jueves, 8 de septiembre de 2011

Historia de la filosofía – parte 06

Autor: Julián Marías.
Editorial: Biblioteca de la Revista De Occidente – Madrid – 1978.

FILOSOFÍA MEDIEVAL.

1. LA ESCOLÁSTICA.

1. La época de transición.

El mundo antiguo termina aproximadamente en el siglo V; si nos fijamos especialmente en la historia del pensamiento, podemos considerar como fecha terminal la muerte de San Agustín (430). La Edad Media se considera acabada en el siglo XV, dándose con frecuencia como límite el año 1453, en que cae el Imperio bizantino en poder de los turcos. Ahora bien: son diez siglos de historia, y esto es demasiado para tomarlo como una época; en un espacio tan largo hay grandes variaciones, y una exposición unitaria de la filosofía medieval tiene que pasar por alto forzosamente grandes diferencias.
En primer lugar, hay una gran laguna de cuatro siglos, del V al IX, en que propiamente no hay filosofía. El mundo se altera esencialmente con la caída del Imperio romano. A la gran unidad política de la antigüedad sucede el fraccionamiento; las oleadas de pueblos bárbaros se precipitan sobre Europa y la cubren casi totalmente; se constituyen reinos bárbaros en las distintas regiones del Imperio, y la cultura clásica queda sumergida. No se suele reparar bastante en una importante consecuencia de las invasiones germánicas: el aislamiento. A la comunidad de los distintos pueblos del Imperio se opone la separación de los Estados bárbaros. Visigodos, suevos, ostrogodos, francos forman diversas comunidades políticas inconexas, que tardarán mucho en adquirir vínculos comunes; y esto será entonces –mientras se cree en la vuelta del Imperio de Occidente– la formación de algo nuevo, que se llamará Europa. Los elementos de la cultura antigua quedan, pues, casi perdidos y, sobre todo, dispersos. No se destruye tanto como suele creerse; la prueba es que luego va apareciendo poco a poco. Pero es muy escaso lo que queda en cada lugar. Y surge entonces un problema: salvar lo que se encuentra, conservar los restos de la cultura en naufragio. Esta es la misión de los intelectuales de esos cuatro siglos; su labor no es ni puede ser creadora, sino simplemente recopiladora. En España, en Francia, en Italia, en Alemania, en Inglaterra, unos hombres, paralelamente, van a recoger con cuidado lo que se sabe de la antigüedad, y van a reunirlo en libros de tipo enciclopédico, nada originales, puros repertorios del saber greco-latino. Estos hombres salvarán la continuidad de la historia occidental y llenarán con la labor paciente el hueco de esos siglos de fermentación histórica, para que pueda surgir más tarde la nueva comunidad europea.
La figura capital de este tiempo es San Isidoro de Sevilla, que vivió entre los siglos VI y VII (aproximadamente de 570 a 646). Aparte de otras obras secundarias de interés teológico o histórico, compuso los 20 libros de sus Etimologías, verdadera enciclopedia de su tiempo, que no se limita a las siete artes liberales, sino que abarca todos los conocimientos religiosos, históricos, científicos, médicos, técnicos y de simple información que pudo compilar. La aportación de esta gran personalidad de la España visigoda al fondo común del saber medieval es de las más considerables de su época.
En Italia, el pensador más importante de este periodo es Boecio, consejero del rey ostrogodo Teodorico, que al final lo encarceló y lo mandó decapitar en 525. Durante el tiempo de su prisión compuso un libro famosísimo, en prosa y verso, titulado De consolatione philosophiae. También tradujo al latín la Isagoge, de Porfirio, y algunos tratados lógicos aristotélicos, y escribió monografías sobre lógica, matemáticas y música, y algunos tratados teológicos (De trinitate, De duabus naturis in Christo, De hebdomadibus), cuyo principal interés consiste en las definiciones, utilizadas durante siglos por la filosofía y la teología posteriores. Marciano Capella, que vivió en el siglo V, aunque procedía de Cartago, actuó en Roma. Escribió un tratado titulado Las bodas de Mercurio y la Filología, extraña enciclopedia donde se sistematizan los estudios que habían de dominar en la Edad Media: el trivium (gramática, retórica y dialéctica) y el quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música), que juntos componen las siete artes liberales. También es importante Casiodoro, ministro de Teodorico, como Beocio.
En Inglaterra se conservaron importantes núcleos que guardaban el depósito de la cultura básica, porque las Islas Británicas quedaron menos afectadas por los invasores. Sobre todo en Irlanda había conventos donde perduraba el conocimiento del griego casi perdido en todo el Occidente. La figura de mayor relieve en estos círculos fue Beda el Venerable (hoy San Beda), monje de Jarrow (Northumberland), que vivió un siglo después de San Isidoro (673-735). Su obra más importante, con la que se inicia la historia inglesa, es la Historia ecclesiastica gentis Anglorum; también compuso otros tratados, sobre todo el De natura rerum, de inspiración isidoriana. De la escuela de York, en Inglaterra, procedía Alcuino (730-804, aproximadamente), que enseñó durante varios años en la corte de Carlomagno y fue uno de los propulsores del renacimiento intelectual carolingio, de origen principalmente inglés.
El discípulo más importante de Alcuino fue Rhaban Maur (Rhabanus Maurus), que estableció la escuela de Fulda, en Alemania, donde se fundaron otros centros intelectuales en Münster, Salzburgo, etc.
En toda esta época de transición, el saber antiguo de los escritores paganos y el de los Padres de la Iglesia se conserva sin rigor intelectual, desordenadamente y sin distinción de disciplinas, menos aún en un cuerpo de doctrinas sistemático y congruente. Es sólo una etapa de acumulación, que prepara la ingente labor especulativa de los siglos posteriores.

2. El carácter de la Escolástica.

Desde el siglo IX aparecen, como consecuencia del renacimiento carolingio, las escuelas. Y un cierto saber, cultivado en ellas, que se va a llamar la Escolástica. Este saber, a diferencia de las siete artes liberales, el del Trivium y el Quadrivium, es principalmente teológico y filosófico. El trabajo de la escuela es colectivo; es una labor de cooperación, en estrecha relación con la organización eclesiástica, que asegura una especial continuidad del pensamiento. En la Escolástica existe, sobre todo del siglo XI al XV, un cuerpo unitario de doctrina que se conserva como un bien común, en el que colaboran y que utilizan los diversos pensadores individuales. Como en todas las esferas de la vida medieval, en la Escolástica no se subraya demasiado la personalidad del individuo. Como las catedrales son inmensas obras anónimas o poco menos, resultados de una larga labor colectiva de generaciones enteras, así el pensamiento medieval se va anudando sin discontinuidad, sobre un fondo común, hasta el final de la Edad Media. Por esto el sentido moderno de la originalidad no tiene aplicación exacta en la Escolástica. Frecuentemente, un escritor utiliza del modo más natural un material recibido y que no se le puede atribuir a la ligera, sin riesgo de error. Pero esto no quiere decir en modo alguno que la Escolástica sea algo homogéneo o que hayan faltado en ella las personalidades eminentes. Al contrario: en estos siglos medievales encontramos unas cuantas de las mentes más profundas y perspicaces de la historia entera de la filosofía; y el pensamiento medieval, que es de una riqueza y variedad que sorprende, experimenta a lo largo de este tiempo una marcada evolución radicalísima, que intentaremos ver con claridad. El volumen de la Escolástica es tan grande, que forzosamente tendremos que limitarnos a indicar las grandes etapas de los problemas y a reseñar brevemente la significación de los Filósofos medievales de más hondo influjo en la filosofía.

LA FORMA EXTERNA.– Los géneros literarios escolásticos responden a las circunstancias en que se desenvuelven; guardan una estrecha relación con la vida docente, con la vida de la escuela, primero, y luego de las Universidades. La enseñanza escolástica se hace, en primer lugar, sobre textos que se leen y se comentan; por esto se habla de lectiones; estos textos son a veces los de la misma Escritura, pero con frecuencia son obras de Padres de la Iglesia, de teólogos o de filósofos antiguos o medievales. El Liber Sententiarum de Pedro Lombardo (s. XII) fue leído y comentado con insistencia. Al mismo tiempo, la realidad viva de la escuela provoca las disputationes, en que debaten cuestiones importantes –al final de la Edad Media también las que no lo son–, y se ejercitan los participantes en la argumentación y demostración.
De esta actividad nacen los géneros literarios. Ante todo, los Comentarios (Comnentaria) a los diferentes libros estudiados; en segundo lugar, las Quaestiones, grandes repertorios de problemas discutidos, con sus autoridades, argumentos y soluciones (Quaestiones disputatae, Quaestiones quodlibetales); cuando las cuestiones se tratan separadamente, en obras breves independientes, se llaman Opuscula; por último, las grandes síntesis doctrinales de la Edad Media, en que se resume el contenido general de la Escolástica, es decir, las Summae, sobre todo las de Santo Tomás, y en especial la Summa Theologiae. Estas son las formas principales en que se vierte el pensamiento de los escolásticos.

FILOSOFÍA Y TEOLOGÍA.– ¿Cuál es el contenido de la Escolástica? ¿Es filosofía? ¿Es teología? ¿Son las dos cosas, o una tercera? Estas cuestiones no aparecen claras a primera vista. Desde luego, la Escolástica es teología; sobre esto no cabe duda alguna. Pero, por otra parte, si hay filosofía medieval, no es menos cierto que esta se encuentra de un modo eminente en las obras escolásticas. Entonces se piensa necesariamente que ambas, teología y filosofía, coexisten; que hay, junto a la teología escolástica, una filosofía escolástica; y en seguida se plantea el problema de la relación entre ambas, que se suele intentar resolver acudiendo a la idea de subordinación, y recordando la vieja frase: philosophia ancilla theologiae; la filosofía seria una disciplina auxiliar, subordinada, de la que la teología se serviría para sus fines propios. Este esquema es sencillo y en apariencia satisfactorio, pero solo en apariencia. La filosofía no es, ni puede ser, una ciencia subordinada, que sirve para hacer algo con ella; como ya sabía Aristóteles; la filosofía no sirve para nada, y todas las ciencias son más necesarias que ella, aunque ninguna sea superior (Metafísica, 1, 2). Por otra parte, no es cierto, de hecho, que en la Edad Media haya una filosofía ajena a la teología, de la cual esta puede echar mano. La verdad es más bien otra.
Los problemas de la Escolástica, como antes los de la Patrística, son ante todo problemas teológicos, y aun simplemente dogmáticos, de formulación e interpretación del dogma, a veces de explicación racional o incluso demostración. Y estos problemas teológicos suscitan nuevas cuestiones, que son, ellas, filosóficas. Imaginemos el dogma de la Eucaristía, por ejemplo: se trata de algo religioso, que en sí mismo nada tiene que ver con la filosofía; pero si queremos comprenderlo de algún modo, recurriremos al concepto de transustanciación, que es un concepto estrictamente filosófico; esta idea nos introduce en un mundo distinto, el de la metafísica aristotélica, y dentro de la teoría filosófica de la sustancia se plantea la cuestión de cómo sea posible la transmutación en que consiste la Eucaristía. El dogma de la creación nos fuerza, igualmente, a plantear el problema del ser, y nos vuelve a poner en la metafísica, y así en los demás casos. La Escolástica trata, pues, problemas filosóficos, que surgen con ocasión de cuestiones religiosas y teológicas. Pero no se trata de una aplicación instrumental, sino que el horizonte en que se plantean esos problemas está determinado de un modo riguroso por la situación efectiva de donde brotan. La filosofía medieval es esencialmente distinta de la griega, ante todo porque sus preguntas son distintas y hechas desde distintos supuestos; el ejemplo máximo es el problema de la creación, que transforma de modo radical la gran cuestión ontológica y hace que la filosofía cristiana forme una etapa nueva frente a la del mundo antiguo. En todo momento se trata del complejo teología-filosofía que es la Escolástica, en una peculiar unidad, que responde a la actitud vital del hombre cristiano y teórico de donde emerge la especulación. Es el lema de San Anselmo, fides quaerens Intellectum, pero teniendo cuidado de subrayar tanto el momento de la fides como el del intellectus, en la unidad fundamental del quaerere. En esta búsqueda se articulan los dos polos entre los que se va a mover la Escolástica medieval (Cf. mi citado estudio La escolástica en su mundo y en el nuestro).
Examinaremos brevemente los tres problemas capitales de la filosofía de la Edad Media, es decir, el de creación, el de los universales y el de la razón. En la evolución de los tres, que sigue una marcha paralela, se cifra la historia entera del pensamiento medieval y aun la de la época en su totalidad.

II. LOS GRANDES TEMAS DE LA EDAD MEDIA.

1. La creación.

Ya vimos cómo el cristiano parte de una posición esencialmente distinta de la griega, a saber, la de la nihilidad del mundo. En otros términos, el mundo es contingente, no necesario; no tiene en sí su razón de ser, sino que la recibe de otro, que es Dios. El mundo es un ens ab alio, a diferencia del ens a se divino. Dios es creador, y el mundo, creado: dos modos de ser profundamente distintos, y tal vez irreductibles. La creación aparece, pues, como el primer problema metafísico de la Edad Media, del que derivan, en suma, todos los demás.
La creación no se puede confundir con lo que llaman los griegos génesis o generación. La generación es un modo del movimiento, el movimiento sustancial; este supone un sujeto, un ente que se mueve, y pasa de un principio a un fin. El carpintero que hace una mesa la hace de madera, y la madera es el sujeto del movimiento. En la creación no ocurre esto: no hay sujeto. Dios no fabrica o hace el mundo con una materia previa, sino que lo crea, lo pone en la existencia. La creación es creación de la nada; según la expresión escolástica, creatio ex nihilo; de un modo más explícito, ex nihilo sui et subjecti. Pero un principio de la filosofía medieval es que ex nihilo nihil fit, de la nada nada se hace; esto parecería significar que la creación es imposible que de la nada no puede resultar el ser, y sería la fórmula del panteísmo; pero el sentido en que se emplea esa frase en la Edad Media es el de que de la nada nada puede hacerse sin la intervención de Dios, es decir, justamente sin la creación.
Esto abre un abismo metafísico entre Dios y el mundo, que el griego no conoció; por eso aparece ahora una nueva cuestión que afecta al ser mismo: ¿puede aplicarse la misma palabra ser a Dios y a las criaturas? ¿No es un equívoco? A lo sumo, podrá hablarse de una nueva analogía del ente, en un sentido mucho más profundo aún que el aristotélico. Incluso se ha negado que el ser corresponda a Dios; el ser sería una cosa creada, distinta de su creador, que estaría más allá del ser. Prima rerum creatarum est esse decían los platonizantes medievales (véase Zubiri: En torno al problema de Dios). Vemos, pues, cómo la idea de creación, de origen religioso, afecta en su raíz más honda a la ontologia medieval.
Esta creación podría ser ab aeterno o en el tiempo. Las opiniones de los escolásticos están divididas; es decir, no tanto respecto a la verdad dogmática de que la creación ha acontecido en el tiempo, como acerca de la posibilidad de demostrarlo racionalmente. Santo Tomás considera que la creación es demostrable, pero no su temporalidad, conocida sólo por revelación; y la idea de una creación desde la eternidad no es contradictoria, pues el ser creado sólo quiere decir que su ser es recibido de Dios, que es ab alio, independientemente de la relación con el tiempo.
Pero se plantea una nueva cuestión, que es la relación de Dios con el mundo ya creado. El mundo no se basta a sí mismo para ser, no tiene razón de ser suficiente; está sostenido por Dios en la existencia para no caer en la nada; es menester, pues, aparte de la creación, la conservación. La acción de Dios respecto al mundo es constante; tiene que seguir haciendo que exista en cada momento, y esto equivale a una creación continuada. El mundo, pues, necesita siempre a Dios y es constitutivamente menesteroso e insuficiente. Esto es lo que piensa la Escolástica de los primeros siglos. El fundamento ontológico del mundo se encuentra en Dios, no sólo en su origen, sino de un modo actual. Pero dentro del nominalismo de los siglos XIV y XV esta convicción vacila. Se piensa entonces que no es menester la creación continuada, que el mundo no necesita ser conservado. Siempre se entiende que es un ens ab alio, que no se basta a sí mismo, que ha recibido su existencia de manos de su creador; pero se cree que este ser que Dios le da al crearlo le basta para subsistir; el mundo es un ente con capacidad de seguir existiendo por sí solo; la cooperación de Dios en su existencia, después del acto creador, se reduce a no aniquilarlo, a dejarlo ser. De este modo, a la idea de la creación continuada sucede la de la relativa suficiencia y autonomía del mundo como criatura. El mundo, una vez creado, puede existir sin más, abandonado a sus propias leyes, sin la intervención directa y constante de la Divinidad.
Vemos cómo el proceso del problema de la creación en la Edad Media lleva a conferir una independencia mayor a la criatura respecto al creador, y, por tanto, conduce a un alejamiento de Dios. Por distintas vías, todos los grandes problemas de la metafísica medieval van a llevar al hombre, al término de esa etapa, a idéntica situación.

2. Los universales.

La cuestión de los universales llena toda la Edad Media; se ha llegado a decir que toda la historia de la Escolástica es la de la disputa en torno a los universales; esto no es cierto; pero el problema está presente en todos los demás y se desenvuelve en estrecha conexión con la totalidad de ellos. Los universales son los géneros y las especies y se oponen a los individuos; la cuestión es saber qué tipo de realidad corresponde a esos universales. Los objetos que se presentan a nuestros sentidos son individuos: este, aquel; en cambio, los conceptos con que pensamos esos mismos objetos son universales: el hombre, el árbol. Las cosas que tenemos a la vista son pensadas mediante sus especies y sus géneros; ¿qué relación tienen estos universales con ellas? En otros términos, ¿en qué medida nuestros conocimientos se refieren a la realidad? Se plantea, pues, el problema de saber si los universales son o no cosas, y en qué sentido. De la solución que se dé a esta cuestión depende la idea que tengamos del ser de las cosas, por una parte, y del conocimiento, por otra; y, al mismo tiempo, una multitud de problemas metafísicos y teológicos gravísimos están vinculados a esa cuestión.
La Edad Media parte de una posición extrema, el realismo, y termina en la otra solución extrema y opuesta, el nominalismo. Ciertamente, el nominalismo es antiguo, casi tanto como el realismo, y la historia de ambos muestra muchas complicaciones y distintos matices; pero la línea general del proceso histórico es la que se acaba de indicar. El realismo, que está en pleno vigor hasta el siglo XII, afirma que los universales son res, cosas. La forma extrema del realismo considera que están presentes en todos los individuos que caen bajo ellos y, por tanto, no hay diferencia esencial entre ellos, sino sólo por sus accidentes; son anteriores a las cosas individuales (ante rem). En esencia no habría más que un hombre, y la distinción entre los individuos sería puramente accidental. Esto equivale a la negación de la existencia individual y bordea peligrosamente el panteísmo. Por otra parte, la solución realista tenía una gran sencillez, y además se prestaba a la interpretación de varios dogmas, por ejemplo el del pecado original; si en esencia no hay más que un solo hombre, el pecado de Adán afecta, naturalmente, a la esencia humana, y por tanto a todos los hombres posteriores. El realismo está representado por San Anselmo y, en forma extrema, por Guillermo de Champeaux (siglo XI-XII).
Pero pronto surgen adversarios a la tesis realista. Desde el siglo XI aparece lo que se ha llamado nominalismo, principalmente con Roscelino de Compiégne. Lo que existe son los individuos; no hay nada en la naturaleza que sea universal; este no existe más que en la mente, como algo posterior a las cosas (post rem), y su expresión es la palabra; Roscelino llega a una pura interpretación verbalista de los universales: no son más que soplos de la voz, flatus vocis. Pero esta teoría es también muy peligrosa; si el realismo exagerado amenaza llevar al panteísmo, el nominalismo, aplicado a la Trinidad, nos conduce al triteísmo: si hay tres personas, hay tres dioses. La Encarnación resulta también muy difícilmente comprensible dentro de las ideas de Roscelino. Las dos soluciones primeras son, pues, imperfectas y no resuelven la cuestión. Un largo y paciente trabajo mental, en el que corresponde una parte no escasa a los judíos, y árabes, lleva a fórmulas más maduras y sutiles en el siglo XIII, especialmente en Santo Tomás.
El siglo XIII aporta al problema de los universales soluciones propias: se trata de un realismo moderado. Se reconoce que la verdadera sustancia es el individuo, como afirmaba Aristóteles, a quien invocan San Alberto Magno y Santo Tomás. El individuo es la sustancia primera, próte ousía. Pero no se trata tampoco de un nominalismo; el individuo es verdadera realidad, pero es individuo de una especie, y se obtiene de ella por individuación; es menester, pues, para explicar la realidad individual, un principio de individualización, principium individuationis. Santo Tomás dice que los universales son formaliter productos del espíritu, pero fundamentaliter están fundados en lo real extramental. Los universales, considerados formalmente, es decir, en cuanto tales, son productos de la mente; no existen ahí sin más, son algo que la mente hace, pero tienen un fundamento in re, en la realidad. El universal tiene una existencia; pero no como una cosa separada, sino como un momento de las cosas; no es res, como querían los realistas extremados; pero tampoco es una palabra, sino que es in re.
Ahora se trata de encontrar un principio de individuación. Es decir, ¿qué es lo que hace que este sea este y no este otro? Santo Tomás dice que un individuo no es sino materia signata quantitate. La materia cuantificada es, pues, el principio de individuación; una cierta cantidad de materia es lo que individualiza a la forma universal que la informa. Pero no se olvide que hay una jerarquía de los entes que va desde la materia prima hasta el acto puro (Dios). La materia prima no puede existir actualmente, porque es pura posibilidad; pero la materia informada puede ser forma o materia, según se tome; por ejemplo, la madera es una cierta forma, pero materia de una mesa; hay, pues, una serie de formas jerárquicas en un mismo ente, y hay formas esenciales y formas accidentales. Este principio de individuación plantea a Santo Tomás un grave problema: ¿y los ángeles? Los ángeles no tienen materia; ¿cómo es posible en ellos la individuación? De ningún modo según la solución tomista; Santo Tomás dice que los ángeles no son individuos, sino especies; la unidad angélica no es individual, sino específica, y cada especie se agota en cada ángel.
En la época final de la Edad Media, el problema de los universales sufre una evolución profunda. Ya en manos de Juan Duns Escoto, el gran franciscano inglés, y sobre todo en las de Guillermo de Ockam, se vuelve al planteamiento nominalista de la cuestión. Escoto hace muchas distinciones: la distinctio realis, la distinctio formalis y la distinctio formalis a parte rei. La distinción real es la que hay entre unas cosas y otras; por ejemplo, entre un elefante y una mesa; la distinción de razón es la que yo pongo al considerar la cosa en sus diversos aspectos, y puede ser efectiva o puramente nominal; es efectiva si distingo, por ejemplo, un jarro como recipiente de agua o como objeto de adorno; la distinción nominal no responde a la realidad de la cosa, sino a su mera denominación. La distinctio formalis a parte reí es también formal, pero no a parte intellectus, sino a parte rei; es decir, no se trata de cosas numéricamente distintas, pero no es el pensamiento quien pone la distinción, sino la cosa misma. Así, para Escoto, un hombre tiene varias formas: una forma humana o humanitas, pero además una forma que lo distingue de los demás hombres; esto es una distinción formal a parte reí, lo que llama Escoto, con un término propio, haecceitas o “hecceidad”. La haecceitas consiste en ser haec res, esta cosa. En Pedro y en Pablo está la esencia humana entera; pero en Pedro hay una formalitas más, que es la petreidad, y en Pablo la paulidad. Este es el principio de la individuación en Escoto, que no es sólo material, como en la metafísica tomista, sino también formal.
La posición de Escoto abre camino al nominalismo. Desde entonces, y en especial en el siglo XIV, se van a multiplicar las distinciones y se va a afirmar cada vez más la existencia de los individuos. Ya en Escoto, sin excluir la forma específica, son formatitates. Ockam da un paso más y niega en absoluto la existencia de los universales en la naturaleza. Son exclusivamente creaciones del espíritu, de la mente; son términos (y de ahí el nombre de terminismo dado también a esta dirección). Y los términos son simplemente signos de las cosas: sustituyen en la mente a la multiplicidad de las cosas. No son convenciones, sino signos naturales. Las cosas se conocen mediante sus conceptos, y estos son universales; para conocer un individuo necesito del universal, de la idea: al entenderse, con Ockam, los universales como meros signos, el conocimiento va a ser simbólico. Ockam es el artífice de una gran renuncia: el hombre va a renunciar a tener las cosas y se resignará a quedarse solo con sus símbolos. Esto es lo que hará posible el conocimiento simbólico matemático y la física moderna, que arranca de las escuelas nominalistas, sobre todo de París. La física aristotélica y la medieval querían conocer el movimiento, las causas mismas; la física moderna se contenta con los signos matemáticos de todo eso; según Galileo, el libro de la naturaleza está escrito con signos matemáticos; tendremos una física que mide variaciones de movimiento, pero renuncia a saber lo que el movimiento es. Vemos cómo la dialéctica interna del problema de los universales lleva al hombre del siglo XV, como la de la creación, a volver los ojos al mundo y hacer una ciencia de la naturaleza. La tercera gran cuestión de la filosofía medieval, el problema de la razón, centrará definitivamente al hombre en ese nuevo tema que es el mundo.

3. La razón.

El lógos aparece como un motivo cristiano esencial desde los primeros momentos. El comienzo del Evangelio de San Juan dice taxativamente que en el principio era el verbo, el lógos, y que Dios era el lógos. Esto quiere decir que Dios es, por lo pronto, palabra, y además razón. Y entonces se plantean varios problemas especialmente importantes, sobre todo la posición del hombre.
¿Qué es el hombre? Es un ente finito, una criatura, un ens creatum, una cosa entre las demás; es, como el mundo, algo finito y contingente. Pero, al mismo tiempo, el hombre es lógos: según toda la tradición helénica, el hombre es un animal que tiene lógos. Por una parte, pues, es una cosa más en el mundo; pero, por otra, sabe a todo el mundo, como Dios, y tiene lógos, como él. ¿En qué relación está con Dios y con el mundo? Es una relación esencialmente equívoca; mientras por una parte es un ente que participa del ser en el sentido de las criaturas, por otra parte es un espíritu capaz de saber qué es el mundo, un ente que es lógos. La Edad Media va a decir que es un cierto intermedio entre la nada y Dios: medium quid ínter nihilum et Deum. Además, ya estaba señalada desde el Génesis esta peculiar situación del hombre: Faciamus hominem ad imaginem et similitudinem nostram. El hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios. Es decir, la idea del hombre, el modelo ejemplar según el cual está creado, es Dios mismo. Por eso decía el maestro Eckehart que en el hombre hay algo, una chispa –scintilla, Funken– que es increada e increable. Esta afirmación se interpretó como una exclusión del ser creado en el hombre, por tanto, como panteísmo, y fue condenada; pero su sentido justo, como ha demostrado claramente Zubiri, es el de que el hombre tiene una scintilla increada e increable, es decir, su propia idea; y esto es completamente ortodoxo.
¿Qué consecuencias va a tener para la filosofía este horizonte en que se mueve el cristianismo? Para conocer la verdad hay que entrar en uno mismo, hay que interiorizarse, como ya vimos en San Agustín. Intra in cubiculum mentís tuae, dirá también San Anselmo. Según esto, lo peor que puede hacer el hombre para conocer es mirar las cosas del mundo, porque la verdad no está en las cosas, sino en Dios, y a Dios lo encuentra el hombre en sí mismo. Y como la verdad es Dios, la vía para llegar a ella es la caritas: sólo por el amor llegamos a Dios, y sólo Dios es la verdad; no es otro el sentido del fides quaerens intellectum de San Anselmo; San Buenaventura va a llamar a la filosofía camino de la mente hacia Dios (Itinerarium mentís in Deum), y se parte de la fe. Con esto queda señalada la situación de la filosofía medieval en sus primeros siglos.
En Santo Tomás, la teoría es un saber especulativo, racional. La teología es de fe en cuanto se construye sobre datos sobrenaturales, revelados; pero el hombre trabaja sobre ellos con su razón para interpretarlos y alcanzar un saber teológico. Se supone, por tanto, que hay una adecuación perfecta entre lo que Dios es y la razón humana. Si Dios es lógos, según San Juan, y el hombre viene también definido por el lógos, hay adecuación entre los dos y es posible un conocimiento de la esencia divina; puede haber una teología racional, aunque esté fundada sobre los datos de la revelación. Ahora bien, si la teología y la filosofía tratan de Dios, ¿en qué se diferencian? Santo Tomás dice que el objeto material de la teología y la filosofía puede ser el mismo cuando hablan de Dios; pero el objeto formal es distinto. La teología accede al ente divino por otros caminos que la filosofía, y por tanto, aunque ese ente sea numéricamente el mismo, se trata de dos objetos formales distintos.
De esta situación de equilibrio en Santo Tomás se pasa a una muy diferente en Escoto y en Ockam. En Escoto, la teología no es ya ciencia especulativa, sino práctica y moralizadora. El hombre, que es razón, hará una filosofía racional, porque aquí se trata de un lógos. En cambio, la teología es sobrenatural; tiene poco que hacer en ella la razón; es, ante todo, práxis.
En Ockam se acentúan estas tendencias escotistas. Para Ockam, la razón va a ser un asunto exclusivamente humano. La razón es, sí, propia del hombre, pero no de Dios; este es omnipotente y no puede estar sometido a ninguna ley, ni siquiera a la de la razón. Esto le parece una limitación inadmisible del albedrío divino. Las cosas son como son, incluso verdaderas o buenas, porque Dios quiere; si Dios quisiera que el matar fuese bueno, o que 2 y 2 fuesen 19, lo serían –llegarán a decir los continuadores del ockamismo–. Ockam es voluntarista, y no admite nada por encima de la voluntad divina, ni aun la razón. A partir de este momento, la especulación metafísica se lanza, por así decirlo, en una vertiginosa carrera, en la cual el lógos, que comenzó por ser esencia de Dios, va a terminar por ser simplemente esencia del hombre. Es el momento, en el siglo XIV, en que Ockam va a afirmar, de una manera textual y taxativa, que la esencia de la Divinidad es arbitrariedad, libre albedrío, omnipotencia, y que, por tanto, la necesidad racional es una propiedad exclusiva de los conceptos humanos. En el momento en que el nominalismo de Ockam ha reducido la razón a ser una cosa de puertas adentro del hombre, una determinación suya puramente humana, y no esencia de la Divinidad, en este momento queda el espíritu humano segregado también de esta. Solo, pues, sin mundo y sin Dios, el espíritu humano comienza a sentirse inseguro en el universo (Zubiri: Hegel y el problema metafísico).
Si Dios no es razón, la razón humana no puede ocuparse de él. La Divinidad deja de ser el gran tema teórico del hombre al acabar la Edad Media, y esto lo separa de Dios. La razón se vuelve a aquellos objetos a los que es adecuada, allí donde puede alcanzar. ¿Cuáles son estos? Ante todo, el hombre mismo; en segundo lugar, el mundo, cuya maravillosa estructura se está descubriendo entonces: estructura no sólo racional, sino matemática. El conocimiento simbólico a que nos ha llevado el nominalismo se adapta a la índole matemática de la naturaleza. Y este mundo independiente de Dios –de quien recibió su impulso creador, pero que no tiene que conservarlo–, se convierte en el otro gran objeto a que se vuelve la razón humana, al hacerse inaccesible la Divinidad. El hombre y el mundo son los dos grandes temas: por esto el humanismo y la ciencia de la naturaleza, la física moderna, van a ser las dos magnas ocupaciones del hombre renacentista, que se encuentra alejado de Dios.
Vemos, pues, cómo la historia entera de la filosofía medieval, tomada en sus tres cuestiones más hondas, la de la creación, la de los universales y la de la razón, conduce unitariamente a esta nueva situación en la que va a encontrarse la metafísica moderna.

III. LOS FILÓSOFOS MEDIEVALES.

La filosofía medieval comienza propiamente en el siglo IX. Como vimos, el pensamiento anterior era simplemente una labor de acumulación y conservación de la cultura clásica y de la especulación patrística, sin originalidad ni grandes posibilidades propias. Falta, además, toda la organización suficiente del estudio filosófico, que sólo va a aparecer en las escuelas que surgen a comienzos del siglo IX, especialmente en Francia, en torno a la corte de Carlomagno; es lo que se llama el renacimiento carolingio. De estas escuelas, formadas con maestros de todos los países de Europa, y especialmente franceses, ingleses e italianos, va a surgir, en el reinado de Carlos el Calvo, el primer brote importante de la filosofía en la Edad Media, en torno a la figura del pensador inglés Juan Escoto Eriúgena.

1. Escoto Eriúgena.

Juan Escoto Eriúgena procedía de las Islas Británicas, probablemente de Irlanda, donde se había conservado, más que en parte alguna, el conocimiento de la cultura clásica, e incluso de la lengua griega. Pero su actividad intelectual se ejercitó principalmente en Francia, en la corte de Carlos el Calvo, adonde llegó a mediados del siglo IX. Encontramos ya en Escoto Eriúgena el primer ejemplo de la influencia inglesa en la cultura de Europa. Por lo general, muchas ideas y movimientos intelectuales europeos proceden de Inglaterra; pero no se desarrollan en su país de origen, sino en el Continente, y luego desde él vuelven a pasar a la Gran Bretaña, que sufre nuevamente su influencia. Así ocurre con la Escolástica, y más tarde con las ciencias naturales, que tienen un comienzo en Rogerio Bacon y luego se desarrollan en Francia e Italia para volver a florecer en Inglaterra en el siglo XVII; y luego acontece algo semejante con la Ilustración de inspiración británica también, pero desarrollada en Francia y en los países germánicos, siguiendo las huellas del empirismo sensualista y del deísmo de los filósofos ingleses; y, por último, un fenómeno análogo presenta la propagación del romanticismo, que nace en las Islas a fines del siglo XVIII, determina su florecimiento en Alemania y en el resto del Continente y tiene luego otro importante brote en Inglaterra.
Escoto Eriúgena está muy influido por la mística neoplatónica, especialmente por el escritor anónimo que se tomó por Dionisio Areopagita, el primer obispo de Atenas, y conocido hoy con el nombre de Pseudo-Dionisio. Escoto tradujo sus obras del griego al latín, y con esto aseguró su suerte y un enorme influjo en el pensamiento medieval. El éxito de Escoto Eriúgena fue muy grande. Lo impulsaron a escribir contra la idea de la predestinación, que algunos herejes ponían muy en boga, y compuso su tratado de De praedestinatione, que pareció excesivamente atrevido y fue condenado. Su obra capital es el tratado De divisione naturae,
El propósito de Escoto Eriúgena es siempre estrictamente ortodoxo; ni siquiera imagina que pueda caber discrepancia entre la filosofía verdadera y la religión revelada; la razón es quien interpreta lo que nos revelan los textos sagrados, y nada más. Hay una identidad entre filosofía y religión, cuando son ambas verdaderas: veram esse philosophiam veram religionem, conversimque veram religionem esse veram philosophiam. Escoto pone en primer lugar la revelación en sentido riguroso, la autoridad de Dios; pero hay otras autoridades: la de los Padres de la Iglesia y comentaristas sagrados anteriores, y esta se ha de subordinar a la razón, que ocupa el segundo lugar, después de la palabra divina.
La metafísica de Escoto Eriúgena se expone en su De divisione naturae. Esta división supone una serie de emanaciones o participaciones por las cuales nacen todas las cosas del único ente verdadero, que es Dios. En este proceso hay cuatro etapas:
1.º La naturaleza creadora y no creada (natura creans nec creata), es decir, Dios en su primera realidad. Es incognoscible, y sólo cabe acerca de él la teología negativa, que puso tan en favor el Pseudo-Dionisio Areopagita.
2.º La naturaleza creadora y creada (natura creans creata), esto es, Dios en cuanto contiene las causas primeras de los entes. Al conocer en sí estas causas, Dios se crea y se manifiesta en sus teofanias.
3.º La naturaleza creada y no creadora (natura creata nec creans): los seres creados en el tiempo, corporales o espirituales, que son simples manifestaciones o teofanías de Dios. Escoto Eriúgena, que es realista extremado, afirma la anterioridad del género respecto de la especie, y de ésta respecto del individuo.
4.º La naturaleza ni creada ni creadora (natura nec creata nec creans), esto es, Dios como término del universo entero. El fin de todo movimiento es su principio; Dios vuelve a sí mismo, y las cosas se deifican, se resuelven en el todo divino ().
Juan Escoto presenta una metafísica interesante, que toca de un modo agudo varios problemas capitales de la Edad Media y significa la primera fase de la Escolástica. Pero su doctrina es peligrosa y propensa, naturalmente, al panteísmo. Esta acusación de panteísmo, mejor o peor fundada, se va a lanzar durante la Edad Media contra numerosos pensadores; y no se olvide que en la mayoría de los casos estos estaban muy lejos de profesar el panteísmo deliberadamente, aunque sus doctrinas –o a veces sólo sus fórmulas– se inclinaran a él. Escoto Eriúgena llega a un monopsiquismo humano, consecuencia de su realismo extremado; aparece aquí también otro de los peligros que va a amenazar en distintas formas a la Escolástica. Se encuentran, pues, en el primer pensador medieval importante los rasgos que van a caracterizar positivamente a la época y las dificultades con que ha de tropezar.

DE ESCOTO ERIÚGENA A SAN ANSELMO.– El siglo X es un siglo terrible para la Europa occidental: por todas partes luchas e invasiones; los normandos atacan, devastan y saquean; el florecimiento carolingio y de todo el siglo IX desaparece, y las escuelas quedan en situación difícil; el pensamiento medieval se recluye en los claustros, y desde entonces va a adquirir el carácter monacal que ha de gravitar largamente sobre él; la Orden benedictina se convierte en la principal depositaria del saber teológico y filosófico. Escasean las grandes figuras. La de mayor interés es la del monje Gerberto.
Gerberto de Aurillac adquirió una formación intelectual completísima, principalmente en España, donde entró en contacto con las escuelas árabes, profesó en Reims y en París, fue abad, arzobispo y, por último, Papa, con el nombre de Silvestre II. Murió en 1003. Gerberto no es un filósofo original; especialmente fue lógico y moralista, y, sobre todo, fue el centro de un núcleo intelectual que había de adquirir mayor desarrollo en el siglo XI.
En esta centuria está en gran favor el realismo extremo de que hemos hablado, que tiene un representante notable en Odón de Tournai, ciudad donde tuvo una escuela muy frecuentada. Odón aplicó su realismo, principalmente, a la interpretación del pecado original y al problema de la creación de las almas de los niños; solo se trataría, según él, de la aparición de nuevas propiedades individuales, accidentales, en la sustancia humana única.
Frente a este realismo aparece la sentencia de los nominales, la sententia vocum, que afirma que los universales son voces, no res. El principal de ellos es Roscelino de Compiégne, que enseña en Francia, Inglaterra y Roma, a fines del siglo XI. El naciente nominalismo apenas sobrevivió a Roscelino; solo reaparece, sobre distintos supuestos, en los últimos siglos de la Edad Media.

2. San Anselmo.

PERSONALIDAD.– San Anselmo nació en 1033 y murió en 1109. Era piamontés, de Aosta, y como miembro de la comunidad cristiana medieval, de la comunidad europea que se empezaba a formar, no limitó su vida y actividad al país de origen, sino que vivió, sobre todo, en Francia y en Inglaterra. Primero fue a Normandía, a la abadía del Bec, y allí pasó largos años, los mejores y más importantes. Fue prior y luego abad del Bec, y por último fue nombrado arzobispo de Canterbury, en 1093, y allí permaneció hasta su muerte. La vida entera de San Anselmo estuvo destinada al estudio y a la vida religiosa, y en su última época al mantenimiento de los derechos del poder espiritual de la Iglesia, amenazados entonces vivamente.
San Anselmo es el primer gran filósofo medieval después del comienzo de Escoto Eriúgena. En rigor, el fundador de la Escolástica, que en él adquiere ya su perfil definido. Pero, por otra parte, San Anselmo está inmerso en la tradición patrística, de ascendencia agustiniana y platónica o, más aún, neoplatónica. No aparecen en él todavía las fuentes –distintas de la Patrística– que van a influir tan fuertemente en la Escolástica posterior: los árabes y –a través de ellos– Aristóteles. San Anselmo es un fiel agustiniano; en el prefacio de su Monologion escribe: Nihil potui invenire me dixisse quod non catholicorum Patrum et maxime beati Augustini scriptis cohaereat. Tiene presente su conformidad constante con los Padres, y con San Agustín especialmente. Pero, por otra parte, se encuentran ya en San Anselmo las líneas generales que han de definir la Escolástica, y su obra constituye una primera síntesis de ella. La filosofía y la teología de la Edad Media guardan, pues, la huella profunda de su pensamiento.
Sus obras son bastante numerosas. Muchas de interés predominantemente teológico; numerosas cartas llenas de sustancia doctrinal; las que más importan para la filosofía –escritos breves todos ellos– son el Monologion (Exemplum meditando de ratione fidei) y el Proslogion, que lleva como primer título la frase que resume el sentido de su filosofía entera: Fides quaerens intellectum; además, la respuesta al Gaunilonis liber pro insipiente, el De veritate y el Cur Deus homo.

FE Y RAZÓN.– La obra teológica –y filosófica– de San Anselmo está orientada, sobre todo, hacia las demostraciones de la existencia de Dios. Esto es lo que tiene más relieve en sus escritos y está más estrechamente asociado a su nombre. Pero es menester interpretar estas pruebas dentro de la totalidad de su pensamiento.
San Anselmo parte de la fe; las demostraciones no se dirigen a sustentar la fe, sino que están soportadas por ella. Credo ut intelligam es su principio. En el Proslogion, su obra capital, escribe: neque enirn quaero intelligere ut credam, sed credo ut intelligam. San Anselmo cree para entender, no a la inversa. Pero no se trata tampoco de algo aparte de la fe; es la fe misma la que tiende a saber: la fe que busca la intelección; y esta necesidad emerge del carácter interno de la fe. San Anselmo distingue entre una fe viva, que obra, y una fe muerta, ociosa; la fe viva se funda en un amor o dilectio, que es quien le da vida. Este amor hace que el hombre, alejado por el pecado de la faz de Dios, esté ansioso de volver a ella. La fe viva quiere contemplar la faz de Dios; quiere que Dios se muestre en la luz, en la verdad; busca, por tanto, al verdadero Dios; y esto es intelligere, entender. “Si no creyera, no entendería”, añade San Anselmo; es decir, sin fe, o sea dilectio, amor, no podría llegar a la verdad de Dios. Tenemos aquí la más clara resonancia del non intratur in veritatem nisi per caritatem de San Agustín, que tal vez sólo se comprende plenamente desde San Anselmo.
Vemos, pues, que a la religión de San Anselmo le pertenece de un modo especial la teología; pero no el éxito de esta última. “El cristiano –dice textualmente– debe avanzar por medio de la fe hacia la inteligencia, no llegar por la inteligencia a la fe, o, si no puede entender, apartarse de la fe. Sino que cuando puede llegar a la inteligencia, se complace; pero cuando no puede, cuando no puede comprender, venera” (Epístola XLI). Esta es, claramente definida, la situación de San Anselmo, de la que brota toda su filosofía.

EL ARGUMENTO ONTOLÓGICO.– San Anselmo, en el Monologion, da varias pruebas de la existencia de Dios; pero la más importante es la que expone -en el Proslogion, y que suele llamarse desde Kant el argumento ontológico. Esta prueba de la existencia divina ha tenido una resonancia inmensa en toda la historia de la filosofía; ya en tiempos de San Anselmo, un monje llamado Gaunilón la atacó, y su autor replicó a sus objeciones; después, las opiniones se han dividido, y la interpretación del argumento ha diferido. San Buenaventura está cerca de él; Santo Tomás lo rechaza; Duns Escoto lo acepta, modificándolo; Descartes y Leibniz se sirven de él, con ciertas alteraciones; luego, Kant, en la Crítica de la razón pura, establece su imposibilidad, de un modo al parecer definitivo; pero después Hegel la replantea en términos distintos, y más tarde aparece estudiado profundamente en Brentano y, sobre todo, en el P. Gratry, en el siglo XIX. Hasta hoy, el argumento ontológico es un tema central de la filosofía, porque no se trata en él sólo de una simple argumentación lógica, sino de una cuestión en la que va implicada la metafísica entera. Esta es la razón de la singular fortuna de la prueba anselmiana.
No podemos entrar aquí detalladamente en la interpretación del argumento (Véase mi libro San Anselmo y el insensato (Obras, IV)). Bastará con indicar de un modo breve lo esencial de su sentido. San Anselmo parte de Dios, de un Dios oculto y que no se manifiesta al hombre caído. El punto de partida es religioso: la fe del hombre hecho para ver a Dios y que no lo ha visto. Esta fe busca comprender, hacer una teología: fides quaerens intellectum; pero aún no aparece la necesidad ni la posibilidad de demostrar la existencia de Dios; San Anselmo invoca el Salmo 13: Dixit insipiens in corde suo: non est Deus; dijo el insensato en su corazón: no hay Dios. Ante esta negación es cuestión por vez primera la existencia de Dios, y tiene sentido la prueba, que carece de él sin el insensato. Y San Anselmo formula su célebre prueba en estos términos: el insensato, al decir que no hay Dios, entiende lo que dice: si decimos que Dios es el ente tal que no puede pensarse mayor, también lo entiende; por tanto, Dios está en su entendimiento; lo que niega es que, además, esté in re, lo haya en realidad. Pero si Dios existe sólo en el pensamiento podemos pensar que existiera también en la realidad, y esto es más que lo primero. Por tanto, podemos pensar algo mayor que Dios, si este no existe. Pero está en contradicción con el punto de partida, según el cual Dios es tal que no puede pensarse mayor. Luego Dios, que existe en el entendimiento, tiene que existir también en realidad. Es decir, si solo existe en el entendimiento, no cumple la condición necesaria; por tanto, no es de Dios de quien se habla.
En rigor, la prueba de San Anselmo muestra que no se puede negar que haya Dios. Y consiste en oponer a la negación del insensato el sentido de lo que dice. Lo que dice el insensato no lo entiende, y por eso precisamente es insensato; no piensa en Dios, y su negación es un equívoco; no sabe lo que dice, y en eso consiste la insensatez. Si se piensa, en cambio, con plenitud lo que es Dios, se ve que no puede no existir. Por eso San Anselmo opone a la insensatez la interioridad, la vuelta a sí mismo, según el ejemplo agustiniano. La entrada en sí mismo hace que el hombre, al encontrarse a sí propio, encuentre a Dios, a imagen y semejanza del cual está hecho. El argumento ontológico es, pues, una apelación al sentido íntimo, al fondo de la persona, y se funda concretamente en la negación del insensato.
Este encuentro con Dios en la intimidad de la mente abre el cauce libre a la especulación de San Anselmo; por esta vía va a transcurrir el pensamiento medieval de la época siguiente.

3. El siglo XII.

Después de San Anselmo, la Escolástica queda constituida. Hay un repertorio de cuestiones dentro de las que se va a mover luego, y aparece el cuerpo de doctrina que se podrá llamar el “bien común” de la Edad Media o la “síntesis escolástica”, y que prepara las grandes obras de conjunto del siglo XIII, en especial la Suma teológica de Santo Tomás. Al mismo tiempo adquiere fijeza el mundo de ideas del Occidente europeo; los grupos históricos que habrán de componer Europa van alcanzando su consistencia. En todo el siglo XII la organización social de la Edad Media camina hacia su consolidación, que llegará a su plenitud en la centuria siguiente. Las escuelas se convierten en centros intelectuales importantes, que pronto conducirán a la creación de las Universidades. El núcleo principal de la filosofía en este tiempo es Francia; sobre todo las escuelas de Chartres y de París. Luego, la fundación de la Universidad parisiense, el foco intelectual más importante de toda la Edad Media, establecerá definitivamente en París la sede capital de la Escolástica.
En el siglo XII, la cuestión de los universales se plantea con todo rigor; en general, domina el realismo; pero hay una serie de intentos de oponerse a su extremismo, que se acercan a la solución moderada que impondrá Santo Tomás. La influencia árabe y judía se hace sentir en la Escolástica de un modo intenso, y con ella la de Aristóteles, casi desconocido hasta entonces en sus propias obras. Esta fermentación intelectual determina también la aparición de direcciones teológicas heterodoxas, en especial panteístas, y el dualismo resurge en las herejías de los albigenses y cátaros. Por último, la mística alcanza un gran florecimiento y se presenta con un carácter especulativo. Todas estas tendencias, al llegar a su pleno desarrollo, producirán el momento culminante de la filosofía medieval, desde Rogerio Bacon hasta el maestro Eckehart y desde San Buenaventura hasta Santo Tomás de Aquino.

LA ESCUELA DE CHARTRES.– Fue fundada por Fulberto, obispo de Chartres, que murió a comienzos del siglo XI, pero alcanzó su verdadera importancia en el XII, como núcleo de tendencia platónica y realista. De los más interesantes pensadores de este grupo son Bernardo y Thierry de Chartres, hermanos, que fueron cancilleres de la escuela. Sus doctrinas son conocidas principalmente por las obras de su discípulo inglés Juan de Salisbury. Consideran que sólo las realidades universales merecen el nombre de entes; las cosas sensibles individuales no son más que sombras. Bernardo distinguía tres tipos de realidades: Dios, la materia, sacada de la nada por la creación, y las ideas, formas ejemplares por las que están presentes a la mente divina los posibles y los existentes. La unión de las ideas con la materia produce el mundo sensible. La fuerte influencia platónica es visible en este realismo extremado.
Discípulo de Bernardo, canciller después que él y antes que Thierry, fue Gilberto de la Porrée (Gilbertus Porretanus), que llegó a ser obispo de Poitiers. Gilberto se opone al realismo de la escuela de Chartres; evita todo peligro de panteísmo, al distinguir las ideas divinas de sus copias, que son las formas nativas inherentes a las cosas sensibles. Los universales no son las ideas, sino imágenes de las ideas. La mente compara las esencias semejantes y hace una unión mental; esta forma común es el universal, género o especie. De Gilberto de la Porrée arranca, por tanto, el primer esbozo de la solución del siglo XIII.
Otros pensadores importantes, relacionados con la escuela de Chartres, son Guillermo de Conches y el ya citado Juan de Salisbury, filósofo agudo e interesante, que escribió dos obras principales: Metalogicus y Polycraticus. Aparte de este grupo, pero en relación y polémica con él, se encuentran varios adversarios de las soluciones realistas extremas, que elaboran diversas teorías para resolver el problema de los universales, partiendo de la existencia de los individuos y considerando los géneros y especies como distintos aspectos de aquellos. Entre estos filósofos merecen citarse el inglés Adelardo de Bath y el flamenco Gautier de Mortagne, autores de la teoría de los respectus, de los status y, por último, de la collectio, cuyo sentido general puede inferirse fácilmente de sus nombres.

ABELARDO.– La figura de Abelardo, dialéctico batallador y apasionado; las historias de sus amores con Eloísa, de su mutilación y de su vida agitada, hasta su muerte, son sobrado conocidas. Incluso, partiendo de estos datos ciertos, se ha intentado reconstruir una imagen de un Abelardo librepensador y antiescolástico, que la investigación moderna ha demostrado inexistente. Nació cerca de Nantes, en 1079, de una familia de guerreros que gustaba de hacer algunos estudios antes de seguir la carrera de las armas; Abelardo lo hizo así; pero las letras lo ganaron, y en ellas se quedó siempre; su espíritu combativo se aplicó a la dialéctica y a las polémicas con sus maestros sucesivos. Frecuentó la escuela de Roscelino; luego, la de Guillermo de Champeaux; después fundó una escuela en Melun, y la trasladó más tarde a Corbeil. Años después vuelve a París, estudia teología con Anselmo de Laon, y enseña con éxito inmenso. Según una carta de un contemporáneo, los discípulos acudían de todos los puntos de Francia, de Flandes, de Inglaterra, de Suabia. Después de esta gloria vinieron las desgracias, y Pedro Abelardo se hizo religioso y llevó su agitación y su doctrina por diversos monasterios, hasta morir en 1142.
Abelardo era un espíritu apasionado y refinado. Su cultura es profunda y comprensiva; se ha considerado que en él, y en todo el siglo XII, hay como una anticipación del Renacimiento. Escribió una gran obra de teología, de la que se conserva una Introductio ad theologiam; su famoso libro Sic et non, en el que reúne autoridades teológicas y bíblicas aparentemente contradictorias, para buscar conciliación; otra obra, esta filosófica, Scito te ipsum seu Ethica; una Dialectica y otros varios escritos.
Pedro Abelardo establece relaciones precisas entre la filosofía y la religión. No se pueden demostrar y conocer experimentalmente los misterios; sólo se pueden entender o creer según analogías y semejanzas. A pesar de esto, tiende en la práctica a interpretar diversos dogmas, por ejemplo, el de la Trinidad, y cayó en errores que fueron condenados. Respecto a la cuestión de los universales critica primero el “nominalismo” de Roscelino; pero luego ataca sobre todo a Guillermo de Champeaux, a causa de sus doctrinas realistas extremadas. Según Abelardo, el intelecto aprehende las semejanzas de los individuos mediante la abstracción; el resultado de esta abstracción, fundada siempre en la imaginación, porque el conocimiento empieza por lo individual y sensible, es el universal; éste no puede ser cosa, res, porque las cosas no se predican de los sujetos, y los universales, sí; pero tampoco es una simple vox, sino un sermo, un discurso que tiene relación con el contenido real, un verdadero nomen, en el sentido riguroso en que equivale a vox significativa. La teoría de los sermones se aproxima a lo que después había de ser el conceptualismo.
Abelardo, por tanto, sin tener una importancia doctrinal comparable a la de Escoto Eriúgena o de San Anselmo, ejerció un influjo personal extraordinario en las escuelas, y tocó agudamente muchas cuestiones importantes. Su actividad preparó el apogeo de Paris como centro escolástico y la plenitud filosófica y teológica del siglo XIII.

LOS VICTORINOS.– La abadía agustina de San Víctor se convierte, en el siglo XII, en uno de los centros intelectuales más importantes de la cristiandad. Ante todo, es un núcleo místico; pero de una mística que no excluye el saber racional, incluso de las ciencias profanas, sino que lo forma enérgicamente. La abadía de San Víctor cultiva de un modo intenso la filosofía y la teología; la profunda espiritualidad religiosa de los Victorinos está sostenida por un saber riguroso y amplio. La sistematización de la Escolástica da un paso más en la obra de los pensadores de San Víctor, sobre todo Hugo y Ricardo.

HUGO DE SAN VÍCTOR, el principal de ellos, es autor de una obra comprensiva y sintética, titulada De sacramentis, que es ya una Suma teológica, más completa y perfecta que el intento de Abelardo. Hugo recomienda que se aprendan todas las ciencias, sagradas y profanas; cree que se apoyan y fortalecen mutuamente, y que todas son útiles. Distingue cuatro ciencias: la ciencia teórica, investigadora de la verdad; la ciencia práctica o moral; la mecánica, saber de las actividades humanas, y la lógica, ciencia de la expresión y la discusión. Hugo recomienda especialmente el estudio de las siete artes liberales, el trivium y el quadrivium, y las considera inseparables.
En el problema de los universales y del conocimiento, Hugo de San Víctor utiliza también la teoría de la abstracción, de origen aristotélico, antes de la gran influencia de Aristóteles en el siglo XIII. La historia del mundo le parece ordenada en tomo a dos momentos capitales, la creación del mundo y su restauración mediante Cristo encarnado y los sacramentos; la obra de la restauración es objeto principal de la Escritura; pero la creación es estudiada por las ciencias profanas. De este modo se unen para Hugo las dos clases de ciencias. La filosofía de Hugo está fuertemente teñida de agustinismo; afirma como primer conocimiento el de la existencia propia y el del alma, distinta del cuerpo. Es otra filosofía de la intimidad como, por otra parte, corresponde a su orientación mística ortodoxa.

RICARDO DE SAN VÍCTOR, discípulo de Hugo, reproduce y continúa, con originalidad, el pensamiento de su maestro. Escribió un Líber excerptionum y el De Trinitate. Se ocupó de las pruebas de la existencia de Dios, rechazando las apriorísticas e insistiendo especialmente en la base sensible y de observación. En Ricardo se da también la unión estrecha entre la mística y el pensar racional que culminará en la mística especulativa de Eckehart.
El conocimiento de Dios y el del hombre se esclarecen mutuamente. Al hombre lo conocemos mediante la experiencia, y lo que en él hallamos nos sirve de punto de apoyo para inferir –mutatis mutandis– algunas determinaciones del ente divino; y a la inversa, lo que el raciocinio nos enseña acerca de la Divinidad se aplica a conocer en su ser más profundo al hombre, imagen suya. Acaso Ricardo de San Víctor sea el filósofo que más técnica y agudamente ha usado este método intelectual que consiste en contemplar alternativamente, con los diversos medios adecuados, la realidad divina y su imagen humana. Por esto, su De Trinitate es una de las aportaciones medievales más interesantes a la teología y a la antropología, al mismo tiempo.
Una relación estrecha con la mística tiene la gran figura del cristianismo en el siglo XII: San Bernardo de Claraval (Clairvaux). Es él quien anima e inspira la Orden del Císter, fundada a fines del siglo anterior, para hacer más rigurosa y ascética la observancia de Cluny. El espíritu cisterciense fue de una austeridad extrema, como la vida misma de San Bernardo. Es conocido su espíritu de ardiente religiosidad y su capacidad de dirección sobre los hombres. Concede sus derechos a la filosofía, pero en él predomina la mística, que tiene en San Bernardo uno de sus primeros representantes medievales.
Entre los teólogos que hacen de la filosofía un uso sólo instrumental, el más interesante es Pedro Lombardo, llamado por excelencia el magister sententiarum, que fue obispo de París y murió en 1164. Sus Libri IV sententiarum han sido durante toda la Edad Media un repertorio teológico comentado innumerables veces en toda la Escolástica posterior.

LAS HEREJÍAS DEL SIGLO XII.– Esta centuria, tan llena de actividad intelectual, no pudo mantenerse libre de corrientes heterodoxas en teología, que tuvieron conexión con orientaciones filosóficas al margen de la línea general de la Escolástica. En este sentido se puede afirmar, como hace Maurice de Wulf, que estas filosofías son anti-escoIásticas pero no se olvide que se mueven en el mismo ámbito de problemas que la Escolástica, y que juntamente por eso aparecen sus soluciones como discrepantes y se mantiene viva la polémica durante toda la Edad Media. Estas herejías versan principalmente sobre unos cuantos puntos debatidos en particular: el ateísmo –infrecuente en su forma rigurosa–, el panteísmo, el materialismo, la eternidad del mundo. Estos son los puntos más controvertidos sobre los que va a actuar después la filosofía árabe y que tendrán repercusiones heterodoxas hasta el final de la Edad Media.
En el siglo XII aparecen, sobre todo en Francia y en algunos puntos de Italia, dos movimientos heréticos distintos, pero emparentados: los albigenses (del Albi) y los cátaros. Son conocidas las luchas violentas que suscitaron estas herejías, a la vez que la intensa labor teológica y de predicación que determinaron, y que culminó en la fundación de la Orden dominicana por Santo Domingo de Guzmán. Estas herejías admiten un cierto dualismo del bien y del mal, opuesto este último a Dios, con independencia. Esto equivalía a la negación del monoteísmo cristiano, y además la herejía tenía consecuencias morales. Cátaros quiere decir puros; los perfectos llevan una vida especialmente austera y constituyen un clero particular; esta contraposición de un modelo difícil y una mayoría incapaz de tal perfección llevó a un grave inmoralismo. La represión del movimiento albigense, a comienzos del siglo XIII, fue durísima y se terminó después de varias cruzadas, con la consiguiente desolación de las comarcas afectadas por la lucha. La herejía de los cátaros era especialmente peligrosa, porque su materialismo, que negaba la espiritualidad y la inmortalidad del alma, contradecía a la vez los dogmas católicos y el fundamento mismo de la ética cristiana.
Por otra parte, hay una serie de movimientos que se aproximan más o menos al panteísmo. Las ideas neoplatónicas del monismo y la emanación están en boga. Así, en Bernardo de Tours, autor de un libro llamado De mundi universitate. Más importancia tiene la secta de Amaury de Bénes. Según Amaury, todo es uno, porque todo es Dios: Omnia unum, quia quidquid est est Deus. El ser de todas las cosas está fundado en el ser divino; hay, pues, una inmanencia de la Divinidad en el mundo. El hombre es una manifestación o aparición de Dios, como Cristo mismo. Estas ideas provocaron gran agitación, y encontraron resonancias (Joaquín de Floris) y oposición viva. Otro representante de las tendencias panteístas fue David de Dinant, que distingue entre Dios, las almas y la materia; pero que supone una unidad numérica y considera a Dios como una materia idéntica. En 1215, el cardenal Roberto de Courçon prohibió la lectura en la Universidad de París de las obras de física y metafísica de Aristóteles, recién conocidas, juntamente con los escritos de David de Dinant, de Amaury y de un cierto Mauricio de España. En esta condenación de Aristóteles, junto con los representantes de las tendencias panteístas, tan ajenas a su pensamiento, hay que ver la confusión de las doctrinas aristotélicas, aún mal conocidas, con las de algunos comentaristas árabes. La influencia de Averroes, sobre todo, determinará más tarde un movimiento poco ortodoxo, que es el que se conoce con el nombre de averroísmo latino.

(Continuará)

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