de Erasmo, de Budé o Vives.
Tomemos ahora un tipo de intelectual distinto: Galileo, Descartes, Spinoza. El intelectual de esta época es el hombre del método (Ortega). No hace más que buscar métodos, abrir caminos nuevos que permitan llegar a las cosas, a cosas nuevas, a nuevas regiones. Es el hombre que, con un imperativo esencial de racionalidad, va constituyendo su ciencia. El hombre del siglo XVII tiene una conciencia efectiva y precisa de modernidad. El renacentista era el hombre que tenía síntomas, indicios de modernidad, que iba encontrando cosas viejas, que de puro viejas parecían ya nuevas. Si se viese con detalle el Renacimiento, se comprobaría que era en buena parte negativo. Las cosas que va a hacer la Edad Moderna están más ancladas en la Edad Media –Ockam, Eckehart, la escuela de París– que en el Renacimiento. Este es brillante, pero de poca solidez. Los renacentistas se vuelven contra la Edad Media –Vives, Ramus–, y esto va a perdurar: un siglo después, cuando se está viviendo de raíces medievales, se sigue considerando la Edad Media y la Escolástica como un puro error. El primer hombre que va a tener sentido histórico y ver junto al valor de la nueva ciencia el valor de la Escolástica será Leibniz.
EL TEMA DE LA NATURALEZA.– La Reforma había escindido a Europa en dos mitades, y no una reformada y otra no, sino las dos reformadas, aunque en sentido distinto. Hay una excepción, Francia, que no es Reforma ni tal vez Contrarreforma. Francia combate a los calvinistas, e incluso hace la de San Bartolomé; pero hace también una política contraria a los Austrias, y la desglosa de la religión en la Guerra de los Treinta Años; promulga el Edito de Nantes y produce la Iglesia galicana, católica, sometida al Papa religiosamente, pero matizada desde el punto de vista nacional. Acaso por eso Leibniz, al intentar la unión de las Iglesias, no se dirige a los jerarcas de la Iglesia española, salvo al obispo Rojas Spínola, ni directamente a Roma, sino sobre todo a Bossuet, el portavoz de la Iglesia galicana.
Entre la Europa de la Contrarreforma y el resto de ella encontramos una diferencia muy grave: los países contrarreformados no hacen apenas ciencia natural, salvo la excepción de los físicos italianos, con Galileo, que entra en conflicto con las autoridades eclesiásticas. Los países de la Contrarreforma hacen otra cosa importante: el jus naturae. Frente a la física se va a hacer el derecho natural, una ciencia humana jurídica. Pero hay comunidad por debajo de las diferencias: es un derecho natural, reaparece aquí el tema de la naturaleza. Este derecho, en manos de los teólogos españoles, se va a fundar aún en Dios; pero en manos de los holandeses y de los ingleses –Hugo Grocio, Shaftesbury, Hutcheson– se convierte en un derecho estrictamente natural, un derecho de la naturaleza humana. Se hablará de religión natural o deísmo, de un Dios natural. Es todo un movimiento naturalista, que culmina en Rousseau.
La Contrarreforma ha corrido una suerte extraña; ha quedado cerrada intelectualmente en sí misma, aislada, sin ponerse en contacto con la nueva filosofía y la nueva ciencia. Descartes y Leibniz conocían a los teólogos españoles; pero estos no entran en relación con los filósofos modernos, se agotan en sí mismos. Quedan fuera de la nueva comunidad intelectual europea, y esto hace que el espléndido florecimiento español se extinga pronto y no tenga fecundas consecuencias directas. Porque es menester advertir que la obra de los pensadores españoles, de Vitoria a Suárez, no ha sido estéril; pero su eficacia no se ha mostrado sino muy lejos de su aparente continuación.
LA UNIDAD INTELECTUAL DE EUROPA.– En el siglo XVII hay una comunidad espiritual en Europa dirigida por la filosofía y la ciencia natural, y aun la teología. Un elemento de ella ha desaparecido hoy, pero posiblemente volverá a surgir con estas generaciones, después de estos años de crisis: los intelectuales, en el siglo XVII, se escribían largas cartas. En las obras de Galileo, de Descartes, de Spinoza, de Leibniz, de Arnauld, de Clarke, de todos los hombres representativos de la época, una parte considerable está formada por su correspondencia científica. Esto significa que unos están atentos a la labor de los otros y además se corrigen, se hacen objeciones que dan una precisión enorme a las obras de este tiempo. Es la época en que se publican esos brevísimos folletos que transforman la filosofía con cincuenta claras páginas, y se llaman Discours de la méthode, Discours de métaphysique, Monadologie.
B) LA TRANSFORMACIÓN SOCIAL.
LAS NUEVAS CLASES.– La profesión intelectual no existía aún como tal en el siglo XVII. Descartes, muy a pesar de su familia, no escoge profesión –las armas, la justicia o la Iglesia: gens de robe et gens d’épée– y se encierra a trabajar y estudiar. Es un hombre independiente y de buena posición, un homme de bonne compagnie, y se dedica a la actividad intelectual sin ser clérigo ni profesor. A lo largo del siglo XVII se va generalizando este tipo que ha inaugurado Descartes.
Por un lado, va abriéndose paso el intelectual, y por otro, la nobleza va haciéndose palatina. Todavía a fines del XVIII no se ha consolidado del todo la clase intelectual. Stendhal cita la frase de un noble a propósito de Rousseau: Cela veut raisonner de tout et n’a pas quarante-mille livres de rente. Pero al mismo tiempo se está formando una burguesía, que va a estar teñida de intelectualismo, porque una capa superior de ella la forman los hombres de ciencia.
Los vestigios del feudalismo acaban, y termina la independencia de la nobleza. Los últimos actos residuales del feudalismo son la Fronda en la Francia de Mazarino, y en España el alzamiento de Andalucía con el duque de Medina Sidonia, en tiempos de Felipe IV. La nobleza tiene que vincularse a las otras dos fuerzas: el tercer estado y la monarquía. Se hace palatina, por una parte, y por otra se pone en contacto con la burguesía. Se apoya en las dos, y queda en situación muy difícil después de la Revolución Francesa. En cambio, se está constituyendo poco a poco una fuerte burguesía.
La monarquía ha llegado a su plenitud absoluta –regalismo– y ha logrado una organización completa del Estado. Este empieza a ser una máquina perfecta. Automáticamente, una serie de cosas que parecían particulares y privadas van pasando al Estado. Cada vez presta más servicios, se hace cargo de más problemas, se hace sentir también más pesadamente. Es lo que se llama intervencionismo del Estado; un proceso que va aumentando incesantemente y en el que nos encontramos de lleno hoy.
NATURALEZA Y GRACIA.– Hemos visto cómo el pensamiento reformista y el racionalismo desembocan en un interés por la naturaleza, aparte de Dios. En la Edad Media se contraponían los dos conceptos naturaleza y gracia, y en el Renacimiento el hombre se lanza tras la naturaleza, apartado de la gracia y olvidando el viejo principio cristiano: gratia naturam non tollit, sed perficit; el siglo XIX habrá olvidado tan completamente que la gracia fue la compañera de la naturaleza, que en él a natura se opone sólo cultura, y esto transforma concretamente la idea de la naturaleza. Hoy se habla más bien de espíritu –una palabra llena de sentido, pero también de equívocos–, y desde otro punto de vista, de historia.
Con el Renacimiento triunfa el modo de pensar natural. El mundo deja de ser cristiano, aunque lo sean los individuos, cosa muy distinta. El hombre queda como un mero ente natural. Por otra parte, el protestantismo había empezado con una concepción completamente pesimista del hombre: considera que está caído, que su naturaleza está esencialmente corrompida por el pecado original, y la justificación sólo puede realizarse por la fe, por la aplicación de los méritos de Cristo; las obras son inoperantes: el hombre es impotente para hacer méritos para salvarse. Frente a esto, la Contrarreforma, en Trento, proclamará como lema la fe y las obras.
En el Renacimiento el hombre va perdiendo a Dios como consecuencia de su irracionalidad. Para el protestante, sus obras no tienen que ver con la gracia, y quedan como meras obras naturales, que dominan el mundo mediante la física; así el hombre se va apartando de Dios y de la gracia. Consecuencia: al quedarse el hombre solo en el mundo, con el que hace grandes cosas, y desentenderse del problema de la gracia, ya no se considera malo. El pesimismo se fundaba en el punto de vista de la gracia, pero como ente natural, en pleno éxito de la razón física, ¿por qué? El pesimismo protestante, al quedar en la mera naturaleza, se convierte en el optimismo rousseauniano. El hombre se olvida del pecado original y se siente naturalmente bueno.
LA REVOLUCIÓN FRANCESA.– ¿Qué consecuencias va a tener esta situación en el siglo XVIII? El siglo XVIII es la época de aprovechamiento del XVII; hay épocas de tensión, creadoras, y otras de utilización de lo anterior, sin grandes problemas originales, sino sólo de aplicación y generalización de lo ya descubierto. Todas las cosas se rebajan en un grado. Así, del intelectual del siglo XVII se pasa al enciclopedista, que tiene afinidades esenciales con el periodismo, pero aún conserva ciencia viva, si bien por lo general ya elaborada. Estos hombres difunden el pensamiento del XVII, del cual vive la centuria siguiente. Para vivir de una idea es menester que haya pasado tiempo, que las masas la hayan recibido, no como una convicción individual, sino como una creencia en que se está; y esto es lento; como indica Ortega, el tempo de la vida colectiva es mucho más pausado que el de la individual. Así, en el siglo XVIII las damas de Versalles hablan de los temas que en el XVII era privativos de los más agudos pensadores: la física de Newton y los torbellinos de monsieur Descartes, hechos accesibles a la corte por Voltaire.
Todo esto va a llevar a la Revolución francesa. El Renacimiento nos trajo dos cosas: el racionalismo y la Reforma; estos tienen dos consecuencias: el naturalismo y el optimismo. Vimos cómo el racionalismo produce muy directamente la monarquía absoluta; pero esta es una fase de transición desde la Edad Media. La época medieval había creado un espíritu militar: la caballería; y el monarca es un imperante fuertemente militarizado. A lo largo de todo el siglo XVII se entabla una lucha entre dos fuerzas: la militar y la intelectual. La idea del mando militar se va haciendo civil, se va intelectualizando, Y como la razón es esencialmente una y la misma, y lo que dispone es lo que debe ser, por tanto, para siempre, se produce un estado de espíritu revolucionario
Los hombres racionales y naturalmente buenos se encuentran con una sociedad hecha históricamente, poco a poco, de un modo imperfecto, fundada en una idea de la monarquía que ya no está viva, y en una tradición religiosa que ha perdido vigencia social. Estos hombres se deciden a derribarlo todo para hacerlo mejor, racionalmente, perfectamente, de una vez para siempre y para todos: “derechos del hombre y del ciudadano”, así, sin más concesiones a la historia. Estamos en la Revolución francesa. El mundo se va a organizar de un modo definitivo, geométricamente. Es la raison la que va a mandar desde ahora.
5. La pérdida de Dios.
No quiero decir que la evolución del problema de Dios, que he estudiado con detalle en páginas anteriores, sea la única causa intelectual de toda la variación de Europa en este tiempo. Esto sería una exageración; pero sí es cierto que todo un importantísimo grupo de esas variaciones consiste en el paso de una situación fundada en el cristianismo, con la idea de Dios a la base de todas las ciencias, con un derecho divino y una moral religiosa, fundada en los dogmas y la teología, a otra situación totalmente distinta, donde Dios queda sustituido por la razón humana y la naturaleza.
Y hay un factor que acelera el triunfo y la difusión de esas ideas, que prescinden de Dios y lo van desalojando de las ciencias y de los principios. Es la primacía que en la modernidad se concede a lo negativo. En los siglos modernos, en efecto, se parte del supuesto de que es menester justificar lo positivo, y que lo negativo tiene, por lo pronto, validez. Así hay que esforzarse por demostrar la libertad frente al determinismo, la existencia del mundo exterior, la posibilidad del conocimiento. No me refiero a que no sea menester, efectivamente, probar esas cosas, sino a la tendencia, a la exactitud de que se parte. Hay unas palabras de Fontenelle especialmente expresivas: “El testimonio de los que creen una cosa establecida no tiene fuerza para apoyarla; pero el testimonio de los que no la creen tiene fuerza para destruirla. Pues los que creen pueden no estar instruidos de las razones para no creer, pero no es posible que los que no creen no estén instruidos de las razones para creer...”
Así, mediante esa primacía de lo negativo va adquiriendo vigencia la progresiva secularización de las creencias. Y esto nos explica que, así como antes no se dieron razones particulares en cada una para justificar el que tuviesen su fundamento en la Divinidad, tampoco ahora se dan pruebas suficientes para explicar la exclusión de Dios de las disciplinas intelectuales. Nuestro tiempo, con el imperativo de no partir de ninguna de las dos actitudes, y de justificar las cosas, tendría que fallar sobre cuestión tan grave.
He intentado mostrar a qué cielos desconocidos e impenetrables, como dice Paul Hazard, se había relegado a Dios. Pero también vimos que, a pesar de todo, Dios permanecía seguro y firme en la filosofía del siglo XVII. ¿Cómo se olvida esta dimensión, para no atender más que a la otra, que nos aparta de la Divinidad?
Decía antes que Dios deja de ser el horizonte de la mente para convertirse en su suelo. En efecto, no es ya lo divino objeto de la consideración y de la ciencia, sino sólo su supuesto. El hombre no va a Dios porque le interese, sino que lo que le importa es el mundo. Dios es sólo la condición necesaria para reconquistarlo. Una vez seguro, Dios no importa ya. El hombre, de lo que menos se ocupa es del suelo; precisamente por ser firme y seguro, prescinde de él para atender a otras cosas; así el hombre moderno, olvidado de Dios, atiende a la naturaleza. En el paso de la Edad Media a la Edad Moderna vemos un ejemplo máximo de esta dinámica histórica que convierte a veces en supuesto, con papel tan distinto, lo que antes era horizonte para el hombre.
Pero, sobre todo, hay otra razón mucho más decisiva. El proceso a que hemos asistido brevemente no termina aquí. La metafísica de Descartes a Leibniz es sólo una primera etapa suya. Hemos de ver cómo el idealismo alemán, en Kant, acaba de perder totalmente a Dios en la razón especulativa, al declarar imposible la prueba ontológica. Por tanto, se está en marcha desde Ockam hasta el idealismo alemán en ese apartamiento de Dios, que se pierde para la razón teórica. Hasta Leibniz se está sólo a mitad del camino. Lo que es entonces ascendente, lo que tiene más pujanza, lo que se está haciendo, es alejar a Dios: el puente ontológico que nos une todavía con Él es sólo un resto que define una etapa. Es lo que confiere su unidad fundamental a los años de mudanzas que hemos considerado, para hacer que, a pesar de su extremada complejidad, constituyan una etapa efectiva de la historia.
EL IDEALISMO ALEMÁN.
1. KANT.
Hemos visto lo que ocurre en los siglos XVII y XVIII, a qué situación fundamental se llega después del racionalismo. Estas aclaraciones tenían un doble objeto; en primer término, eran un intento de explicar la realidad histórica de esos dos siglos; y en segundo lugar, se trataba de situar con cierta precisión el ambiente en que se van a mover Kant y los demás idealistas alemanes. Conviene subrayar dos momentos importantes del pensamiento de esos dos siglos; uno es la imagen física del mundo, que nos ha dado la física moderna, muy concretamente Newton; otro, la crítica subjetiva y psicologista que han hecho Locke, Berkeley y Hume, sobre todo este último. Con estos elementos a la vista se puede abordar una explicación del kantismo, que es una de las cosas más difíciles que se pueden hacer. Será menester hacer una primera exposición breve y sencilla del contenido de esta filosofía, para intentar después entrar en la significación del problema kantiano.
A) LA DOCTRINA KANTIANA.
VIDA Y ESCRITOS DE KANT.– Immanuel Kant nació en Kónigsberg en 1724 y murió en la misma ciudad en 1804, después de haber pasado en ella toda su larga vida. Manuel Kant fue siempre un sedentario y no salió nunca de los límites de la Prusia oriental, y apenas de Kónigsberg. Era de familia modesta, hijo de un guarnicionero, criado en un ambiente de honrada artesanía y de profunda religiosidad pietista. Estudió en la Universidad de su ciudad natal, ejerció la enseñanza privada y luego participó en las tareas universitarias; pero sólo en 1770 fue nombrado profesor ordinario de Lógica y Metafísica. Hasta 1797 permaneció en su cátedra, que abandonó por su vejez y debilidad siete años antes de morir. Kant fue siempre de salud muy delicada, y a pesar de ello tuvo una vida de ochenta años de extraordinario esfuerzo. Era puntual, metódico, tranquilo y extremadamente bondadoso. Su vida entera fue una callada pasión por la verdad.
En su obra –y en su filosofía– se distinguen dos épocas: la que se llama el período precrítico –anterior a la publicación de la Crítica de la razón pura– y la época crítica posterior. Las obras más importantes de la primera etapa son: Aligemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels (Historia natural universal y teoría del cielo), Der einzig mögliche Beweisgrund zu einer Demonstration des Daseins Gottes (El único argumento posible para una demostración de la existencia de Dios) (1763). En 1770 publica su disertación latina De mundi sensibilis atque intelligibilis causa et principiis, que marca la transición hacia la crítica. Después viene el gran silencio de diez años, al cabo del cual aparece la primera edición de la Kritik der reinen Vernunft (Crítica de la razón pura), en 1781. Luego, en 1783, publica Prolegomena zu einer jeden künftigen Metaphysik, die als Wissenschaft wird auftreten können (Prolegómenos a toda metafísica futura que quiera presentarse como ciencia); en 1785, la Grundlegung zur Metaphysik der Sitten (Fundamentación de la metafísica de las costumbres), y en 1788, la obra que completa su ética: la Kritik der praktischen Vernunft (Crítica de la razón práctica). Por último, en 1790 publica la tercera crítica, la Kritik der Urteilskraft (Crítica del juicio). En un espacio de diez años se agrupan las obras más importantes de Kant. También tiene gran importancia Die Metaphysik der Sitten (1797), Die Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft (La religión dentro de los límites de la mera razón), la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht y las Lecciones de Lógica, que fueron editadas por Jäsche en 1800. La obra kantiana comprende además gran número de escritos más o menos breves, de extraordinario interés, y otros publicados después de su muerte (véase Kants Opus postumum, editado por Adickes y después por Buchenau), que son esenciales para la interpretación de su pensamiento.
1. Idealismo trascendental.
LAS FUENTES DE KANT.– El origen principal del kantismo está en la filosofía cartesiana y, como consecuencia, en el racionalismo, hasta Leibniz y Wolff. Por otra parte, dice Kant que la crítica de Hume lo despertó de su sueño dogmático. (Ya veremos lo que quiere decir este adjetivo). En Descartes, la res cogitans y la res extensa tienen algo común: el ser. Este ser fundado en Dios, como vimos, es el que hace que haya unidad entre las dos res, y que sea posible el conocimiento.
En Parménides, que es el comienzo de la metafísica, el ser es una cualidad real de las cosas, algo que está en ellas, como puede estar un color, aunque de un modo previo a toda posible cualidad. Las cosas de Parménides son, en definitiva, reales. En el idealismo el caso es distinto. El ser no es real, sino trascendental. Inmanente es lo que “permanece en”, immanet, manet in. Trascendente es lo que excede o trasciende de algo. Trascendental no es ni trascendente ni inmanente. La mesa tiene la cualidad de ser, pero todas sus demás cualidades también son; el ser las penetra y envuelve todas, y no se confunde con ninguna. Las cosas todas están en el ser, y por esto sirve de puente entre ellas. Esto es el ser trascendental.
EL CONOCIMIENTO TRASCENDENTAL.– Pero para Kant esto no basta. El conocimiento no se puede explicar sólo por la interpretación del ser como trascendental; es menester hacer una teoría trascendental del Conocimiento, y este conocimiento será el puente entre el yo y las cosas. En un esquema realista, el conocimiento es el conocimiento de las cosas, y las cosas son trascendentes a mí. En un esquema idealista, en que yo diga que no hay más que mis ideas (Berkeley), las cosas son algo inmanente, y mi conocimiento es de mis propias ideas. Pero si yo creo que mis ideas son de las cosas, la situación es muy distinta. No es que las cosas se me den como algo independiente de mí; las cosas se me dan en mis ideas; pero estas ideas no son sólo mías, sino que son ideas de las cosas. Son cosas que me aparecen, fenómenos en su sentido literal.
Si el conocimiento fuera trascendente, conocería cosas externas. Si fuese inmanente, solo conocería ideas, lo que hay en mí. Pero es trascendental: conoce los fenómenos, es decir, las cosas en mí (subrayando los dos términos de esta expresión). Aquí surge la distinción kantiana entre el fenómeno y la cosa en sí.
Las cosas en sí son inaccesibles; no puedo conocerlas, porque en cuanto las conozco ya están en mí, afectadas por mi subjetividad; las cosas en sí (noúmenos) no son espaciales ni temporales, y a mí no se me puede dar nada fuera del espacio y del tiempo. Las cosas tal como a mí se me manifiestan, como me aparecen, son los fenómenos.
Kant distingue dos elementos en el conocer: lo dado y lo puesto. Hay algo que se me da (un caos de sensaciones) y algo que yo pongo (la espacio-temporalidad, las categorías), y de la unión de estos dos elementos surge la cosa conocida o fenómeno. El pensamiento, pues, al ordenar el caos de sensaciones, hace las cosas; por esto decía Kant que no era el pensamiento el que se adaptaba a las cosas, sino al revés, y que su filosofía significaba un “giro copernicano”; pero no es el pensamiento solo el que hace las cosas, sino que las hace con el material dado. La cosa, pues, distinta de la “cosa en sí” incognoscible, surge en el acto del conocimiento trascendental.
LA RAZÓN PURA.– Kant distingue tres modos de saber: la sensibilidad (Sinnlichkeit), el entendimiento discursivo (Verstand) y la razón (Vernunft). A la razón, Kant le añade el adjetivo pura. Razón pura es la que se mueve sobre principios a priori, independientemente de la experiencia. Puro quiere decir en Kant a priori. Pero no basta esto: la razón pura no es la razón de ningún hombre, ni siquiera la razón humana, sino la de un ser racional, simplemente. La razón pura equivale a las condiciones racionales de un ser racional en general.
Pero los títulos de Kant pueden inducir a error. Kant titula uno de sus libros Crítica de la razón pura, y el otro, Crítica de la razón práctica. Parece que práctica se opone a pura; no es así. La razón práctica es también pura, y se opone a la razón especulativa o teórica. La expresión completa sería, pues, razón pura especulativa (o teórica) y razón pura práctica. Pero como Kant estudia en la primera Crítica las condiciones generales de la razón pura, y en la segunda la dimensión práctica de la misma razón, escribe abreviadamente los títulos.
La razón especulativa se refiere a una teoría, a un puro saber de las cosas; la razón práctica, en cambio, se refiere a la acción, a un hacer, en un sentido próximo a la práxis griega, y es el centro de la moral kantiana.
2. La “Crítica de la razón pura”.
Kant escribe su Crítica como una propedéutica o preparación a la metafísica, entendida como conocimiento filosófico a priori. Tiene que determinar las posibilidades del conocimiento y el fundamento de su validez. Este es el problema general. La Crítica se publicó en 1781, y Kant la modificó notablemente en la segunda edición de 1787; las dos interesan especialmente a la historia de la filosofía. Indicamos el esquema en que se articula la Crítica de la razón pura.
Introducción (planteamiento del problema y teoría de los juicios).
I. Teoría elemental trascendental.
1. Estética trascendental (teoría del espacio y del tiempo).
2. Lógica trascendental.
a) Analítica trascendental (posibilidad de la física pura).
b) Dialéctica trascendental (problema de la posibilidad de la metafísica).
II. Metodología trascendental.
1. La disciplina de la razón pura.
2. El canon de la razón pura.
3. La arquitectónica de la razón pura.
4. La historia de la razón pura.
A) Los juicios.
El conocimiento puede ser a priori o a posteriori. El primero es el que no funda su validez en la experiencia; el segundo es el que se deriva de ella. Este último no puede ser universal ni necesario; por tanto, la ciencia requiere un saber a priori, que no esté limitado por las contingencias de la experiencia aquí y ahora. Kant encuentra varios tipos de conocimiento a priori: la matemática, la física, la metafísica tradicional, que pretende conocer sus tres objetos, el hombre, el mundo y Dios. Estos objetos están fuera de la experiencia, porque son “síntesis infinitas”. No puedo tener una intuición del mundo, por ejemplo, porque estoy en él, no se me da como una cosa. Pero Kant se pregunta si es posible la metafísica; encuentra que las otras ciencias (matemática y física) van por su seguro camino; parece que la metafísica no. Y se plantea sus tres problemas capitales: ¿Cómo es posible la matemática? (Estética trascendental). ¿Cómo es posible la física pura? (Analítica trascendental). ¿Es posible la metafísica? (Dialéctica trascendental). Repárese en la diferente forma de la pregunta, que en el tercer caso no supone la posibilidad. (Estética no se refiere aquí a lo bello, sino a la sensibilidad, en su sentido griego de aísthesis).
La verdad y el conocimiento, por tanto, se dan en los juicios. Una ciencia es un complejo sistemático de juicios. Kant tiene que hacer, ante todo, una teoría lógica del juicio.
JUICIOS ANALÍTICOS Y JUICIOS SINTÉTICOS.– Son juicios analíticos aquellos cuyo predicado está contenido en el concepto del sujeto. Sintéticos, en cambio, aquellos cuyo predicado no está incluido en el concepto del sujeto, sino que se une o añade a él. Por ejemplo: los cuerpos son extensos, la esfera es redonda; pero, en cambio, la mesa es de madera, el plomo es pesado. La extensión va incluida en el concepto de cuerpo, y la redondez en el de esfera; pero no la madera en el concepto de mesa, o la pesadez en el de plomo. (Hay que advertir que en Leibniz todos los juicios serían analíticos, pues todas las determinaciones de una cosa están incluidas, desde luego, en su noción completa; pero esta noción sólo la posee Dios).
Los juicios analíticos explicitan el concepto del sujeto; los sintéticos lo amplían. Estos, por tanto, aumentan mi saber, y son los que tienen valor para la ciencia.
JUICIOS “A PRIORI” Y “A POSTERIORI”.– Pero hay una nueva distinción, ya aludida, según que se trate de juicios a priori o juicios de experiencia. A primera vista parece que los juicios analíticos son a priori, obtenidos por puro análisis del concepto, y los sintéticos, a posteriori. Lo primero es cierto, y los juicios a posteriori son por lo general sintéticos; pero no es cierto el recíproco; hay juicios sintéticos a priori, aunque parezca una contradicción, y estos son los que interesan a la ciencia, porque cumplen las dos condiciones exigidas: son, por una parte, a priori, es decir, universales y necesarios; y, por otra, sintéticos, esto es, aumentan efectivamente mi saber. 2 + 2 = 4, la suma de los tres ángulos de un triángulo es igual a dos rectos, son juicios sintéticos a priori; sus predicados no están contenidos en los sujetos; pero los juicios no se fundan en la experiencia. También fuera de la matemática, en la física y en la metafísica, encontramos juicios sintéticos a priori: todo fenómeno tiene su causa, el hombre es libre, Dios existe. El problema de la posibilidad de estas ciencias se reduce a este otro: ¿cómo son posibles –si lo son– en cada una de ellas los juicios sintéticos a priori?
B) EL ESPACIO Y EL TIEMPO.
INTUICIONES PURAS.– Lo que yo conozco está integrado por dos elementos: lo dado y lo que pongo yo. Lo dado es un caos de sensaciones; pero el caos es justamente lo contrario del saber. Yo hago algo con ese caos de sensaciones. ¿Qué hago? Lo ordeno; en primer lugar, en el espacio y en el tiempo; luego –ya veremos esto– según las categorías. Entonces, con el caos de sensaciones, yo he hecho cosas; no son cosas en sí, sino fenómenos, sujetos al espacio y al tiempo. Ahora bien, el espacio y el tiempo, ¿son ellos cosas en sí? No, no son cosas. ¿Qué son pues?
Kant dice que son intuiciones puras. Son las formas a priori de la sensibilidad. La sensibilidad no es sólo algo receptivo, sino que es activa; imprime su huella en todo lo que aprehende; tiene sus formas a priori. Estas formas que la sensibilidad da a las cosas que le vienen de fuera son el espacio y el tiempo; son las condiciones necesarias para que yo perciba, y estas las pongo yo. Son algo a priori, que no conozco por la experiencia, sino al contrario: son las condiciones indispensables para que yo tenga experiencia. Son las formas donde alojo mi percepción. Son, pues, algo anterior a las cosas, perteneciente a la subjetividad pura.
LA MATEMÁTICA.– Yo conozco el espacio y el tiempo de un modo absolutamente apriorístico. Los juicios que se refieren a las formas de la sensibilidad son, pues, a priori, aunque sean sintéticos. Por tanto, son posibles en la matemática, que se funda en una construcción de conceptos. La validez de la matemática se funda en la intuición a priori de las relaciones de las figuras espaciales y de los números, fundados en la sucesión temporal de unidades. El espacio y el tiempo, por consiguiente, son el fundamento lógico –no psicológico– de la matemática, y en ella son posibles los juicios sintéticos a priori. La estética trascendental resuelve la primera parte del problema.
C) LAS CATEGORÍAS.
El espacio y el tiempo nos separan de la realidad de las cosas en sí. La sensibilidad sólo le presenta fenómenos al entendimiento, las cosas ya “deformadas” o elaboradas por ella. Pensar, como ha mostrado bien Ortega, es esencialmente transformar. Pero el entendimiento, como la sensibilidad, tiene también sus formas a priori, con las cuales aprehende y entiende las cosas; estas formas son las categorías.
En Aristóteles las categorías eran modos o flexiones del ser, a las que se adaptaba la mente. En Kant, a la inversa, la mente lleva ya sus categorías, y son las cosas las que se conforman a ella; este es el giro copernicano. Las categorías están en el entendimiento, y no inmediatamente en el ser. Ya no nos separan de la realidad en sí solo el espacio y el tiempo, sino que ahora viene la segunda deformación de las categorías.
LOS JUICIOS Y LAS CATEGORÍAS.– Kant parte de la clasificación lógica de los juicios, modificada por él, con arreglo a cuatro puntos de vista: cantidad, cualidad, relación y modalidad.
1. Cantidad: Universales. Particulares. Singulares.
2. Cualidad: Afirmativos. Negativos. Infinitos.
3. Relación: Categóricos. Hipotéticos. Disyuntivos.
4. Modalidad: Problemáticos. Asertóricos. Apodícticos.
De estos juicios, que son otros tantos modos de síntesis, se derivan las categorías. Como la división de los juicios es completamente a priori, las categorías derivadas son modos de síntesis pura a priori, las modalidades del concepto de objeto en general. De este modo llegamos a la siguiente tabla de conceptos puros del entendimiento o categorías:
1. Cantidad: Unidad. Pluralidad. Totalidad.
2. Cualidad: Realidad. Negación. Limitación.
3. Relación: Sustancia. Causalidad. Comunidad o acción recíproca.
4. Modalidad: Posibilidad. Existencia. Necesidad.
Se ve claramente la estrecha relación que guardan las clases de juicios con las categorías. Las categorías son relaciones de los objetos, correspondientes a las de los juicios.
LA FÍSICA PURA.– Con el espacio y el tiempo y las categorías, el entendimiento elabora los objetos de la física pura; la categoría de sustancia aplicada al espacio nos da el concepto de materia; la categoría de causalidad con la forma temporal nos da el concepto físico de causa y efecto, etc. Como seguimos moviéndonos absolutamente en el a priori, sin intervención de la experiencia, la validez de la física pura no depende de ella, y son posibles dentro de su esfera los juicios sintéticos a priori. Este es el resultado de la Analítica trascendental.
D) LA CRÍTICA DE LA METAFÍSICA TRADICIONAL.
La metafísica tradicional, según las formas medievales y, sobre todo, los moldes en que la había generalizado Wolff en el siglo XVIII, se componía de dos partes: una metaphysica generalis u ontología, y una metaphysica specialis, que estudiaba las tres grandes regiones del ser: el hombre, el mundo y Dios; por tanto, tenemos tres disciplinas: psicología, cosmología y teología racionales. Kant encuentra estas ciencias con sus repertorios de cuestiones (inmortalidad del alma, libertad, finitud o infinitud del mundo, existencia de Dios, etc.), y aborda en la Dialéctica trascendental el problema de si es posible esta metafísica, que no parece haber encontrado el seguro camino de la ciencia.
LA METAFÍSICA.– Para Kant, metafísica es igual a conocimiento puro, a priori. Pero el conocimiento real solo es posible cuando a los principios formales se añade la sensación o la experiencia. Ahora bien, los principios que hemos logrado son formales y apriorísticos; para tener un conocimiento de la realidad, sería menester completarlos con elementos a posteriori, con una experiencia. La metafísica especulativa tradicional es el intento de tener un conocimiento real, apriorísticamente, de objetos –el alma, el mundo, Dios– que están allende toda experiencia posible. Por tanto, es un intento frustrado. Esos tres objetos son “síntesis infinitas”, y yo no puedo poner las condiciones necesarias para tener una intuición de ellos; por tanto, no puedo tener esta ciencia. Kant examina sucesivamente los paralogismos que encierran las demostraciones de la psicología racional, las antinomias de la cosmología racional y los argumentos de la teología racional (prueba ontológica, prueba cosmológica y prueba físico-teológica de la existencia de Dios), y concluye su invalidez. No podemos entrar en el detalle de esta crítica, que nos llevaría demasiado lejos. Sólo interesa indicar el fundamento de la crítica kantiana del argumento ontológico, porque es la clave de toda su filosofía.
EL ARGUMENTO ONTOLÓGICO.– Kant muestra que el argumento procedente de San Anselmo se fundaba en una idea del ser que él rechaza: la idea del ser como predicado real. Esto es más cierto de la forma cartesiana de la prueba, que es la estudiada por Kant. Se entiende que la existencia es una perfección que no puede faltarle al ente perfectísimo. Es decir, se interpreta la existencia como algo que está en la cosa. Pues bien, Kant afirma que el ser no es un predicado real: Sein ist kein reales Prädikat. La cosa existente no contiene nada más que la cosa pensada: si no fuera así, ese concepto no sería de ella. Cien escudos reales –dice Kant en su ejemplo famoso– no tienen nada que no contengan cien escudos posibles. Sin embargo, añade, no me es igual tener cien escudos posibles o cien escudos reales; ¿en qué consiste la diferencia? Los escudos efectivos están en conexión con la sensación; están aquí, con las demás cosas, en la totalidad de la experiencia. Es decir, la existencia no es una propiedad de las cosas, sino la relación de ellas con las demás, la posición positiva del objeto. El ser no es un predicado real, sino trascendental. La metafísica del siglo XVII lo tomaba como real, y por eso admitía la prueba ontológica; este es el sentido del calificativo que le aplica Kant: dogmatismo, ignorancia del ser como trascendental.
LAS IDEAS.– Las tres disciplinas de la metafísica tradicional no son válidas. La metafísica no es posible como ciencia especulativa. Sus temas no entran en la ciencia, pero quedan abiertos –sin posible refutación– a la fe: “Tuve que suprimir el saber –dice Kant –para dejar lugar a la creencia”.
Pero la metafísica existe siempre como tendencia natural del hombre hacia lo absoluto. Y los objetos de la metafísica son los que Kant llama Ideas; son como las nuevas categorías superiores correspondientes a las síntesis de juicios que son los raciocinios. Estas ideas, como no son susceptibles de intuición, solo pueden tener un uso regulativo. El hombre debe actuar como si el alma fuese inmortal, como si fuese libre, como si Dios existiese, aunque la razón teórica no pueda demostrarlo. Pero no es este el único papel de las Ideas. A esta validez hipotética en la razón especulativa, las Ideas trascendentales unen otra absoluta, incondicionada, de tipo distinto; reaparecen en el estrato más profundo del kantismo como postulados de la razón práctica.
3. La razón practica.
NATURALEZA Y LIBERTAD.– Kant distingue dos mundos: el mundo de la naturaleza y el mundo de la libertad. El primero está determinado por la causalidad natural; pero, junto a ella, Kant admite una causalidad por libertad, que rige en la otra esfera. El hombre, por una parte, es un sujeto psico-físico, sometido a las leyes naturales, físicas y psíquicas; es lo que llama un yo empírico. Así como el cuerpo obedece a la ley de la gravedad, la voluntad se determina por los estímulos, y en este sentido empírico no es libre. Pero Kant contrapone al yo empírico un yo puro, que no está determinado naturalmente, sino solo por las leyes de la libertad. El hombre, como persona racional, pertenece a este mundo de la libertad. Pero ya hemos visto que la razón teórica no llega hasta aquí; dentro de su campo no puede conocer la libertad. ¿Dónde la encontramos? Únicamente en el hecho de la moralidad; aquí aparece la razón práctica, que no se refiere al ser, sino al deber ser; no se trata aquí del conocimiento especulativo, sino del conocimiento moral. Y así como Kant estudiaba las posibilidades del primero en la Crítica de la razón pura (teórica), tendrá ahora que escribir una Crítica de la razón práctica.
EL “FACTUM” DE LA MORALIDAD.– En la razón práctica, Kant acepta postulados que no son demostrables en la razón teórica, pero que tienen una evidencia inmediata y absoluta para el sujeto. Por eso son postulados, y su admisión viene exigida, impuesta de un modo incondicionado, aunque no especulativamente. Kant se encuentra con un hecho, un factum que es el punto de partida de su ética: la moralidad, la conciencia del deber. El hombre se siente responsable, siente el deber. Esto es un puro hecho indiscutible y evidente. Ahora bien: el deber, la conciencia de responsabilidad, suponen que el hombre sea libre. Pero la libertad no es demostrable teóricamente; desde el punto de vista especulativo, no es más que una Idea regulativa: debo obrar como si fuese libre. Ahora, en cambio, la libertad aparece como algo absolutamente cierto, exigido por la conciencia del deber, aun cuando no sepamos teóricamente cómo es posible. El hombre, en cuanto persona moral, es libre, y su libertad es un postulado de la razón práctica.
LOS OBJETOS DE LA METAFÍSICA.– De un modo análogo, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios, imposibles de probar en la Crítica de la razón pura, reaparecen como postulados en la otra Crítica. Los objetos de la metafísica tradicional tienen su validez en un sentido doble: como Ideas regulativas, teóricamente, y como postulados de validez absoluta en la razón práctica. Este va a ser el fundamento de la ética kantiana.
EL IMPERATIVO CATEGÓRICO.– Kant plantea el problema de la ética en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, como la cuestión del bien supremo. Los bienes pueden ser buenos para otra cosa o buenos en sí mismos. Y Kant dice que la única cosa que es buena en sí misma, sin restricción, es una buena voluntad. El problema moral queda trasladado, pues, no a las acciones, sino a la voluntad que las mueve.
Kant quiere hacer una ética del deber ser. Y una ética imperativa, que obligue. Se busca, pues, un imperativo. Pero la mayoría de los imperativos no sirven para fundamentar la ética, porque son hipotéticos, es decir, dependen de una condición. Si yo digo: aliméntate, se supone una condición: si quieres vivir; pero para un hombre que quiera morir, el imperativo no tiene validez. Kant necesita un imperativo categórico, que mande sin ninguna condición, absolutamente. La obligatoriedad del imperativo categórico ha de encontrarse en él mismo. Como el bien supremo es la buena voluntad, la calificación moral de una acción recae sobre la voluntad con que ha sido hecha, no sobre la acción misma. Y la buena voluntad es la que quiere lo que quiere por puro respeto al deber. Si yo hago una acción buena porque me gusta o por un sentimiento, o por temor, etc., no tiene valor moral. (Aquí se plantea Kant la espinosa cuestión de si el respeto al deber no es un sentimiento). El imperativo categórico se expresa de diversas formas; su sentido fundamental es el siguiente: Obra de modo que puedas querer que lo que haces sea ley universal de la naturaleza.
En efecto: el que hace algo mal, lo hace como una falta, como una excepción, y está afirmando la ley moral universal a la vez que la infringe. Si yo miento, no puedo querer que el mentir sea una ley universal, puesto que esto destruiría el sentido del decir, y haría imposible incluso el efecto de la propia mentira; el mentir supone, justamente, que la ley universal es decir la verdad. Y así en los demás casos.
LA PERSONA MORAL.– La ética kantiana es autónoma y no heterónoma; es decir, la ley viene dictada por la conciencia moral misma, no por una instancia ajena al yo. Este es colegislador en el reino de los fines, en el mundo de la libertad moral. Por otra parte, esta ética es formal y no material, porque no prescribe nada concreto, ninguna acción determinada en su contenido, sino la forma de la acción: el obrar por respeto al deber, hágase lo que se quiera.
En rigor, la expresión es justa: se debe hacer lo que se quiera; no lo que se desee, o apetezca, convenga, sino lo que pueda querer la voluntad racional. Kant pide al hombre que sea libre, que sea autónomo, que no se deje determinar por ningún motivo ajeno a su voluntad, que se da las leyes a sí misma.
De este modo, la ética kantiana culmina en el concepto de persona moral. Una ética es siempre una ontología del hombre. Kant pide al hombre que realice su esencia, que sea el que en verdad es, un ser racional. Porque la ética kantiana no se refiere al yo empírico, ni siquiera a las condiciones de la especie humana, sino a un yo puro, a un ser racional puro. El hombre, por una parte, como yo empírico, está sujeto a la causalidad natural; pero, por otra parte, pertenece al reino de los fines.
Kant dice que todos los hombres son fines en sí mismos. La inmoralidad consiste en tomar al hombre –al propio yo o al prójimo– como medio para algo, siendo, como es, un fin en sí.
Las leyes morales –el imperativo categórico– proceden de la legislación de la propia voluntad. Por esto el imperativo y la moralidad nos interesan, porque son cosa nuestra.
EL PRIMADO DE LA RAZÓN PRÁCTICA.– La razón práctica, a diferencia de la teórica, sólo tiene validez inmediata para el yo, y consiste en determinarse a sí mismo. Pero Kant afirma el primado de la razón práctica sobre la especulativa; es decir, que es anterior y superior. Lo primario en el hombre no es la teoría, sino la práxis, un hacer. En el concepto de persona moral, entendida como libertad, culmina la filosofía kantiana. Kant no pudo realizar su metafísica, que sólo quedó esbozada, porque su vida entera estuvo ocupada por la previa faena crítica. Pero sólo desde este primado de la razón práctica y de estas ideas de libertad y hacer puede entenderse la filosofía del idealismo alemán, que nace en Kant para terminar en Hegel.
TELEOLOGÍA Y ESTÉTICA.– Podemos prescindir aquí de la exposición del contenido de la Crítica del juicio, que se refiere a los problemas del fin en el organismo biológico y en el campo de la estética.
Es conocida la definición de lo bello como una finalidad sin fin, es decir, como algo que encierra en sí una finalidad, pero que no se subordina a ningún fin ajeno al goce estético. También distingue Kant entre lo bello, que produce un sentimiento placentero y al que acompaña la conciencia de limitación, y lo sublime, que provoca un placer mezclado de horror y admiración, como una tempestad, una gran montaña o una tragedia, porque lo acompaña la impresión de lo infinito o ilimitado. Estas ideas kantianas han tenido honda repercusión en el pensamiento del siglo XIX.
(Continuará)
Editorial: Biblioteca de la Revista De Occidente – Madrid – 1978.
III. LA FORMACIÓN DE LA ÉPOCA MODERNA.
1. La filosofía y la historia.
Lo que primero se piensa en la filosofía acaba por tener consecuencias históricas. Se van generalizando las ideas, hasta convertirse poco a poco en una fuerza actuante, incluso en las multitudes. Esto ha ocurrido siempre; pero más que nunca en la época de que aquí se trata. Todo el siglo XVIII, todo lo que llamamos la Ilustración, ha sido este proceso de adquirir influjo y existencia social las ideas pensadas en los siglos anteriores. Y esto no es casualidad. Todos los tiempos viven, en cierta medida, de ideas; pero no es forzoso que estas ideas se muestren como tales, como teorías; precisamente suelen encontrar su fuerza en ocultarse bajo otras formas; por ejemplo, formas tradicionales. En el siglo XVIII, en cambio, importan las ideas justamente por ser ideas: se trata de vivir según esas ideas, según la raison. Por esto no tienen que revestirse de otra apariencia, y adquieren su máxima eficacia.
Con las ideas metafísicas que he intentado precisar en los capítulos anteriores –y con algunas ideas religiosas y teológicas emparentadas con aquellas– no ocurre cosa distinta. Van trascendiendo a círculos cada vez más extensos, y sobre ellos ejercen su influjo. Poco a poco, la vida y las ciencias se van informando por esos resultados a que la filosofía ha llegado antes. Así se va transformando el aspecto del mundo. Las raíces son anteriores y quedan ocultas; lo que se manifiesta es la alteración total de la superficie. Pero esta variación sólo acaba de comprenderse bien en su unidad si se conocen los movimientos subterráneos que están actuando. Tenemos que ver cómo esta época europea está condicionada por la filosofía, y al mismo tiempo cómo a partir de ella la filosofía queda situada históricamente y determinada por su propia situación.
2. El Estado racionalista.
La época posterior al Renacimiento se constituye por el descubrimiento de la razón matemática –el racionalismo–. Durante el siglo XVI y el XVII se construyen los grandes sistemas racionalistas en la física y en la filosofía: Galileo, Newton. Descartes, Spinoza, Leibniz. Este racionalismo tiene claras consecuencias históricas.
EL ABSOLUTISMO.– En los comienzos mismos del Estado moderno, del Estado absoluto, se empieza a hablar de razón, de la razón de Estado: la ragione di Stato de Maquiavelo. Tenemos, pues, un Estado con una personalidad, y este Estado tiene sus razones; obra, por tanto, como una mente. Esto es una personificación racionalista del Estado, que aparece a la vez que las nacionalidades modernas.
Descartes habla incidentalmente de política; dice que las cosas están mejor hechas cuando se hacen según la razón y por uno solo, no por varios. Esto es la justificación racional de la monarquía absoluta, y de ese mismo principio va a salir también, más tarde, el espíritu revolucionario. Los Estados que se constituyen en el Renacimiento se convierten en fuertes unidades de poder absoluto.
LA DIPLOMACIA.– En este momento aparece de un modo claro la diplomacia, en un sentido nuevo. No es más que la sustitución de la relación directa de unos Estados con otros por una relación personal abstracta; esta diplomacia se consigue por la unidad que han alcanzado las naciones; antes no la habla habido más que en los Estados italianos medievales, que han sido justamente lo más parecido a una nación en sentido moderno; tal vez por esto no logró Italia hacer un Estado unitario. Gracias a esa diplomacia, consecuencia de la unidad, esa unidad se acentúa. Empieza a existir Francia como tal Francia para los franceses y para los que no lo son, al verla representada y personalizada, relacionándose con otras naciones. Basta ver la diferente conciencia de españolidad de un súbdito de los Reyes Católicos y de un súbdito de Felipe II, por ejemplo. Fernando de Aragón, muerta Isabel, puede todavía “volverse a sus Estados”; en tiempo de Felipe ya no sería esto posible. La nación está personificada en el rey absoluto; las relaciones entre las naciones se resumen y personifican en la conversación de unos cuantos hombres. Empiezan a contar los Estados en la mente de cada individuo.
La Reforma tiene una dimensión estrictamente religiosa, cuya génesis sería fácil perseguir a través de la Edad Media, hasta llegar a Lutero. Pero no vamos a considerar este aspecto, sino el vital e histórico, la situación espiritual que la hizo posible y la nueva situación que determinó.
EL LIBRE EXAMEN.– Lo más importante de la Reforma es el libre examen. Supone que, lejos de haber una autoridad de la Iglesia que interprete los textos sagrados, ha de ser cada individuo el que los interprete. Esto es racionalismo puro; se está presintiendo aquí aquello de Descartes: “el buen sentido es la cosa del mundo que está mejor repartida”. Pero Lutero es el hombre menos racionalista del mundo, enemigo de la razón y de la filosofía. ¿Qué significa esto? Es una prueba más de que el hombre que nace en una época está dentro de las creencias de ella, a pesar de sus ideas particulares, y actúan en él mucho más los supuestos vigentes del tiempo (Ortega).
Consecuencia necesaria de este espíritu de libre examen es la destrucción de la Iglesia. Puesto que se dice “el hombre y Dios solos”, la Iglesia es una ingerencia que se interpone entre el hombre y Dios. La Iglesia ha mirado siempre con suma cautela las posiciones místicas porque bordean este peligro. Es conocida la tremenda frase de un místico católico: “Dios y yo, y no más mundo”. Se queda el hombre solo con Dios. Se produce el fraccionamiento del protestantismo; pertenece a la esencia del protestantismo la pluralidad. Vamos a ver dos tipos de Iglesia reformada –la Iglesia “nacional”, por ejemplo la anglicana, y la Confesión de Augsburgo–, para ver cómo llevan en sí el germen de su propia disolución.
La Iglesia nacional se forma en torno a la persona del rey. El rey de Inglaterra, o un príncipe alemán, es la cabeza de la Iglesia, y esta es nacional, política. Se produce una radical vinculación entre religión y política, entre Iglesia y Estado. El Estado se convierte en Estado religioso, de un modo bien distinto del medieval; en la Edad Media, el Estado supone y acepta los principios religiosos; ahora ocurre más bien lo contrario, es la religión la que está afectada por el principio nacional; se llega a la norma cujus regio, ejus religio; en los países católicos penetra también este espíritu en cierta medida, y se habla en unos y en otros de la “alianza del trono y el altar”, olvidando el clarísimo texto evangélico: Mi reino no es de este mundo. Las diversas inquisiciones modernas –tan distintas de la medieval– son en suma instrumentos estatales más que organismos religiosos. Esta estatificación de la Iglesia la lleva a la pérdida de su contenido religioso y a su absorción por los intereses temporales. Nuestra época asiste no a la desaparición del protestantismo, pero sí a frecuentes quebrantos de las “iglesias nacionales”.
La Confesión de Augsburgo, por ejemplo, supone, en cambio, un acuerdo sobre materias de fe. Se pertenece a ella por estar conforme con su contenido dogmático. Es una asociación de los individuos aislados, que constituyen una Iglesia, que no están en ella como en el catolicismo; la distinción es bien clara. Pero esta comunidad fundada en la opinión concordante, está sujeta a variación. La opinión, regida por el libre examen, evoluciona en muchos sentidos y se divide; a la Confesión única siguen varias sectas, estas se atomizan más aún, y así llegamos al credo individual. El llamado “protestantismo liberal” ha consistido en la supresión de casi todo el contenido dogmático, hasta el punto de que el nombre de cristianismo es en él casi un simple residuo injustificado.
EL PROBLEMA DE LA REFORMA.– En los países católicos se produce la Contrarreforma, es decir, una Reforma a la inversa. Se produce así una escisión entre los países protestantes y los católicos, y esta Europa que se nos había dado como una unidad aparece desgarrada en dos. Frente a estas dos mitades en que Europa se nos ha dividido, podemos pensar: Que la unidad la mantiene el catolicismo, y la Reforma es puro error pasajero. O que el destino de Europa es el protestantismo, y las naciones católicas son rezagadas. (A esta solución apuntan Hegel y Guizot, y es Francia la que impide a los dos esta interpretación histórica). O podemos pensar en la subsistencia de ambos, y que la unidad de Europa es una unidad dialéctica, una unidad dinámica, tensa, de esas dos mitades. Obsérvese que esto no roza la cuestión de la verdad integral del catolicismo; el hecho con que la mente cristiana se encuentra es el de que Dios ha permitido la Reforma, como ha permitido, por otra parte, la convivencia de una pluralidad de religiones. No se puede prescindir del hecho de la Reforma, como no lo ha hecho la Iglesia; repárese en que la Iglesia católica no toma la misma posición frente al Cisma de Oriente y frente al movimiento protestante; en el primer caso pierde la obediencia de todos los países orientales y queda inalterada; en el segundo, hace una Contrarreforma: la sustantividad de esta exige la de la Reforma –no simple cisma– que la provoca.
Pero esta posición nos plantea un nuevo problema: ¿de qué tipo es esta interacción entre el mundo católico y el protestante?, ¿de qué tipo es la unidad que los constituye?, y por último: ¿cuál ha de ser la síntesis que resuelva esta antinomia? Podríamos pensar –y esta idea, grata a una mente católica, no se ve desmentida por los indicios de la época– que esa síntesis sea la reabsorción final en el catolicismo, después de agotado el camino erróneo, hasta llegar a sus consecuencias últimas. Tal vez el protestantismo se refute históricamente a sí mismo y se encuentre superado en la verdad. Y esta unidad restaurada de la Iglesia católica no sería igual, en modo alguno, a la anterior de la Reforma, como si esta no hubiera existido, sino que quedaría conservada en esta forma concreta de su superación.
4. La sociedad moderna.
Hemos visto el papel de dos elementos capitales de la Edad Moderna: el racionalismo y la Reforma. Hemos de ver ahora cómo influyen en la estructura social de la época; cómo, en virtud de la filosofía y la teología, la vida moderna entera, desde lo intelectual hasta lo social y político, adquiere un aire nuevo, que culmina, en el siglo XVII, con los dos grandes hechos de la Ilustración y la Revolución francesa.
A) LA VIDA INTELECTUAL.
EL TIPO DEL INTELECTUAL.– ¿Qué tipos intelectuales producen estos siglos? ¿Qué es un hombre intelectual en esta época, y qué entiende por su labor? ¿En qué consiste ser intelectual en el siglo XVII, a diferencia de serlo en la Edad Media, en el Renacimiento o en el siglo XVIII?
En la Edad Media es el clérigo, especialmente el fraile, el verdadero intelectual. El trabajo de la Escolástica, con su sentido de escuela, de colaboración, es común dentro de la Orden o de la Universidad. El filósofo entonces es hombre de monasterio, de comunidad, o más bien maestro. Es el hombre escolar –Scholastic’s– que coopera dentro de la gran obra colectiva. En el Renacimiento, el intelectual es un humanista. Es un hombre de mundo, seglar, que cultiva su persona, principalmente en las dimensiones del arte y la literatura, impregnadas de esencias clásicas. Tenía un aire matinal en su nuevo ademán de asomarse a la naturaleza y al mundo. Es el tipo de Bembo –a pesar de su capelo–, de Tomás Moro, de Erasmo, de Budé o Vives.
Tomemos ahora un tipo de intelectual distinto: Galileo, Descartes, Spinoza. El intelectual de esta época es el hombre del método (Ortega). No hace más que buscar métodos, abrir caminos nuevos que permitan llegar a las cosas, a cosas nuevas, a nuevas regiones. Es el hombre que, con un imperativo esencial de racionalidad, va constituyendo su ciencia. El hombre del siglo XVII tiene una conciencia efectiva y precisa de modernidad. El renacentista era el hombre que tenía síntomas, indicios de modernidad, que iba encontrando cosas viejas, que de puro viejas parecían ya nuevas. Si se viese con detalle el Renacimiento, se comprobaría que era en buena parte negativo. Las cosas que va a hacer la Edad Moderna están más ancladas en la Edad Media –Ockam, Eckehart, la escuela de París– que en el Renacimiento. Este es brillante, pero de poca solidez. Los renacentistas se vuelven contra la Edad Media –Vives, Ramus–, y esto va a perdurar: un siglo después, cuando se está viviendo de raíces medievales, se sigue considerando la Edad Media y la Escolástica como un puro error. El primer hombre que va a tener sentido histórico y ver junto al valor de la nueva ciencia el valor de la Escolástica será Leibniz.
EL TEMA DE LA NATURALEZA.– La Reforma había escindido a Europa en dos mitades, y no una reformada y otra no, sino las dos reformadas, aunque en sentido distinto. Hay una excepción, Francia, que no es Reforma ni tal vez Contrarreforma. Francia combate a los calvinistas, e incluso hace la de San Bartolomé; pero hace también una política contraria a los Austrias, y la desglosa de la religión en la Guerra de los Treinta Años; promulga el Edito de Nantes y produce la Iglesia galicana, católica, sometida al Papa religiosamente, pero matizada desde el punto de vista nacional. Acaso por eso Leibniz, al intentar la unión de las Iglesias, no se dirige a los jerarcas de la Iglesia española, salvo al obispo Rojas Spínola, ni directamente a Roma, sino sobre todo a Bossuet, el portavoz de la Iglesia galicana.
Entre la Europa de la Contrarreforma y el resto de ella encontramos una diferencia muy grave: los países contrarreformados no hacen apenas ciencia natural, salvo la excepción de los físicos italianos, con Galileo, que entra en conflicto con las autoridades eclesiásticas. Los países de la Contrarreforma hacen otra cosa importante: el jus naturae. Frente a la física se va a hacer el derecho natural, una ciencia humana jurídica. Pero hay comunidad por debajo de las diferencias: es un derecho natural, reaparece aquí el tema de la naturaleza. Este derecho, en manos de los teólogos españoles, se va a fundar aún en Dios; pero en manos de los holandeses y de los ingleses –Hugo Grocio, Shaftesbury, Hutcheson– se convierte en un derecho estrictamente natural, un derecho de la naturaleza humana. Se hablará de religión natural o deísmo, de un Dios natural. Es todo un movimiento naturalista, que culmina en Rousseau.
La Contrarreforma ha corrido una suerte extraña; ha quedado cerrada intelectualmente en sí misma, aislada, sin ponerse en contacto con la nueva filosofía y la nueva ciencia. Descartes y Leibniz conocían a los teólogos españoles; pero estos no entran en relación con los filósofos modernos, se agotan en sí mismos. Quedan fuera de la nueva comunidad intelectual europea, y esto hace que el espléndido florecimiento español se extinga pronto y no tenga fecundas consecuencias directas. Porque es menester advertir que la obra de los pensadores españoles, de Vitoria a Suárez, no ha sido estéril; pero su eficacia no se ha mostrado sino muy lejos de su aparente continuación.
LA UNIDAD INTELECTUAL DE EUROPA.– En el siglo XVII hay una comunidad espiritual en Europa dirigida por la filosofía y la ciencia natural, y aun la teología. Un elemento de ella ha desaparecido hoy, pero posiblemente volverá a surgir con estas generaciones, después de estos años de crisis: los intelectuales, en el siglo XVII, se escribían largas cartas. En las obras de Galileo, de Descartes, de Spinoza, de Leibniz, de Arnauld, de Clarke, de todos los hombres representativos de la época, una parte considerable está formada por su correspondencia científica. Esto significa que unos están atentos a la labor de los otros y además se corrigen, se hacen objeciones que dan una precisión enorme a las obras de este tiempo. Es la época en que se publican esos brevísimos folletos que transforman la filosofía con cincuenta claras páginas, y se llaman Discours de la méthode, Discours de métaphysique, Monadologie.
B) LA TRANSFORMACIÓN SOCIAL.
LAS NUEVAS CLASES.– La profesión intelectual no existía aún como tal en el siglo XVII. Descartes, muy a pesar de su familia, no escoge profesión –las armas, la justicia o la Iglesia: gens de robe et gens d’épée– y se encierra a trabajar y estudiar. Es un hombre independiente y de buena posición, un homme de bonne compagnie, y se dedica a la actividad intelectual sin ser clérigo ni profesor. A lo largo del siglo XVII se va generalizando este tipo que ha inaugurado Descartes.
Por un lado, va abriéndose paso el intelectual, y por otro, la nobleza va haciéndose palatina. Todavía a fines del XVIII no se ha consolidado del todo la clase intelectual. Stendhal cita la frase de un noble a propósito de Rousseau: Cela veut raisonner de tout et n’a pas quarante-mille livres de rente. Pero al mismo tiempo se está formando una burguesía, que va a estar teñida de intelectualismo, porque una capa superior de ella la forman los hombres de ciencia.
Los vestigios del feudalismo acaban, y termina la independencia de la nobleza. Los últimos actos residuales del feudalismo son la Fronda en la Francia de Mazarino, y en España el alzamiento de Andalucía con el duque de Medina Sidonia, en tiempos de Felipe IV. La nobleza tiene que vincularse a las otras dos fuerzas: el tercer estado y la monarquía. Se hace palatina, por una parte, y por otra se pone en contacto con la burguesía. Se apoya en las dos, y queda en situación muy difícil después de la Revolución Francesa. En cambio, se está constituyendo poco a poco una fuerte burguesía.
La monarquía ha llegado a su plenitud absoluta –regalismo– y ha logrado una organización completa del Estado. Este empieza a ser una máquina perfecta. Automáticamente, una serie de cosas que parecían particulares y privadas van pasando al Estado. Cada vez presta más servicios, se hace cargo de más problemas, se hace sentir también más pesadamente. Es lo que se llama intervencionismo del Estado; un proceso que va aumentando incesantemente y en el que nos encontramos de lleno hoy.
NATURALEZA Y GRACIA.– Hemos visto cómo el pensamiento reformista y el racionalismo desembocan en un interés por la naturaleza, aparte de Dios. En la Edad Media se contraponían los dos conceptos naturaleza y gracia, y en el Renacimiento el hombre se lanza tras la naturaleza, apartado de la gracia y olvidando el viejo principio cristiano: gratia naturam non tollit, sed perficit; el siglo XIX habrá olvidado tan completamente que la gracia fue la compañera de la naturaleza, que en él a natura se opone sólo cultura, y esto transforma concretamente la idea de la naturaleza. Hoy se habla más bien de espíritu –una palabra llena de sentido, pero también de equívocos–, y desde otro punto de vista, de historia.
Con el Renacimiento triunfa el modo de pensar natural. El mundo deja de ser cristiano, aunque lo sean los individuos, cosa muy distinta. El hombre queda como un mero ente natural. Por otra parte, el protestantismo había empezado con una concepción completamente pesimista del hombre: considera que está caído, que su naturaleza está esencialmente corrompida por el pecado original, y la justificación sólo puede realizarse por la fe, por la aplicación de los méritos de Cristo; las obras son inoperantes: el hombre es impotente para hacer méritos para salvarse. Frente a esto, la Contrarreforma, en Trento, proclamará como lema la fe y las obras.
En el Renacimiento el hombre va perdiendo a Dios como consecuencia de su irracionalidad. Para el protestante, sus obras no tienen que ver con la gracia, y quedan como meras obras naturales, que dominan el mundo mediante la física; así el hombre se va apartando de Dios y de la gracia. Consecuencia: al quedarse el hombre solo en el mundo, con el que hace grandes cosas, y desentenderse del problema de la gracia, ya no se considera malo. El pesimismo se fundaba en el punto de vista de la gracia, pero como ente natural, en pleno éxito de la razón física, ¿por qué? El pesimismo protestante, al quedar en la mera naturaleza, se convierte en el optimismo rousseauniano. El hombre se olvida del pecado original y se siente naturalmente bueno.
LA REVOLUCIÓN FRANCESA.– ¿Qué consecuencias va a tener esta situación en el siglo XVIII? El siglo XVIII es la época de aprovechamiento del XVII; hay épocas de tensión, creadoras, y otras de utilización de lo anterior, sin grandes problemas originales, sino sólo de aplicación y generalización de lo ya descubierto. Todas las cosas se rebajan en un grado. Así, del intelectual del siglo XVII se pasa al enciclopedista, que tiene afinidades esenciales con el periodismo, pero aún conserva ciencia viva, si bien por lo general ya elaborada. Estos hombres difunden el pensamiento del XVII, del cual vive la centuria siguiente. Para vivir de una idea es menester que haya pasado tiempo, que las masas la hayan recibido, no como una convicción individual, sino como una creencia en que se está; y esto es lento; como indica Ortega, el tempo de la vida colectiva es mucho más pausado que el de la individual. Así, en el siglo XVIII las damas de Versalles hablan de los temas que en el XVII era privativos de los más agudos pensadores: la física de Newton y los torbellinos de monsieur Descartes, hechos accesibles a la corte por Voltaire.
Todo esto va a llevar a la Revolución francesa. El Renacimiento nos trajo dos cosas: el racionalismo y la Reforma; estos tienen dos consecuencias: el naturalismo y el optimismo. Vimos cómo el racionalismo produce muy directamente la monarquía absoluta; pero esta es una fase de transición desde la Edad Media. La época medieval había creado un espíritu militar: la caballería; y el monarca es un imperante fuertemente militarizado. A lo largo de todo el siglo XVII se entabla una lucha entre dos fuerzas: la militar y la intelectual. La idea del mando militar se va haciendo civil, se va intelectualizando, Y como la razón es esencialmente una y la misma, y lo que dispone es lo que debe ser, por tanto, para siempre, se produce un estado de espíritu revolucionario
Los hombres racionales y naturalmente buenos se encuentran con una sociedad hecha históricamente, poco a poco, de un modo imperfecto, fundada en una idea de la monarquía que ya no está viva, y en una tradición religiosa que ha perdido vigencia social. Estos hombres se deciden a derribarlo todo para hacerlo mejor, racionalmente, perfectamente, de una vez para siempre y para todos: “derechos del hombre y del ciudadano”, así, sin más concesiones a la historia. Estamos en la Revolución francesa. El mundo se va a organizar de un modo definitivo, geométricamente. Es la raison la que va a mandar desde ahora.
5. La pérdida de Dios.
No quiero decir que la evolución del problema de Dios, que he estudiado con detalle en páginas anteriores, sea la única causa intelectual de toda la variación de Europa en este tiempo. Esto sería una exageración; pero sí es cierto que todo un importantísimo grupo de esas variaciones consiste en el paso de una situación fundada en el cristianismo, con la idea de Dios a la base de todas las ciencias, con un derecho divino y una moral religiosa, fundada en los dogmas y la teología, a otra situación totalmente distinta, donde Dios queda sustituido por la razón humana y la naturaleza.
Y hay un factor que acelera el triunfo y la difusión de esas ideas, que prescinden de Dios y lo van desalojando de las ciencias y de los principios. Es la primacía que en la modernidad se concede a lo negativo. En los siglos modernos, en efecto, se parte del supuesto de que es menester justificar lo positivo, y que lo negativo tiene, por lo pronto, validez. Así hay que esforzarse por demostrar la libertad frente al determinismo, la existencia del mundo exterior, la posibilidad del conocimiento. No me refiero a que no sea menester, efectivamente, probar esas cosas, sino a la tendencia, a la exactitud de que se parte. Hay unas palabras de Fontenelle especialmente expresivas: “El testimonio de los que creen una cosa establecida no tiene fuerza para apoyarla; pero el testimonio de los que no la creen tiene fuerza para destruirla. Pues los que creen pueden no estar instruidos de las razones para no creer, pero no es posible que los que no creen no estén instruidos de las razones para creer...”
Así, mediante esa primacía de lo negativo va adquiriendo vigencia la progresiva secularización de las creencias. Y esto nos explica que, así como antes no se dieron razones particulares en cada una para justificar el que tuviesen su fundamento en la Divinidad, tampoco ahora se dan pruebas suficientes para explicar la exclusión de Dios de las disciplinas intelectuales. Nuestro tiempo, con el imperativo de no partir de ninguna de las dos actitudes, y de justificar las cosas, tendría que fallar sobre cuestión tan grave.
He intentado mostrar a qué cielos desconocidos e impenetrables, como dice Paul Hazard, se había relegado a Dios. Pero también vimos que, a pesar de todo, Dios permanecía seguro y firme en la filosofía del siglo XVII. ¿Cómo se olvida esta dimensión, para no atender más que a la otra, que nos aparta de la Divinidad?
Decía antes que Dios deja de ser el horizonte de la mente para convertirse en su suelo. En efecto, no es ya lo divino objeto de la consideración y de la ciencia, sino sólo su supuesto. El hombre no va a Dios porque le interese, sino que lo que le importa es el mundo. Dios es sólo la condición necesaria para reconquistarlo. Una vez seguro, Dios no importa ya. El hombre, de lo que menos se ocupa es del suelo; precisamente por ser firme y seguro, prescinde de él para atender a otras cosas; así el hombre moderno, olvidado de Dios, atiende a la naturaleza. En el paso de la Edad Media a la Edad Moderna vemos un ejemplo máximo de esta dinámica histórica que convierte a veces en supuesto, con papel tan distinto, lo que antes era horizonte para el hombre.
Pero, sobre todo, hay otra razón mucho más decisiva. El proceso a que hemos asistido brevemente no termina aquí. La metafísica de Descartes a Leibniz es sólo una primera etapa suya. Hemos de ver cómo el idealismo alemán, en Kant, acaba de perder totalmente a Dios en la razón especulativa, al declarar imposible la prueba ontológica. Por tanto, se está en marcha desde Ockam hasta el idealismo alemán en ese apartamiento de Dios, que se pierde para la razón teórica. Hasta Leibniz se está sólo a mitad del camino. Lo que es entonces ascendente, lo que tiene más pujanza, lo que se está haciendo, es alejar a Dios: el puente ontológico que nos une todavía con Él es sólo un resto que define una etapa. Es lo que confiere su unidad fundamental a los años de mudanzas que hemos considerado, para hacer que, a pesar de su extremada complejidad, constituyan una etapa efectiva de la historia.
EL IDEALISMO ALEMÁN.
1. KANT.
Hemos visto lo que ocurre en los siglos XVII y XVIII, a qué situación fundamental se llega después del racionalismo. Estas aclaraciones tenían un doble objeto; en primer término, eran un intento de explicar la realidad histórica de esos dos siglos; y en segundo lugar, se trataba de situar con cierta precisión el ambiente en que se van a mover Kant y los demás idealistas alemanes. Conviene subrayar dos momentos importantes del pensamiento de esos dos siglos; uno es la imagen física del mundo, que nos ha dado la física moderna, muy concretamente Newton; otro, la crítica subjetiva y psicologista que han hecho Locke, Berkeley y Hume, sobre todo este último. Con estos elementos a la vista se puede abordar una explicación del kantismo, que es una de las cosas más difíciles que se pueden hacer. Será menester hacer una primera exposición breve y sencilla del contenido de esta filosofía, para intentar después entrar en la significación del problema kantiano.
A) LA DOCTRINA KANTIANA.
VIDA Y ESCRITOS DE KANT.– Immanuel Kant nació en Kónigsberg en 1724 y murió en la misma ciudad en 1804, después de haber pasado en ella toda su larga vida. Manuel Kant fue siempre un sedentario y no salió nunca de los límites de la Prusia oriental, y apenas de Kónigsberg. Era de familia modesta, hijo de un guarnicionero, criado en un ambiente de honrada artesanía y de profunda religiosidad pietista. Estudió en la Universidad de su ciudad natal, ejerció la enseñanza privada y luego participó en las tareas universitarias; pero sólo en 1770 fue nombrado profesor ordinario de Lógica y Metafísica. Hasta 1797 permaneció en su cátedra, que abandonó por su vejez y debilidad siete años antes de morir. Kant fue siempre de salud muy delicada, y a pesar de ello tuvo una vida de ochenta años de extraordinario esfuerzo. Era puntual, metódico, tranquilo y extremadamente bondadoso. Su vida entera fue una callada pasión por la verdad.
En su obra –y en su filosofía– se distinguen dos épocas: la que se llama el período precrítico –anterior a la publicación de la Crítica de la razón pura– y la época crítica posterior. Las obras más importantes de la primera etapa son: Aligemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels (Historia natural universal y teoría del cielo), Der einzig mögliche Beweisgrund zu einer Demonstration des Daseins Gottes (El único argumento posible para una demostración de la existencia de Dios) (1763). En 1770 publica su disertación latina De mundi sensibilis atque intelligibilis causa et principiis, que marca la transición hacia la crítica. Después viene el gran silencio de diez años, al cabo del cual aparece la primera edición de la Kritik der reinen Vernunft (Crítica de la razón pura), en 1781. Luego, en 1783, publica Prolegomena zu einer jeden künftigen Metaphysik, die als Wissenschaft wird auftreten können (Prolegómenos a toda metafísica futura que quiera presentarse como ciencia); en 1785, la Grundlegung zur Metaphysik der Sitten (Fundamentación de la metafísica de las costumbres), y en 1788, la obra que completa su ética: la Kritik der praktischen Vernunft (Crítica de la razón práctica). Por último, en 1790 publica la tercera crítica, la Kritik der Urteilskraft (Crítica del juicio). En un espacio de diez años se agrupan las obras más importantes de Kant. También tiene gran importancia Die Metaphysik der Sitten (1797), Die Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft (La religión dentro de los límites de la mera razón), la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht y las Lecciones de Lógica, que fueron editadas por Jäsche en 1800. La obra kantiana comprende además gran número de escritos más o menos breves, de extraordinario interés, y otros publicados después de su muerte (véase Kants Opus postumum, editado por Adickes y después por Buchenau), que son esenciales para la interpretación de su pensamiento.
1. Idealismo trascendental.
LAS FUENTES DE KANT.– El origen principal del kantismo está en la filosofía cartesiana y, como consecuencia, en el racionalismo, hasta Leibniz y Wolff. Por otra parte, dice Kant que la crítica de Hume lo despertó de su sueño dogmático. (Ya veremos lo que quiere decir este adjetivo). En Descartes, la res cogitans y la res extensa tienen algo común: el ser. Este ser fundado en Dios, como vimos, es el que hace que haya unidad entre las dos res, y que sea posible el conocimiento.
En Parménides, que es el comienzo de la metafísica, el ser es una cualidad real de las cosas, algo que está en ellas, como puede estar un color, aunque de un modo previo a toda posible cualidad. Las cosas de Parménides son, en definitiva, reales. En el idealismo el caso es distinto. El ser no es real, sino trascendental. Inmanente es lo que “permanece en”, immanet, manet in. Trascendente es lo que excede o trasciende de algo. Trascendental no es ni trascendente ni inmanente. La mesa tiene la cualidad de ser, pero todas sus demás cualidades también son; el ser las penetra y envuelve todas, y no se confunde con ninguna. Las cosas todas están en el ser, y por esto sirve de puente entre ellas. Esto es el ser trascendental.
EL CONOCIMIENTO TRASCENDENTAL.– Pero para Kant esto no basta. El conocimiento no se puede explicar sólo por la interpretación del ser como trascendental; es menester hacer una teoría trascendental del Conocimiento, y este conocimiento será el puente entre el yo y las cosas. En un esquema realista, el conocimiento es el conocimiento de las cosas, y las cosas son trascendentes a mí. En un esquema idealista, en que yo diga que no hay más que mis ideas (Berkeley), las cosas son algo inmanente, y mi conocimiento es de mis propias ideas. Pero si yo creo que mis ideas son de las cosas, la situación es muy distinta. No es que las cosas se me den como algo independiente de mí; las cosas se me dan en mis ideas; pero estas ideas no son sólo mías, sino que son ideas de las cosas. Son cosas que me aparecen, fenómenos en su sentido literal.
Si el conocimiento fuera trascendente, conocería cosas externas. Si fuese inmanente, solo conocería ideas, lo que hay en mí. Pero es trascendental: conoce los fenómenos, es decir, las cosas en mí (subrayando los dos términos de esta expresión). Aquí surge la distinción kantiana entre el fenómeno y la cosa en sí.
Las cosas en sí son inaccesibles; no puedo conocerlas, porque en cuanto las conozco ya están en mí, afectadas por mi subjetividad; las cosas en sí (noúmenos) no son espaciales ni temporales, y a mí no se me puede dar nada fuera del espacio y del tiempo. Las cosas tal como a mí se me manifiestan, como me aparecen, son los fenómenos.
Kant distingue dos elementos en el conocer: lo dado y lo puesto. Hay algo que se me da (un caos de sensaciones) y algo que yo pongo (la espacio-temporalidad, las categorías), y de la unión de estos dos elementos surge la cosa conocida o fenómeno. El pensamiento, pues, al ordenar el caos de sensaciones, hace las cosas; por esto decía Kant que no era el pensamiento el que se adaptaba a las cosas, sino al revés, y que su filosofía significaba un “giro copernicano”; pero no es el pensamiento solo el que hace las cosas, sino que las hace con el material dado. La cosa, pues, distinta de la “cosa en sí” incognoscible, surge en el acto del conocimiento trascendental.
LA RAZÓN PURA.– Kant distingue tres modos de saber: la sensibilidad (Sinnlichkeit), el entendimiento discursivo (Verstand) y la razón (Vernunft). A la razón, Kant le añade el adjetivo pura. Razón pura es la que se mueve sobre principios a priori, independientemente de la experiencia. Puro quiere decir en Kant a priori. Pero no basta esto: la razón pura no es la razón de ningún hombre, ni siquiera la razón humana, sino la de un ser racional, simplemente. La razón pura equivale a las condiciones racionales de un ser racional en general.
Pero los títulos de Kant pueden inducir a error. Kant titula uno de sus libros Crítica de la razón pura, y el otro, Crítica de la razón práctica. Parece que práctica se opone a pura; no es así. La razón práctica es también pura, y se opone a la razón especulativa o teórica. La expresión completa sería, pues, razón pura especulativa (o teórica) y razón pura práctica. Pero como Kant estudia en la primera Crítica las condiciones generales de la razón pura, y en la segunda la dimensión práctica de la misma razón, escribe abreviadamente los títulos.
La razón especulativa se refiere a una teoría, a un puro saber de las cosas; la razón práctica, en cambio, se refiere a la acción, a un hacer, en un sentido próximo a la práxis griega, y es el centro de la moral kantiana.
2. La “Crítica de la razón pura”.
Kant escribe su Crítica como una propedéutica o preparación a la metafísica, entendida como conocimiento filosófico a priori. Tiene que determinar las posibilidades del conocimiento y el fundamento de su validez. Este es el problema general. La Crítica se publicó en 1781, y Kant la modificó notablemente en la segunda edición de 1787; las dos interesan especialmente a la historia de la filosofía. Indicamos el esquema en que se articula la Crítica de la razón pura.
Introducción (planteamiento del problema y teoría de los juicios).
I. Teoría elemental trascendental.
1. Estética trascendental (teoría del espacio y del tiempo).
2. Lógica trascendental.
a) Analítica trascendental (posibilidad de la física pura).
b) Dialéctica trascendental (problema de la posibilidad de la metafísica).
II. Metodología trascendental.
1. La disciplina de la razón pura.
2. El canon de la razón pura.
3. La arquitectónica de la razón pura.
4. La historia de la razón pura.
A) Los juicios.
El conocimiento puede ser a priori o a posteriori. El primero es el que no funda su validez en la experiencia; el segundo es el que se deriva de ella. Este último no puede ser universal ni necesario; por tanto, la ciencia requiere un saber a priori, que no esté limitado por las contingencias de la experiencia aquí y ahora. Kant encuentra varios tipos de conocimiento a priori: la matemática, la física, la metafísica tradicional, que pretende conocer sus tres objetos, el hombre, el mundo y Dios. Estos objetos están fuera de la experiencia, porque son “síntesis infinitas”. No puedo tener una intuición del mundo, por ejemplo, porque estoy en él, no se me da como una cosa. Pero Kant se pregunta si es posible la metafísica; encuentra que las otras ciencias (matemática y física) van por su seguro camino; parece que la metafísica no. Y se plantea sus tres problemas capitales: ¿Cómo es posible la matemática? (Estética trascendental). ¿Cómo es posible la física pura? (Analítica trascendental). ¿Es posible la metafísica? (Dialéctica trascendental). Repárese en la diferente forma de la pregunta, que en el tercer caso no supone la posibilidad. (Estética no se refiere aquí a lo bello, sino a la sensibilidad, en su sentido griego de aísthesis).
La verdad y el conocimiento, por tanto, se dan en los juicios. Una ciencia es un complejo sistemático de juicios. Kant tiene que hacer, ante todo, una teoría lógica del juicio.
JUICIOS ANALÍTICOS Y JUICIOS SINTÉTICOS.– Son juicios analíticos aquellos cuyo predicado está contenido en el concepto del sujeto. Sintéticos, en cambio, aquellos cuyo predicado no está incluido en el concepto del sujeto, sino que se une o añade a él. Por ejemplo: los cuerpos son extensos, la esfera es redonda; pero, en cambio, la mesa es de madera, el plomo es pesado. La extensión va incluida en el concepto de cuerpo, y la redondez en el de esfera; pero no la madera en el concepto de mesa, o la pesadez en el de plomo. (Hay que advertir que en Leibniz todos los juicios serían analíticos, pues todas las determinaciones de una cosa están incluidas, desde luego, en su noción completa; pero esta noción sólo la posee Dios).
Los juicios analíticos explicitan el concepto del sujeto; los sintéticos lo amplían. Estos, por tanto, aumentan mi saber, y son los que tienen valor para la ciencia.
JUICIOS “A PRIORI” Y “A POSTERIORI”.– Pero hay una nueva distinción, ya aludida, según que se trate de juicios a priori o juicios de experiencia. A primera vista parece que los juicios analíticos son a priori, obtenidos por puro análisis del concepto, y los sintéticos, a posteriori. Lo primero es cierto, y los juicios a posteriori son por lo general sintéticos; pero no es cierto el recíproco; hay juicios sintéticos a priori, aunque parezca una contradicción, y estos son los que interesan a la ciencia, porque cumplen las dos condiciones exigidas: son, por una parte, a priori, es decir, universales y necesarios; y, por otra, sintéticos, esto es, aumentan efectivamente mi saber. 2 + 2 = 4, la suma de los tres ángulos de un triángulo es igual a dos rectos, son juicios sintéticos a priori; sus predicados no están contenidos en los sujetos; pero los juicios no se fundan en la experiencia. También fuera de la matemática, en la física y en la metafísica, encontramos juicios sintéticos a priori: todo fenómeno tiene su causa, el hombre es libre, Dios existe. El problema de la posibilidad de estas ciencias se reduce a este otro: ¿cómo son posibles –si lo son– en cada una de ellas los juicios sintéticos a priori?
B) EL ESPACIO Y EL TIEMPO.
INTUICIONES PURAS.– Lo que yo conozco está integrado por dos elementos: lo dado y lo que pongo yo. Lo dado es un caos de sensaciones; pero el caos es justamente lo contrario del saber. Yo hago algo con ese caos de sensaciones. ¿Qué hago? Lo ordeno; en primer lugar, en el espacio y en el tiempo; luego –ya veremos esto– según las categorías. Entonces, con el caos de sensaciones, yo he hecho cosas; no son cosas en sí, sino fenómenos, sujetos al espacio y al tiempo. Ahora bien, el espacio y el tiempo, ¿son ellos cosas en sí? No, no son cosas. ¿Qué son pues?
Kant dice que son intuiciones puras. Son las formas a priori de la sensibilidad. La sensibilidad no es sólo algo receptivo, sino que es activa; imprime su huella en todo lo que aprehende; tiene sus formas a priori. Estas formas que la sensibilidad da a las cosas que le vienen de fuera son el espacio y el tiempo; son las condiciones necesarias para que yo perciba, y estas las pongo yo. Son algo a priori, que no conozco por la experiencia, sino al contrario: son las condiciones indispensables para que yo tenga experiencia. Son las formas donde alojo mi percepción. Son, pues, algo anterior a las cosas, perteneciente a la subjetividad pura.
LA MATEMÁTICA.– Yo conozco el espacio y el tiempo de un modo absolutamente apriorístico. Los juicios que se refieren a las formas de la sensibilidad son, pues, a priori, aunque sean sintéticos. Por tanto, son posibles en la matemática, que se funda en una construcción de conceptos. La validez de la matemática se funda en la intuición a priori de las relaciones de las figuras espaciales y de los números, fundados en la sucesión temporal de unidades. El espacio y el tiempo, por consiguiente, son el fundamento lógico –no psicológico– de la matemática, y en ella son posibles los juicios sintéticos a priori. La estética trascendental resuelve la primera parte del problema.
C) LAS CATEGORÍAS.
El espacio y el tiempo nos separan de la realidad de las cosas en sí. La sensibilidad sólo le presenta fenómenos al entendimiento, las cosas ya “deformadas” o elaboradas por ella. Pensar, como ha mostrado bien Ortega, es esencialmente transformar. Pero el entendimiento, como la sensibilidad, tiene también sus formas a priori, con las cuales aprehende y entiende las cosas; estas formas son las categorías.
En Aristóteles las categorías eran modos o flexiones del ser, a las que se adaptaba la mente. En Kant, a la inversa, la mente lleva ya sus categorías, y son las cosas las que se conforman a ella; este es el giro copernicano. Las categorías están en el entendimiento, y no inmediatamente en el ser. Ya no nos separan de la realidad en sí solo el espacio y el tiempo, sino que ahora viene la segunda deformación de las categorías.
LOS JUICIOS Y LAS CATEGORÍAS.– Kant parte de la clasificación lógica de los juicios, modificada por él, con arreglo a cuatro puntos de vista: cantidad, cualidad, relación y modalidad.
1. Cantidad: Universales. Particulares. Singulares.
2. Cualidad: Afirmativos. Negativos. Infinitos.
3. Relación: Categóricos. Hipotéticos. Disyuntivos.
4. Modalidad: Problemáticos. Asertóricos. Apodícticos.
De estos juicios, que son otros tantos modos de síntesis, se derivan las categorías. Como la división de los juicios es completamente a priori, las categorías derivadas son modos de síntesis pura a priori, las modalidades del concepto de objeto en general. De este modo llegamos a la siguiente tabla de conceptos puros del entendimiento o categorías:
1. Cantidad: Unidad. Pluralidad. Totalidad.
2. Cualidad: Realidad. Negación. Limitación.
3. Relación: Sustancia. Causalidad. Comunidad o acción recíproca.
4. Modalidad: Posibilidad. Existencia. Necesidad.
Se ve claramente la estrecha relación que guardan las clases de juicios con las categorías. Las categorías son relaciones de los objetos, correspondientes a las de los juicios.
LA FÍSICA PURA.– Con el espacio y el tiempo y las categorías, el entendimiento elabora los objetos de la física pura; la categoría de sustancia aplicada al espacio nos da el concepto de materia; la categoría de causalidad con la forma temporal nos da el concepto físico de causa y efecto, etc. Como seguimos moviéndonos absolutamente en el a priori, sin intervención de la experiencia, la validez de la física pura no depende de ella, y son posibles dentro de su esfera los juicios sintéticos a priori. Este es el resultado de la Analítica trascendental.
D) LA CRÍTICA DE LA METAFÍSICA TRADICIONAL.
La metafísica tradicional, según las formas medievales y, sobre todo, los moldes en que la había generalizado Wolff en el siglo XVIII, se componía de dos partes: una metaphysica generalis u ontología, y una metaphysica specialis, que estudiaba las tres grandes regiones del ser: el hombre, el mundo y Dios; por tanto, tenemos tres disciplinas: psicología, cosmología y teología racionales. Kant encuentra estas ciencias con sus repertorios de cuestiones (inmortalidad del alma, libertad, finitud o infinitud del mundo, existencia de Dios, etc.), y aborda en la Dialéctica trascendental el problema de si es posible esta metafísica, que no parece haber encontrado el seguro camino de la ciencia.
LA METAFÍSICA.– Para Kant, metafísica es igual a conocimiento puro, a priori. Pero el conocimiento real solo es posible cuando a los principios formales se añade la sensación o la experiencia. Ahora bien, los principios que hemos logrado son formales y apriorísticos; para tener un conocimiento de la realidad, sería menester completarlos con elementos a posteriori, con una experiencia. La metafísica especulativa tradicional es el intento de tener un conocimiento real, apriorísticamente, de objetos –el alma, el mundo, Dios– que están allende toda experiencia posible. Por tanto, es un intento frustrado. Esos tres objetos son “síntesis infinitas”, y yo no puedo poner las condiciones necesarias para tener una intuición de ellos; por tanto, no puedo tener esta ciencia. Kant examina sucesivamente los paralogismos que encierran las demostraciones de la psicología racional, las antinomias de la cosmología racional y los argumentos de la teología racional (prueba ontológica, prueba cosmológica y prueba físico-teológica de la existencia de Dios), y concluye su invalidez. No podemos entrar en el detalle de esta crítica, que nos llevaría demasiado lejos. Sólo interesa indicar el fundamento de la crítica kantiana del argumento ontológico, porque es la clave de toda su filosofía.
EL ARGUMENTO ONTOLÓGICO.– Kant muestra que el argumento procedente de San Anselmo se fundaba en una idea del ser que él rechaza: la idea del ser como predicado real. Esto es más cierto de la forma cartesiana de la prueba, que es la estudiada por Kant. Se entiende que la existencia es una perfección que no puede faltarle al ente perfectísimo. Es decir, se interpreta la existencia como algo que está en la cosa. Pues bien, Kant afirma que el ser no es un predicado real: Sein ist kein reales Prädikat. La cosa existente no contiene nada más que la cosa pensada: si no fuera así, ese concepto no sería de ella. Cien escudos reales –dice Kant en su ejemplo famoso– no tienen nada que no contengan cien escudos posibles. Sin embargo, añade, no me es igual tener cien escudos posibles o cien escudos reales; ¿en qué consiste la diferencia? Los escudos efectivos están en conexión con la sensación; están aquí, con las demás cosas, en la totalidad de la experiencia. Es decir, la existencia no es una propiedad de las cosas, sino la relación de ellas con las demás, la posición positiva del objeto. El ser no es un predicado real, sino trascendental. La metafísica del siglo XVII lo tomaba como real, y por eso admitía la prueba ontológica; este es el sentido del calificativo que le aplica Kant: dogmatismo, ignorancia del ser como trascendental.
LAS IDEAS.– Las tres disciplinas de la metafísica tradicional no son válidas. La metafísica no es posible como ciencia especulativa. Sus temas no entran en la ciencia, pero quedan abiertos –sin posible refutación– a la fe: “Tuve que suprimir el saber –dice Kant –para dejar lugar a la creencia”.
Pero la metafísica existe siempre como tendencia natural del hombre hacia lo absoluto. Y los objetos de la metafísica son los que Kant llama Ideas; son como las nuevas categorías superiores correspondientes a las síntesis de juicios que son los raciocinios. Estas ideas, como no son susceptibles de intuición, solo pueden tener un uso regulativo. El hombre debe actuar como si el alma fuese inmortal, como si fuese libre, como si Dios existiese, aunque la razón teórica no pueda demostrarlo. Pero no es este el único papel de las Ideas. A esta validez hipotética en la razón especulativa, las Ideas trascendentales unen otra absoluta, incondicionada, de tipo distinto; reaparecen en el estrato más profundo del kantismo como postulados de la razón práctica.
3. La razón practica.
NATURALEZA Y LIBERTAD.– Kant distingue dos mundos: el mundo de la naturaleza y el mundo de la libertad. El primero está determinado por la causalidad natural; pero, junto a ella, Kant admite una causalidad por libertad, que rige en la otra esfera. El hombre, por una parte, es un sujeto psico-físico, sometido a las leyes naturales, físicas y psíquicas; es lo que llama un yo empírico. Así como el cuerpo obedece a la ley de la gravedad, la voluntad se determina por los estímulos, y en este sentido empírico no es libre. Pero Kant contrapone al yo empírico un yo puro, que no está determinado naturalmente, sino solo por las leyes de la libertad. El hombre, como persona racional, pertenece a este mundo de la libertad. Pero ya hemos visto que la razón teórica no llega hasta aquí; dentro de su campo no puede conocer la libertad. ¿Dónde la encontramos? Únicamente en el hecho de la moralidad; aquí aparece la razón práctica, que no se refiere al ser, sino al deber ser; no se trata aquí del conocimiento especulativo, sino del conocimiento moral. Y así como Kant estudiaba las posibilidades del primero en la Crítica de la razón pura (teórica), tendrá ahora que escribir una Crítica de la razón práctica.
EL “FACTUM” DE LA MORALIDAD.– En la razón práctica, Kant acepta postulados que no son demostrables en la razón teórica, pero que tienen una evidencia inmediata y absoluta para el sujeto. Por eso son postulados, y su admisión viene exigida, impuesta de un modo incondicionado, aunque no especulativamente. Kant se encuentra con un hecho, un factum que es el punto de partida de su ética: la moralidad, la conciencia del deber. El hombre se siente responsable, siente el deber. Esto es un puro hecho indiscutible y evidente. Ahora bien: el deber, la conciencia de responsabilidad, suponen que el hombre sea libre. Pero la libertad no es demostrable teóricamente; desde el punto de vista especulativo, no es más que una Idea regulativa: debo obrar como si fuese libre. Ahora, en cambio, la libertad aparece como algo absolutamente cierto, exigido por la conciencia del deber, aun cuando no sepamos teóricamente cómo es posible. El hombre, en cuanto persona moral, es libre, y su libertad es un postulado de la razón práctica.
LOS OBJETOS DE LA METAFÍSICA.– De un modo análogo, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios, imposibles de probar en la Crítica de la razón pura, reaparecen como postulados en la otra Crítica. Los objetos de la metafísica tradicional tienen su validez en un sentido doble: como Ideas regulativas, teóricamente, y como postulados de validez absoluta en la razón práctica. Este va a ser el fundamento de la ética kantiana.
EL IMPERATIVO CATEGÓRICO.– Kant plantea el problema de la ética en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, como la cuestión del bien supremo. Los bienes pueden ser buenos para otra cosa o buenos en sí mismos. Y Kant dice que la única cosa que es buena en sí misma, sin restricción, es una buena voluntad. El problema moral queda trasladado, pues, no a las acciones, sino a la voluntad que las mueve.
Kant quiere hacer una ética del deber ser. Y una ética imperativa, que obligue. Se busca, pues, un imperativo. Pero la mayoría de los imperativos no sirven para fundamentar la ética, porque son hipotéticos, es decir, dependen de una condición. Si yo digo: aliméntate, se supone una condición: si quieres vivir; pero para un hombre que quiera morir, el imperativo no tiene validez. Kant necesita un imperativo categórico, que mande sin ninguna condición, absolutamente. La obligatoriedad del imperativo categórico ha de encontrarse en él mismo. Como el bien supremo es la buena voluntad, la calificación moral de una acción recae sobre la voluntad con que ha sido hecha, no sobre la acción misma. Y la buena voluntad es la que quiere lo que quiere por puro respeto al deber. Si yo hago una acción buena porque me gusta o por un sentimiento, o por temor, etc., no tiene valor moral. (Aquí se plantea Kant la espinosa cuestión de si el respeto al deber no es un sentimiento). El imperativo categórico se expresa de diversas formas; su sentido fundamental es el siguiente: Obra de modo que puedas querer que lo que haces sea ley universal de la naturaleza.
En efecto: el que hace algo mal, lo hace como una falta, como una excepción, y está afirmando la ley moral universal a la vez que la infringe. Si yo miento, no puedo querer que el mentir sea una ley universal, puesto que esto destruiría el sentido del decir, y haría imposible incluso el efecto de la propia mentira; el mentir supone, justamente, que la ley universal es decir la verdad. Y así en los demás casos.
LA PERSONA MORAL.– La ética kantiana es autónoma y no heterónoma; es decir, la ley viene dictada por la conciencia moral misma, no por una instancia ajena al yo. Este es colegislador en el reino de los fines, en el mundo de la libertad moral. Por otra parte, esta ética es formal y no material, porque no prescribe nada concreto, ninguna acción determinada en su contenido, sino la forma de la acción: el obrar por respeto al deber, hágase lo que se quiera.
En rigor, la expresión es justa: se debe hacer lo que se quiera; no lo que se desee, o apetezca, convenga, sino lo que pueda querer la voluntad racional. Kant pide al hombre que sea libre, que sea autónomo, que no se deje determinar por ningún motivo ajeno a su voluntad, que se da las leyes a sí misma.
De este modo, la ética kantiana culmina en el concepto de persona moral. Una ética es siempre una ontología del hombre. Kant pide al hombre que realice su esencia, que sea el que en verdad es, un ser racional. Porque la ética kantiana no se refiere al yo empírico, ni siquiera a las condiciones de la especie humana, sino a un yo puro, a un ser racional puro. El hombre, por una parte, como yo empírico, está sujeto a la causalidad natural; pero, por otra parte, pertenece al reino de los fines.
Kant dice que todos los hombres son fines en sí mismos. La inmoralidad consiste en tomar al hombre –al propio yo o al prójimo– como medio para algo, siendo, como es, un fin en sí.
Las leyes morales –el imperativo categórico– proceden de la legislación de la propia voluntad. Por esto el imperativo y la moralidad nos interesan, porque son cosa nuestra.
EL PRIMADO DE LA RAZÓN PRÁCTICA.– La razón práctica, a diferencia de la teórica, sólo tiene validez inmediata para el yo, y consiste en determinarse a sí mismo. Pero Kant afirma el primado de la razón práctica sobre la especulativa; es decir, que es anterior y superior. Lo primario en el hombre no es la teoría, sino la práxis, un hacer. En el concepto de persona moral, entendida como libertad, culmina la filosofía kantiana. Kant no pudo realizar su metafísica, que sólo quedó esbozada, porque su vida entera estuvo ocupada por la previa faena crítica. Pero sólo desde este primado de la razón práctica y de estas ideas de libertad y hacer puede entenderse la filosofía del idealismo alemán, que nace en Kant para terminar en Hegel.
TELEOLOGÍA Y ESTÉTICA.– Podemos prescindir aquí de la exposición del contenido de la Crítica del juicio, que se refiere a los problemas del fin en el organismo biológico y en el campo de la estética.
Es conocida la definición de lo bello como una finalidad sin fin, es decir, como algo que encierra en sí una finalidad, pero que no se subordina a ningún fin ajeno al goce estético. También distingue Kant entre lo bello, que produce un sentimiento placentero y al que acompaña la conciencia de limitación, y lo sublime, que provoca un placer mezclado de horror y admiración, como una tempestad, una gran montaña o una tragedia, porque lo acompaña la impresión de lo infinito o ilimitado. Estas ideas kantianas han tenido honda repercusión en el pensamiento del siglo XIX.
(Continuará)
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