sábado, 17 de septiembre de 2011

Historia de la filosofía – parte 20

Autor: Julián Marías.
Editorial: Biblioteca de la Revista De Occidente – Madrid – 1978.


6. La Escuela de Madrid.

La influencia estrictamente filosófica de Ortega ha sido tan profunda, que no hay en la actualidad ninguna forma de pensamiento en lengua española que no le deba alguna porción esencial; pero ese influjo se ha ejercido de modo más directo y positivo en sus discípulos en el sentido más riguroso de la palabra, especialmente los que se han formado en torno suyo en la Universidad de Madrid, o los que, sin darse esta circunstancia, han recibido de Ortega ciertos principios y métodos de pensamiento. Al comienzo de este capítulo se citaron los nombres de algunos pensadores de los que integran la llamada Escuela de Madrid; vamos ahora a examinar brevemente la obra de cuatro de ellos, que representan aportaciones de particular importancia a la filosofía de nuestro tiempo, y cuya personalidad, así como la de otros miembros del grupo, se ha desarrollado en formas muy diversas e independientes, como corresponde también a la exigencia de circunstancialidad y autenticidad que caracteriza todos los matices del pensamiento orteguiano.

MORENTE.– Manuel García Morente (1886-1942) nació en Arjonilla (Jaén), estudió en Granada, luego en Bayona y París, donde fue discípulo de Boutroux y recibió las influencias de Rauh y, sobre todo, de Bergson, que entonces empezaba a dominar el pensamiento francés; licenciado en Filosofía en París, completó estudios en Alemania (Berlín, Munich y Marburgo) con Cohen, Natorp y Cassirer, los tres filósofos neokantianos más importantes. Desde 1912 fue catedrático de Ética en la Universidad de Madrid, y de 1931 a 1936, decano de la Facultad de Filosofía y Letras. Ordenado sacerdote en 1940, volvió a su cátedra, y murió en Madrid dos años después.
Morente tuvo una cultura amplísima y fue admirable profesor y traductor. Su pensamiento siguió diversas orientaciones a lo largo de su vida; atraído por el kantismo de sus maestros alemanes, lo expuso admirablemente en su libro La filosofía de Kant, que tomaba al filósofo alemán como el punto de partida en el pasado para una especulación actual; después se interesó por Bergson, a quien dedicó un breve libro, La filosofía de Henri Bergson; discípulo y amigo de Ortega, lo más maduro de su pensamiento es una exposición personal de la filosofía orteguiana, con aportaciones de vivo interés, como sus estudios sobre el progreso y sobre la vida privada, incluidos en el volumen Ensayos; su obra más importante, que reúne su visión de la historia de la filosofía y su orientación personal, es la redacción de un curso de la Universidad de Tucumán, Lecciones preliminares de Filosofía (Después de su muerte se publicó en España una nueva edición de este libro, con amplias supresiones y alteraciones, bajo el título Fundamentos de Filosofía; una segunda parte de este volumen fue escrita por Juan Zaragüeta (nacido en 1883, autor de una obra muy amplia, resumida en tres volúmenes de Filosofía y vida)). Después de la guerra civil y su crisis espiritual, que desembocó en su ordenación sacerdotal, Morente publicó varios trabajos, reunidos en el volumen Idea de la Hispanidad, así como algunos estudios sobre Santo Tomás, anticipaciones todavía inmaturas de lo que hubiera podido ser una última fase de su pensamiento que fue interrumpida bruscamente por la muerte.

ZUBIRI.– Xavier Zubiri nació en San Sebastián en 1898. Hizo estudios de Filosofía y Teología en Madrid, Lovaina y Roma; se doctoró en la primera de estas Facultades en Madrid, con una tesis sobre Ensayo de una teoría fenomenológica del juicio, y en la segunda en Roma; hizo también estudios científicos y filosóficos en Alemania; en 1926 fue catedrático de Historia de la Filosofía en la Universidad de Madrid; ausente de España desde principios de 1936 hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, fue profesor en la Universidad de Barcelona de 1940 a 1942. Desde entonces ha residido en Madrid, fuera de la enseñanza oficial, y ha dado una serie de cursos privados, de gran resonancia, o de cursillos de conferencias, desde 1945.
La formación específicamente filosófica de Zubiri muestra la influencia de sus tres maestros principales: Zaragüeta, Ortega y Heidegger. Sus estudios teológicos y la orientación del primero de ellos le han dado una profunda familiaridad con la escolástica, cuya huella es bien visible en su pensamiento; Ortega fue decisivo para su maduración y orientación: “Fuimos –ha escrito Zubiri–, más que discípulos, hechura suya, en el sentido de que él nos hizo pensar, o por lo menos nos hizo pensar en cosas y en forma en que hasta entonces no habíamos pensado... Y fuimos hechura suya, nosotros que nos preparábamos a ser mientras él se estaba haciendo. Recibimos entonces de él lo que ya nadie podrá recibir; la irradiación intelectual de un pensador en formación”. Por último, Zubiri estudió con Heidegger en Friburgo de 1929 a 1931, poco después de la publicación de Sein und Zeit, y la huella de este magisterio ha enriquecido igualmente su pensamiento. A esto hay que agregar los amplísimos y profundos conocimientos científicos de Zubiri, a los cuales ha dedicado extraordinaria atención durante toda su vida, desde la matemática hasta la neurología, y sus estudios de lenguas clásicas y orientales, sobre todo como instrumentos para la historia de las religiones.
La obra escrita de Zubiri ha sido tardía y discontinua, y todavía es de escaso volumen. Sus ensayos filosóficos –excepto “Sobre el problema de la filosofía” y “Ortega, maestro de filosofía”– fueron reunidos en 1944 en el volumen Naturaleza, Historia, Dios; hasta 1962 no ha vuelto a publicar, y en ese año ha aparecido su extenso estudio Sobre la esencia; en 1963, la redacción de un cursillo, Cinco lecciones de filosofía.
Los estudios históricos de Zubiri componen una gran parte de su obra y son de penetración y hondura extraordinarias. Están hechos de una manera sumamente personal, como un intento de buscar las raíces de la propia filosofía, y por tanto con una referencia a la situación actual del pensamiento, que les confiere carácter estrictamente filosófico. Esto es notorio en los primeros ensayos de Naturaleza, Historia, Dios, “Nuestra situación intelectual”, “ Qué es saber?” y “Ciencia y realidad”, que introducen en la consideración del pasado; así los estudios “El acontecer humano: Grecia y la pervivencia del pasado filosófico”, “La idea de filosofía en Aristóteles”, “Sócrates y la sabiduría griega” o “Hegel y el problema metafísico”. Desde una perspectiva más bien teológica, aunque con inconfundible presencia de la filosofía actual, “El ser sobrenatural: Dios y la deificación en la teología paulina”, acaso el más iluminador y hondo de sus escritos. Su último libro estudia la idea de la filosofía en una serie discontinua de pensadores: Aristóteles, Kant, Comte, Bergson, Husserl, Dilthey y Heidegger. La significación filosófica de la Física contemporánea ha sido estudiada en el ensayo “La idea de la naturaleza: la nueva física”.
El más comentado e influyente de los ensayos de Zubiri es “En torno al problema de Dios” (1935), que busca la dimensión humana desde la cual ese problema ha de plantearse; el hombre está implantado en la existencia o implantado en el ser; se apoya a tergo en algo que nos hace ser; esto lleva, a la idea de religación: estamos obligados a existir porque estamos previamente religados a lo que nos hace existir. La existencia no sólo está arrojada, sino religada por su raíz. El estar abierto a las cosas muestra que hay cosas; el estar religado descubre que hay lo que religa y es raíz fundamental de la existencia. A esto llama Zubiri deidad: y la religación plantea el problema intelectual de Dios como ser fundamental o fundamentante. Desde ahí surgen los problemas de la religión o irreligión e incluso el ateísmo, que aparecen planteados en esa dimensión de la religación.
El libro Sobre la esencia ha sido preparado largamente por cursos en que Zubiri ha tratado diversos problemas de metafísica. Es un libro sumamente denso y técnico, que investiga con minuciosidad y profundidad una cuestión central de la filosofía. Zubiri se propone retrotraerse “a la realidad por sí misma e inquirir en ella cuál es ese momento estructural suyo que llamamos esencia”. El concepto de estructura es utilizado de manera temática, apoyándose en la filosofía de Aristóteles, de cuya idea de sustancia, por lo demás, se hace una crítica que desemboca en el concepto de sustantividad, con recurso frecuente a esquemas escolásticos de pensamiento y una presencia constante de la mentalidad científica, física y, más aún, biológica. Una parte considerable del interés de este estudio se refiere a sus posibilidades de comprensión de la realidad biológica, y concretamente de la especie. La esencia, según Zubiri, es un momento de una cosa real, y este momento es unidad primaria de sus notas; por otra parte, esa unidad no es exterior, sino intrínseca a la cosa misma, y un principio en que se fundan las demás notas de la cosa, sean o no necesarias; la esencia así entendida –concluye– es, dentro de la cosa, su verdad, la verdad de la realidad. Largos análisis determinan el ámbito de lo “esenciable”, la realidad “esenciada” y la esencia misma de lo real. Este libro complejo y difícil culmina en su exposición de la idea del orden trascendental, donde Zubiri critica otras concepciones de la trascendentalidad y expone la suya propia. En todo él utiliza conceptos adelantados en sus cursos, como el de “inteligencia sentiente”, que hace del hombre un “animal de realidades”, definido por esta “habitud” peculiar.
A pesar del tecnicismo de su expresión, del uso constante de neologismos y de las referencias frecuentes a las ciencias, los cursos y escritos de Zubiri tienen inconfundible pasión intelectual y un dramatismo que les viene de los esfuerzos de un pensamiento excepcionalmente profundo por abrirse camino entre sus intuiciones y desenvolverlas dialécticamente hasta llegar a fórmulas propias. El volumen Sobre la esencia es el primero de una anunciada serie de “Estudios filosóficos”, en cuya publicación habrá de expresarse el enorme saber y el hondo pensamiento de su autor.

GAOS.– José Gaos (Gijón, 1900 – México, 1969), fue profesor en las Universidades de Zaragoza y Madrid (desde 1936, rector de esta); desde 1939 ha residido y enseñado en México. Sus maestros fueron Ortega, Morente y Zubiri, con los cuales colaboró estrechamente en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid en los años inmediatamente anteriores a la guerra civil. Dedicó muchos esfuerzos a la traducción de obras filosóficas, sobre todo Husserl y Heidegger. Ha escrito numerosos estudios sobre el pensamiento español e hispanoamericano, sobre cuestiones de docencia filosófica y sobre filosofía en sentido estricto. Los más importantes de sus libros son: Pensamiento de lengua española, Filosofía de la filosofía e historia de la filosofía, Dos exclusivas del hombre: la mano y el tiempo, Confesiones profesionales, Sobre Ortega y Gasset, Filosofía contemporánea, Discurso de filosofía, Orígenes de la filosofía y de su historia, De filosofía.
Gaos ha sido siempre un admirable maestro; sus dotes pedagógicas y comunicativas, como las de Morente, su claridad de exposición oral, su curiosidad intelectual, su rigor y su amplio saber, su sentido del humor, son cualidades que han hecho de él, lo mismo en España que en México, un magnífico despertador y estimulador de vocaciones filosóficas, y su influencia ha sido muy grande. Sus dotes de escritor, quizá por la masa de las traducciones realizadas, quedan por debajo de la brillantez y atractivo de su palabra, y por eso se encuentran mejor esas cualidades en los libros que son versiones fieles de cursos, como Dos exclusivas del hombre, en que puede encontrarse la originalidad, la frescura e inspiración del pensamiento de Gaos en libertad.
A un dominio muy vasto y riguroso del conjunto del pensamiento filosófico del pasado se une en Gaos una triple influencia especialmente enérgica: la de Ortega, que ha informado la raíz misma de su pensamiento, como ocurre con todos los pensadores que han experimentado su influjo inmediato; la de Husserl, cuyas obras estudió con excepcional profundidad y lucidez, y la de Heidegger, quizá la más visible en los últimos años. Gaos, que a veces declara no ser más que un profesor de filosofía –cuando se lo es de verdad sólo puede hacerse filosóficamente– y que no oculta cierta propensión al escepticismo, significa un elemento insustituible en la naciente filosofía española contemporánea.

FERRATER.– José Ferrater Mora sólo en un sentido indirecto pertenece a la “Escuela de Madrid”. Nació en Barcelona en 1912; fue discípulo directo de los maestros de esta Universidad, sobre todo de Joaquín Xirau; se expatrió en 1939, residió en Cuba, Chile y finalmente en los Estados Unidos, donde es profesor en Bryn Mawr College. Pero sus relaciones filosóficas con dicha escuela son muy estrechas: Xirau era discípulo de Ortega; Ferrater, en 1935, al referirse a este, hablaba de “la actitud filial de quien ha bebido en él más que ideas, estilo; más que pensamientos, maneras”; la influencia de Morente y Zubiri ha sido sobre él también considerable; y no puede olvidarse la que han ejercido Unamuno y Eugenio d’Ors.
La obra de Ferrater es muy amplia. Lo más importante de ella es su Diccionario de Filosofía, que ha ido creciendo y perfeccionándose en sucesivas ediciones, hasta convertirse en un espléndido repertorio de información filosófica, a la altura del tiempo, equilibrado, riguroso y que significa una presentación personal y estrictamente filosófica de la realidad de la filosofía pretérita y actual. Otros libros de Ferrater son: Cuatro visiones de la historia universal, Unamuno: bosquejo de una filosofía, Ortega y Gasset: etapas de una filosofía, Variaciones sobre el espíritu, Cuestiones disputadas, La filosofía en el mundo de hoy, Lógica matemática (en colaboración con H. Leblanc), El hombre en la encrucijada y El ser y la muerte. Este libro es el que Ferrater considera más representativo de su pensamiento; es –siguiendo una práctica característica de su autor, que gusta de volver sobre sus escritos y rehacerlos– una versión nueva de su libro anterior El sentido de la muerte; lleva como subtítulo “Bosquejo de una filosofía integracionista”. Por “integracionismo” entiende Ferrater “un tipo de filosofía que se propone tender un puente sobre el abismo con demasiada frecuencia abierto entre el pensamiento que toma como eje la existencia humana o realidades descritas por analogía con ella, y el pensamiento que toma como eje la Naturaleza”. No quiere una mera “nivelación” de las doctrinas, ni una selección ecléctica de elementos de ellas, ni un “compromiso” entre sus extremos; sino un puente por el cual hay que transitar en ambas direcciones, conservándolas en su respectiva insostenibilidad. Ferrater, con la mirada atenta a cuanto hace hoy la filosofía, tanto en Europa como en el mundo anglosajón e incluso en el soviético, presenta ese conjunto en una perspectiva relativamente plana, poco escorzada y que no es primariamente la suya personal. Una actitud análoga, fuera de la filosofía, aparece en su interesante libro Cataluña, España,
Europa, escrito con la serenidad, agudeza e ironía inteligente que caracterizan toda su obra intelectual.

Hemos seguido, siglo tras siglo y etapa tras etapa, la historia entera de la filosofía occidental, desde Grecia hasta Ortega y el núcleo filosófico que ha originado. Dios ha querido que podamos cerrar esta historia, justificadamente, con nombres españoles. Al llegar aquí, la filosofía nos muestra, a pesar de todas sus diferencias, la unidad profunda de su sentido. En el final nos encontramos con todo el pasado, presente en nosotros. Esto da su gravedad a la historia de la filosofía, en la que gravita actualmente el pasado entero. Pero este final no es una conclusión. La historia de la filosofía se cierra en el presente, pero el presente, cargado de todo el pasado, lleva dentro de sí el futuro y su misión consiste en ponerlo en marcha. Tal vez en el tiempo venidero no sea ya ajena a ese movimiento España, que en Ortega hizo suya la filosofía.

ADICIONES Y CORRECCIONES.

Dificultades técnicas han impedido corregir algunas erratas en las últimas reimpresiones de este libro y modificar algunos detalles que los acontecimientos han alterado. El lector deberá tener en cuenta lo siguiente:

Gabriel Marcel murió en el otoño de 1973. Está en curso de publicación un volumen de la serie Library of Living Philosophers, dirigida por Paul A. Schilpp: The Philosophy of Gabriel Marcel (en el cual podrá leerse mi estudio “El amor en Marcel y Ortega”).
Martin Heidegger ha muerto el 26 de mayo de 1976. Se anuncia la publicación de sus obras completas, con inclusión de muchos y extensos cursos inéditos.
En 1976 ha muerto también Gilbert Ryle.
La fecha de nacimiento de José Gaos (p. 433) debe rectificarse: 1902. Están en curso de publicación sus obras póstumas.

EPÍLOGO.

DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET.

NOTA PRELIMINAR.

En 1943, durante su residencia en Lisboa, emprendió Ortega la composición de un Epílogo a la Historia de la filosofía de Julián Marías, publicada en 1941 y cuya segunda edición se preparaba. Pero el tema empezó a desarrollarse entretanto más de lo previsto y el 10 de enero de 1944 escribía a Marías: “Esas grandes cosas sobre la etimología y sobre muchos otros gruesos temas los verá usted en su ‘Epílogo’. En él estoy metido desde hace meses. Es hoy todo tan problemático, hay tantas interferencias que interrumpen la labor, que no me atrevo a ahuecar la voz con grandes promesas. Pero sepa usted que sigo hasta el colodrillo metido en su epílogo. Quisiera, sin embargo, que no dijese usted ni una sola palabra a nadie del asunto”. Unos meses después, en junio, le anunciaba que el epílogo se iba a convertir en un volumen de 400 páginas, el más importante de sus libros, que, naturalmente, se publicaría aparte de la Historia, pero con el título Epílogo a la “Historia de la filosofía” de Julián Marías, lo cual le interesaba mantener secreto hasta el momento de su aparición. A fines del año 44, Ortega empezó a dar un curso de filosofía en Lisboa, y el 29 de diciembre volvía a escribir a Marías: “En él saldrá parte de lo ya hecho para su Epílogo que, viceversa, beneficiará del curso y acaso estén muy pronto redactadas sus ¡700! páginas”.
En el verano de 1945, comunicó Ortega a Marías que pensaba independizar una parte del contenido proyectado en el Epílogo bajo el título El origen de la filosofía. Y en 1946, en dos entrevistas periodísticas, primero en Lisboa (O Seculo, 13 de abril) y luego en Madrid (ABC, 26 de abril), anunciaba entre sus trabajos en curso de elaboración el “Epílogo... “ y “El origen de la filosofía”. Su venida a España, diversos quehaceres, la fundación del Instituto de Humanidades, largos viajes y nuevos trabajos interrumpieron la redacción de estos escritos, a los que siempre pensaba volver.
La totalidad de los manuscritos existentes fue publicada en 1960 bajo el título editorial Origen y Epilogo dé la Filosofía (Fondo de Cultura Económica, México) y después en el volumen IX de Obras completas. Se imprime aquí la parte escrita como Epílogo al presente libro.

1. [EL PASADO FILOSÓFICO].

Nihil invita Minerva
(Viejo decir latino, según Cicerón)

Y ahora ¿qué más? Julián Marías ha acabado de hacer pasar ante nosotros la accidentada película que es la historia de la filosofía. Ha cumplido su tarea ejemplarmente. Nos ha dado dos lecciones de un solo golpe: una, de historia de la filosofía; otra, de sobriedad, de ascetismo, de escrupulosa sumisión a la tarea que se había propuesto, inspirada en una finalidad didáctica. Yo quisiera en este epílogo aprovechar ambas lecciones, pero en la segunda no puedo ajustarme del todo a su ejemplo. Marías pudo ser tan sobrio porque exponía doctrinas que estaban ya ahí, desarrolladas en textos a que se pueda recurrir. Pero el epílogos es lo que viene cuando se han acabado los lógoi, en este caso, las doctrinas o “decires” filosóficos –por tanto, lo que hay que decir sobre lo que ya se ha dicho–, y esto es un decir en futuro que, por lo mismo, no está ahí y en que apenas podemos referirnos a más amplios textos preexistentes. Es Marías mismo quien me ha impuesto esta tarea. También me someto a ella y procuraré cumplirla con la dosis de brevedad y, si es posible, de claridad que la intención de este libro exige.
El decir es una especie del hacer. ¿Qué es lo que hay que hacer al terminar la lectura de la historia de la filosofía? Se trata de evitar el capricho. El capricho es hacer cualquiera cosa entre las muchas que se pueden hacer. A él se opone el acto y hábito de elegir, entre las muchas cosas que se pueden hacer, precisamente aquella que reclama ser hecha. A ese acto y hábito del recto elegir llamaban los latinos primero eligentia y luego elegantia. Es, tal vez, de este vocablo del que viene nuestra palabra int-eligencia. De todas suertes, Elegancia debía ser el nombre que diéramos a lo que torpemente llamamos Ética, ya que es esta el arte de elegir la mejor conducta, la ciencia del quehacer. El hecho de que la voz elegancia sea una de las que más irritan hoy en el planeta es su mejor recomendación. Elegante es el hombre que ni hace ni dice cualquier cosa, sino que hace lo que hay que hacer y dice lo que hay que decir.
No es dudoso qué haya que hacer al terminar la lectura de la historia de la filosofía. Se nos ofrece casi automáticamente. Primero, dirigir una última mirada, como panorámica, a la ingente avenida de las doctrinas filosóficas. En el postrer capitulo del texto de Marías termina el pasado y nosotros tenemos que seguir, el lector lo mismo que yo. No nos quedamos en ese continente en cuya costa aún estamos. Quedarse en el pasado es haberse ya muerto. Con una última mirada de viajeros que siguen su inexorable destino de trashumar, resumimos todo ese pretérito, lo calibramos y nos despedimos de él. Para ir ¿adónde? El pasado confina con el futuro porque el presente que idealmente los separa es una línea tan sutil que sólo sirve para juntarlos y articularlos. Al menos en el hombre, el presente es un vaso de pared delgadísima lleno hasta los bordes de recuerdos y de expectativas. Casi, casi pudiera decirse que el presente es mero pretexto para que haya pasado y haya futuro, el lugar donde ambos logran ser tales.
Esa última mirada en que espumamos lo esencial del pasado filosófico es la que nos hace ver que, aunque lo deseáramos, no podemos quedarnos en él. No hay ningún “sistema filosófico” entre los formulados que nos parezca suficientemente verdad. El que presume poder instalarse en una doctrina antigua –y me refiero, claro está, sólo a quien se da cuenta de lo que hace– sufre una ilusión óptica. Porque, en el mejor caso, quien adopta una filosofía pretérita no la deja intacta, sino que para adoptarla ha tenido que quitarle y ponerle no pocos pedazos en vista de las filosofías subsecuentes.
De donde resulta que esa postrera mirada hacia atrás provoca en nosotros, irremediablemente, otra mirada hacia adelante. Si no podemos alojarnos en las filosofías pretéritas no tenemos más remedio que intentar edificarnos otra. La historia del pasado filosófico es una catapulta que nos lanza por los espacios aún vacíos del futuro hacia una filosofía por venir. Este epílogo no puede consistir en otra cosa que en dar expresión, aunque sólo sea elemental e insinuante, a algunas de las muchas cosas que esas dos miradas ven. En la presente coyuntura me parece que eso es lo que hay que decir.
Al concluir la lectura de una historia de la filosofía, se manifiesta ante el lector, en panorámica presencia, todo el pasado filosófico. Y esta presencia dispara en el lector, quienquiera que él sea –con tal que no se azore, que sepa darse cuenta, paso a paso, de lo que en él va pasando– una serie dialéctica de pensamientos.
Los pensamientos pueden estar ligados con evidencia, uno con otro, de dos modos. El primero es este: un pensamiento aparece como surgiendo de otro anterior porque no es sino la explicación de algo que ya estaba en este implícito. Entonces decimos que el primer pensamiento implica el segundo. Esto es el pensar analítico, la serie de pensamientos que brotan dentro de un primer pensamiento en virtud de progresivo análisis.
Pero hay otro modo de ligamen evidente entre los pensamientos. Si queremos pensar el cuerpo Tierra, pensamos un cuerpo casi redondo de determinado tamaño, un poco deprimido en la región de ambos polos y, según recientes averiguaciones, ligeramente deprimido también en la zona del Ecuador, en suma, un esferoide. Sólo este pensamiento queríamos pensar. Pero resulta que no podemos pensarlo solitario, sino que al pensarlo yuxtapensamos o pensamos además el espacio en torno a ese esferoide, espacio que lo limita o lugar en que está. No habíamos previsto este añadido, no estaba en nuestro presupuesto pensarlo. Pero acontece que no tenemos más remedio, si pensamos el esferoide, que pensar también el espacio en torno. Ahora bien, es evidente que el concepto de este “espacio en torno” no estaba incluso o implicado en el concepto “esferoide”. Sin embargo, esta idea nos impone inexcusablemente aquella, so pena de quedar incompleta, de que no logremos acabar de pensarla. El concepto “esferoide” no implica pero sí complica el pensamiento “espacio en torno”. Este es el pensar sintético o dialéctico (Como no podía menos, la filosofía ha ejercido siempre el pensar sintético, pero hasta Kant nadie había reparado en su peculiaridad. Kant lo “descubre” y lo nombra, mas de él ve solo su carácter negativo, a saber, que no es un pensar analítico, que no es una implicación. Y como en la tradición filosófica –sobre todo en la inmediata en Leibniz– sólo el nexo de implicación entre dos pensamientos parecía evidente, cree que el pensar sintético no es evidente. Sus sucesores –Fichte, Schelling, Hegel– se hacen cargo de su evidencia, pero ignoran aún de dónde viene esta y cual es su régimen. Husserl, que apenas habla del pensar sintético, es quien más ha esclarecido su índole. Pero aún estamos al comienzo de la faena de tomar posesión de él y queda mucho por hacer, como se entreverá en este epílogo, más adelante).
En una serie dialéctica de pensamiento, cada uno de estos complica e impone pensar el siguiente. El nexo entre ellos es, pues, mucho más fuerte que en el pensar analítico. Al ejercitar este podemos pensar el concepto implicado en el antecedente y una vez pensado, tenemos sí que reconocer su “identificación” con este, pero no nos era forzoso pensarlo. El primer concepto no echa de menos nada, se queda tranquilo y como si se sintiese completo. Pero en el pensar sintético no es que podamos, es que tenemos, velis nolis, que yuxtaponer un nuevo concepto. Diríamos que aquí la evidencia del nexo entre dos conceptos es anterior a haber pensado el segundo, puesto que es ella quien nos lleva imperativamente a él. La dialéctica es la obligación de seguir pensando, y esto no es una manera de decir, sino una efectiva realidad. Es el hecho mismo de la condición humana, pues el hombre, en efecto, no tiene más remedio que “seguir pensando” porque siempre se encuentra con que no ha pensado nada “por completo”, sino que necesita integrar lo ya pensado, so pena de advertir que es como si no hubiera pensado nada y, en consecuencia, de sentirse perdido.
Este hecho enorme no entra en colisión con este otro menor: que, de facto, cada uno de nosotros se para, se detiene y deja de pensar en determinado punto de la serie dialéctica. Unos paran antes, otros después. Pero esto no quiere decir que no tuviéramos que seguir pensando. Aunque nos detengamos, la serie dialéctica continúa, y sobre nosotros queda gravitando la necesidad de proseguirla. Pero otros afanes de la vida, enfermedades o simplemente la diferente capacidad para recorrer sin extravío y sin vértigo una larga cadena de pensamientos son causa de que violentamente interrumpamos la serie dialéctica. La cortamos y ella sigue dentro de nosotros sangrando. Porque el hecho bruto de suspenderla no significa dejar de ver con urgente claridad que tendríamos que seguir pensando. Acontece, pues, como en el ajedrez: un jugador es incapaz de anticipar sin confundirse un número igual de jugadas posibles que otro, partiendo ambos de una situación dada de las piezas en el tablero. Al renunciar a seguir anticipando más jugadas no se queda tranquilo; al contrario, presiente que en la jugada más allá de las previstas es donde le amenaza el jaque mate. Pero no le es dado poder más.
Intentemos, pues, recorrer en sus estadios principales la serie dialéctica de pensamientos que automáticamente dispara en nosotros la presencia panorámica del pasado filosófico. El primer aspecto que a nuestra mirada ofrece es ser una muchedumbre de opiniones sobre lo mismo, que al ser muchedumbre se contraponen unas a otras y al contraponerse se incriminan recíprocamente de error. El pasado filosófico es, a nuestros ojos, por lo pronto, el conjunto de los errores. Cuando el hombre griego hizo un primer alto en su trayectoria creadora de doctrinas y echó la primera mirada atrás en pura contemplación histórica (Aristóteles repasa siempre las doctrinas precedentes, pero no con mirada histórica, sino con un interés sistemático, como si fuesen opiniones contemporáneas que hay que tener en cuenta. En Aristóteles, acaso, se anuncia sólo la perspectiva histórica cuando llama a ciertos filósofos “los antiguos” –hoi palaioí– y hace notar que son aún inexpertos –apeiría), esa fue la impresión que tuvo, y al quedarse en ella y no seguir pensando dejó en él, como un precipitado, el escepticismo. Es el famoso tropo de Agripa o argumento contra la posibilidad de lograr la verdad: la “disonancia de las opiniones” –diaphonía tón doxón–. Los sistemas aparecen como intentos de construir el edificio de la verdad que se malograron y vinieron abajo. Vemos, por lo pronto, el pasado como error. Hegel, refiriéndose, más en general, a la vida humana toda, dice que “cuando volvemos la vista al pasado lo primero que vemos es ruinas”. La ruina, en efecto, es la fisonomía del pasado.
Pues ha de advertirse que no somos nosotros quienes descubrimos en las doctrinas de antaño la quebradura del error, sino que conforme leíamos la historia íbamos viendo que cada nueva filosofía comenzaba por denunciar el error de la antecedente y no sólo eso, sino que, de modo formal, por haber reconocido el error de esta era ella otra filosofía (Un hecho que debiera sorprendernos más de lo que suele, es que una vez iniciada la ocupación filosófica en forma, no parece haber habido ninguna filosofía que comience de nuevo, sino que todas han brotado partiendo de las anteriores y –desde cierto momento– cabe decir que de todas las anteriores. Nada seria más “natural” que la aparición, aquí y allá –a todo lo largo de la historia filosófica– de filosofías sin precedentes en otras, espontáneas y a nihilo. Pero no ha sido así, antes bien, ha acaecido en grado sumo lo contrario. Importa subrayarlo para que se vea la fuerza de la serie dialéctica que ahora desplegamos y de otras afirmaciones mías posteriores, entre ellas las que se refieren a la filosofía como tradición). La historia de la filosofía, a la vez que exposición de los sistemas, resulta ser, sin proponérselo, la crítica de ellos. Se esfuerza en erigir, una tras otra, cada doctrina, vero una vez que la ha erigido, la deja desnucada por obra de la subsecuente y siembra el tiempo de cadáveres. No es, pues, sólo el hecho abstracto de la “disonancia” quien nos presenta el pasado como error, sino el pasado mismo quien se va, por decirlo así, cotidianamente suicidando, desprestigiando y arruinando. No encuentra uno dónde guarecerse en él. Tal gigante experiencia del fracaso es la que expresa este magnífico párrafo de Bossuet, egregio ejemplo –sea dicho al pasar– del buen estilo barroco o modo en que se manifestó el hombre occidental en todos los órdenes de la vida desde 1550 a 1700: “Cuando considero este mar turbulento, si así me es lícito llamar a la opinión y a los razonamientos humanos, imposible me es en espacio tan dilatado hallar asilo tan seguro ni retiro tan sosegado que no se haya hecho memorable por el naufragio de algún navegante famoso” .
En la serie dialéctica este es, pues, el primer pensamiento: la historia de la filosofía nos descubre prima facie el pasado como el mundo muerto de los errores.

SEGUNDO PENSAMIENTO.

Pero no hemos pensado “completo” el primero. Decíamos que cada filosofía comienza por mostrar el error de la o las precedentes y que, merced a esto, es ella otra filosofía. Pero esto no tendría sentido si cada filosofía no fuera formalmente, por una de sus dimensiones, el esfuerzo para eliminar los errores anteriores. Esto nos proporciona una súbita iluminación que nos hace descubrir en el pasado un segundo aspecto. Seguimos viéndolo como consistente en errores, pero ahora resulta que esos errores, a pesar de serlo y precisamente porque lo son, se convierten en involuntarios instrumentos de la verdad. En el primer aspecto, el error era una magnitud puramente negativa, pero, en este segundo, los errores como tales errores adquieren un cariz positivo. Cada filosofía aprovecha las fallas de las anteriores y nace, segura a limine de que, por lo menos, en esos errores no caerá. Y así sucesivamente. La historia de la filosofía se muestra ahora como la de un gato escaldado que va huyendo de los hogares donde se quemó De modo que al caminar tiempo adelante va la filosofía recogiendo en su alforja un cúmulo de errores reconocidos que ipso facto se convierten en auxiliares de la verdad. Los naufragios de que habla Bossuet se perpetúan en la condición de boyas y faros que anuncian escollos y bajíos. En un segundo aspecto, pues, el pasado nos aparece como el arsenal y el tesoro de los errores.

TERCER PENSAMIENTO.

Acostumbramos hoy a juzgar que la verdad es cosa muy difícil. La costumbre es razonable. Pero, a la vez, acostumbramos a opinar que el error es cosa demasiado fácil, y esto es ya uso menos discreto. Se da la paradoja de que el hombre contemporáneo se comporta frívolamente ante el hecho del error. Que el error exista le parece lo más “natural” del mundo. No se hace cuestión del hecho del error. Lo acepta, sin más. Hasta el punto de que, al leer la historia de la filosofía, una de las cosas que más le extrañan es presenciar los esfuerzos tenaces de los griegos para explicarse cómo es posible el error. Se dirá que esta habituación a la existencia del error, como a un objeto doméstico, es una y misma cosa con el escepticismo congénito del hombre contemporáneo. Pero yo me temo que decir esto sea otra frivolidad y, por cierto, reveladora de singular megalomanía.
¡A cualquier cosa se llama escepticismo! ¡Como si el escepticismo pudiera ser un estado de espíritu congénito, esto es, regalado, con que uno se encuentra sin esfuerzo previo de su parte! La culpa la tiene esa entidad, a la par deliciosa y repugnante, soberana y envilecedora que llamamos lenguaje. La vida del lenguaje, por uno de sus lados, es continua degeneración de las palabras. Esta degeneración, como casi todo en el lenguaje, se produce mecánicamente, es decir, estúpidamente. El lenguaje es un uso. El uso es el hecho social por excelencia, y la sociedad es, no por accidente, sino por su más radical sustancia, estúpida. Es lo humano deshumanizado, “desespiritualizado” y convertido en mero mecanismo (La primera vez que expuse públicamente esta idea de la sociedad, base de una nueva sociología, fue en una conferencia dada en Valladolid en 1934, con el titulo “El hombre y la gente”. Aventuras sin número me han impedido publicar hasta hoy el libro que, con el mismo epígrafe, debe desarrollar toda mi doctrina sobre lo social. (Véase El hombre y la gente. En Obras completas, tomo VII)), El vocablo “escéptico” es un término técnico acuñado en Grecia en la época mejor de su inteligencia. Con él se denominó a ciertos hombres tremebundos que negaban la posibilidad de verdad, primordial y básica ilusión del hombre. No se trata, pues, simplemente de gentes que “no creían en nada”. Siempre y en todas partes ha habido muchos hombres que “no creían en nada”, precisamente porque “no se hacían cuestión” de nada, sino que vivir era para ellos un simple dejarse ir de un minuto al siguiente, en puro abandono, sin reacción íntima ni toma de actitud ante dilema alguno. Creer en una cosa supone activo no creer en otras y esto, a su vez, implica haberse hecho cuestión de muchas cosas frente a las cuales sentimos que otras nos son “incuestionables” –por eso, creemos en ellas–. He aquí por qué hablo entre comillas de ese tipo de hombre, que hay y ha habido siempre, el cual “no cree en nada”. Doy a entender con ello que es inadecuado calificar así su estado de espíritu porque no se da en él un efectivo no-creer. Ese personaje ni cree ni deja de creer. Se halla a sotavento de todo eso, no “embraga” con la realidad ni con la nada. Existe en vitalicio duerme-vela. Las cosas ni le son ni no le son y, por lo mismo, no pegan en él el culatazo de creerlas o no creerlas (El hombre, por supuesto, está siempre en innumerables creencias elementales, de la mayor parte de las cuales no se da cuenta. Véase sobre todo mi estudio Ideas y creencias. (Obras completas, t. V.). El tema de la no creencia que el texto de arriba toca, se refiere al nivel de asuntos humanos patentes sobre los cuales los hombres hablan y disputan). A este temple de vital embotamiento se llama hoy “escepticismo” por una degeneración de la palabra. Un griego no conseguiría entender hoy este empleo del vocablo porque lo que él llamó “escépticos” –skeptikoí– le eran unos hombres terribles. Terribles, no porque ellos “no creyesen en nada” – ¡allá ellos!–, sino porque no le dejaban a usted vivir; porque venían a usted y le extirpaban la creencia en las cosas que parecían más seguras, metiendo en la cabeza de usted, como buidos aparatos quirúrgicos, una serie de argumentos rigorosos, apretados, de que no había manera de zafarse. Y ello implicaba que previamente esos hombres habían ejecutado en sí mismos la propia operación, sin anestesia, en carne viva –se habían concienzudamente “descreído”–. Y además y en fin, que aun antes de esto se habían esforzado tenazmente para fabricar esos utensilios tajantes, esos “argumentos contra la verdad” con que practicaban su faena de amputación. El nombre revela que los griegos veían al escéptico como la figura más opuesta a ese hombre somnolente que se abandona y se deja ir por la vida. Le llamaban “el investigador”, y como también este vocablo nuestro está bajo de forma, diremos más exactamente que le llamaban “el perescrutador”. Ya el filósofo era un hombre de extraordinaria actividad mental y moral. Pero el escéptico lo era mucho más, porque mientras aquel se extenuaba para llegar a la verdad, este no se contentaba con eso, sino que seguía, seguía pensando, analizando esa verdad hasta mostrar que era vana. De aquí que junto al sentido básico de “perescrutador” resuenan en la palabra griega connotaciones como “hombre hiperactivo”, “heroico”, pero con mucho de “héroe siniestro”, “incansable” y, por lo mismo, “fatigante”, con el cual “no hay nada que hacer”. Era el humano berbiquí. Adviértase que la voz “escéptico” sólo posteriormente pasó a denominar una escuela filosófica, una doctrina –primera degeneración semántica del término (Razón de esto: el que es escéptico al modo y porque se pertenece a una escuela, lo es ya por recepción, no por propia creación y es, por tanto, un modo de ser escéptico “secundario”, habitualizado y, en consecuencia, más o menos deficiente e inauténtico. Paralelamente y por razo nes no iguales pero si análogas, la palabra va perdiendo vigor significante. La lingüística tradicional conoce el fenómeno en su manifestación más externa y habla de vocablos fuertes y débiles, aun con respecto a un vocablo, de sus sentidos más, menos fuerte, débil, “vacío” (gramática china), etcétera. Pero claro es que si el lenguaje por uno de sus lados es degeneración de los vocablos tiene que ser a la fuerza, por otro, portentosa generación. Un vocablo cualquiera se carga súbitamente de una significación que él nos dice con una plasticidad, relieve, claridad, sugestividad, o, como se lo quiera llamar, superlativa. Sin esfuerzo nuestro para vitalizar su sentido, descarga sobre nosotros su carga semántica como un chispazo eléctrico. Es lo que llamo “la palabra en forma” que actúa como una incesante revelación. Es perfectamente factible recorrer el diccionario y tomar el pulso de energía semántica en una fecha dada a cada vocablo. La clásica comparación de las palabras con las monedas es verídica y fértil. La causa de su homología es idéntica: el uso. Bien podían los lingüistas hacer algunas investigaciones sobre este tema. No sólo encontrarán muchos hechos interesantes –esto ya lo saben–, sino nuevas categorías lingüísticas hasta ahora desapercibidas. Desde hace tiempo –y aunque de lingüística sé poco más que nada– procuro, al desgaire de mis temas, ir subrayando aciertos y fallos del lenguaje, porque, aun no siendo lingüista, tengo, acaso, algunas cosas que decir no del todo triviales)– Originariamente significó la ocupación vocacional e incoercible de ciertos determinados hombres, ocupación inaudita, que nadie antes había ejercitado, que aún no tiene, por lo mismo, nombre establecido y que es preciso llamar por lo que les vemos hacer: “perescrutar” las verdades, es decir, escrutarlas más allá que los demás, hacerse cuestión de las cosas allí donde el filósofo cree haber llegado, con su esfuerzo, a hacerlas incuestionables.
Conste, pues, que el verdadero escéptico no se encuentra su escepticismo en la cuna y donado, como el hombre contemporáneo. Su duda no es un “estado de espíritu”, sino una adquisición, un resultado a que se llega en virtud de una construcción tan laboriosa como la más compacta filosofía dogmática.
En las generaciones anteriores a la actual –no precisemos ahora desde cuándo ni por qué– se ha padecido una depresión de lo que Platón llamaba “ansia por el Ser”, es decir, por la verdad. Ha habido, sí, enorme y fecunda “curiosidad” –de aquí la expansión y exquisito refinamiento en las ciencias–, pero ha faltado impetuoso afán por ponerse en claro respecto a los problemas radicales. Uno de estos es el de la verdad y su correlato, el problema de la auténtica Realidad. Han vivido aquellas generaciones recostadas en la maravilla progrediente de las ciencias naturales que terminan en técnicas. Se han dejado llevar en tren o en automóvil. Pero nótese de paso que desde 1880 acontece que el hombre occidental no tiene una filosofía vigente. La última fue el positivismo. Desde entonces sólo este o aquel hombre, este o aquel mínimo grupo social tienen filosofía. Lo cierto es que desde 1800 la filosofía va dejando progresivamente de ser un componente de la cultura general y, por tanto, un factor histórico presente. Ahora bien, esto no ha acontecido nunca desde que Europa existe.
Sólo quien está en actitud de hacerse cuestión precisa y perentoria de las cosas –de si, en definitiva, son o no son– puede vivir un genuino creer y no-creer. Esa misma astenia en el ataque al problema de la verdad nos impide también ver en el error un bravísimo problema. Baste insinuar lo imposible que es un error absoluto. Es este tan incomprensible que nos hace caer de bruces sobre otro espeluznante enigma: la insensatez. El problema del error y el de la demencia se involucran mutuamente.
Va ello al tanto de que al aparecernos, en su segundo aspecto, el pasado filosófico como el arsenal y el tesoro de los errores, hemos pensado sólo a medias este concepto del “error precioso”, del error trasmutado en magnitud positiva y fecunda.
Una filosofía no puede ser un error absoluto porque este es imposible. Aquel error, pues, contiene algo de verdad. Pero, además, resultaba ser un error que era preciso detectar, es decir, que, al pronto, parecía una verdad. Lo cual patentiza que tenía no poco de esta cuando tan bien la suplantaba. Y si analizamos ya más de cerca en qué consiste la “refutación” –como dicen en los seminarios con un vocablo horrendo– que una filosofía ejecuta sobre su antecesora, se advierte que es obra nada parecida a una electrocución, aunque la fonética de aquel vocablo promete no menos terrorífico espectáculo. A la postre se revela que no era error porque no fuese verdad, sino porque era una verdad insuficiente. Aquel filósofo anterior se paró en la serie dialéctica de sus pensamientos antes de tiempo: no “siguió pensando”. El hecho es que su sucesor aprovecha aquella doctrina, la mete en su nuevo ideario y únicamente evita el error de detenerse. La cosa es clara: el anterior tuvo que fatigarse en llegar hasta un punto –como el aludido jugador de ajedrez–; el sucesor, sin fatiga, recibe esa labor ya hecha, la aprehende y, con vigor fresco, puede partir de allí y llegar más lejos. La tesis recibida no queda en el nuevo sistema tal y como era en el antiguo, queda completada. En verdad, pues, se trata de una idea nueva y distinta de la primero criticada y luego integrada. Reconozcamos que aquella verdad manca, convicta de error, desaparece en la nueva construcción intelectual. Pero desaparece porque es asimilada en otra más completa. Esta aventura de las ideas que mueren no por aniquilación, sin dejar rastro, sino porque son superadas en otras más complejas, es lo que Hegel llamaba Aufhebung, término que yo vierto con el de “absorción”. Lo absorbido desaparece en el absorbente y. por lo mismo, a la vez que abolido, es conservado (La “absorción” es un fenómeno tan claro y reiterado que no ofrece lugar a duda. Pero en Hegel es, además, una tesis conexa con todo su sistema, y en cuanto tal no tiene nada que ver con lo dicho arriba, como no debe pensarse tampoco en la dialéctica hegeliana cuando he hablado y siga hablando de “serie dialéctica”).
Esto nos proporciona un tercer aspecto del pasado filosófico. El aspecto de error, con que prima facie se nos presentaba, resulta ser una máscara. Ahora se ha quitado la máscara y vemos los errores como verdades incompletas, parciales o, como solemos decir, “tienen razón en parte”, por tanto, que son partes de la razón. Diríase que la razón se hizo añicos antes de empezar el hombre a pensar y, por eso, tiene este que ir recogiendo los pedazos uno a uno y juntarlos. Simmel habla de una “sociedad del plato roto”, que existió a fin del siglo pasado en Alemania. Unos amigos, en cierta conmemoración, se juntaron a comer y a los postres decidieron romper un plato y repartirse los pedazos, con el compromiso cada uno de entregar al morir su trozo a otro de los amigos. De este modo fueron llegando los fragmentos a manos del último superviviente, que pudo reconstruir el plato.
Esas verdades insuficientes o parciales son experiencias de pensamiento que, en torno a la Realidad, es preciso hacer. Cada una de ellas es una “vía” o “camino” –méthodos–- por el cual se recorre un trecho de la verdad y se contempla uno de sus lados. Pero llega un punto en que por ese camino no se puede llegar a más. Es forzoso ensayar otro distinto. Para ello, para que sea distinto, hay que tener en cuenta el primero y, en este sentido, es una continuación de aquel con cambio de dirección. Si los filósofos antecesores no hubieran hecho ya esas “experiencias de pensamiento” tendría que hacerlas el sucesor y, por tanto, quedarse en ellas y ser él el antecesor. De esta suerte, la serie de los filósofos aparece como un solo filósofo que hubiera vivido dos mil quinientos años y durante ellos hubiera “seguido pensando”. En este tercer aspecto se nos revela el pasado filosófico como la ingente melodía de experiencias intelectuales por las que el hombre ha ido pasando.

(Continuará)

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