sábado, 17 de septiembre de 2011

Historia de la filosofía – parte 11

Autor: Julián Marías.
Editorial: Biblioteca de la Revista De Occidente – Madrid – 1978.

EL EMPIRISMO.

I. LA FILOSOFÍA INGLESA.

Desde el siglo XVI hasta el XVIII se desarrolla en Inglaterra, paralelamente al idealismo racionalista del Continente, una filosofía con caracteres propios, netamente definidos. Entre Francis Bacon y David Hume se extiende una serie de pensadores que se oponen en cierta medida a los filósofos que acabamos de estudiar, desde Descartes hasta Leibniz. La filosofía inglesa presenta dos rasgos que la diferencian de la continental: una preocupación menor por las cuestiones rigurosamente metafísicas, para atender más a la teoría del conocimiento (que supone siempre, claro es, una metafísica) y a la filosofía del Estado; y como método, frente al racionalismo de tendencia apriorística y matemática, un empirismo sensualista. La filosofía inglesa propende a convenirse en psicología y a conceder la primacía, en cuanto al saber, a la experiencia sensible.
Esta filosofía británica de la época moderna tiene una innegable importancia, pero tal vez mayor desde el punto de vista de su influencia y sus consecuencias históricas que en su estricta significación filosófica. A pesar de su gran nombre y del amplio influjo que han ejercido, los filósofos británicos de estos siglos no tienen el valor de aquellos extraordinarios pensadores ingleses de la Edad Media, Rogerio Bacon, Duns Escoto y Guillermo de Ockam, sin contar otros de importancia algo menor, pero siempre muy grande. La gran aportación inglesa a la filosofía hemos de buscarla, pues, por lo menos tanto como en la Edad Moderna, en la época medieval.
Pero de los pensadores ingleses del XVI al XVIII proceden las ideas que han influido tal vez más intensamente en la transformación de la sociedad europea: el sensualismo; la crítica de la facultad de conocer, que en algunos casos llega hasta el escepticismo; las ideas de tolerancia; los principios liberales; el espíritu de la Ilustración; el deísmo o religión natural; finalmente, como reacción práctica contra el escepticismo metafísico, la filosofía del “buen sentido”, o common sense, la moral utilitaria y el pragmatismo. Todos estos elementos, que han influido extraordinariamente en la estructura de Europa en los siglos XVIII y XIX, tienen su origen en los sistemas ideológicos dominantes en Inglaterra en las centurias anteriores, que tienen hondas repercusiones en los países continentales, especialmente en Francia y en Alemania.

1. Francis Bacon.

VIDA Y ESCRITOS.– Bacon nació en 1561 y murió en 1626. Es, pues, anterior en un par de generaciones a Descartes. Fue canciller y barón de Verulam: un gran personaje político en la Inglaterra isabelina e inmediatamente posterior. Después fue despojado de sus puestos, y en el retiro se dedicó a la labor intelectual. Se le han atribuido, de modo sumamente improbable, las obras de Shakespeare.
La obra principal de Bacon es el Novum Organum, que presenta una lógica inductiva, opuesta a la lógica aristotélica, deductiva y silogística; también escribió, igualmente bajo el título general Instauratio magna, el tratado De dignitate et augmentis scientiarum, y numerosos ensayos de diferentes materias: Filum Labyrinihi, De interpretatione naturae et regno hominis, Temporis partus masculus sive instaurario magna imperii humani in universum, Cogitata et visa. Sus títulos, como se ve, tienen todos un sentido positivo y de comienzo triunfal de una nueva ciencia.

SU DOCTRINA.– Bacon ha tenido una fama exagerada. Durante mucho tiempo ha sido considerado como el instaurador de la filosofía moderna, como igual o superior a Descartes. Esto tiene escaso fundamento, y ha sido menester limitar su significación a la de introductor del empirismo y el método inductivo; pero aun aquí no puede olvidarse el papel que desempeñó su compatriota del mismo nombre Rogerio Bacon tres siglos antes; este fue más original que el canciller renacentista y preparó ampliamente su camino, aunque con consecuencias incomparablemente menores.
Bacon significa la culminación del Renacimiento, que en filosofía no es sino la larga etapa de indecisión que va desde el último sistema escolástico original y alerta –el ockamismo– hasta la primera formulación madura y clara del pensamiento de la modernidad –la filosofía cartesiana–. En Bacon se une el interés especulativo al técnico: saber es poder. Desde el comienzo del Novum Organum pone en el mismo plano el hacer y el entender, la mano y el intelecto; de ahí el nuevo sentido vivo que da a la metáfora aristotélica del órganon o instrumento para designar la lógica; ni la mano desnuda ni el entendimiento abandonado a sí mismo e inerme pueden dominar las cosas; los instrumentos –materiales o mentales– son los que les prestan verdadera eficacia. Y del mismo modo que el técnico, el pensador debe subordinarse a las exigencias de la realidad con que se las tiene que haber: natura non nisi parendo vincitur, no se vence a la naturaleza más que obedeciéndola.
Bacon cree que la investigación filosófica requiere un previo examen de los prejuicios (ídolos) que pueden ocultar la verdad. Como en el cartesianismo, apunta aquí la preocupación crítica y el temor a errar. Estos ídolos son cuatro: 1.º Idola tribus. Son los prejuicios de la tribu, de la especie humana, inherentes a su naturaleza: las falacias de los sentidos, la tendencia a la personalización, etc. 2.º Idola specus. Los prejuicios de la caverna en que cada hombre se encuentra (alusión al mito platónico: las tendencias y predisposiciones individuales, que pueden conducir a error). 3.º Idola foei. Son los ídolos de la plaza, de la sociedad humana y del mismo lenguaje de que nos servimos. 4.º Idola theatri. Son los prejuicios de autoridad, fundados en el prestigio de que algunos gozan en el escenario público, y que pueden comprometer la visión directa y personal de las cosas y extraviar la opinión recta.
Por otra parte, Bacon hace una crítica del método silogístico. Su presunto rigor lógico, que le da un valor demostrativo, se anula por el hecho de que la mayor de un silogismo es un principio universal, que no se obtiene a su vez silogísticamente, sino con frecuencia mediante una aprehensión inexacta y superficial de las cosas. El rigor y la certeza de la inferencia son puramente formales y sin interés, si la mayor no es cierta. Esto lleva a Bacon a establecer su teoría de la inducción: de una serie de hechos individuales, agrupados de modo sistemático y conveniente, se obtienen por abstracción, después de seguir un proceso experimental y lógico riguroso, los conceptos generales de las cosas y las leyes de la naturaleza.
Esta inducción baconiana, que se llama también incompleta por oposición a la que se funda en todos los casos particulares correspondientes, no da una certeza absoluta, pero sí suficiente para la ciencia, cuando se la realiza con perfecta escrupulosidad. En cierto sentido, este método se opone al del racionalismo filosófico y aun al de la física matemática moderna, desde Galileo. Bacon no tuvo clara conciencia del valor de la matemática y del raciocinio apriorístico, y su empirismo fue mucho menos fecundo que la nuova scienza de los físicos renacentistas y el racionalismo de los filósofos procedentes del cartesianismo.

2. Hobbes.

Thomas Hobbes (1588-1679) es otro pensador inglés interesante. Su larga vida lo hizo sobrevivir incluso a Spinoza; pero por la fecha de su nacimiento pertenece a la generación precartesiana. Tuvo mucho contacto con Francia, y allí conoció a Descartes y se penetró del método de las ciencias matemáticas y físicas. Durante varios años fue en su juventud secretario de Bacon, y participa de las preocupaciones de este, pero aplica a los objetos humanos el método naturalista de la física moderna. El hombre individual y social, y por tanto la psicología, la antropología, la política, la ciencia del Estado y de la sociedad, son los temas de Hobbes. Escribió sus obras en latín y en inglés, principalmente De corpore, De homine, De cive y el Leviathan, que es su teoría del Estado, y toma el título de la bestia de que habla el libro de Job.
Hobbes es también empirista. El conocimiento se funda en la experiencia, y su interés es la instrucción del hombre para la práctica. Por otra parte, es nominalista, y así continúa la tradición medieval de Oxford; los universales no existen ni fuera de la mente ni en ella siquiera, pues nuestras representaciones son individuales; son simplemente nombres, signos de las cosas, y el pensamiento es una operación simbólica, una especie de cálculo, y está estrechamente ligado al lenguaje.
La metafísica de Hobbes es naturalista. Busca la explicación causal, pero elimina las causas finales y quiere explicar los fenómenos de un modo mecánico, por medio de movimientos. Descartes también admitía el mecanismo para la res extensa, pero se contraponía el mundo inmaterial del pensamiento. Hobbes supone que los procesos psíquicos y mentales tienen un fundamento corporal y material; el alma no puede ser, según él, inmaterial. Por esto Hobbes es materialista, y niega que la voluntad sea libre. En todo el acontecer domina un determinismo natural.

LA DOCTRINA DEL ESTADO.– Hobbes parte de la igualdad entre todos los hombres. Cree que todos aspiran a lo mismo; y cuando no lo logran, sobreviene la enemistad y el odio; el que no consigue lo que apetece, desconfía del otro y, para precaverse, lo ataca. De ahí la concepción pesimista del hombre que tiene Hobbes; homo hominis lupus, el hombre es un lobo para el hombre. Los hombres no tienen un interés directo por la compañía de sus semejantes, sino sólo en cuanto los pueden someter. Los tres motores de la discordia entre los humanos son: la competencia, que provoca las agresiones por la ganancia; la desconfianza, que hace que los hombres se ataquen para alcanzar la seguridad, y la vanagloria, que los enemista por rivalidades de reputación.
Esta situación natural define un estado de perpetua lucha, de guerra de todos contra todos (bellum omnium contra omnes), según la tremenda fórmula de Hobbes. Pero no se trata de unos actos de lucha, sino de un estado –un tiempo, dice Hobbes– en que se está, una disposición permanente en que no hay seguridad para el contrario.
El hombre está dotado de un poder del cual dispone a su arbitrio; tiene ciertas pasiones y deseos que lo llevan a buscar cosas y querer arrebatárselas a los demás. Como todos conocen esta actitud, desconfían unos de otros; el estado natural es el ataque. Pero el hombre se da cuenta de que esta situación de inseguridad es insostenible; en este estado de lucha se vive miserablemente, y el hombre se ve obligado a buscar la paz. Hobbes distingue entre jus o derecho, que interpreta como libertad, y lex o ley, que significa obligación. El hombre tiene libertad –es decir, derecho– para hacer cuanto pueda y quiera; pero con un derecho se pueden hacer tres cosas: ejercerlo, renunciar a él o transferirlo. Cuando la transferencia del derecho es mutua, a esto se llama pacto, contrato o convenio: covenant. Esto lleva a la idea de la comunidad política.
Para conseguir seguridad, el hombre intenta sustituir el status naturae por un status civilis, mediante un convenio en que cada uno transfiere su derecho al Estado. En rigor, no se trata de un convenio con la persona o personas encargadas de regirlo, sino de cada uno con cada uno. El soberano representa, simplemente, esa fuerza constituida por el convenio; los demás hombres son sus súbditos. Ahora bien: el Estado así constituido es absoluto: su poder, lo mismo que antes el del individuo, no tiene restricción; el poder no tiene más limite que la potencia. Al despojarse los hombres de su poder, lo asume íntegramente el Estado, que manda sin limitación; es una máquina poderosa, un monstruo que devora a los individuos y ante el cual no hay ninguna otra instancia. Hobbes no encuentra nombre mejor que el de la gran bestia bíblica: Leviatán; eso es el Estado, superior a todo, como un dios mortal.
El Estado de Hobbes lo decide todo; no sólo la política, sino también la moral y la religión; si esta no está reconocida por él, no es más que superstición. Este sistema, agudo y profundo en muchos puntos, representa la concepción autoritaria y absolutista del Estado, fundada a la vez en el principio de la igualdad y en un total pesimismo respecto a la naturaleza humana. Aunque Hobbes habla a veces de Dios, tiene en el fondo un sentido ateo. Frente a las ideas de espiritualidad y libertad, el sistema político de Hobbes está dominado por el mecanismo naturalista y la afirmación del poder omnímodo del Estado.
Esta doctrina, de gran influjo en el siglo XVIII y de largas consecuencias históricas, que llegan hasta nuestros días, suscitó en su tiempo dos tipos de reacción: una, representada por el Patriarcha de Sir Robert Filmer, trata de salvar el absolutismo monárquico de los Estuardos mediante la teoría del derecho divino de los reyes, fundada en que ningún hombre ha nacido libre, sino sometido a una autoridad paterna, de la que se deriva la legitimidad del gobierno paternal y patriarcal de los monarcas; la otra reacción que se enfrenta a su vez con la de Filmer es la de Locke. que sustenta los principios de la libertad y el parlamentarismo; es decir, los de la segunda Revolución inglesa de 1688.

3. El deísmo.

LA RELIGIÓN NATURAL.– El naturalismo de la época moderna lleva naturalmente al concepto de religión natural. Esto es lo que se llama también deísmo, a diferencia del teísmo. Teísmo es la creencia en Dios; se entiende, en el Dios religioso, sobrenatural, conocido por revelación. El deísmo, en cambio, surge como una reacción frente al ateísmo que se insinúa en la filosofía inglesa, pero dentro de lo estrictamente natural. Dios es conocido por la razón, sin ayuda sobrenatural ninguna. La religión natural se reduce a lo que nuestra razón nos dice acerca de Dios y de nuestra relación con Él. Es, por tanto, una religión sin revelación, sin dogmas, sin Iglesias y sin culto. Todo el siglo XVIII de la Ilustración, con su idea del “Ser supremo”, está dominado por el deísmo.
Así aparece en el pensador inglés Edward Herbert of Cherbury (1581-1648), cuyas obras principales son: De veritate, prout distinguitur a revelatione, a verisimile, a possibili, et a falso y De religione gentilium, errorumque apud eos causis. El contenido de la religión natural –un contenido mínimo– es admitido universalmente por todos los hombres, porque procede sólo de la razón natural. Este contenido se reduce a la existencia de un “Ser supremo”, a quien debemos veneración, consistente en la virtud y la piedad, al deber del hombre de arrepentirse de sus pecados y, por último, a la creencia en otra vida, en la que la conducta recibirá su justo premio o su justo castigo. Las religione positivas, según Herbert of Cherbury, tienen un origen histórico y proceden de la fantasía poética, de las ideologías filosóficas o de los intereses de las clases sacerdotales. El cristianismo, especialmente el primitivo, sería la forma más aproximada y pura de la religión natural.
Con esto, naturalmente, olvida muchas cosas. Ni es tan cierto el universal asentimiento al contenido de la religión natural, ni las religiones tienen de hecho el origen que Herbert les atribuye. Además, deja fuera el contenido auténtico de la religión, religio, como religación del hombre a Dios.

LA MORAL NATURAL.– De un modo paralelo al del deísmo, los moralistas ingleses del siglo XVII tratan de fundar la moral en la naturaleza, haciéndola independiente de todo contenido religioso o teológico. Este es el caso del obispo Cumberland (1622-1718), autor del libro De legibus naturae, que supone un instinto social del hombre, pacífico y benévolo, al revés que Hobbes; la moral se funda, según él, en la experiencia de la naturaleza y de los actos humanos; lo que se muestra como útil para la comunidad es lo bueno. Aparece aquí, pues, una primera manifestación de utilitarismo social que habrá de culminar en el siglo XIX, en Bentham y Stuart Mill.
Otros moralistas británicos encuentran el fundamento de la moralidad no en la experiencia, sino en una evidencia inmediata y a priori de la razón. La moral consiste en ajustarse a la verdadera naturaleza de las cosas y comportarse con ellas adecuadamente a su modo de ser; la intuición inmediata es quien nos muestra esta naturaleza de las cosas. Esta tendencia está representada principalmente por Cudworth (1617-1688) y Samuel Clarke (1675-1729). El primero escribió The True Intellectual System of the Universe y A Treatise Concerning Eterna! and Immutable Morality. Clarke fue también un notable metafísico, que meditó profundamente sobre el problema de la Divinidad y sostuvo una perspicaz correspondencia con Leibniz. Su obra más interesante es A Demonstration of the Being and Attributes of God.
Pero la forma más interesante y característica de la moral inglesa es la de lord Shaftesbury (1671-1713), autor de Characteristics of Men, Manners, Opinions, Times. Es la ética del moral sense o sentido moral: el hombre tiene una facultad innata para juzgar –con un juicio de valor– las acciones y las personalidades, y decidir su calificación moral, aprobarlas o rechazarlas. Este sentido moral inmediato es quien decide y orienta al hombre, especialmente para valorar un tipo de personalidad en su conjunto, una forma bella y armoniosa de alma humana. Shaftesbury está influido por ideas griegas y del Renacimiento, y su ética está intensamente teñida de esteticismo. La influencia de Shaftesbury, en parte artística y literaria, fue muy amplia en Inglaterra, en la Francia de la Ilustración y en el clasicismo alemán, de Herder a Goethe.

4. Locke.

VIDA Y ESCRITOS.– John Locke nació en 1632 y murió en 1704. Estudió en Oxford filosofía, medicina y ciencias naturales; después estudió, con mayor interés, a Descartes y a Bacon, y tuvo contacto con Robert Boyle, el gran físico y químico inglés, y con el médico Sydenham. En casa de lord Shaftesbury (abuelo del moralista mencionado) tuvo un puesto como consejero, médico y preceptor de su hijo y de su nieto. Esta relación lo llevó a intervenir en política. Emigró durante el reinado de Jacobo I y participó luego en la segunda revolución inglesa de 1688. Vivió bastante tiempo en Holanda y Francia. Su influencia ha sido extremadamente importante, mayor que la de los demás filósofos ingleses. El empirismo encontró en él su expositor más hábil y afortunado, y por su conducto dominó en el pensamiento del siglo XVIII.
La obra más importante de Locke es el Essay Concerning Human Understanding (Ensayo sobre el entendimiento humano), publicado en 1690. Escribió también obras de política –Two Treatises of Government– y las Cartas sobre la tolerancia, que definieron la posición de Locke en materia religiosa.

LAS IDEAS.– Locke es también empirista: el origen del conocimiento es la experiencia. Locke, como en general los ingleses, emplea el término idea en un sentido muy amplio: es idea todo lo que pienso o percibo, todo lo que es contenido de conciencia; se aproxima este sentido al de la cogitatio cartesiana, a lo que hoy llamaríamos representación o, mejor, vivencia. Las ideas no son innatas, como había pensado el racionalismo continental. El alma es tamquam tabula rusa, como una tabla lisa en la que nada hay escrito. Las ideas proceden de la experiencia, y esta puede ser de dos clases: percepción externa mediante los sentidos, o sensación, y percepción interna de estados psíquicos, o reflexión. La reflexión opera en todo caso sobre un material aportado por la sensación.
Hay dos clases de ideas: simples (simple ideas) y compuestas (complexed ideas). Las primeras proceden directamente de un solo sentido o de varios a la vez, o bien de la reflexión, o, por último, de la sensación y la reflexión juntas. Las ideas complejas resultan de la actividad de la mente, que combina o asocia las ideas simples.
Locke distingue dentro de las simples las que tienen validez objetiva (cualidades primarias) y las que sólo la tienen subjetiva (cualidades secundarias). Las primeras (número, figura, extensión, movimiento, solidez, etc.) son inseparables de los cuerpos y les pertenecen; las segundas (color, olor, sabor, temperatura, etc.) son sensaciones subjetivas del que las percibe. Esta distinción no es de Locke, sino antigua en la filosofía, desde el atomismo griego hasta Descartes; pero en la filosofía de Locke desempeña un importante papel.
La formación de ideas complejas se funda en la memoria. Las ideas simples no son instantáneas, sino que dejan una huella en la mente; por esto no pueden combinarse o asociarse. Esta idea de la asociación es capital en la psicología inglesa. Los modos, las ideas sustanciales, las ideas de relación, son complejas y resultan de la actividad asociativa de la mente. Todas estas ideas, por tanto, incluso la de sustancia y la misma idea de Dios, proceden en última instancia de la experiencia, mediante sucesivas abstracciones, generalizaciones y asociaciones.
El empirismo de Locke limita la posibilidad de conocer, especialmente en lo que se refiere a los grandes temas tradicionales de la metafísica. Con él empieza esta desconfianza en la facultad cognoscitiva, que culminará en el escepticismo de Hume y obligará a Kant a plantear de un modo central el problema de la validez y posibilidad del conocimiento racional.

LA MORAL Y EL ESTADO.– La moral de Locke presenta ciertas vacilaciones. En términos generales, es determinista, y no concede libertad a la voluntad humana; pero deja una cierta libertad de indiferencia, que permite al hombre decidir. La moral, independiente de la religión, consiste en la adecuación a una norma, que puede ser la ley divina, la del Estado o la norma social de la opinión.
Respecto al Estado, Locke es el representante típico de la ideología liberal. En el mismo barco en que Guillermo de Orange iba de Holanda a Inglaterra, viajaba Locke: con el rey de la monarquía mixta iba el teórico de la monarquía mixta. Locke rechaza el patriarcalismo de Filmer y su doctrina del derecho divino y del absolutismo de los reyes. Su punto de partida es análogo al de Hobbes: el estado de naturaleza; pero este, que consiste también para Locke en la igualdad y la libertad, porque los hombres tienen las mismas condiciones de nacimiento y facultades, no tiene matiz agresivo. De la libertad emerge la obligación; hay un dueño y señor de todas las cosas, que es Dios, el cual impone una ley natural. Mientras en Hobbes de la igualdad nacía una fiera y agresiva independencia, para Locke brota un amor de unos hombres a otros, que no deben romper nunca esa ley natural. En rigor, los hombres no nacen en la libertad –por eso los padres, que tienen que cuidarlos, ejercen una legítima jurisdicción sobre ellos–; pero sí nacen para la libertad, y por eso el rey no tiene autoridad absoluta, sino que la recibe del pueblo. Por eso la forma del Estado es la monarquía constitucional y representativa, con independencia respecto de la Iglesia, tolerante en materia de religión. Tal es el pensamiento de Locke, que corresponde a la forma de gobierno adoptada en Inglaterra a raíz de la revolución de 1688, que eliminó de la antes turbulenta historia inglesa las guerras civiles y revoluciones para un periodo que dura ya más de un cuarto de milenio. Usando la terminología orteguiana, se podría hablar de un Estado como piel que sustituye a un Estado como aparato ortopédico.

5. Berkeley.

VIDA Y OBRAS.– George Berkeley nació en Irlanda en 1685. Estudio en Dublín, en el Trinity College; después fue deán de Dromore y de Derry; marchó luego a América, con vistas a fundar un gran colegio misionero en las Bermudas; vuelto a Irlanda, fue nombrado obispo anglicano de Cloyne. Al final de su vida se trasladó a Oxford, y allí murió el año 1753. Berkeley estaba lleno de espíritu religioso, que influyó hondamente en su filosofía y en su vida. Su formación filosófica depende, sobre todo, de Locke, de quien es un efectivo continuador, aunque presenta una preocupación mucho más intensa e inmediata por las cuestiones metafísicas. Berkeley está muy influido por el platonismo tradicional en Inglaterra, y determinado en un sentido espiritualista por sus convecciones religiosas, que trata de defender contra los ataques escépticos, materialistas o ateos. Por esto llega a una de las formas más extremadas de idealismo que se conocen.
Sus obras principales son: Essay Towards a New Theory of Vision, Three Dialogues between Hylas and Philonous (Tres diálogos entre Hylas y Filonús), Principles of Human Knowledge (Principios del conocimiento humano), Alciphron, or the Minute Philosopher, y la Siris, en que expone, juntamente con reflexiones metafísicas y médicas, las virtudes del alquitrán.

METAFÍSICA DE BERKELEY.– La teoría de las ideas de Locke lleva a Berkeley al campo de la metafísica. Berkeley es nominalista; no cree que existan ideas generales; no puede haber, por ejemplo, una idea general del triángulo, porque el triángulo que imagino es forzosamente equilátero, isósceles o escaleno, mientras que el triángulo en general no encierra esta distinción. Berkeley se refiere a la intuición del triángulo, pero no piensa en el concepto o pensamiento de triángulo, que es verdaderamente universal.
Berkeley profesa un espiritualismo e idealismo extremado. Para él no existe la materia. Las cualidades primarias, como las secundarias, son subjetivas; la extensión o la solidez, como el color, son ideas, contenidos de mi percepción; detrás de ellas no hay ninguna sustancia material. Su ser se agota en ser percibidas: esse est percipi; este es el principio fundamental de Berkeley.
Todo el mundo material es sólo representación o percepción mía. Sólo existe el yo espiritual, del que tenemos una certeza intuitiva. Por esto no tiene sentido hablar de causas de los fenómenos físicos, dando un sentido real a esta expresión; no hay más que concordancias, relaciones entre las ideas. La ciencia física establece estas leyes o conexiones entre los fenómenos, entendidos como ideas.
Estas ideas proceden de Dios, que es quien las pone en nuestro espíritu; la regularidad de estas ideas, fundada en la voluntad de Dios, hace que exista para nosotros lo que llamamos un mundo corpóreo. Aquí encontramos de nuevo, por distintos caminos, a Dios como fundamento del mundo en esta nueva forma de idealismo. Para Malebranche o para Leibniz, sólo podemos ver y saber las cosas en o por Dios; para Berkeley, no hay más que los espíritus y Dios, que es quien actúa sobre ellos y les crea un mundo “material”. No sólo vemos las cosas en Dios, sino que, literalmente, “en Dios vivimos, nos movemos y somos”.

6. Hume.

PERSONALIDAD.– David Hume es el filósofo que lleva a sus últimas consecuencias la dirección empirista que se inicia en Bacon. Nació en Escocia en 1711 y murió en 1776. Estudió derecho y filosofía; residió varios años, en diferentes ocasiones, en Francia, y tuvo una gran influencia sobre los medios enciclopedistas y de la Ilustración. Fue secretario de la Embajada inglesa, y su fama en Inglaterra, Francia y Alemania se extendió pronto.
Su obra más importante es el Treatise of Human Nature (Tratado de la naturaleza humana). También escribió varias refundiciones de distintas partes de esta obra, como las tituladas An Inquiry Concerning Human Understanding (Investigación sobre el entendimiento humano). An Inquiry Concerning the Principies of Morals (Investigación sobre los principios de la moral), los Diálogos sobre la religión natural. Junto a su obra filosófica tiene una copiosa producción historiográfica, sobre todo su gran History of England.

SENSUALISMO.– El empirismo de David Hume llega a su extremo y se convierte en sensualismo. Las ideas se fundan necesariamente, según él, en una impresión intuitiva. Las ideas son copias pálidas y sin viveza de las impresiones directas; la creencia en la continuidad de la realidad se funda en esta capacidad de reproducir las impresiones vividas y crear un mundo de representaciones.
Berkeley había hecho una crítica general del concepto de sustancia, pero restringiéndola a la sustancia material y corpórea. Las “cosas” tienen un ser que se agota en ser percibido; pero queda firme la realidad espiritual del yo que percibe. Hume hace una nueva crítica de la idea de sustancia. Según esta, la percepción y la reflexión nos dan una serie de elementos que atribuimos a la sustancia como soporte de ellos; pero no encontramos por ninguna parte la impresión de sustancia. Yo encuentro las impresiones de color, dureza, sabor, olor, extensión, figura redonda, suavidad, y lo refiero todo a un algo desconocido que llamo manzana, una sustancia. Las impresiones sensibles tienen más viveza que las imaginadas, y esto nos produce la creencia (belief) en la realidad de lo representado. Explica Hume, pues, la noción de sustancia como resultado de un proceso asociativo, sin reparar en que más bien ocurre lo contrario; mi percepción directa e inmediata es la de la manzana y las sensaciones sólo aparecen como elementos abstractos, al analizar mi percepción de la cosa.
Pero hay más. Hume no limita su crítica a las sustancias materiales, sino al propio yo. El yo es también un haz o colección de percepciones o contenidos de conciencia que se suceden continuamente. El yo, por tanto, no tiene realidad sustancial; es un resultado de la imaginación. Pero Hume olvida que soy yo quien tiene las percepciones, que soy yo quien me encuentro con ellas y, por tanto, soy distinto de ellas. ¿Quién une esta colección de estados de conciencia y hace que constituyen un alma? Al hacer su crítica sensualista, Hume no roza siquiera el problema del yo; aparte del problema de su índole, sustancial o no, el yo es algo radicalmente distinto de sus representaciones.
Junto a la critica de los conceptos de sustancia y del alma. Hume hace la del concepto de causa. Según él, la conexión causa no significa sino una relación de coexistencia y sucesión. Cuando un fenómeno coincide repetidas veces con otro o lo sucede en el tiempo, llamamos, en virtud de una asociación de ideas, al primero, causa, y al segundo, efecto, y decimos que este acontece porque se da el primero. La sucesión, por muchas veces que se repita, no nos da la seguridad de su indefinida reiteración, y no nos permite afirmar un vínculo de causalidad en el sentido de una conexión necesaria.

ESCEPTICISMO.– El empirismo de Hume, que llega a sus últimas consecuencias, se convierte en escepticismo. El conocimiento no puede alcanzar la verdad metafísica. No se pueden demostrar ni refutar las convicciones íntimas e inmediatas en que se mueve el hombre. La razón de esto es que –como ya apunta lejanamente el nominalismo– el conocimiento no es aquí conocimiento de cosas. La realidad se convierte, en definitiva, en percepción, en experiencia, en idea. La contemplación de estas ideas, que no llegan a ser cosas, que no son más que impresiones subjetivas, es escepticismo. Vemos lo que ocurre al idealismo cuando no está Dios para asegurar la trascendencia, para salvar al mundo y hacer que las ideas sean ideas de las cosas y exista algo que merezca el nombre de razón. Siguiendo las huellas de Hume, Kant tendrá que enfrentarse de un modo radical con el problema, y su filosofía consistirá precisamente en una Crítica de la razón pura.

7. La escuela escocesa.

Dentro de la filosofía inglesa, y precisamente en Escocia, surge en el siglo XVIII y a comienzos del XIX una reacción contra el escepticismo de Hume. Este movimiento constituye la llamada escuela escocesa, de bastante influencia en el Continente.
Los pensadores principales de esta escuela son Thomas Reid (1710-1796) y Dugald Stewart (1753-1828). El primero escribió An Inquiry into the Human Mind on the Principles of Common Sense, Essays on the Intellectual Powers of Man, Essays on the Active Powers of Man; el segundo, Elements of the Philosophy of the Human Mind, Outlines of Moral Philosophy, The Philosophy of the Active and Moral Powers. El punto de partida es siempre empirista; la experiencia es el origen del conocimiento. Pero esta experiencia se entiende como algo directo e inmediato, que nos da la realidad de las cosas tal como las entiende la sana razón. La filosofía de la escuela escocesa consiste en una apelación al sentido común, al common sense. Este sentido común es la fuente máxima de certeza; todas las críticas dejan fuera de duda su evidencia inmediata. Este sentido nos pone directamente en las cosas, y nos ancla nuevamente en su realidad. Pero la insuficiencia filosófica de la escuela escocesa no le permitió resolver, ni siquiera plantear de un modo maduro, el problema que la ocupaba.
A pesar de ello ejerció largo influjo en Francia (Royer-Collard, etc.) y en España, sobre todo en Cataluña, donde sus huellas se advierten en Balmes y Menéndez Pelayo.

II. LA ILUSTRACIÓN.

No puede considerarse todo el complejo movimiento intelectual llamado Ilustración como una simple manifestación del empirismo. Entran en ella otros elementos distintos, y muy principalmente los que proceden del racionalismo idealista y, en última instancia, del cartesianismo. Pero podemos incluir el pensamiento “ilustrado” en la corriente empirista, por dos razones: en primer lugar, porque el empirismo inglés depende, en buena parte, del racionalismo continental, como hemos visto, y no excluye, sino al contrario, supone la influencia de este; en segundo lugar, porque la Ilustración, en la escasa medida en que es filosofía, se preocupa más de las cuestiones del conocimiento que de las metafísicas, y sigue los caminos empiristas, extremándolos hasta el sensualismo absoluto. Por otra parte, los elementos más importantes de la Ilustración, el deísmo, la ideología política, partidaria de la libertad y del gobierno representativo, la tolerancia, las doctrinas económicas, etc., tienen su origen en el pensamiento empirista de los siglos XVI a XVIII.
La época de la Ilustración –el siglo XVIII– representa el término de la especulación metafísica del XVII. Después de casi una centuria de intensa y profunda actividad filosófica, encontramos una nueva laguna en que el pensamiento filosófico pierde su tensión y se trivializa. Es una época de difusión de las ideas del periodo anterior. Y la difusión tiene siempre esa consecuencia: las ideas, para actuar en las masas, para transformar la superficie de la historia, necesitan trivializarse, perder su rigor y su dificultad, convertirse en una superficial imagen de sí mismas. Entonces, a cambio de dejar de ser lo que en verdad son, se extienden y las masas participan de ellas. En el siglo XVIII, una serie de escritores hábiles e ingeniosos, que se llaman a sí mismos, con tanta insistencia como impropiedad, “filósofos”, exponen, glosan y generalizan una serie de ideas que –en otra forma y con otro alcance– fueron pensadas por las grandes mentes europeas del siglo XVII. Estas ideas, al cabo de unos años, llenan el ambiente, se las respira, se convierten en el supuesto sobre el que se está. Nos encontramos en un mundo distinto. Europa ha cambiado totalmente, de un modo rápido, casi brusco, revolucionario. Y esta transformación de lo que se piensa determinará poco después la radical mudanza de la historia que conocemos con el nombre de Revolución francesa.

1. La Ilustración en Francia.

Desde fines del siglo XVII y durante todo el siglo XVIII se opera en Francia un cambio de ideas y convicciones que altera el carácter de su política, de su organización social y de su vida espiritual. De 1680 a 1715 se producen las mayores variaciones sustanciales; desde entonces, todo será una labor de difusión y propagación de las nuevas ideas; pero el esquema de la historia francesa ha cambiado ya. De la disciplina, de la jerarquía, de la autoridad, de los dogmas, se pasa a las ideas de independencia, de igualdad, de una religión natural, incluso de un concreto anticristianismo. Es el paso de la mentalidad de Bossuet a la de Voltaire; la crítica de todas las convicciones tradicionales, desde la fe cristiana hasta la monarquía absoluta, pasando por la visión de la historia y las normas sociales. Es una efectiva revolución en los supuestos mentales de Francia; y, como Francia entonces es el país rector de la comunidad europea, de Europa toda. (Véase el magnífico libro de Paul Hazard: La crisis de la conciencia europea).

A) LA ENCICLOPEDIA.

PIERRE BAYLE.– La Ilustración quiere reunir todos los conocimientos científicos y hacerlos asequibles a los grandes círculos. Los problemas rigurosamente filosóficos –no digamos ya teológicos– pasan a segundo plano. La “filosofía” se refiere ahora, principalmente, a los resultados de la ciencia natural y a las doctrinas empiristas y deístas de los ingleses; es una vulgarización de la porción menos metafísica del cartesianismo y del pensamiento británico, a la vez. Por una parte, el pensamiento es racionalista y, por consiguiente, revolucionario: pretende plantear y resolver las cuestiones de una vez para siempre, matemáticamente, sin tener en cuenta las circunstancias históricas; por otra parte, la teoría del conocimiento dominante es el empirismo sensualista. Las dos corrientes filosóficas, la continental y la inglesa, convergen en la Ilustración.
El órgano adecuado para esta vulgarización de la filosofía y la ciencia es la “Enciclopedia”. Y, en efecto, el primer representante típico de este movimiento, Pierre Bayle (1647-1706) es el autor de una: el Dictionnaire historique et critique. Bayle ejerció una crítica aguda y negativa acerca de numerosas cuestiones. Aunque no negaba las verdades religiosas, las hacía completamente independientes de la razón, y aun contrarias a ella. Es escéptico, y considera que la razón no puede comprender nada de los dogmas. Esto, en un siglo prendado de la razón, tenía que abocar a un apartamiento total de la religión; de la abstención se pasa a la negación resuelta; y los enemigos del cristianismo utilizan luego ampliamente las ideas de Bayle.

LOS ENCICLOPEDISTAS.– Pero mucha más importancia tuvo la llamada Enciclopedia o diccionario razonado de las ciencias, artes y oficios, publicada de 1750 a 1780, a pesar de las prohibiciones que intentaron oponerse a su impresión. Los editores de la Enciclopedia eran Diderot y d’Alembert; los colaboradores eran las mayores figuras del tiempo: Voltaire, Montesquieu, Rousseau, Turgot, Holbach y otros muchos. La Enciclopedia, que a primera vista no era más que un diccionario, fue el vehículo máximo de las ideas de la Ilustración. Con cierta habilidad deslizaba los pensamientos críticos y atacaba a la Iglesia y todas las convicciones vigentes. De los dos editores, d’Alembert era un gran matemático, y escribió, aparte de su colaboración científica, el Discurso preliminar, con un intento de clasificación de las ciencias. Diderot fue un escritor fecundo, novelista, dramaturgo y ensayista, que terminó en una orientación casi enteramente materialista y atea.

EL SENSUALISMO Y EL MATERIALISMO.– Esta dirección del movimiento ilustrado procede de un sacerdote católico, el abate Etienne de Condillac. Nació en 1715 y murió en 1780. Su obra principal es el Traité des sensations, y en él expone una teoría sensualista pura. Condillac supone una estatua a la que se le irían dando sucesivamente los sentidos, desde el olfato al tacto; al llegar al final tendríamos la conciencia humana completa y, por tanto, todo el conocimiento. Condillac, que era creyente, excluye de su sensualismo la época anterior a la caída de Adán y la vida ultraterrena, y habla de Dios y del alma simple como unidad de la conciencia. Pero esta reserva no se mantiene después. Mientras los llamados ideólogos, sobre todo el conde Destutt de Tracy (1754-1836), cultivan según sus métodos la psicología y la lógica, el sensualismo de Condillac encuentra una continuación en el grupo más extremado de los enciclopedistas, que lo convierten en simple materialismo ateo.
Los principales pensadores de este núcleo son el médico La Mettrie (autor de un libro de título bien elocuente: L’homme machine); Helvétius (1715-1771), que escribió De l’Esprit, y, sobre todo, un alemán residente en París, el barón de Holbach, autor del Systme de la nature y de La morale universelle. Todos estos escritores consideran que la única vía de conocimiento es la sensación, que todo en la naturaleza es materia, incluso el fundamento de la vida psíquica; que las religiones son un engaño y que, desde luego, no puede hablarse de la existencia de Dios ni de la inmortalidad del alma humana. El valor filosófico de sus obras, poco originales, es extremadamente escaso. Mucho más interés tienen los pensadores de la Ilustración que se orientan hacia la historia y la teoría de la sociedad y del Estado, sobre todo Voltaire, Montesquieu y Rousseau, y también Turgot y Condorcet, los teóricos de la idea del progreso.

VOLTAIRE.– François Arouet de Voltaire (1694-1778) fue un gran personaje de su época. Su fama fue extraordinaria, y le valió la amistad de Federico el Grande de Prusia y de Catalina de Rusia. Su éxito y su influencia fueron incomparables en el siglo XVIII. Ningún escritor fue tan leído, comentado, discutido, admirado. El valor real de Voltaire responde desigualmente a esta celebridad. Tenemos que distinguir en él tres aspectos: la literatura, la filosofía y la historia.
Voltaire es un escritor excelente. La prosa francesa ha llegado en él a una de sus cimas; es enormemente agudo, ingenioso y divertido. Sus cuentos y sus novelas, en especial, acusan un espléndido talento literario. Filosóficamente es una cosa muy distinta. Ni es original ni profundo. Su Dictionnaire philosophique está impregnado de las ideas filosóficas del siglo XVII, que comparte en lo que tienen de más superficial: el empirismo, el deísmo y la imagen física del mundo, popularizada. Voltaire, pues, no tiene verdadero interés filosófico. Sus críticas irreligiosas, que en su época fueron demoledoras, nos parecen hoy ingenuas e inofensivas. Tuvo una falta de vista total para la religión y el cristianismo, y su hostilidad es el punto en que se revela más claramente la inconsistencia de su pensamiento. No es sólo que ataque al cristianismo, sino que lo hace con una superficialidad absoluta, desde una posición anticlerical, sin conciencia siquiera de la verdadera cuestión.
La aportación más interesante y profunda de Voltaire es su obra histórica. Escribió un libro sobre la gran época anterior titulado Le siècle de Louis XIV. Pero su principal obra historiográfica es el Essai sur les maeurs et l’esprit des nations. Aquí aparece por primera vez una idea nueva de la historia. Ya no es crónica, relato de hechos o sucesos, simplemente, sino que su objeto son las costumbres y el espíritu de las naciones. Aparecen, pues, los pueblos como unidades históricas con un espíritu y unas costumbres; la idea alemana del Volksgeist, del “espíritu nacional”, es, como ha mostrado Ortega, la simple traducción del esprit des nations. Voltaire encuentra un nuevo objeto de la historia, y esta da en sus manos el primer paso para convertirse en auténtica ciencia, aunque no logra superar el naturalismo.

MONTESQUIEU.– El barón de Montesquieu (1689-1755) significó una aportación distinta al pensamiento de la Ilustración. Es también un ingenioso escritor, sobre todo en sus Lettres persanes, donde hace una crítica llena de gracia y de ironía de la sociedad francesa de su tiempo. Pero, sobre todo, es escritor político e histórico. Su obra capital es L’esprit des lois. Su tesis es que las leyes de cada país son un reflejo del pueblo que las tiene; el naturalismo de la época hace que Montesquieu subraye especialmente la influencia del clima. Montesquieu conoce tres formas de constitución, que se repiten en la historia; en primer lugar, el despotismo, en que no cabe más que la obediencia temerosa, y luego, dos formas de Estado, en las que descubre un motor de la historia, distinto para cada una de ellas. En la monarquía, el motor principal es el honor; en la república, la virtud. Cuando estos faltan en su régimen respectivo, la nación no marcha como debe. Montesquieu, mediante esta teoría, da un complemento decisivo a la idea de la historia en Voltaire: un elemento dinámico que explica el acontecer histórico. (Cf. Ortega: Guillermo Dilthey y la idea de la vida).

B) ROUSSEAU.

Rousseau, a pesar de sus conexiones con los enciclopedistas, tiene un lugar aparte en la historia del pensamiento. Nació Jean-Jacques Rousseau en Ginebra, en 1712. Era hijo de un relojero protestante y tuvo una infancia de precoz excitación imaginativa. Después su vida fue errante y azarosa, con frecuentes indicios de anormalidad. Sus Confessions, un libro en que exhibe, románticamente, su intimidad, son el mejor relato de ella. Alcanzó un premio ofrecido por la Academia de Dijon con su Discours sur les sciences et les arts, en el que negaba que estas hubiesen contribuido a la depuración de las costumbres. Este estudio lo hizo famoso. Rousseau considera que el hombre es naturalmente bueno, y que es la civilización quien lo echa a perder. Su imperativo es la vuelta a la naturaleza. Este es el famoso naturalismo de Rousseau, fundado en ideas religiosas, que arrancan de su calvinismo originario. Rousseau prescinde del pecado original y afirma la bondad natural del hombre, a la que debe volver. Estas ideas inspiran otro trabajo suyo, el Discours sur l’origine de l’inégalité parmi les hommes, y las aplica a la pedagogía en su famoso libro Emile. Rousseau representa una fuerte reacción sentimental contra la sequedad fría y racionalista de la Enciclopedia, y escribe una novela apasionada y lacrimosa, que tuvo un éxito inmenso: la Julie, ou la Nouvelle Héloise. Con este naturalismo se enlaza la idea de la religión. Rousseau se convirtió al catolicismo, luego nuevamente al calvinismo y terminó en una posición deísta; la religión de Rousseau es sentimental; encuentra a Dios en la Naturaleza, ante la que experimenta profunda admiración.
Pero las consecuencias más graves las ha tenido la filosofía social de Rousseau. Su obra acerca de este tema es el Contrato social. Los hombres, desde el estado de naturaleza, hacen un contrato tácito, que es el origen de la sociedad y del Estado. Estos se fundan, pues, para Rousseau, en un acuerdo voluntario; el individuo es anterior a la sociedad. Lo que determina el Estado es la voluntad; pero Rousseau distingue, aparte de la voluntad individual, dos voluntades colectivas: la volonté générale y la volonté de tous. Esta es la suma de las voluntades individuales, y casi nunca es unánime; la que importa políticamente es la volonté générale, la voluntad de la mayoría, que es la voluntad del Estado. Esto es lo importante. La voluntad mayoritaria, por serlo, es la voluntad de la comunidad como tal; es decir, también de los discrepantes, no como individuos, sino como miembros del Estado. Este es el principio de la democracia y del sufragio universal. Lo importante aquí es, por una parte, el respeto a las minorías, que tienen derecho a hacer valer su voluntad; pero, a su vez, la aceptación de la voluntad general por las minorías, como expresión de la voluntad de la comunidad política. Las consecuencias de estas ideas han sido profundas. Rousseau murió en 1778, antes de iniciarse la Revolución francesa; pero sus ideas contribuyeron esencialmente a moverla y han influido largamente en la historia política europea.

2. La “Aufklärung” en Alemania.

A la Ilustración francesa corresponde en Alemania un movimiento semejante, pero no idéntico, que se llama también ilustración o iluminación: Aufklärung. Consiste también en la popularización de la filosofía, en especial la de Leibniz, e igualmente de la inglesa. Pero en Alemania ese espíritu ilustrado es menos revolucionario y menos enemigo de la religión; la Reforma había realizado ya la transformación del contenido religioso alemán, y la Aufklärung no se encuentra con la larga tradición católica, como en Francia. Por lo demás, domina en Alemania el mismo espíritu racionalista y científico, y la corte prusiana de Federico el Grande, con la Academia de Ciencias de Berlín, es un gran centro de la ideología de la Ilustración.

WOLFF.– El popularizador de la filosofía leibniziana fue Christian Wolff (1679-1754), profesor de Halle, expulsado después de esta Universidad, de la que pasó a la de Marburgo, para ser repuesto luego en Halle con grandes honores por Federico. Wolff, pensador de escasa originalidad, escribió muchas obras en latín y más aún en alemán, cuyo título general es con frecuencia Pensamientos racionales sobre..., Wolff fue el introductor del alemán en las Universidades y en la producción filosófica. Su pensamiento consiste en la vulgarización y difusión de la filosofía de Leibniz, especialmente en sus partes menos profundas. Siguiendo los antecedentes de Clauberg y Leclerc, a finales del siglo XVII, introdujo la división de la metafísica en ontología o metafísica general, teología racional, psicología racional y cosmología racional (es decir, ontologías de Dios, el hombre y el mundo). La filosofía aprendida usualmente en Alemania en el siglo XVIII es la de Wolff; aquella frente a la que tendrá que tomar posición más inmediatamente Kant en su Crítica de la razón pura.

LA ESTÉTICA.– Una disciplina filosófica que se constituye independientemente en la Ilustración alemana es la estética, la ciencia de la belleza, que se cultiva de un modo autónomo por vez primera. El fundador de la estética fue un discípulo de Wolff, Alexander Baumgarten (1714-1762), que publicó en 1750 su Aesthetica. También se relaciona con estos problemas la actividad histórica de Winckelmann, contemporáneo de Baumgarten, que publicó su famosa Historia del arte de la Antigüedad, de tanta importancia para el estudio del arte y la cultura de Grecia.

LESSING.– El escritor que representa más claramente el espíritu de la Auklärung es Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781). Fue un gran literato, poeta, autor dramático, ensayista. Sintió una honda preocupación por cuestiones filosóficas, especialmente por el sentido de la historia y de la busca del saber. De Lessing es la famosa frase de que si Dios le mostrase en una mano la verdad y en la otra el camino para buscarla, escogería el camino. Su estudio sobre el Laocoonte es otro paso importante en la comprensión del arte griego. El racionalismo de Lessing –con tendencias spinozistas– es tolerante, no agresivo como el de Voltarire, y no tiene la hostilidad de éste a la religión cristiana.

LA TRANSICIÓN HACIA EL IDEALISMO ALEMÁN.– Las corrientes religiosas alemanas del siglo XVIII –concretamente el pietismo fundado por Spener y Franke– y el interés por la historia, llevan a la Ilustración alemana hacia otros caminos. Se vuelve a dar un alto valor al sentimiento –fenómeno que aparece en Francia con Rousseau–; se trata de encontrar el sentido de las grandes etapas históricas; se vuelve a la admiración por la Edad Media y por lo alemán, como reacción contra la Aufklärung, de un frío racionalismo. Aparece el movimiento llamado Sturm und Drang. Herder es tal vez el puente entre las dos tendencias. Después aparecerán una serie de escritores que preparan o acompañan al idealismo alemán, la gran etapa que va de Kant a Hegel.

3. La doctrina de la historia en Vico.

Al trazar un cuadro del panorama intelectual del siglo XVIII no debe omitirse la figura, un tanto inconexa, del filósofo napolitano Giambattista Vico (1668-1744). Aunque en rigor su pensamiento no encaja exactamente dentro de las formas y supuestos de la Ilustración, su posición histórica está determinada por condiciones afines y sus relaciones con los iniciadores de aquel movimiento intelectual son frecuentes.
Vico nació en la época en que Nápoles era un virreinato español. Era jurista y filósofo; fue el primero que puso en duda la existencia de Homero –antes se había disputado sólo sobre el lugar de su nacimiento–; para Vico, en cambio, Homero, Zoroastro o Hércules no son personas, sino épocas o ciclos culturales personificados. Después de publicar diversas obras latinas (De antiquissima Italorum sapientia ex linguae latinae originibus eruenda, De uno universi juris principio et fine uno, De constantia jurisprudentis), Vico escribió la famosa Scienza nuova (el título completo es Principj di scienza nuova d’intorno alla comune natura delle nazioni), cuya primera edición es de 1730, y la definitiva (llamada Scienza nuova seconda), de 1744.
La obra de Vico –de gran complicación y estructura confusa– considera como protagonista de la historia universal a una serie de naciones. Vico establece una serie de axiomas previos (degnitá) y señala que, mientras la filosofía considera al hombre como debe ser, la legislación lo considera como es. Esta toma los vicios del hombre y los aprovecha, transformándolos: de la ferocidad deriva la milicia; de la avaricia, el comercio; de la ambición, la vida de la corte. Estamos a mitad de camino entre la idea de naturaleza y la de historia. Las costumbres humanas tienen una cierta naturaleza, una estructura que se manifiesta en la lengua –por eso llama a la historia filología– y especialmente en los proverbios.
La evolución histórica de las naciones, que son los sujetos de la historia, acontece según un ritmo alterno de cursos y recursos (corsi e ricorsi). El curso consta de tres fases: a) La primera se caracteriza por un predominio de la fantasía sobre el razonamiento; es creadora. Vico la llama divina, porque crea dioses. Los hombres son fieros, pero reverencian a los que han creado; es la época de la teocracia. b) La edad heroica: se cree en héroes o semidioses de origen divino; la forma de gobierno es la aristocracia. c) La edad humana: gente benigna, inteligente, modesta y razonable; la forma de gobierno es la igualdad, que se traduce en la monarquía. Los hombres de la primera de estas edades son religiosos y piadosos; los de la segunda, puntillosos y coléricos; los de la tercera, oficiosos, enseñados por los deberes civiles. A estas tres etapas corresponden tres lenguas: una para los actos mudos y religiosos (lengua mental); otra para las armas (lengua de voces de mando); una tercera para hablar (lengua para entenderse). Estas ideas de Vico esbozan una teoría de las funciones del lenguaje.
Cuando un pueblo ha recorrido los tres estadios, empieza otra vez el ciclo: esto es el ricorso. No es una decadencia, sino una rebarbarización. Estas ideas resuenan en la teoría comtiana de los tres estados; pero en esta el estado positivo es el definitivo, a diferencia de lo que sucede con la edad humana en el esquema de Vico.

4. Los ilustrados españoles.

En España, la Ilustración tuvo caracteres propios: su principal rasgo fue la reincorporación de España al nivel de la época y a la ciencia y a la filosofía que se estaban haciendo desde el siglo XVII: la europeización (en lucha con el atractivo del popularismo castizo). Los ilustrados españoles no fueron irreligiosos, sino hombres deseosos de superar los abusos de la Iglesia o la falta de libertad, permaneciendo fieles a su fe. Partidarios de las reformas políticas y sociales, pero no revolucionarios; en su gran mayoría, desolados ante las violencias y falta de libertad durante la Revolución francesa. El reinado de Fernando VI (1746-1759) y el de Carlos III (1759-1788) sobre todo, representan una inteligente transformación de la sociedad española, comprometida durante el reinado de Carlos IV, en que se inicia una fuerte reacción, definitivamente destruida por la invasión napoleónica y las luchas políticas, y por el absolutismo de Fernando VII (1814-1833).
La Ilustración española es más receptiva que creadora, y filosóficamente muy modesta; sólo significó la incorporación del pensamiento moderno, en un momento en que la Escolástica había alcanzado su mayor decadencia. Las figuras principales son el benedictino Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), gallego, profesor en Oviedo, autor del Teatro crítico universal (8 vols.) y las Cartas eruditas y curiosas (5 vols.), gran ensayista de enorme difusión, comprensivo y tolerante, interesado en el desarraigo de las creencias erróneas y las supersticiones; su amigo y colaborador el P. Martín Sarmiento (1695-1771); el filósofo y médico Andrés Piquer (1711-1772), autor de una Lógica moderna y Filosofía moral para la juventud española; el doctor Martín Martínez (Filosofía escéptica); Antonio Xavier Pérez y López (Principios del orden esencial de la naturaleza); los jesuitas Juan Andrés (Origen, progreso y estado actual de toda la literatura, 10 vols., que representa admirablemente el nivel de la época), Esteban de Arteaga (La belleza ideal) y Lorenzo Hervás y Panduro (Historia de la vida del hombre, Catálogo de las lenguas de las naciones conocidas); la gran figura del siglo es Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811), autor de innumerables estudios y monografías, cuya mentalidad se muestra mejor que en parte alguna en sus Diarios (Véanse mis libros Los Españoles (1962) y La España posible en tiempo de Carlos III (1963)).

(Continuará)

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