sábado, 17 de septiembre de 2011

Historia de la filosofía – parte 21

Autor: Julián Marías.
Editorial: Biblioteca de la Revista De Occidente – Madrid – 1978.

CUARTO PENSAMIENTO.

Ese filósofo que ha vivido dos mil quinientos años puede decirse que existe: es el filósofo actual. En nuestro presente comportamiento filosófico y la doctrina que de él resulta, tenemos en cuenta y a la vista una buena parte de lo que se ha pensado antes sobre los temas de nuestra disciplina. Ello equivale a decir que las filosofías pretéritas colaboran en la nuestra, estén en ella actuales y vivaces.
Cuando por vez primera entendemos una filosofía nos sorprende por la verdad que contiene e irradia –es decir, que, por lo pronto, si no conociéramos otras, nos parecería sin más la verdad misma–. De aquí que el estudio de toda filosofía, aun para el muy gastado en estos encuentros, es una inolvidable iluminación. Consideraciones ulteriores nos hacen rectificar: aquella filosofía no es la verdad, sino tal otra. Pero esto no significa que quede anulada e invalidada aquella primera impresión: la arcaica doctrina sigue siendo “por lo pronto” verdad –entiéndase, una verdad por la que habrá que pasar siempre en el itinerario mental hacia otra más plena. Y esta a que se llega es más plena porque incluye, absorbe aquella.
En cada filosofía están todas las demás como ingredientes, como pasos que hay que dar en la serie dialéctica. Esa presencia será más o menos acusada y, tal vez, todo un viejo sistema aparece en el más moderno solo como un muñón o un rudimento. Esto es palmaria y formalmente así, si comparamos una filosofía posterior con las precedentes. Pero aun, viceversa, si tomamos una más antigua veremos al trasluz de ella, como gérmenes, como tenues perfiles, aún no encarnadas, muchas de las ideas posteriores –si se tiene en cuenta el grado de explicitación, de riqueza, de dimensiones y distinciones propio al tiempo en que aquella añeja filosofía fue pensada. Ni puede menos de ser así. Como los problemas de la filosofía son los radicales, no hay ninguna en que no estén ya todos. Los problemas radicales están inexorablemente ligados unos a otros, y tirando de cualquiera salen los demás. El filósofo los ve siempre, aunque sea sin conciencia clara y aparte de cada uno. Si no se quiere llamar a esto ver, dígase que, ciego, los palpa. De aquí que –contra lo que el profano cree– las filosofías se entiendan muy bien entre sí: son una conversación de casi tres milenios, un diálogo y una disputa continuos en una lengua común que es la actitud filosófica misma y la presencia de los mismos biscornutos problemas.
Con esto damos vista a un cuarto aspecto del pasado filosófico. El anterior nos lo hacía ver como la melodía de experiencias intelectuales por las que, frente a ciertos temas, tiene el hombre que ir pasando. Quedaba así afirmado, justificado el pretérito. Pero quedaba allí –en la región de lo sido. Embalsamado pero, entonces, muerto. Era una vista arqueológica. Mas ahora advertimos que esas experiencias hechas hay que hacerlas siempre de nuevo, bien que con la benéfica facilidad de haberlas recibido ya hechas. No quedan, pues, a nuestra espalda, sino que nuestra filosofía actual es, en gran parte, la reviviscencia en el hoy de todo ayer filosófico. En nosotros recobran eficacia siempre nueva las viejas ideas y se hacen perviventes. En vez de representarnos el pasado filosófico como una línea tendida horizontalmente en el tiempo, el nuevo aspecto nos obliga a figurarla en línea vertical porque ese pasado sigue actuando, gravitando en el presente que somos. Nuestra filosofía es tal cual es, porque se halla montada sobre los hombros de las anteriores –como ese número de “la torre humana” que hace la familia de acróbatas en el circo. O, si se prefiere otra figura, véase a la humanidad filosofando como un larguísimo camino que es forzoso recorrer siglo tras siglo, pero un camino que, conforme se va haciendo, se va enrollando sobre sí mismo y, cargado al dorso del caminante, de camino se transforma en equipaje.

Esto que acontece con el pasado filosófico no es sino un ejemplo de lo que acontece con todo pretérito humano.
El pasado histórico no es pasado simplemente porque no esté ya en el presente –esto seria una denominación extrínseca– sino porque le ha pasado a otros hombres de los cuales tenemos memoria y, por consiguiente, nos sigue pasando a nosotros que lo estamos de continuo repasando.
El hombre es el único ente que está hecho de pasado, que consiste en pasado, si bien no sólo en pasado. Las otras cosas no lo tienen porque son sólo consecuencia del pasado: el efecto se deja atrás y fuera la causa de que emerge, se queda sin pasado. Pero el hombre lo conserva en sí, lo acumula, hace que, dentro de él, eso que fue siga siendo “en la forma de haberlo sido” (Sobre esta categoría de la razón histórica que es el “ser en la forma de haberlo sido”, véase mi estudio Historia como sistema. [Obras completas, T. VI.]). Este tener el pasado que es conservarlo (de aquí que lo específicamente humano no es el llamado intelecto, sino la “feliz memoria”) (Véase el Prólogo al libro del Conde de Yebes. [Obras completas, T. VI.]) equivale a un ensayo modestísimo sin duda, pero, al fin, un ensayo de eternidad –porque con ello nos asemejamos un poco a Dios, ya que tener en el presente el pasado es uno de los caracteres de lo eterno. Si, en parejo sentido, tuviésemos también el futuro sería nuestra vida un cabal remedo de la eternidad –como dice Platón del tiempo mismo con mucha menos razón. Pero el futuro es precisamente lo problemático, lo inseguro, lo que puede ser o no ser: no lo tenemos sino en la medida que lo pronosticamos. De ahí el ansia permanente, en el hombre, de adivinación, de profecía. Durante la época moderna se ha dado un gran paso en la facultad de adivinar: es la ciencia natural que predice con rigor no pocos acontecimientos futuros. Y es curioso notar que los griegos no llamaban conocimiento sensu stricto a un método intelectual como nuestra ciencia física que, según ellos, se contenta con “salvar las apariencias” – –, pero sí acabaron por llamarle “divinatio artificiosa”. Véase en el tratado De Divinatione de Cicerón la definición de esta probablemente tomada de Posidonio y dígase si no es la definición de la ciencia física (De Divinationes I, XLIX (cito de la edición Didot por no tener otra a mi disposición). El término “divinatio artificiosa” me parece que no se halla hasta el I, LVI).
El hombre puede adivinar cada vez más el futuro y, por tanto, “eternizarse” más en esa dimensión. Por otra parte, puede ir cada vez más tomando posesión de su pasado. Cuando den fin las luchas presentes es probable que el hombre, con furia y ansia hasta ahora desconocidas, se ocupe de absorber pasado en proporciones y con vigor y exactitud nunca vistos: es lo que llamo y anuncio desde hace tantos años como aurora de la razón histórica.
Se halla, pues, el hombre en posibilidad muy próxima de aumentar gigantescamente sus quilates de “eternidad”. Porque ser eterno no es perdurar, no es haber estado en el pretérito, estar en el presente o seguir estando en el futuro. Eso es sólo perpetuarse, perennizarse –una faena, después de todo, fatigosa, porque significa tener que recorrer uno todo el tiempo. Mas eternizarse es lo contrario: es no moverse uno del presente y lograr que pasado y futuro se fatiguen ellos en venir al presente y henchirlo: es recordar y prever. En cierto modo, pues, hacer con el tiempo lo que Belmonte logró hacer con el toro; en vez de azacanearse él en torno al toro logró que el toro se azacanea se en torno a él. La pena es que el toro del Tiempo, en cuanto cabe concretamente presumir, concluirá siempre por cornear al Hombre que se afana en eternizarse.
La “eternidad” del Hombre, aun esa efectivamente posible, es sólo probable. Tiene siempre que decirse a sí mismo lo que aquel caballero borgoñón del siglo XV eligió como divisa: Ríen ne m’est súr que la chase incertaine: sólo me es segura la inseguridad. Nadie nos ha asegurado de que persistirá el espíritu científico en la humanidad, y la evolución de la ciencia está siempre amenazada de involución, de retroceso y aun de desvanecimiento.
Nuestra restrospección nos ha puesto de manifiesto que es indiferente calificar al pasado filosófico como conjunto de errores o como conjunto de verdades porque, en efecto, tiene de lo uno y de lo otro. Cualquiera de los dos juicios es parcial, y en vez de pelear más les vale, al cabo, juntarse y darse la mano. La serie dialéctica que hemos recorrido no es, en sus puntos temáticos, una hilera de pensamientos arbitrarios ni sólo personalmente justificados, sino el itinerario mental que habrá de cumplir todo el que se ponga a pensar en la realidad “pasado de la filosofía”. No es arbitrario ni nuestra la responsabilidad de que, partiendo de su totalidad, lo primero que advirtamos sea la muchedumbre de opiniones contradictorias y, por tanto, erróneas, que luego veamos cómo cada filosofía sortea el error del precursor y así lo aprovecha, que más tarde caigamos en la cuenta de que eso sería imposible si aquel error no fuese en parte verdad y, por fin, cómo esas partes de la verdad se integran resucitando en la filosofía contemporánea. Lo mismo que el experimento normal, merced al cual el físico encuentra que las cosas pasan de un determinado modo, que al ser repetido en cualquier laboratorio idóneo da el mismo resultado, esa serie de pasos mentales se impone a cualquier meditador. Se fijará o detendrá más o menos en cada articulación, pero todas son estaciones en las cuales su intelecto se parará un instante. Según veremos, la función del intelecto es pararse y, al hacerlo, parar la realidad que el hombre tiene ante sí. En la operación de recorrer la serie tardará más o menos, según sus dotes, según su temple físico, según el estado climático, según que goce de reposo o tenga disgustos (Aprovecho este caso para una intervención pedagógica dirigida a cualquier joven inexperto –ser joven es ser profesionalmente inexperto– que me lea. Es sumamente probable que ante las inmediatas frases del texto su reacción haya sido la siguiente: “Todo esto va de suyo y es trivial. ¡Ya sabemos que no se está igual todos los días! Por tanto, el autor al decirlo y acumular expresiones para lo mismo –el ‘no sentirse bien’– se entrega a la ‘retórica’. De todos modos, ahí no hay nada que sea un problema filosófico”. A lo cual respondo sólo que al llegar a la p. [la indicación de la página está en blanco en el manuscrito; y no parece hallarse entre las que llegó a escribir el autor] se acuerde de esta reacción suya, porque es posible que entonces reciba un choc, muy útil para que aprenda a leer los textos filosóficos). La mente adiestrada suele recorrer velocísimamente una serie dialéctica elemental como la expuesta. Ese adiestramiento es la educación filosófica, ni más ni menos misteriosa que la gimnasia o que el “cultivo de la memoria”. Cualquiera puede ser filósofo sin más que querer –se entiende que querer ejercitarse, sea rico o pobre, ya que la riqueza casi, casi estorba más que la pobreza (Véase en mi estudio En torno a Galileo, cómo la riqueza, la superabundancia de muchos bienes, es la causa de las grandes y, a veces, terribles crisis históricas. [Obras completas, T. V.]). Al percatamos que el pasado de la filosofía es, en realidad indiferente a su aspecto de error y a su aspecto de verdad nuestra conducta deberá ser no abandonar ninguno e integrarlos.
Una verdad, si no es completa, es algo en que no se puede uno quedar –en que no se puede “estar”. Recuérdese el ejemplo inicial del esferoide y el espacio en torno a él. Apenas se insiste en pensar bien aquel, nos echa fuera y nos dirige al “espacio en torno”. Por esto, tiene gran sentido lo que nos dice por sí misma, si sabemos oírla, la expresión corriente de nuestro idioma: “X está en un error”. Porque ella subentiende que el error es precisamente “aquello en que no se puede estar” (Para que se vea claro: esta expresión envuelve una intención reprobatoria; X hace algo que, por una u otra razón, no se puede hacer –estar en el error–. Pertenece a un tipo de expresiones como: X es un traidor, Y miente, Z confunde las cosas –que siendo positivas gramaticalmente, enuncian negatividades–. Lo negativo va en el predicado, positivo también en cuanto forma gramatical, pero que el dicente da por supuesto y admitido ser una realidad incuestionable negativa). Si se pudiese estar en el error no tendría sentido el esfuerzo de buscar la verdad. Y, en efecto, nuestro mismo idioma usa otra expresión conexa donde manifiesta lo que en aquella estaba subentendido: “X ha caído en el error de... “ El estar en el error es, pues, un caer –lo más opuesto al “estar”. Otras veces se da a esta problemática “estancia” en el error un sesgo, siempre negativo pero de carácter moral. No sólo se cae sino que “se comete el error..”., responsabilizando al caído de su caer.
Como las verdades pretéritas (Hablar de “verdad pretérita” parece indicar que la verdad tiene fecha, que data, cuando la verdad se ha definido siempre como algo ajeno al tiempo. Ya veremos, pero ahora quería sólo advertir que no se trata de un lapsus verbal y que si es un crimen no es impremeditado) son incompletas no se puede estar en ellas, y por eso sólo, son errores. Si hay errores de otra clase, es decir, errores que no son sino errores, cuyo error no consiste meramente en su carácter fragmentario, sino en su materia y sustancia, no es cuestión que al presente necesitemos elucidar.
Interrumpamos aquí esta serie dialéctica no porque, en rigor, no debiéramos continuarla, sino porque la ocasión de este epílogo no consiente decir más y basta con lo dicho. Mas ¿no es el error, según todo lo antecedente, interrumpir una serie dialéctica, no “seguir pensando”? Lo seria si la diésemos como completa, pero lo que hacemos es simplemente darla por bastante para el horizonte y el nivel de temas que vamos a tocar. Es bien obvio que en esa serie, como en la mirada que la inició, no se ha intentado más que una enorme macroscopía. Pero claro está, que quedan en esa misma dirección del pensamiento innumerables cosas por decir. Más aún, lo enunciado es sólo lo primario, y lo primario es siempre lo más tosco y grueso, aunque es forzoso decirlo y no es lícito saltárselo

Ni el espacio a que debo extenderme ni la finalidad didáctica del libro permiten más holgados desarrollos de este tema. Al hablar ahora me represento lectores no muy adiestrados aún en los modos de la Filosofía. Para facilitarles la tarea he dado a esta primera serie didáctica una expresión y aun ciertos relieves tipográficos que acusan enfáticamente las articulaciones del pensamiento al avanzar en su progresiva complicación o síntesis. En el resto de estas páginas abandono procedimiento tal a fin de caminar más aprisa dado por supuestos y dejando tácitos muchos de los pasos intermediarios que el pensamiento da y el lector puede suplir.
Mas siempre que sea posible conviene evitar al lector la molesta depresión resultante de anunciarle vagamente que quedan tácitas cosas más interesantes, más enjundiosas, sin hacerle ver, siquiera como muestra, algún perfil concreto de lo silenciado. Mas como esto, a su vez, sería impracticable en la mayoría de los casos, so pena de expresarse herméticamente multiplicando el laconismo por el tecnicismo, solo cabe, aquí y allá, por vía de ejemplo, presentar listas de temas precisos que se dejaron intactos. Con ello el lector cobra confianza en el autor, le abre crédito y se convence de que esos anuncios de profundidades taciturnas y de rigores aplazados son cosas efectivas. En suma, conviene a ambos –lector y autor– que el callar de este no pueda malignamente presumirse vacío, sino que se trasluzca más lleno que su decir.
Por eso agrego aquí algunos de los muchísimos temas que la serie sólo iniciada en este capítulo encontraría más adelante si siguiese. Los escojo entre los que pueden enunciarse con brevísimos términos, entenderse sin ninguna especial preparación, pero que, además, son problemas abiertos cuya solución reclamaría largas investigaciones incluso de carácter empírico, de hechos y “datos”.
1.º ¿Qué hubo, antes de iniciarse la filosofía, como ocupación homóloga en el hombre? Por tanto, si la filosofía es, a su vez, no más que un paso dado por el pensamiento desde otro anterior que no sería filosofía. Esto significa que la filosofía toda, desde su iniciación a esta fecha, aparecería como mero miembro de una serie “dialéctica” enormemente más amplia que ella. Sobre este tema que es inexcusable tendré que decir algo más adelante.
2.º Por qué empezó la filosofía, cuándo y dónde empezó.
3.º Si ese comienzo, por sus condiciones concretas. lastró a la filosofía con limitaciones milenarias de que necesita liberarse.
4.º Por qué en cada época la filosofía se para en determinado punto.
5.º Si en la melodía de experiencias intelectuales que es el pasado filosófico no han faltado determinadas experiencias. Esto tendría para mí la especial importancia de hacer reparar al lector que lo dicho en el texto no da por supuesto que el proceso histórico de la filosofía ha sido “como debía ser”, que no hay en él imperfecciones, agujeros, fallas graves, importantes ausencias, etc. Para Hegel, el proceso histórico –el humano general y, en especie, el filosófico– ha sido perfecto, el que “tenía que ser”, el que “debía ser”. La historia, nos afirma, es “racional”, pero bien entendido, esta “racionalidad” que, según él, tiene la historia, es una “razón” no histórica, sino, con ligeras modificaciones, la que desde Aristóteles se conocía y desde entonces fue reconocida como lo opuesto a la historicidad; lo invariable, lo “eterno”. Yo pienso que es urgente invertir la fórmula de Hegel y decir que, muy lejos de ser la historia “racional”, acontece que la razón misma, la auténtica es histórica. El concepto tradicional de razón es abstracto, impreciso, utópico y ucrónico. Mas como todo lo que es tiene que ser concreto si hay razón, esa tendrá que ser la “razón concreta”. (Véase del autor Historia como sistema, 1935, y, como prefórmula de la idea, El tema de nuestro tiempo, de 1923, Algo sobre la historicidad de la razón en Ensimismamiento y alteración, 1939 (Buenos Aires), y en Prólogo a Veinte años de caza mayor del Conde de Yebes, 1943). [Obras completas, tomos VI, III, V y VI. El trabajo Ensimismamiento y alteración es el capítulo I del libro El hombre y la gente. En Obras completas, tomo VII]

En cambio, vamos ahora –tras una breve reflexión sobre lo que acabamos de hacer, que nos rendirá un importante teorema ontológico– a inaugurar, partiendo del mismo asunto (el pasado filosófico), otra serie dialéctica con ruta muy distinta.

II. LOS ASPECTOS Y LA COSA ENTERA.

Si suspendemos por unos momentos nuestra ocupación con el pasado filosófico y, en su lugar, reflexionamos sobre lo que nos ha pasado con él al desarrollar la anterior serie dialéctica, podernos lograr una generalización importante. Ese pasado se nos fue presentando bajo diferentes aspectos, cada uno de los cuales quedó formulado por nosotros en lo que solemos llamar “concepto, noción, idea de una cosa”. Por nuestro gusto, nos hubiésemos contentado con uno, con el primero. Era lo más cómodo. Pero la realidad que teníamos delante –el pasado filosófico–, no nos dejó, sino que nos obligó a movilizarnos, a transitar de un aspecto a otro y, paralelamente, de una “idea” a otra. ¿Quién tiene la culpa de que nos fuese inevitable tomarnos todo ese trabajo, la realidad, la cosa o nosotros, nuestra mente? Veamos.
Si el lector mira con los ojos de su cara la superficie de la mesa o la pared que acaso tiene ahora delante y aun esta página del libro e insiste un rato en su inspección ocular notará una cosa tan trivial como extraña. Notará que lo que efectivamente ve de la pared en un segundo momento no es del todo lo mismo que lo visto en el primero. Y no es que la pared, en tan breve término, haya por sí cambiado. Pero puntos, formas, pequeñas grietas, menudas manchas, matices de color que primero no se veían se revelan en el segundo momento –donde revelar puede entenderse, por lo pronto, como en fotografía. En efecto, se presentan de repente y, sin embargo, con el carácter de que ya estaban allí antes, pero inadvertidos. Si el lector se hubiera obligado –lo que es prácticamente imposible– a formular en conceptos y, por tanto, en palabras lo que vio en cada uno de esos dos momentos notaría que las dos fórmulas o conceptos de la pared eran diferentes. La escena se reproduciría indefinidamente si continuara indefinidamente mirando la pared: esta, como un hontanar inagotable de realidad, iría “manando” contenido siempre imprevisto que se iría, de momento a momento, revelando. La cosa, en este ejemplo, ha permanecido quieta: es nuestro ojo quien se ha movido dirigiendo el eje visual ora a un trozo, ora a otro. Y a cada disparo de mirada que la pupila hacía, la pared, herida en sus entrañas, dejaba escapar nuevos aspectos de sí misma. Pero aun sin mover la pupila hubiera sido lo mismo, porque la pared hace también moverse nuestra atención. En el primer instante nos habríamos fijado en determinados componentes, en el segundo en otros, y a cada fijación nuestra la pared habría correspondido con otra fisonomía. Es este un fenómeno de valor paradigmático que, a veces, resulta conmovedor. Si se toma la menuda hoja de un árbol y se la mira con insistencia, se ve primero sólo su forma general y luego a ella misma; la hoja va solicitando nuestra mirada, moviéndola, itinerándola sobre su superficie, guiándola de suerte que se nos revela la maravillosa estructura de gracia geométrica, “constructiva”, arquitectónica, increíble que forman sus innumerables nerviecillos. Para mí, esta experiencia impremeditada ha sido inolvidable –lo que Goethe llamaba un “protofenómeno”– y a ella debo, literalmente, toda una dimensión de mi doctrina: que es la cosa el maestro del hombre; sentencia de contenido mucho más grave de cuanto ahora se puede suponer (Véase una insinuación de ella en mi ensayo La “Filosofía de la historia” de Hegel, y la historiología, 1928. [Obras completas, T. IV]). Pero necesito añadir esto: yo no he acabado nunca de ver una hoja.
Por ventura, es más claro ejemplo que nos propongamos ver una naranja. Primero vemos de ella sólo una cara, un hemisferio (aproximadamente) y luego tenernos que movernos e ir viendo hemisferios sucesivos. A cada paso, el aspecto de la naranja es otro –otro que se articula con el anterior cuando este ha desaparecido ya, de suerte que nunca vemos junta la naranja y tenemos que contentarnos con vistas sucesivas. En este ejemplo, la cosa reclama ser vista completa con tal vehemencia que tira de nosotros y nos hace materialmente girar en torno a ella.
No tiene duda que es la naranja, la realidad, quien, por su parte, es causa de que pasemos de un aspecto a otro, quien nos obliga a desplazarnos y fatigarnos. Pero es claro que esto lo hace porque, en cada momento, nosotros sólo podemos mirarla desde un punto de vista. Si fuésemos ubicuos y, a la vez, pudiéramos verla desde todos los puntos de vista, la naranja no tendría para nosotros otros “aspectos diversos”. De un golpe la veríamos entera. Somos, pues, también causantes de nuestro propio trabajo.
Nuestro movimiento de traslación en torno a la naranja para ir viéndola, si no fuese mudo, sería un ejemplo cabal de serie dialéctica. La condición de nuestro pensar por la que suele llamársele “discursivo” (El término es confuso porque en el pensar hay un lado intuitivo y otro “lógico” o conceptual. Pero no conviene aquí entrar en este asunto), es decir, que corre a brincos discontinuos, hace que tengamos que recorrer, paso a paso, haciendo altos, la realidad. A cada paso tomamos una “vista” sobre ella y estas vistas son, de un lado –el sensu stricto intelectual, los “conceptos” o “nociones” o “ideas”; de otro –el intuitivo, los “aspectos” correlativos de la cosa. Este recorrer supone tiempo y cada hombre dispone de poco y la humanidad hasta la fecha no ha dispuesto de más que, aproximadamente, un millón de años. De aquí que no sean fabulosamente muchas las “vistas” que hasta ahora se han tomado sobre la Realidad. Se dirá que podía haberse aprovechado más el tiempo porque es palmario que se pierde mucho (Véase nota anterior, p. 499). Ciertamente, mas para corregir esto último fuera menester, entre otras cosas, averiguar antes por qué la historia pierde tanto tiempo, por qué no marcha más de prisa, por qué “los molinos de los Dioses muelen tan despacio”, como ya sabía Homero (Ilíada, XV, 160). En suma, hay que dar razón, no sólo del tiempo histórico, sino de su diverso tempo, de su ritardando y de su accelerando, de su adagio y su allegro cantabile, etc. De donde resulta la extravagante pero evidente consecuencia de que, encima de haber perdido los hombres todo ese tiempo, tienen que gastar otro en dedicarse “à la recherche du temps perdu” (También aquí el lector, que no suele ver las cosas de que está hablando el autor, sino quedarse fuera mirando las palabras con que habla, como los zapatos de un escaparate, juzgará petulantísimamente que es esto sólo un juego de palabras. Le emplazo hasta la aparición próxima de un libro mío, donde hallará un ejemplo concretísimo y compacto de cómo es lo arriba dicho literalmente verdad y, en ocasiones, no hay más remedio que ocuparse en “buscar el tiempo perdido” por sí mismo o por otro, por una nación o por la humanidad entera).
No es la presente ocasión oportuna para intentarlo. Ahora se trata de que, en cada momento, tenemos de la realidad sólo un cierto número de vistas que se van acumulando. Estas vistas son, a la vez, “aspectos de la cosa”.
El “aspecto” pertenece a la cosa, es –si queremos decirlo crudamente– un pedazo de la cosa. Pero no es sólo de la cosa: no hay “aspecto” si alguien no mira. Es, pues, respuesta de la cosa a un mirarla. Colabora en ella el mirar porque es este quien hace que en la cosa broten “aspectos”, y como ese mirar tiene en cada caso una índole peculiar –por lo pronto mira en cada caso desde un punto de vista determinado–, el “aspecto” de la cosa es inseparable del vidente. Mas, déjeseme insistir: como, al fin y al cabo, es siempre la cosa quien se manifiesta a un punto de vista en alguno de sus aspectos, estos le pertenecen y no son “subjetivos”. De otra parte, dado que son sólo respuesta a la pregunta que todo mirar ejecuta, a una inspección determinada, no son la cosa misma, sino solo sus “aspectos”. Con un modismo de sobra vernacular, diríamos que el “aspecto” es la “cara que nos pone” la realidad. La pone ella pero nos la pone a nosotros (Y a la verdad, podría, en vez de “aspecto”, dotarse con toda formalidad al vocablo “cara” de valor terminológico en ontología). Si cupiese integrar los incontables “aspectos” de una cosa, la tendríamos a ella misma, porque la cosa es la “cosa entera”. Como eso es imposible, tenemos que contentarnos con tener de ella sólo “aspectos” y no la cosa misma –como creían Aristóteles o Santo Tomás.
Lo que por parte de la cosa es “aspecto”, por parte del hombre es la “vista” tomada sobre la cosa. Se le suele llamar “idea” (concepto, noción, etc.). Pero este es un término que hoy tiene sólo significado psicológico, y el fenómeno radical que ahora nos ocupa no tiene nada de psicológico. Sin duda, para que la cosa nos ofrezca sus “aspectos” y –lo que es igual, sólo que considerado desde el “sujeto” que tiene la cosa delante– el hombre pueda tomar sobre ella sus “vistas”, tienen que funcionar todos los aparatos corporales y psíquicos. La psicología, la física y la fisiología estudian estos funcionamientos, mas esto quiere decir que esas ciencias parten como de algo previo, que está ahí antes que ellas y que es causa de que ellas existan, del fenómeno primario y radical que es la presencia de la cosa ante el hombre en la forma de “aspectos” o “vistas”. El funcionamiento de estos aparatos y mecanismos no interesa nada a la cuestión que nos ocupa. Tanto da que funcionen de un modo como que funcionen de otro, pues lo único que importa es el resultado: que el hombre se encuentra con que ve cosas.
No se trata de psicología ni cien leguas de ella (Esto no quiere decir que la psicología no sea una disciplina fabulosamente interesante, a la cual debían las gentes aficionarse más porque es asequible, bastante rigorosa y sobremanera divertida. Con preparación muy modesta se puede trabajar en ella con resultados positivos y de propia creación. Va para diez años que tuve el propósito de iniciar en España una campaña pro Psicología, aprovechando el entusiasmo y las excepcionales dotes de organizador que el Dr. Germain posee. Yo no soy psicólogo ni hubiera podido dedicarme a serlo, pero he sido aficionado, y esto me hubiera permitido despertar curiosidades, suscitar vocaciones y promover grupos de estudiosos y curiosos en la materia en tomo a las personas que ya de antemano, denodadamente y sin apoyo se ocupaban de esta ciencia, sobre todo en Barcelona y en Madrid). Se trata de un hecho metafísico o, con otro nombre, ontológico. Y los hechos metafísicos –que no son misteriosos o ultracelestes, sino los más simples, los más triviales y los más “perogrullescos”– son los hechos más de verdad “hechos” que existen, anteriores a todos los “hechos científicos” que suponen a aquellos y de ellos parten.
De aquí que conviniera desalojar de la terminología filosófica el vocablo “idea”, palabra en último grado de degradación y envilecimiento, puesto que ni en psicología significa ya nada preciso, auténtico, unívoco. En Grecia –pues se trata de una palabra griega, no latina y menos aún románica– tuvo su gran momento, su hora de estar en forma. Con Dion, amigo y discípulo de Platón, llegó a reinar literalmente, aunque sólo unos días, en Siracusa, y en Atenas fue algún tiempo casi la opinión “reinante”. Fue nada menos que la Idea, las Ideas platónicas. Al trato con ellas llamó Platón “dialéctica”, de la cual dice que es el “arte real” – –. ¡Quién lo diría, contemplando su grasiento, desdibujado y nulo papel actual! Diable qu’il a mal tourné ce mot “idée”!
Pues bien, la versión más exacta del término Idea, cuando Platón lo usaba, sería “aspecto”. Y él no se ocupaba de psicología, sino de ontología. Porque, en efecto, pertenece a la Realidad tener “aspectos”, “respectos” y, en general, “perspectiva”, ya que pertenece a la Realidad que el hombre esté ante ella y la vea (Esto es lo que vamos a ver más adelante. En este capitulo se trata solo de precisar una terminología, no de fundamentar la verdad de lo que ella enuncia. Por qué hablamos de Realidad, por qué última mente aseguramos que tiene “aspectos”, lo cual supone que alguien lo está siempre viendo, etc., son temas radicales de que luego nos vamos a ocupar; sin embargo, los ejemplos dados –pared, mesa, página de libro o bien la hoja del árbol– se bastan a sí mismos para justificar por el pronto y en esos casos cuando menos, la terminología, puesto que esta enuncia eficazmente lo que, por lo menos, en esos casos efectivamente pasa). Casi son equivalentes los términos perspectiva y conocimiento. Es más, lleva aquel la ventaja de avisar por anticipado de que el conocimiento no es sólo un “modus cognoscentis”, sino una positiva modificación de lo conocido –cosa que Santo Tomás no aceptaría–; que es la cosa trasmutada en meros “aspectos” y sólo “aspectos”, a los cuales es esencial constituirse en una perspectiva. El conocimiento –y aludo a él ahora no más que de soslayo– es perspectiva, por tanto, ni propiamente un ingreso de la cosa en la mente como creían los antiguos, ni un estar la “cosa misma” en la mente per modum cognoscentis, como quería la escolástica, ni es una copia de la cosa como [Falta el final de la frase], ni una construcción de la cosa como supusieron Kant, los positivistas y la escuela de Marburgo –sino que es una “interpretación” de la cosa misma sometiéndola a una traducción, como se hace de un lenguaje a otro, diríamos del lenguaje del ser, que es mudo, al lenguaje decidor del conocer. Este lenguaje al que es traducido el ser es, ni más ni menos, el lenguaje, el logos. Conocer, en su postrera y radical concreción, es dialéctica ––, ir hablando precisamente de las cosas. La palabra enuncia las vistas en que nos son patentes los aspectos de la Realidad.

Siendo el conocimiento un asunto que el hombre tiene con las cosas, habrá que referirse a él contemplándolo unas veces desde el hombre y otras desde las cosas. El asunto, la realidad que se contempla –el fenómeno “conocimiento”– es, en ambos casos, el mismo y sólo nuestro punto de vista el que ha variado. De aquí que convenga poseer un doblete de término, “vista” y “aspecto”. En fin, tienen ambas denominaciones la ventaja de recordar constantemente que pensar es últimamente “ver”, tener presente la cosa, es decir, intuición. Téngase en cuenta que al lenguaje, la palabra, el nombre, atañen, aparte otras que no hacen al caso, dos funciones: una, permitirnos manejar una cantidad enorme de conceptos, de ideas en forma “económica”, ahorrándonos efectuar realmente el acto de pensar que esos conceptos e ideas son. En la mayor parte de los casos, lo que descuidadamente llamamos pensar no lo es propiamente, sino sólo su abreviatura. En esta función cada palabra es sólo un “vale” por la efectiva ejecución de un pensamiento, y con ella el lenguaje nos permite “abrirnos un crédito” intelectual con que fundamos, como grandes industrias, las ciencias. Pero el negocio bancario no puede consistir sólo en abrir créditos. Esta función es correlativa de otra y la reclama: realizar los créditos hechos. De aquí la otra función del lenguaje que es la decisiva: cada palabra nos es una invitación a ver la cosa que ella denomina, a ejecutar el pensamiento que ella enuncia. Porque pensamiento, repito y repetiré sin cesar en estas páginas, es en postrera y radical instancia un “estar viendo algo y de eso que se está viendo, fijar con la atención tal o cual parte”. Diremos, pues, que es pensar “fijarse en algo de lo que se ve”.

Pero esta nueva terminología nos permite hacer ver con claridad un equívoco muy perjudicial que se perpetúa en la antigua. Han solido llamarse “ideas verdaderas” aquellas que representan o a que corresponden realidades. Pero esa denominación, aparte otras muchas deficiencias, es contradictoria porque lleva dentro un empleo equívoco, dual del término “realidad”. Por una parte, es este un concepto epistemológico y, en cuanto tal, no significa más sino que hay efectivamente en lo real aquello mismo que el pensamiento piensa o, en otro giro, que la idea efectivamente idea lo que hay en la realidad. Si digo que la nieve es blanca, digo verdad porque efectivamente encuentro en la nieve eso que llamo “blancura”. Si digo que es negra, pasa lo contrario. En este sentido se alude, pues, a la “realidad de la idea” y se desatiende la “realidad de lo real”. Este es un concepto “ontológico” y significa la cosa según es –y la cosa no es sino la “cosa entera”, su integridad. Pues bien, la mayor parte de nuestras “ideas verdaderas” no representan sino sólo uno de los componentes de la cosa que en aquel momento nuestra mente halla, ve y aprehende –por tanto, un mero “aspecto” parcial, arrancado a la cosa, abstracto, aunque “real” en el primer sentido del término. Esta es la causa más frecuente de nuestros errores porque nos lleva a creer que asegurarnos de si una idea es verdad se reduce a confirmar ese único carácter “real” de la idea que es enunciar un “auténtico aspecto” –a no buscar su integración confrontando la idea no sólo con el “aspecto” que ella enuncia, sino con el decisivo carácter de la realidad que es “ser entera” y, por lo mismo, tener siempre “más aspectos”.

Dado el paralelismo forzoso entre los problemas de la Realidad y los problemas de la Verdad, era inevitable que se reprodujese el mismo equivoco al usar el término “verdad”. Se olvida demasiado que esta palabra, aun en el lenguaje más vulgar, significa primariamente “lo que es completamente verdad” y sólo secundariamente tiene un segundo sentido más modesto, resignado y parcial; “aquello que, aun no siendo toda la verdad, lo es en parte porque no es un error”. Que “la nieve es blanca” es, en parte, verdad porque en la nieve hay blancura, pero, primero, existen muchas cosas blancas cuya blancura es de distinto matiz que la de la nieve –luego el predicado “blancura” dicho de la nieve sólo es verdad si lo tomamos con su especial matiz que en la proposición no consta y hace de ella una verdad incompleta, parcial, en peligro de ser falsa. Segundo, de hecho hay nieves que, aun recién caídas, no son blancas. Tercero, la nieve es innumerables otras cosas aparte de ser blanca. El vocablo “es” en la expresión “la nieve es...” tiene también un sentido máximo que sólo se llenaría si el predicado dijese todo lo que la nieve es. Pero, como “realidad” y “verdad” el “es” posee sentidos secundarios y deficientes.


III. SERIE DIALÉCTICA.

El ejemplo de la naranja y, de otro lado, nuestra misma conducta al recorrer los cuatro aspectos primeros que nos presenta el pasado filosófico, son dos “series dialécticas”. La reflexión que acabamos de hacer sobre lo que en esos “discursos” o desarrollos mentales nos había pasado, nos permite tener una primera comprensión de lo que es una “serie dialéctica”. Esa primera comprensión es suficiente para que manejemos y aprovechemos este término en todo lo que viene a inmediata continuación. Más tarde, al enuclear el tema “pensar” tendremos que entrar en los entresijos de la realidad que con ese nombre denunciamos. No vaya el lector a quedarse de muestra delante del término “serie dialéctica”, creyendo que por fuerza hay tras él gran pieza, por su teatral prestancia que recuerda la guardarropía terminológica de los antiguos sistemas románticos alemanes, propios de un tiempo en que los filósofos eran solemnísimos y ante el público actuaban como ventrílocuos del Absoluto. Se trata de cosa muy poco importante y muy casera, pero que resulta cómoda.
El término se limita a denominar el siguiente conjunto de hechos mentales que se producen en todo intento de pensar la realidad:
Toda “cosa” se presenta bajo un primer aspecto que nos lleva a un segundo, este a otro y así sucesivamente. Porque la “cosa” es “en realidad” la suma o integral de sus aspectos. Por tanto, lo que hemos hecho ha sido:
1.º Pararnos ante cada aspecto y tomar de él una vista.
2.º Seguir pensando o pasar a otro aspecto contiguo.
3.º No abandonar, o conservar los aspectos ya “vistos” manteniéndolos presentes.
4.º Integrarlos en una vista suficientemente “total” para el tema que en cada caso nos ocupa.
“Pararse”, “seguir”, “conservar” e “integrar” son, pues, las cuatro acciones que el pensar dialéctico ejecuta. A cada una de esas acciones corresponde un estado de nuestra investigación o proceso de comprensión o pensamiento. Podemos llamarlas las articulaciones en que va armándose nuestro conocimiento de la cosa.
Ahora bien, todo el quid está en que cada “vista” de un “aspecto” reclama que avancemos para ver otro. La cosa, como hemos dicho, tira de nosotros, nos fuerza a marchar de nuevo después de habernos parado. Esa nueva “vista” reclamada por la primera, será la de otro “aspecto” de la cosa –pero no uno cualquiera, sino el aspecto que en la cosa está contiguo al primero. En principio, el pensar dialéctico no puede saltarse ningún aspecto, tiene que recorrerlos todos y, además, uno tras otro. La contigüidad “lógica” de las “vistas” (vulgo, conceptos) proviene de la contigüidad por implicación. El concepto de 1 es contiguo al concepto 2, porque está en este inmediatamente implicado. La contigüidad dialéctica es como la del concepto “espacio en torno” reclamado por el concepto “tierra”. Es una contigüidad de complicación. Como Hegel llamó ilustremente al pensar sintético o complicativo “dialéctica”, yo busco con este término continuidad con la tradición. Pero nótese lo poco que tiene que ver con la dialéctica de Hegel (Dejo para otro trabajo una exposición que precise lo que hay de común (muy poco) y lo que hay de divergente (todo el resto) entre el uso de este término en la obra de Hegel y en las páginas de este libro).
Pero un camino que se hace de un punto al punto contiguo es lo que en geometría constituye la línea recta. Tenemos, pues, que el pensar dialéctico marcha sólo en línea recta y viene a ser como los fen shui, o espíritus peligrosos que tanto preocupan a los chinos. Porque es el caso que estas entidades, fautoras del bien y del mal para los hombres, sólo pueden desplazarse rectilíneamente. Por eso, el borde de los tejados chinos está encorvado hacia arriba. De otro modo, un fen shui que se instale en el tejado se deslizaría en línea recta cayendo sobre el huerto o jardín, proximidad de gran peligro, pero al encontrar rizado hacia lo alto el borde del tejado no tiene más remedio que salir disparado con rumbo al firmamento.
Esta contigüidad de los pasos mentales hace que el pensar constituya una serie y del tipo más sencillo. Conste, pues, que si hablo de “serie dialéctica” es desgraciadamente nada más que porque se trata de una serie cualquiera y vulgar, como lo es una “serie de números”, una “serie de sellos” o una “serie de disgustos”. Que en este caso la serie lo sea de pensamientos, de conceptos, ideas o “vistas” no es cosa para armar gran estrépito.
Supóngase que nos ponemos a pensar sobre un tema cualquiera, grande o chico, y que apuntamos en una cuartilla, uno debajo de otro, los pensamientos a que vamos llegando guiados por la intuición o visión de la cosa, hasta que juzguemos oportuno hacer alto. Eso será la “serie dialéctica X”, donde X=sobre tal tema. El título de este tema podemos ponerlo encabezando la cuartilla y archivar esta en un fichero, para tenerla a mano cuando sea menester. Esto es lo que yo he hecho mientras escribía estas páginas a fin de no olvidar lo que se me ocurría.
De donde resulta que el término tremendo, prometedor de profundidades, descubre a la postre su humildísima condición de mero instrumento de catalogación, para no olvidarse el autor, y de guía, para no perderse el lector. Este libro es una serie de series dialécticas. Podría haberse llamado la cosa de muchas otras maneras. Búsquelas el lector y verá que la escogida por mí, pese a su perfil grandilocuente, es la más sencilla y trivial.
Este “chisme” o utensilio de taller que es la serie dialéctica sirve inclusive para facilitar su tarea perforante al crítico, porque se pueden adjudicar números 1, 2, 3... o letras A, B, C... a los pasos del pensar en que ella consiste y así permitir con toda precisión y comodidad señalar el punto que no se entiende o que parece erróneo o menesteroso de alguna corrección o complemento (Sin que pueda detenerme ahora en ello, hago notar la graciosa coincidencia que esta numeración de las “ideas” en la serie tendría con los famosos y enigmáticos “números ideales” de Platón. Porque también allí se trata de que a la serie dialéctica de las Ideas desde la primera y envolvente (la idea del Bien) hasta la última y concreta –la “especie indivisible” o  – se pone paralelamente la serie de los números, de suerte que a cada Idea corresponde un número –porque ambas series son “isomorfas”, que hoy dicen los matemáticos. Débese a Stenzel haber comenzado a descifrar este enigma de los “números ideales” o “Ideas-números” en Platón, viejo de veintitrés siglos, en su libro Zahl und Gestalt bei Piaton und Aristoteles, l924).

IV. LA MISMIDAD DE LA FILOSOFÍA.

Imaginemos una pirámide y que nos instalamos en un punto de ella situado en una de sus aristas. Luego damos un paso, esto es, pasamos a uno de los puntos contiguos a derecha o izquierda de la arista. Con estos dos puntos hemos engendrado una dirección rectilínea. Seguimos pasando de punto a punto, con lo cual nuestro andar habrá dibujado una recta en esa cara de la pirámide. De pronto, por motivos cualesquiera de arbitrio, conveniencia u oportunidad, nos detenemos. En principio podíamos seguir mucho más adelante en la misma dirección. Esa recta es símbolo estricto de nuestra primera serie dialéctica que llamaremos Serie A.
Ahora, sin abandonar la recta en que estábamos, retrocedemos y nos reinstalamos en el punto de partida en la arista. Una vez allí, decidimos seguir, siempre en línea recta pasando al otro punto contiguo que, siendo nuestro camino actual de retroceso y, por tanto, con dirección inversa, nos llevará más allá de la primera recta. Pero he aquí que hallándonos en un punto de la arista, el otro punto contiguo, aun buscando en la misma dirección, no se halla ya en la misma cara de la pirámide que los anteriores. Sin proponérnoslo, pues, al andar hacia atrás y recobrar con itinerario inverso el mismo punto de partida pasamos no sólo a otro punto, sino a otra cara de la pirámide.
Esto es lo que vamos a hacer ahora. Con estricta continuidad en nuestro pensar, al volver a ver, con marcha de dirección opuesta, el hecho inicial –el pasado filosófico–, vamos a verlo por otra de sus caras y la serie de aspectos que ahora van a surgir ante nuestros ojos van a ser muy distintos de los anteriores. Partiendo, pues, otra vez del propio panorama que es, la historia de la filosofía, vamos a engendrar una nueva recta mental, una segunda “serie dialéctica”, que llamaremos serie B.
Se recordará que al “primer aspecto”, el pasado filosófico nos pareció como una “muchedumbre de opiniones sobre lo mismo”. Era la primera vista que sobre aquella realidad tomábamos, y la primera vista es normalmente tomada desde lejos (Cuando no es así se trata de un encuentro anormal con una realidad que nos la presenta desde luego como inmediata, clara, precisa. Esto produce en el hombre un choc tan grande que provoca en él fenómenos anómalos –en bueno y en mal sentido–. Uno de ellos es la extraña crisis súbita que se llama “conversión”, otra es el “éxtasis repentino”, otra el “deslumbramiento”, etc.).
Sólo se ve confusión. Ya veremos cómo es la “confusión” un estadio primerizo de todo conocimiento, sin el cual no se puede ir saliendo a lo claro. Lo importante en el que quiera de verdad pensar es no tener demasiada prisa y ser fiel en cada paso de su itinerario mental al aspecto de la realidad que a la sazón tiene a la vista, evitando despreciar los primeros, distantes y confusos aspectos por una especie de snob urgencia que le hace desear llegar en seguida a los más refinados.
Pero ante esa “muchedumbre de opiniones sobre lo mismo”, lo que nos llamó primero la atención fue el momento “muchedumbre”. Vimos el pasado filosófico como una gota de agua donde pululaban caóticamente los infusorios de las doctrinas, sin orden ni concierto, en franca divergencia y universal guirigay, peleándose los unos con los otros. Era un paisaje de infinita inquietud mental. La historia de la filosofía tiene, en efecto, y no hay por qué ni para qué ocultarlo, un divertido aspecto de dulce manicomio. La filosofía que, si algo parece prometernos, es la máxima sensatez –“la verdad”, “la razón”– se nos muestra, por lo pronto y tomada en su conjunto histórico, con rasgos muy similares a la demencia. Conviene que el lector se vaya acostumbrando a estas metamorfosis porque en este libro va a asistir a muchas (La razón de ello es simplicísima. Siendo propio a la realidad presentar aspectos distintos según desde dónde y cómo se la mire, cada uno de ellos es una “forma” o figura, o morphé que la realidad toma y, al irlos nosotros advirtiendo, presenciamos su “transformación”, “transfiguración” o “metamorfosis”).
Obsesionados por ese carácter de muchedumbre y divergencia, a él solo atendimos y él nos llevó inevitablemente en la dirección de la Serie A. Pero ahora, habituados ya a la aparente pluralidad y discrepancia de las filosofías, dominadas intelectualmente estas por nuestro pensamiento y convencidos de que “no hay tal” a la postre, nos desinteresamos, al menos por un rato, de ese momento y entonces salta a nuestra vista el otro, a saber: que, si bien muchas y discrepantes, son opiniones sobre lo mismo. Esto nos invita a buscar mirando al trasluz la muchedumbre de las filosofías, la unidad, más aún, la unicidad de la filosofía; a descubrir al través de las diferentes doctrinas lo que en ellas hay de lo mismo. De otro modo no tendría sentido llamar a esas doctrinas, pese a sus divergencias, “filosofías” o nombres afines. Ello implica que, bajo sus caretas de antagonistas, todas son la misma filosofía, es decir, que las filosofías no son mera muchedumbre, no son sólo esta y aquella y la de más allá, sino que tienen últimamente una mismidad. Entiéndase, esperamos, sospechamos, presumimos que la tengan.
Partimos, pues, jovialmente al arriscado viaje en busca de la mismidad de la filosofía. Inmediatamente vamos a notar que esta nueva andanza nos lleva en dirección hacia lo interior de las filosofías, nos lleva a sus entrañas, a un “dentro”, intimidad y reconditez, en comparación con el cual todo lo visto en la Serie A era extrínseco, corteza, dérmato-esqueleto.
Bien, y ¿cómo procederemos? Pensará acaso el lector que debemos comenzar por tomar una a una, en su sucesión cronológica, cada filosofía y mirar “lo que tiene dentro”. Luego compararíamos esas entrañas de cada una y veríamos si coincidían o no, si eran las mismas entrañas que habían servido a muchos cuerpos distintos.
Pero en primer lugar no sería ya una mirada panorámica de resumen sobre el conjunto del pasado filosófico que a este dirigimos al acabar la lectura del libro de Marías y que, según dijimos, era como una despedida a ese continente pretérito. En segundo lugar, detenerse a fondo en cada doctrinal equivaldría a ser infiel con la primera vista que ahora tomamos sobre la mismidad de la filosofía, en la cual se nos ofrece un aspecto modestísimo de ella, pero que no hay por qué saltarse. La ciencia se ha formado y ha progresado gracias a no saltarse los aspectos modestos. La física existe porque existe la astronomía matemática y esta, a su vez, porque Keplero vivió años detenido respetuosamente, religiosamente ante una ridícula diferencia de cinco minutos de arco que había entre los datos de observación sobre colocación de los planetas anotados con minucia prodigiosa por Tycho-Brahe y su “primera solución” al sistema de sus movimientos en torno al Sol. En esa errónea solución los planetas describían aún órbitas circulares. Al oprimir Keplero durante un apasionado trabajo de años esas circunferencias sobre los datos de Tycho que de ellas divergían, las circunferencias se ablandaron, se alargaron un poco y resultaron las ilustres elipses de que ha vivido la humanidad hasta Einstein. Esas elipses, combinadas con las leyes mecánicas de Galileo, con ciertos métodos generales de Cartesio y algunas otras cosas posteriores, hicieron posible la idea de gravitación y con ello la “filosofía de Newton”, el primer sistema auténtico, es decir, logrado de pensamiento sobre algo real que ha poseído el hombre, es decir, la primera ciencia efectiva. Y, no digamos nada, si paramos la atención en las diferencias mínimas –emparejados con las cuales los “cinco minutos” de Keplero resultan gigantescos– de cuya religiosa contemplación, del respeto a las cuales ha surgido la teoría de la relatividad. Y lo mismo, si tomamos la cosa por su otro lado, aún más modesto, y hacemos reparar que la obra de Keplero, hombre genial, hubiera sido imposible si antes Tycho-Brahe, un hombre sin genio –a no ser que, en efecto, el genio sea la paciencia– no hubiera dedicado su vida entera a la modestísima faena de reunir las medidas más exactas posibles entonces, sobre los desplazamientos siderales, cosa que, a su vez, no hubiera sido posible, si en una nación de fabulosos imprecisos como es Portugal, no hubiera nacido un hombre, más modesto todavía, un maniático de la precisión, el buen Núñez que se emperró en inventar un aparato para medir decimales de milímetro, el ingenioso, famoso nonius que conserva para siempre, momificado en latín, el modesto nombre de nuestro vecino Núñez (Viceversa –como veremos más adelante–, si Keplero se hubiera encontrado con datos métricos cuya exactitud hubiera sido mayor, aun sin llegar a las precisiones casi fabulosas que hoy alcanza la física, habría fracasado, y la física no se hubiera constituido porque los medios matemáticos de entonces no bastaban para dominar diferencias tan pequeñas y complejas. Ello muestra hasta qué punto es la ciencia un organismo delicadísimo cuyos miembros, de condición muy diferente entre sí, tienen que marchar con una especie de “armonía preestablecida”).
Prestemos, pues, la atención debida, siquiera en lo más esencial, al primer aspecto del pasado filosófico que en este nuevo respecto o cara –la “mismidad” de las filosofías– nos ofrece (Nada sería más fácil que realizar con todo rigor este propósito. Sería simplemente cuestión de más páginas. Pero la economía de este libro, donde hay demasiado que decir, me obliga en lo que sigue a entreverar cosas que en rigor pertenecen a aspectos posteriores, más próximos y que no se ven a vista de pájaro, que es la que en este capítulo estrictamente correspondería. Mas es preciso, por razones puramente didácticas, anticipar algunas cosas. Lo importante es que no dejemos de decir lo esencial a este aspecto y nada daña, si se tiene en cuenta esta advertencia, que adjuntemos cosas en él inesenciales. Sobre que –y es alerta que vale para todo este capítulo– frente al estricto fenómeno “filosofía vista a distancia”, estos añadidos de visión más próxima, es decir, de quien está ya dentro de la filosofía y no sólo tiene de ella vaga y remota visión, no hacen sino dar carácter explícito a lo que ese “ignorante”, sin poder precisárselo, ve, oye y siente en su vaga imagen de lo que es filosofía).
De las cosas definitivamente pasadas la primera vista que logramos no suele ser de carácter visual; ni es visión ocular, ni la visión mental que más adelante estudiaremos bajo el término “intuición”. Visión solo se puede tener de lo que, en una u otra forma, de más cerca o de más lejos, “está ahí delante de nosotros en persona”. La visión es relación inmediata de nuestra mente con la cosa, y desde que la columbramos lejana al final del horizonte hasta que la tenemos casi tocando la pupila, no hacemos sino pasar por formas cada vez más precisas y claras de relación inmediata con ella. Pero el pasado radical es lo que no “está ahí delante”. Es lo que se ha ido y, por excelencia, el ausente. Y la primera y más elemental noticia que de él tenemos no es un verlo, sino un oír hablar de él. Así, de la filosofía lo primero con que todos los hoy vivos nos hemos encontrado, si es con algo, es con la serie de sus nombres y con los títulos de sus libros y con la denominación de los hombres que andaban en eso del filosofar. El pasado nos llega en nombres y decires que hemos oído decir de él –tradición, conseja, leyenda, narración, historia: decir, mero decir–. De la filosofía topamos primero con lo que de ella “se dice”. A “lo que se dice” llamaron los griegos “fama” –en el sentido de nuestra frase vulgar “es fama que...”
Hay, sin embargo, frente a ese radical pasado, frente al pasado propiamente “histórico”, hecho de ausencia y allende horizonte, un relativo pasado, pasado un tantico presente –como si dijéramos, que no ha acabado de irse–. Con este pasado si tenemos aún cierta relación visual: aunque turbiamente, todavía lo estamos viendo. En las arrugas de la cara del anciano vemos que es un pasado viviente, presente. No necesitamos oír decir que aquel hombre fue: su haber sido antes nos es con energía presente. Lo mismo acontece con el paisaje poblado de ruinas, con el traje desteñido y traspillado, con la vieja montaña volcánica de que queda sólo su interior esqueleto pétreo, con nuestro río Tajo, prisionero en su cauce angosto y tajado profundamente dentro de la dureza de las rocas. Vemos con los ojos de la cara, si somos un poco fisonomistas, que el Tajo es un río muy viejo, un caudal senescente, cuyo débil flujo corre por un álveo encallecido, córneo –en suma, presenciamos un espectáculo de fluvial arterio-esclerosis. (Quien no se angustie o, al menos, se melancolice al contemplar en su curso cabe Toledo este río decrépito, es que es un ciego de nacimiento y no vale la pena de que exista o, si ha de existir, que mire el mundo. Es inútil: no ve nada).
Pero, repito, del pasado histórico la más normal e íntima noticia (Donde del pasado quedan sólo residuos materiales, cosas, utensilios, piedras y no residuos verbales, falta siempre para nosotros la presencia de su intimidad. De aquí que nos encontremos –sobre todo, mer ced a los recientes avances de la investigación– con civilizaciones enteras que son mudas y cuyos restos están ahí como un jeroglífico a que tenemos nosotros que encontrarle un sentido. Esta es la diferencia entre prehistoria y arqueología de un lado y filología de otro) es la que nos llega en nombres. La aventura no le es peculiar. El nombre es la forma de la relación distante, radicalmente distante, entre nuestra mente y las cosas. De la mayor parte de estas la primera comunicación y, de muchísimas, la única que nos llega con sus nombres, sólo sus nombres.
Aparecen súbitamente ante nosotros, se deslizan en nuestro oído cuando aún las cosas que ellos denominan se hallan remotísimas de nosotros –tal vez para siempre, invisibles y allende el horizonte–. Son, pues, los nombres como esos pájaros que en alta mar vuelan de pronto hacia el navegante y le anuncian islas. La palabra, en efecto, es anuncio y promesa de cosa, es ya un poco la cosa: Hay mucha menos extravagancia de lo que parece en la teoría de los esquimales, según la cual el Hombre es un compuesto de tres elementos: el cuerpo, el alma y... el nombre. Lo mismo pensaban los arcaicos egipcios. Y no se olvide aquello de: “Donde dos o tres se junten en mi nombre, yo estaré en medio de ellos”. (Math. 18, 20) (Véase más adelante Lógica y ontología mágicas, donde hablo de que el Hombre vio el pensar =logos= palabra, como viniendo del ser y residente en él. [El epígrafe aludido no se ha hallado ni, al parecer, llegó a escribirse]).
El nombre es sólo “referencia a la cosa”. Está por ella, en lugar de ella. La lengua es, por eso, símbolo. Una cosa es símbolo cuando se nos presenta como representante de otra cosa que no es presente, que no tenemos delante. Aliquid stat pro aliquo –es la relación simbólica–. La palabra es, pues, presencia de lo ausente. Esta es su gracia –permitir a una realidad seguir estando, de algún modo, en aquel sitio de donde se ha ido o donde no estuvo nunca–. La palabra “Himalaya” me pone aquí, en Estoril, donde sólo se ve la serrezuela de broma que es Cintra –me pone “algo así como” el Himalaya, la vaga, tenue, espectral forma de su enorme mole–. Y hablando aquí con ustedes del Himalaya lo tenemos, un poco, lo paseamos, lo tratamos –esto es, tratamos de él.
Pero la presencia que la palabra da al ausente no es, claro está, ni compacta ni genuina. El representante no es nunca el representado. Por eso cuando el jefe del Estado llega a un país extranjero, su embajador en ese país deja de existir. ¡Qué le vamos a hacer! De la cosa que nombra, el nombre nos presenta, en el mejor caso, sólo un esquema, una abreviatura, un esqueleto, un extracto: su concepto. ¡Eso si la entendemos bien, que no es faena tan mollar!
De donde resulta que el mágico poder de la palabra cuando permite estar a la cosa simultáneamente en dos remotísimos lugares –allí donde efectivamente está y allí donde se habla de ella– ha de aforarse muy por lo bajo. Porque lo que tenemos de la cosa, al tener su nombre, es una caricatura: su concepto. Y, si no andamos con cuidado, si no desconfiamos de las palabras, procurando ir tras de ellas a las cosas mismas, los nombres se nos convierten en máscaras que, en vez de hacernos, en algún modo, presente la cosa, nos la ocultan. Si aquello era la gracia de la palabra, su don mágico, esto es su desgracia, lo que siempre está a punto de ser el lenguaje –mascarada, farsa y rimbombancia.
Mas, queramos o no, cada uno de nosotros no tiene de la mayor parte de las cosas sino sus mascarillas nominales –“palabras, palabras, palabras”–, venteo, airecillos, soplos que nos vienen de la atmósfera social donde respiramos y que, al alentar, nos encontramos dentro. Y nos creemos por ello –porque tenemos los nombres de las cosas– que podemos hablar de ellas y sobre ellas. Y luego habrá quien nos diga: “Vamos a hablar en serio de tal cosa”. ¡Como si eso fuese posible! Como si “hablar” fuese algo que se puede hacer con última y radical seriedad y no con la conciencia dolorida de que se está ejecutando una farsa –farsa, a veces, noble, bien intencionada, inclusive “santa”, pero, a la postre, farsa! Si se quiere, de verdad, hacer algo en serio lo primero que hay que hacer es callarse. El verdadero saber es, como rigurosamente veremos, mudez y taciturnidad. No es como el hablar algo que se hace en sociedad. El saber es un hontanar que únicamente pulsa en la soledad.

V. [EL NOMBRE AUTÉNTICO].

Oigamos o leamos los nombres de esta ocupación a que los hombres se han dedicado en occidente desde hace veintiséis siglos y los títulos de los libros en que esa ocupación se perpetúa y las calificaciones o motes que el lenguaje dedicó a los hombres que en ello andaban.
La filosofía propiamente tal empieza con Parménides y Heráclito. Lo que inmediatamente la precede –“fisiología” jónica, pitagorismo, orfismo, Hecateo– es preludio y nada más, Vorspiel und Tanz.
Parménides y otros de su tiempo dieron a la exposición de su doctrinal el nombre de “alétheia”. Este es el nombre primigenio del filosofar. Ahora bien, el instante en que un nombre nace, en que por vez primera se llama a una cosa con un vocablo, es un instante de excepcional pureza creadora. La cosa está ante el Hombre aún intacta de calificación, sin vestido alguno de nombramiento; diríamos, a la intemperie ontológica. Entre ella y el Hombre no hay aún ideas, interpretaciones, palabras, tópicos. Hay que encontrar el modo de enunciarla, de decirla, de trasponerla al elemento y “mundo” de los conceptos, lógoi o palabras. ¿Cuál se elegirá? Notemos ya algo que va a ocuparnos a fondo mucho más adelante. Se trata de crear una palabra. Ahora bien, la lengua es precisamente lo que el individuo no crea sino que halla establecido en su contorno social, en su tribu, en su polis, urbe o nación. Los vocablos de la lengua tienen ya su significación impuesta por el uso colectivo. Hablar es, por lo pronto, usar una vez más ese uso significativo, decir lo que ya se sabe, lo que todo el mundo sabe, lo consabido. Mas ahora se trata de una cosa que es nueva y, por lo mismo, no tiene nombre usual. Hallarle una denominación no es “hablar” porque no hay aún palabra para ella –es “hablar uno consigo”–- Sólo uno mismo tiene a la vista la “nueva cosa” y, al elegir un vocablo para nombrarla, sólo uno entiende este. Asistimos, pues, a una función del lenguaje que es lo contrario de la lengua o hablar de la gente o decir lo consabido (Sobre el lenguaje me ocupo, sistemáticamente, en mi obra por publicar: el lado social de él va estudiado en mi doctrinal sociológico El hombre y la gente. El resto de las categorías del lenguaje van estudiadas en mi doctrinal historiológico Aurora de la razón histórica. [Véanse en El hombre y la gente, capítulos XI y XII]). Ahora es menester que el que ve por vez primera la cosa se entienda él mismo al llamarla. Para ello buscará en la lengua, en aquel vulgar y cotidiano decir, un vocablo cuya significación tenga analogía –ya que no puede ser más– con la “nueva cosa”. Pero la analogía es una trasposición de sentido, es un empleo metafórico de la palabra, por tanto, poético. Cuando Aristóteles (En rigor, antes de él se produjo el término) se encuentra con que todo está “hecho de algo” como sillas y mesas y puertas están hechas de madera, llamará a ese de qué (  ) están hechas todas las cosas, la “madera” ––, se entiende, la “madera por excelencia, la última y universal madera” o “materia”. Nuestra voz materia no es sino la madera metaforizada.
De donde resulta –¡quién lo diría! – que el hallazgo de un término técnico para un nuevo concepto riguroso, que la creación de una terminología no es sino una operación de poesía.
Viceversa, si reavivamos en nosotros el significado del término técnico, una vez que está constituido, y nos esforzamos por entenderlo a fondo, resucitaremos la situación vital en que se encontró aquel pensador cuando por vez primera vio ante sí la “nueva cosa”.
Esta situación, esta experiencia viviente del nuevo pensar griego, que iba a ser el filosofar, fue maravillosamente denominada por Parménides y algunos grupos alerta de su tiempo con el nombre de “alétheia” (En las dos o tres generaciones anteriores –los jónicos– la palabra  expresa: lo que ellos hacían, y que luego, con mirada retrospectiva y técnica, se llamó ). En efecto, cuando al pensar meditando sobre las ideas vulgares, tópicas y recibidas respecto a una realidad, encuentra que son falsas y le aparece tras ellas la realidad misma, le parece como si hubiera quitado de sobre esta una costra, un velo o cobertura que la ocultaba, tras de los cuales se presenta en cueros, desnuda y patente la realidad misma. Lo que su mente ha hecho al pensar no es, pues, sino algo así como un desnudar, des-cubrir, quitar un velo o cubridor, re-velar (= desvelar), des-cifrar un enigma o jeroglífico (Véase Meditaciones del Quijote, 1914. [Obras completas, t. I]). Esto es literalmente lo que significaba en la lengua vulgar el vocablo a-létheia –descubrimiento, patentización, desnudamiento, revelación–. Cuando en el siglo I d. C., vino un nuevo radical descubrimiento, una nueva y grande revelación distinta de la filosofía, la palabra alétheia había gastado ya su nuevo sentido metafórico en siete siglos de filosofía y hubo que buscar otro término para decir “revelación”: este fue, como correspondía a los tiempos ya asiatizados, un vocablo barroco: apo-kálypsis –que significa exactamente lo mismo, sólo que recargadamente.
En tanto que alétheia, nos aparece, pues, la filosofía como lo que es –como una faena de descubrimiento y descifre de enigmas que nos pone en contacto con la realidad misma y desnuda–. Alétheia significa verdad. Porque verdad ha de entenderse no como cosa muerta, según veintiséis siglos de habituación, ya inercial, nos lo hace hoy entender, sino como un verbo –”verdad” como algo viviente, en el momento de lograrse, de nacer; en suma, como acción–. Alétheia=verdad es dicho en términos vivaces de hoy: averiguación, hallazgo de la verdad, o sea de la realidad desnuda tras los ropajes de falsedad que la ocultaban. Por una curiosa contaminación entre lo descubierto = la realidad y nuestra acción de des-cubrirla o des-nudarla, hablamos con frecuencia de la “verdad desnuda”, lo que es redundancia. Lo desnudo es la realidad y el desnudarla es la verdad, averiguación o alétheia.
Este nombre primigenio de la filosofía es su verdadero o auténtico nombre (Es increíble que la lingüística actual ignore todavía que las cosas tienen, en efecto, un “nombre auténtico” y crea que esto es incompatible con el carácter esencialmente mudadizo y hecho de casi puros accidentes que es el lenguaje) y, por lo mismo, su nombre poético. El nombre poético es aquel con que llamamos las cosas en nuestra intimidad, hablando con nosotros mismos, en secreta endofasia o hablar interno. Pero de ordinario no sabemos crear esos nombres secretos, íntimos, en que nos entenderíamos a nosotros mismos respecto a las cosas, en que nos diríamos lo que auténticamente nos son. Padecemos mudez en el soliloquio.
El papel del poeta estriba en que es capaz de crearse ese idioma íntimo, ese prodigioso argot hecho sólo de nombres auténticos. Y resulta que al leerlos notamos que en gran parte la intimidad del poeta, transmitida en sus poesías –sean versos o prosas– es idéntica a la nuestra. Por eso le entendemos: porque él, por fin, da una lengua a nuestra intimidad y logramos entendernos a nosotros mismos. De aquí, el estupendo hecho de que el placer suscitado en nosotros por la poesía y la admiración que el poeta nos suscita proviene, paradójicamente, de parecernos que nos plagia. Todo lo que él nos dice lo habíamos “sentido” ya, sólo que no sabíamos decírnoslo (¿Qué pasaría con este normal y fundamental fenómeno de la vida humana en un tiempo en que los hombres cualesquiera, los hombres-masa, fuesen siendo progresivamente petulantes? Pues una cosa muy graciosa, que he visto acontece, con intensidad y frecuencia crecientes, en las nuevas generaciones, hasta el punto de haberme quedado atónito muchas veces: que el joven actual cuando nos lee y logramos hacerle entender algo cree en seguida que se le ha ocurrido a él la idea. Como el escritor, si lo es de verdad, parece plagiar al lector; este lector petulante de hoy cree en serio que es él el verdadero autor y que ya se lo sabía. El hecho es estupefaciente y grotesco, pero innegable). El poeta es el truchimán del Hombre consigo mismo.
Verdad, averiguación debió ser el nombre perdurable de la filosofía. Sin embargo, sólo se la llamó así en su primer instante, es decir, cuando aún la cosa misma –en este caso, el filosofar– era una ocupación nueva, que las gentes no conocían aún, que no tenía todavía existencia pública y no podía ser vista desde fuera. Era el nombre auténtico, sincero que el filósofo primigenio da en su intimidad a eso que se sorprendió haciendo y que para él mismo no existía antes. Está él solo con la realidad –su filosofar– delante, en estado de gracia frente a ella, y le da, sin precaución social ninguna, inocentemente, su verdadero nombre como haría el poeta terrible que es un niño.
Mas, tan pronto como el filosofar es un acontecimiento que se repite, es una ocupación que empieza a ser algo habitual y la Gente empieza a verla desde fuera –que es como la gente ve siempre todo–, la situación varía. Ya el filósofo no está solo con la cosa en la intimidad de su filosofar, sino que además es, como tal filósofo, una figura pública lo mismo que el magistrado, el sacerdote, el médico, el mercader, el soldado, el juglar, el verdugo. El irresponsable e impersonal personaje que es el Contorno social, el monstruo de n+1 cabezas que es la gente, comienza a reobrar ante esa nueva realidad: el averiguador, es decir, el filósofo. Y como el ser de este –su filosofar– es una faena humana mucho más íntima que todos aquellos otros oficios, el choque entre la publicidad de su figura social y la intimidad de su condición es mayor. Entonces a la palabra alétheia, averiguación, tan ingenua, tan exacta, tan trémula y niña aún de su reciente nacimiento, empiezan a pasarle cosas. Las palabras, al fin y al cabo modos del vivir humano, tienen ellas también su “modo de vivir”. Y como todo vivir es “pasarle a alguien cosas”, un vocablo, apenas nacido, entra hasta su desaparición y muerte en la más arriscada serie de aventuras, unas favorables y otras adversas (Recuérdese el breve ejemplo antes aludido de las aventuras sufridas por el vocablo “idea”. Cada palabra reclama, en principio, una biografía, en un sentido análogo al que tiene este término referido a un hombre. Lo que tiene de solo analogía proviene de que las palabras pertenecen, en última instancia, a la “vida colectiva” que sólo es vida en sentido análogo a la “vida personal”, la única que propiamente es vida. [Véase El hombre y la gente]).
Inventado el nombre alétheia para uso íntimo, era un nombre en que no están previstos los ataques del prójimo y, por tanto, indefenso. Mas apenas supo la gente que había filósofos, averiguadores, comenzó a atacarlos, a malentenderlos, a confundirlos con otros oficios equívocos, y ellos tuvieron que abandonar aquel nombre, tan maravilloso como ingenuo, y aceptar otro, de generación espontánea, infinitamente peor, pero... más práctico, es decir, más estúpido, más vil, más cauteloso. Ya no se trataba de nombrar la realidad desnuda filosofar, en la soledad del pensador con ella. Entre ella y el pensador se interponen los prójimos y la gente –personajes pavorosos– y el nombre tiene que prevenir dos frentes, mirar a dos lados –la realidad y los otros hombres–, nombrar la cosa no solo para uno, sino también para los demás. Pero mirar a dos lados es bizquear. Vamos ahora a observar cómo nació este bizco y ridículo nombre de filosofía.

(FIN DEL LIBRO)

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