jueves, 19 de septiembre de 2013

Warisata la Escuela Ayllu - Parte 23

Texto original de la obra escrita por Elizardo Perez sobre su revolucionaria experiencia educacional para los pueblos originarios y que fue la primera en el continente americano.

Original text of the book written by Elizardo Pérez about their revolutionary educational experience for the native peoples and that it was the first one in the american continent.

Partes anteriores de este libro: 18 - 19 - 20 - 21 - 22.

CAPITULO X. LA ETAPA CONSTRUCTIVA DE 1938.
1.- RAÚL PÉREZ EN WARISATA.
Retomando el hilo de mi historia, debo manifestar que, a mi retorno del Oriente, estuve unos diez días en cama, sin poder asistir a mi oficina; de suerte que los asuntos los despachaba en el hogar, donde me asistían los doctores Plaza y Alexandrovicht, este último especialista en enfermedades de la piel. Arturo Plaza me atendía con una solicitud por la que nunca he de estarle lo bastante agradecido. Personalmente me llevó a las termas de Urmiri, aún con perjuicio de sus intereses profesionales. Y como él, muchas personas generosas me dieron aliento y estimularon la continuación de mi obra. Entre ellas se cuenta la figura inmensa, plena de sabiduría, de Gamaliel Churata, el másculo poeta de Orkopata, cuya pluma tan llena de encanto y vigor dio páginas inolvidables en defensa de Warisata. ¡Noble amigo este redivivo amauta de los viejos tiempos! Hombres como él me permitieron proseguir mis trabajos, a pesar de los innúmeros ataques de que era objeto. Mi título era “el ladrón”, según lo cual había amasado ingente fortuna con la escuela. A tal grado llegó esta campaña, que mi madre llegó a preguntarme un día:

- Hijo, dime la verdad, ¿has tomado indebidamente fondos que no te corresponden?
- No, mamita, -le respondí- no manejo fondos del gobierno porque nunca me los han dado. Ya sabes cómo he levantado Warisata con mi propio dinero... Y oído esto, la viejecita salió de mi habitación a paso ligero, despejada aquella duda que la maldad humana había logrado hincar en su espíritu.
Así calumniado, enfermo, empobrecido, tuve que seguir mi camino.

Fue recién en abril de 1938 que se fundó el núcleo de Sewencani (Caquingora), al que me he referido anteriormente. Como se recordará, fue ubicado primero en Tarucachi, trasladado después a Curahuara, posteriormente a las inhóspitas zonas de Caquingora, todo por determinación inconsulta y oficiosa del empleado que más tarde sería el Oficial Mayor de Asuntos Indígenas. Finalmente lo llevó a Sewencani, comunidad próxima a Caquingora y que ofrecía condiciones muy favorables para el desarrollo de un núcleo. Sus indiadas resultaron ser de las más fervorosas para el movimiento educacional del campo, y calladamente realizaron un trabajo de primer orden. Sería inútil describir estos trabajos: bastará decir que los indios, ganados completamente por la nueva emoción que sacudía los ayllus, hicieron obra similar a la de Warisata y Jesús de Machaca, levantando su escuela central, monumento en la fría pampa y casi sin el auxilio del Estado. También allí afloraban las nuevas corrientes conmoviendo la vida del indio desde sus más profundos estratos. El hombre que supo llevar adelante esta empresa fue el director Julio Villalobos.

A principios de 1938 logramos la cooperación de dos personalidades de gran valía: se trataba de Eduardo Arze Loureiro y Alipio Valencia Vega; el primero, maestro y sociólogo, ha realizado hace pocos años en Aroma (Santa Cruz) un interesante ensayo de colonización con poblaciones trasladadas de los valles de Cochabamba, modalidad nueva que sería, en cierto modo, complementaria de nuestro sistema nuclear, puesto que recoge las enseñanzas de los mitimaes inkaicos. Arze Loureiro es una de las mentalidades más lúcidas de Bolivia. Como Inspector General de nuestras escuelas, presentó informes que tienen el valor de verdaderas monografías. Nada se le escapaba a su poder de observación y sentido analítico. Sin embargo, no vemos que el país aproveche de las cualidades de ese hombre de talento superior, el cual, desde hace años, trabaja en el extranjero.
Valencia Vega, periodista veterano, escritor insobornable, fue nombrado Secretario en nuestra oficina. Y entre ambos, además de Fernando Loaiza Beltrán, dieron gran brillo a nuestro accionar, con lo que pudimos responder a pie firme a todos los ataques.

Entretanto, quedaba pendiente el problema de la dirección de Warisata, que hube de resolver llevando allá a Raúl Pérez, Director de Caiza “D”; en esta última quedó nombrado como Director otro maestro que, a pesar de sus dotes, no tuvo suerte en su labor por una serie de circunstancias.
Raúl Pérez encontró en Warisata un amplio campo para la realización de todos sus ideales. Trabajador prodigioso, se le debe las obras más importantes y de mayor esfuerzo realizadas en ese Núcleo desde que lo dejé en 1937. Una rápida enumeración nos permitirá darnos cuenta de sus extensas actividades.
Raúl Pérez levantó toda la estructura de piedra tallada del Pabellón México, sobre el zócalo o planta baja que yo había dejado. Aquella labor comprende arcadas, escalinatas, portadas, envigado y parte de la techumbre de teja. Bajo su dirección trabajaron los artistas Manuel Fuentes Lira, José Otto y Víctor Otto, estos últimos padre e hijo, especialistas en la talla de piedra. Los tres ejecutaron las monumentales portadas del Pabellón así como los pumas y serpientes aztecas tallados en la escalinata principal. Se trata de una obra que marca época en los anales del arte boliviano. Fuentes Lira realizó también, con la colaboración de alumnos y siempre bajo la inspiración de Raúl Pérez, las maravillosas puertas de cedro del Pabellón.
Raúl Pérez levantó asimismo la estructura de dos grandes edificios (hoy demolidos) que con los nombres de Pabellones Perú y Colombia, estaban destinados a salas de internado. Instaló una fábrica de tejas, cuya maquinaria fue traída de Alemania, así como dos hornos de gran capacidad para tejas y ladrillos; instaló el servicio de agua potable con un tanque de almacenamiento sobre base granítica. Sustituyó los antiguos pozos ciegos con una excelente instalación sanitaria e higiénica con duchas y desagües; construyó establos destinados a ganado lanar y porcino; impulsó los trabajos agrícolas cuyo desarrollo permitió el sostenimiento de unos cien alumnos internos aparte de los cincuenta becados por el Estado; plantó cerca de dos mil arbolitos de eucalipto, ciprés y pino; construyó canchas de fútbol y basketball; levantó los edificios de varias escuelas seccionales y, en fin, realizó una obra realmente gigantesca que, como dice el profesor mexicano Adolfo Velasco, sólo viéndola puede uno darse idea de ella.

En otros aspectos, Raúl Pérez hizo prevalecer en todo su vigor el pensamiento del indio a través del Parlamento Amauta; defendió a la escuela con gran valor y talento poniendo a raya a todos nuestros enemigos. Bajo su dirección la Sección Normal formó a los primeros maestros indios preparados en educación integral (denominada hoy “educación fundamental”) y al primer grupo de maestros de taller. Bajo su impulso, la Comisión de Educación del Núcleo realizó trabajos importantísimos de divulgación que se extendieron primero a las seccionales y luego a otros núcleos; creó brigadas culturales y escuelas elementales a las que llevó todo un arsenal de equipo y enseñanzas; dio recursos para la publicación del “Boletín de Warisata”, fundado por Carlos Salazar, vivaz órgano periodístico de la escuela; impulsó el folklore y las artes en todas sus manifestaciones; no menos importante fue la fundación, en su tiempo, de los clubes escolares surgidos de la propia emulación de niños y maestros, y que bien merecen unas palabras aparte.

Actualmente (1961) existen en educación fundamental una suerte de clubes, de carácter obligatorio, con los que trata de fomentarse el espíritu de compañerismo y solidaridad. Pero en Warisata aquellos clubes surgieron espontáneamente, precisamente como manifestación de ese espíritu, y acabaron por ser el complemento necesario de la educación escolar. Eran el Club Kantuta, el Club Juárez y el Club Ollanta, y se organizaban con todas las de la ley; su propósito inicial fue el fomento del deporte, pero luego dieron lugar a una serie de notables actividades extra-aula. Así, las muchachas, socias de los clubes, se ocupaban de coser los uniformes; otros llevaban las cuentas, y con toda seriedad; algunos, por su cuenta, estaban trazando cimientos para levantar sus propios locales (a todo se atrevían estos chicos). Sesionaban con toda formalidad, llegaron a componer sus propias canciones; no había alumno que no supiera jugar ajedrez, y el visitante solía encontrar siempre dos o tres parejas, en corredores o jardines, embebidos en gambitos, jaques y mates, fuera de las competencias o campeonatos que daban lugar a lucidos espectáculos con treinta o cuarenta tableros todos de manufactura autóctona. Raúl Pérez, que en su tiempo fue destacado ajedrecista, dio un par de veces unas simultáneas que dieron mucho que hablar en la sociedad nativa. Tomasita, la hija de Avelino Siñani, era en verdad una excelente jugadora, como que en recordada actuación venció dos veces al antropólogo norteamericano Openheimer, que nos visitó en 1939 para hacer mediciones antropométricas.

Cuando llegó el desastre, los clubes estaban en pleno florecimiento, y ya trataban de afiliar a los padres de familia para lo que desplegaban todos los medios de propaganda imaginables. Hay que decir que en estas sociedades formaban por igual maestros y alumnos: el Kantuta tenía una mayoría de profesores, el Juárez lo tenía de alumnos normalistas, y el Ollanta de los menores. Hasta los capapolleras, tomaban partido, y en las competencias futbolísticas las “barras” eran entusiastas y estimulaban a sus favoritos con toda clase de “hurras” indígenas.
En los tiempos de Raúl Pérez el alumnado empezó a modernizar su indumentaria como resultado espontáneo de su nuevo espíritu. Algunas muchachas, que esperaban especializarse en asistencia social, aparecieron un día con las pichicas (trenzas) recortadas, y peinadas con melena. Hay que considerar que antes de Warisata, las muchachas indias jamás hubieran permitido que las tijeras tuviesen nada que ver con sus largas cabelleras: era hasta un signo de mala índole... Pero ahora a nadie extrañó que ellas también asistieran a la peluquería; claro que en ello influyó mucho el grácil aspecto que ofrecían algunas chicas venidas de Llica, donde la melena ya era un uso corriente desde hacía muchos años. A tal punto llegó este afán de modernidad, que, quizá exagerando un poco la nota, algunas niñas aparecieron usando zapatillas de taco alto... poco apropiadas, claro está, para la vida en el campo, pero que les daba ocasión para lucir la vestimenta dominguera en competencia con los varones, de pantalón planchado y corbata, que rondaban por ahí muy futres... ¡Qué le hemos de hacer! Ese espectáculo demostraba que en aquellos cráneos bullía una mente ansiosa de progreso, y al pensar que, sin la escuela, esos muchachos hubieran sido siervos o esclavos sin un atisbo de ventura, no podía menos de justificar tales extremos! Y había que ver cómo, en reuniones que se hacían alrededor del piano, chicos y chicas bailaban el tango o el vals, invitando el galán a la dama ni más ni menos que en las recepciones de la juventud paceña... Pero, eso sí, sin abandonar ni un instante su tradición vernácula, indigenista, ya que habían muchos conjuntos de tarka, pinkillos o zampoñas cuyas melodías se escuchaban por las tardes.

Así crecía el espíritu en Warisata bajo el genio tutelar de Raúl Pérez: la raza vencida y doblegada ya no se veía más por allá.
Para entonces, Warisata cobijaba a alumnos internos provenientes de Caiza D, Talma, Jesús de Machaca, Caquiaviri y Llica, cada grupo aportando un distinto genio, pero todos llenos de voluntad y de unción.
¡Lástima grande que, en tanto Raúl Pérez realizaba obra tan admirable, la escuela de su creación, Caiza, se venía abajo! Pero ese es otro asunto, que relataré a su debido tiempo.

2.- EN CAMIONETA POR TODOS LOS CONFINES.
El espectáculo que ofrecía la escuela indigenal de Bolivia era óptimo; podía yo estar satisfecho de los resultados logrados, a pesar de los infaltables aspectos negativos que toda obra de esta clase presenta. Mis colaboradores, en su mayor parte, trabajaban como yo esperaba de ellos, y por eso tengo que decir nuevamente que no hay maestro en América Hispana que se iguale al maestro boliviano. Pero no todo eran rosas: al lado de tanto empuje y de tanto sacrificio, se sentía el avance persistente, inexorable, de la reacción feudal, ocupando posiciones cada vez más estratégicas para cercarnos y destruirnos: prensa, radios, juzgados, prefecturas, subprefecturas, reparticiones administrativas..., en todas partes se planteaba el conflicto histórico: terrateniente versus campesino; gamonal versus escuela. Mas no cederíamos sin lucha, y en tanto hubiera fuerza continuaríamos trabajando.
Mi espalda continuaba llagada y los pies no podían sostenerme aún. En esas condiciones me eché a rodar por el territorio de la República, en una camioneta adquirida con los fondos de la colecta. Mi chofer continuó siendo David García, el infatigable volante warisateño, pues sabía que a su lado no tendría que preocuparme ni del aspecto técnico de la gira -García era capaz de reparar un vehículo aún en pleno desierto- ni de mi propia seguridad personal y de mi bienestar: tanto confiaba en ese grande amigo.

El viaje duró dos meses; todos los días nos levantábamos a las cuatro de la mañana. Hasta las cinco García me daba en la llaga aplicaciones del ungüento que me había recetado el doctor Alexandrovicht; la curación de los pies la atendía yo mismo. Y así recorrimos la mayor parte del territorio patrio, lo que me hubiera sido difícil sin la abnegación de García, cuyo desinterés era tan grande que ni siquiera se le ocurrió cobrar los viáticos que en justicia le correspondían (yo, como de costumbre, tampoco los cobré; el viaje no le costó un centavo al Erario, ni siquiera en lo que concierne a la gasolina). Recorrimos Talma, en la frontera argentina; Llica en la de Chile, Canasmoro en Tarija, Caiza y Alkatuyo en Potosí, San Lucas y Mojocoya en Chuquisaca, Vacas y Cliza en Cochabamba, para terminar en San Antonio del Parapetí, frontera con el Paraguay. Pero asimismo tuve oportunidad de conocer escuelas fiscales en todo el ámbito del territorio, palpando el bárbaro olvido en que están sumidas, y muchas veces no precisamente por falta de recursos, sino por la indolencia del “normalismo” que había asumido la dirección de la educación nacional. ¡Qué contraste con nuestras escuelas! En éstas, todo era orden, limpieza, energía y honradez; en aquellas, campeaba la molicie, la irresponsabilidad, la falta de cualquier ideal alentador, con poquísimas excepciones.

He de relatar en esta ocasión mi visita a San Antonio del Parapetí, núcleo situado en la frontera oriental del país. La escuela estaba dirigida por Enrique Quintela, un normalista de Sucre, como ya dije en otra oportunidad, y que como tal, era una excepción; lo colaboraba su esposa, Adela Vaca Diez, y un equipo de maestros que ellos mismos habían formado.

En este Núcleo se interpretaba con fidelidad el sentido de la doctrina forjada en Warisata. El Estatuto no sólo era conocido, sino que se lo cumplía y acataba teniendo en cuenta que no era un conjunto de normas rígidas y tiránicas, sino, al contrario, un instrumento para la acción, tanto más pujante cuanto más valiera el elemento humano que lo llevaba a cabo. Y debo decir que Quintela era un maestro de primer orden, consciente de la gran responsabilidad que tenía. Es preciso recordar que los maestros del Núcleo del Parapetí, así como los de las escuelas situadas en otras fronteras, realizaban una verdadera obra de bolivianidad al reincorporar a la nación territorios a donde no había llegado casi nunca la influencia patria; con lo que la escuela indigenal asumía también la función de resguardo fronterizo, de soberanía y de custodia. Obra generalmente ignorada pero que estoy seguro ha sido de alta trascendencia, a pesar de no haber contado con recursos económicos apropiados ni haber sido respaldada por una actitud constructiva de los gobiernos. Recuerdo en este sentido cómo fundamos en el Núcleo de Llica, frontera con Chile, la escuelita de Murmuntani, a pesar de que contaba únicamente con ocho alumnos; un pedagogo nos hubiera criticado su creación; pero más allá de las finalidades escolares, sabíamos que esa escuelita iba a ser una atalaya, un puesto de centinela en regiones donde nuestra soberanía no está garantizada. Y esa escuelita, como otras, ha subsistido y ha cumplido el papel que le habíamos señalado.

En San Antonio del Parapetí, sede de una antigua misión franciscana, encontré vestigios de la obra conversora de los frailes, la que, como he dicho, era un serio antecedente para nuestra propia acción, pues nos había demostrado concluyentemente cómo el hombre de la selva y de la llanura era apto para el progreso y la civilización. La obra de Quintela venía a confirmar este concepto, y por muchos signos adquirió el sello de la grandeza y del máximo empuje.
La región carecía de agua; había que hacer el milagro de proveer de ella a sus habitantes. Como cuestión previa, Quintela enseñó a fabricar ladrillos, procediendo luego a la apertura de un pozo que, a medida que se profundizaba, iba siendo revestido con aquellos, según el conocido procedimiento. Recién a los treinta y cinco metros encontró agua, con gran alborozo de los indios que habían venido haciendo la apertura del hoyo dudando un poco de los resultados. Ya se ve que lo que hacían en la escuela mexicana de Ixmiquilpan no era nada nuevo para nosotros. Después de esto, Quintela levantó aulas, instaló talleres, fomentó la producción industrial y agraria, impuso normas de sanidad e higiene y todo lo que era la práctica de educación campesina. El proyecto principal, para una política de expansión agropecuaria, consistió en la captación de aguas del río Parapetí, que corre a unos seis kilómetros de distancia, para regar los extensos campos que habrían de construir la granja estatal donde se combinaría la propiedad individual con la colectiva, conforme a lo estipulado por el reglamento.

En San Antonio del Parapetí pude apreciar una vez más las grandes aptitudes del hombre de la selva para la industria manual. Admiré los primorosos tejidos hechos a mano con fina labor en hilo de primera calidad; objetos de uso práctico como canastas, maletas y otros artículos de paja; una variedad de instrumentos de agricultura y labranza salidos de los talleres de la escuela; muebles y objetos de finísima madera, etc. La actividad del núcleo era, de ese modo, múltiple y continua. La esposa del apóstol era el ángel tutelar de aquellas gentes y se ocupaba sobre todo de los aspectos sociales y de economía doméstica.
¡Bella labor! Ambos maestros, con sus pocos colaboradores, habían despertado grandísimo interés en los indios, y su labor fue fecunda y sacrificada como pocas. En este aspecto, Quintela trabajó hasta límites heroicos; tiempo después salía del Núcleo, casi inválido, casi ciego, conducido apenas por su esposa, y no únicamente víctima de la enfermedad sino también de la maldad y estupidez humanas que también se ensañaron con esa obra ejemplar.

Pues bien, la visita a San Antonio del Parapetí tuvo un resultado excelente, y en lo que a mi persona se refiere, encontré allá lo que la ciencia médica de La Paz no había podido darme; en efecto, la señora de Quintela me proporcionó una pomada, preparada en una de las misiones franciscanas, con la cual sané en treinta días de mi rebelde afección cutánea. Al llegar a La Paz estaba restablecido.

3.- EXPLORACIONES EXTRA-INDIGENALES.
En este viaje creí necesario visitar algunas misiones que se hallaban a cargo de frailes franciscanos, a fin de percatarme de la labor que realizaban y explorar aquella zona selvática para ver si podíamos extender en ella nuestra acción social y escolar.
De tal modo me hice presente en la misión de Boicobo, cercana a San Antonio. Se hallaba en completa decadencia y contaba apenas con trescientos habitantes, de los cuales cincuenta eran niños en edad escolar que asistían a una escuelita desmantelada y desprovista de todo elemento que pudiera interesar a sus alumnos. El espectáculo era deprimente en sumo grado, y no pude menos que visitar al Obispo de las misiones para requerirle la pronta reorganización de sus planteles. La escuelita en cuestión recibió una provisión del material escolar que llevaba en la camioneta precisamente para esos casos. Le obsequiamos también una bandera nacional y de esta manera el símbolo patrio flameó por primera vez en Boicobo. El profesorado me impresionó bien; parecía eficiente y abnegado, teniendo que trabajar en aquellas condiciones desventajosas y en una región carente de agua.
Después me dirigí a la misión de Ivo, también dependiente de la misión franciscana; la encontré tan desmantelada como la anterior, hallándose a cargo de un sacerdote y dos monjas, con un alumnado de ochenta niñas y cuarenta niños. Distribuí material escolar, como lo hacía con todas las escuelitas que encontraba a lo largo de mi camino.
A continuación recorrí en una longitud de 135 kilómetros la zona del Bajo Izozog, región muy importante por sus nutridas poblaciones aborígenes; se encuentra a ambas márgenes del río Parapetí. En aquella oportunidad nos fue dado descubrir el deseo de esas poblaciones de incorporarse al movimiento de educación indigenal que se estaba operando en San Antonio, por lo que anotamos para el futuro la necesidad de crear un núcleo para ellas. Toda la región es realmente rica y sólo espera el trabajo y el esfuerzo del hombre para alcanzar el progreso a que es merecedora, siendo su elemento humano excelente, sano y de índole pacífica.

Mi ruta me llevaba a Santa Cruz, pero en el trayecto quise conocer la ciudad de Vallegrande, capital de la provincia del mismo nombre, una de las zonas más densamente pobladas de Santa Cruz y sin duda de las más ricas por su comercio e industria. Su población escolar, integrada en su mayor parte por blancos y mestizos, es muy numerosa. Desviamos, pues, rumbo a esa capital y pronto estuvimos en ella, habiendo tenido la grata sorpresa de encontrarme con Martha Mendoza, que era directora de la Escuela Fiscal de Niñas.
Martha Mendoza, hija de don Jaime Mendoza, el ilustre escritor boliviano, es heredera de las virtudes de su padre. Vivaz, amable, llena de energía, me habló con ese su peculiar y contagioso entusiasmo. Me llevó a su escuela para que me diera cuenta de su impresionante abandono. Los alumnos, fraccionados en tres o cuatro grupos, pasaban las horas de clase en diferentes locales ubicados a distancias apreciables unos de otros, sin que ninguno de esos recintos reuniera ni las condiciones más elementales de luz y ventilación. La obscuridad, el piso de tierra, los muros desnudos de revoque o empapelado, la carencia de servicios higiénicos, todo, en realidad, deprimía el espíritu.
Mi sensibilidad quedó herida particularmente cuando Martha nos llevó a un sótano donde una cosa de treinta niños hacinados pasaban horas interminables y enervantes cuando el estado del tiempo impedía sustraerlos de aquella tortura llevándolos al aire libre. No contenta con mostrarme tanto desastre, me llevó a un local donde funcionaban me parece que tres grados superiores. Era un edificio de dos pisos que amenazaba ruina pronta; su maderámen estaba tan apolillado que había llegado a un extremo grado de fragilidad, habiéndome prevenido una maestra que no me apoyara en el balcón si no quería dar con mis huesos en tierra. Directora y profesoras vivían en el perpetuo temor de que la casa se les desplomara encima; pero estaban desprovistas de recursos para solucionar problema tan difícil.

¡Y sin embargo, la zona era tan rica en materiales de toda especie!

Para colmo, ninguna de las aulas estaba provista de mobiliario escolar; había algunos pupitres antediluvianos, jamás renovados, y en una palabra, la niñez vallegrandina se educaba en condiciones tan precarias que daba miedo.
Martha Mendoza, acongojada por aquella realidad dolorosa, me informó acerca de la existencia de fondos en el Tesoro Departamental de Santa Cruz, destinados precisamente a la adquisición de mobiliario y locales para su establecimiento; pero no había autoridad educacional que se interesara por cobrarlos y darles la aplicación correspondiente. Me pidió, por tanto, que yo hiciera la gestión necesaria, a ver si alguien salía de su molicie y trataba de salvar esas escuelas.

Después de esta visita pasé a Samaipata, donde conocí las ruinas de la fortaleza inkaica que se encuentra allá, y que según Rouma, fue construida por un mitimae fronterizo. En esa localidad, capital de la segunda sección de Vallegrande, las escuelas se debatían en la misma miseria que en la capital, habiéndome pedido sus directores que interviniera en alguna forma para salvar el abandono de que eran víctimas, ya que las autoridades del ramo jamás se habían dignado hacerles una visita.
Llegados a Santa Cruz, nos encontramos nuevamente con Enrique Quintela, con quien debíamos adquirir madera para su Núcleo. Para tal objeto fuimos a Warnes, asiento de un gran aserradero, donde hallamos el material necesario a precios de verdadera ocasión. En aquella época el pie cuadrado no costaba más de treinta centavos. Hicimos pues, el contrato, asegurando el material para construcciones y mobiliario.
De vuelta a Santa Cruz, entrevisté al Tesorero, para pedirle el pago de aquellas sumas destinadas a Vallegrande. Este funcionario me informó que en la Tesorería no solamente estaban los fondos reclamados por Martha Mendoza, sino también iguales sumas destinadas a Samaipata y otras poblaciones (me dio una lista de quince localidades), pero nadie se había presentado a reclamarlas, corriendo el riesgo de ser revertidas al Tesoro Nacional.
Convinimos, pues, que el Jefe de Distrito Escolar presentaría los presupuestos respectivos para el cobro e inversión de las sumas, con cargo de cuenta documentada.

Dejé Santa Cruz. La campaña que me vi obligado a sostener al frente de los elementos de la destrucción, mi alejamiento del país y mi definitiva expulsión de educación indigenal, no me permitieron informarme si aquellos recursos habían sido invertidos de acuerdo a esos planes. En todo caso, yo había hecho lo posible para reparar esos males.

Esta es la realidad boliviana en materia educacional. Los poderes públicos suelen prestarle atención, pero no existe el elemento necesario para llevar a la práctica planes y programas. La más completa indiferencia caracteriza a los jerarcas magisteriales, y por eso la escuela nacional está abandonada a su suerte, sin recursos y sin ideología, desmantelada y casi sin vida. Son muy pocos los espíritus selectos en las filas del magisterio normalista, que, como Martha Mendoza, se hubieran inquietado por mejorar las condiciones del escolar boliviano.
Y al evocar a esos buenos maestros egresados de la Escuela Mater de Sucre, hallo los nombre de Ofelia Lizón, Ninfa Basadre, Carmen Rosa Cárdenas de Valls, Lola Seeghers, Elena Estrada, Lola Solares, Josefina Goytia, Emilia Zubieta, María Navarro, Flora Salinas... Y en cuanto a los varones, Saturnino Rodrigo, creador del Departamento de Educación Física, autor del primer programa del ramo, una obra llena de amenidad y ciencia; Ángel Chávez Ruiz, Alberto Navarro, Jesús Salinas, Victorino Vega, Salvador Revilla, Guido Villa-Gómez, Zenobio Gallardo Vega, Víctor Montoya, Raúl Pérez, Enrique Quintela... Muchos habrá, sin duda, entre los de las nuevas generaciones. Todos ellos merecen reconocimiento por su labor.

4.- DISQUISICIONES ACERCA DE LA ESCUELA NORMAL DE SUCRE.
Veo llegada la ocasión de hacer una referencia acerca de la Escuela Normal de Sucre, aspecto muy poco conocido aún en las esferas educacionales del país, y que se relaciona con Warisata puesto que yo formé mi espíritu en aquel establecimiento y adquirí las nociones que más tarde me permitirían realizar la creación de las escuelas indigenales de Bolivia.
La Escuela Normal de Sucre fue fundada el 6 de junio de 1909 por don Daniel Sánchez Bustamante, entonces Ministro de Instrucción en el gobierno de Montes. Se contrató para conducirla al pedagogo belga Georges Rouma, que con otros educadores integraría la Misión encargada del establecimiento. Sus primeros alumnos fueron los siguientes: Gonzalo Fernández de Córdoba, Francisco Cors y Rufino Salazar, de Sucre; Juvenal Mariaca, Alfredo Guillén Pinto, Carlos Arguedas, Julio César Bustillos y Elizardo Pérez, de La Paz; Jesús Salinas, Víctor Cabrera Lozada, Enrique Coronel, Enrique Alurralde y Néstor Adriázola, de Cochabamba; Enrique Quintela Cárdenas y Corsino Cuenca, de Oruro; Enrique Finot, Ángel Chávez Ruiz, Feliciano Lijerón y Emilio Molina, de Santa Cruz; Saturnino Rodrigo, de Potosí; Alberto Navarro y Claudio Pérez, de Tarija. El lector verá que la mayor parte de los nombrados tuvo gran figuración en la vida pública del país y especialmente en cuanto a educación se refiere.

No habiendo llegado aún el señor Rouma, el mismo Ministro se encargó de dar las orientaciones iniciales a los 24 flamantes alumnos. No puedo dejar de evocar, con emoción y cariño, después de más de sesenta años, aquellas charlas que el ilustre Bustamante nos daba con palabra fluida y amena, imprimiendo en nuestros espíritus conceptos de ética docente de que jamás nos desprendimos. Apenas estuvo con nosotros seis días, pero, creo yo, nunca hubo enseñanza más duradera, más alta y más sabia que la que obtuvimos en tan breve lapso. Bustamante era partidario del taller como instrumento educativo coordinado con el aula, habiendo creado una carpintería en la Normal y otra en la Escuela Agustín Aspiazu de Sopocachi (a la que dotó de maestros normalistas chilenos). La Escuela introdujo el laicismo y la coeducación en Bolivia, criterio revolucionario para aquellos lejanos tiempos. Naturalmente que su labor fue combatida con violencia por el clero y la reacción encabezada por el Partido Conservador, que consideraban esas reformas contrarias a la religión y a la moral. Ambas fuerzas usaron todo su poder, desde el púlpito y la prensa, denunciando el “ateísmo y la inmoralidad” con que se pretendía caracterizar la nueva educación boliviana.
El blanco de esta campaña resultó el señor Rouma, quien no obstante supo mantener sus posiciones con probidad y altura. Recuerdo vivamente al periódico “La Capital”, que fustigó durante mucho tiempo al Jefe de la Misión, aunque no faltó otro periódico, “La Mañana”, que defendía con talento y vigor las discutidas reformas. La polémica planteada fue larga, salpicada de alusiones personales, y culminó con una velada teatral organizada por Rouma, quien en tal oportunidad demostró al país el contenido científico y social de la obra que venía realizando. Hay que decir que las reformas triunfaron plenamente, y puede decirse que ellas permitieron que la escuela boliviana, durante mucho tiempo, fuera una de las más avanzadas del continente.

Rouma implantó los sistemas más modernos en aquella época experimentados sobre todo en Europa, basados en el descubrimiento de los intereses del niño en las diferentes edades de su vida, según los principios de la biogenética. Se implantó la enseñanza directa de la lectura y escritura, la observación, el análisis y la experimentación de los fenómenos de la naturaleza que inducen a adquirir conocimientos claros y lógicos, poniéndose especial cuidado en el desarrollo armónico e integral de las facultades del niño. El maestro egresaba de la escuela con una preparación integral que le permitía desarrollar todas las materias del programa, incluyendo educación física. Ya Bustamante nos había inducido a aprender violín y canciones populares para transmitir al educando las esencias más vivas de nuestra cultura.
Jamás olvidé las enseñanzas de Rouma. A él le debo todo lo que pude lograr en mis tareas educativas. He seguido sus principios y sus normas. En todos nosotros inyectó valor, entusiasmo, perseverancia y fe, robusteciendo la mística inculcada por Bustamante para el cumplimiento del deber.

En la primera década de nuestra actuación, nos lanzamos, inflamados por ese nuevo fuego interior, a la creación de las primeras escuelas modelo en todas las capitales de departamento de la República; creamos seis escuelas normales rurales, nos fueron entregadas las inspecciones departamentales para orientar y controlar a los maestros de provincia; se redactaron libros de lectura, programas, textos de educación física, etc. La labor realizada fue intensa en todo sentido. Con razón esos primeros años fueron calificados como la Edad de Oro de la Escuela Boliviana.

Pero tanto ímpetu fue truncado en 1921, por la revolución del Dr. Saavedra, que acabo con todo cuanto significaba progreso educacional. Los maestros normalistas fuimos destituidos en su totalidad y reemplazados por personas desprovistas de ciencia educativa pero afectos al nuevo régimen (lo que hará ver que esta práctica no es muy nueva en el país); tuvimos que emigrar a las minas en busca de trabajo; fueron clausuradas las seis escuelas normales rurales y más de doscientas escuelas de provincia (a las que también asistían niños indígenas). Se suspendió la distribución gratuita de material escolar y didáctico, así como la provisión de mobiliario, se detuvo la política de edificaciones escolares, y en fin, se destrozó todo cuanto se pudo, como ocurre frecuentemente en nuestro país.
En 1926 el Presidente Siles contrató a otro pedagogo belga, Adhemar Gehain, componente de la antigua Misión, quien había sido profesor de Pedagogía en la Normal, encomendándole la Dirección General de Educación. Propósito constructivo no faltó, sin duda, pero no se pudo volver al antiguo espíritu inculcado por Rouma, acentuándose la decadencia del normalismo boliviano hasta convertirse en todo lo contrario de lo que había pensado el maestro belga.

Continuará...

Fuente: Elizardo Pérez, "Warisata - La Escuela Ayllu", Editorial Burillo, La Paz - Bolivia, 1962.

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