Texto original de la obra escrita por Elizardo Perez sobre su revolucionaria experiencia educacional para los pueblos originarios y que fue la primera en el continente americano.
Original text of the book written by Elizardo Pérez about their revolutionary educational experience for the native peoples and that it was the first one in the american continent.
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10.- LA REFORMA AGRARIA Y EL ESTADO ACTUAL DE LA EDUCACIÓN INDIGENAL.
Con la revolución de abril de 1952 se abre para Bolivia un grandioso campo de actividades para restaurar la obra de la educación del indio, puesto que da por liquidado el régimen de servidumbre que se le oponía, actitud histórica por completo irrevocable y sobre la que ha de asentarse sin duda todo el porvenir patrio.
Al historiar la educación del indio, tenemos, por tanto, que referirnos al proceso actual de la escuela indigenal, íntimamente relacionada con la reforma agraria iniciada el 2 de agosto de 1953.
Advertiré que no hemos de realizar un estudio de esa reforma, sino que nos limitaremos a comentar los aspectos que se relacionan con la educación del indio; esto es, los que se refieren a la conservación de las instituciones ancestrales de trabajo y sociabilidad, a los de la cultura autóctona y a las relaciones del nuevo régimen de propiedad con la escuela.
En su parte expositiva, la Ley de Reforma Agraria hace suponer que en ella primaría un sentido histórico y eminentemente nacionalista basado en las tradicionales modalidades de la vida indígena; la adopción de normas destinadas a precautelar los derechos del indio y la vigencia de sus antiguas instituciones; y en fin, parecería que se encaminara resueltamente a constituirse en el instrumento de restauración de todos los valores humanos del indio.
Sin embargo, estos objetivos no reaparecen en la parte resolutiva de la Ley, y por el contrario, en la práctica se procede a la decapitación inmisericorde de la principal institución aymaro-quechua: la marca. Parece que los que proyectaron la ley, tuvieron el honrado propósito de mantener en efecto las instituciones ancestrales, pero ignoraban en dónde estaban situadas y cuáles eran las modalidades de su supervivencia. El resultado implica un gran peligro para la nacionalidad, como que se corre el riesgo de liquidar todo el pasado histórico del indio, que es como renunciar a los fundamentos mismos de nuestro pueblo, a nuestra personalidad y a nuestro propio porvenir.
Bolívar, ya lo dijimos, obedeciendo a los principios de la época, y Melgarejo con los decretos que hemos citado también, no lograron destruir la grandiosa obra de nuestros antepasados, cuyas instituciones se mantuvieron relativamente intactas. La reforma agraria, producto de la potente eclosión social iniciada en Warisata pudo haber revitalizado definitivamente tales instituciones, pero del modo cómo ha sido conducida, está creando, paradojalmente, las condiciones de su definitiva extinción.
He aquí lo que dice el artículo 38 de la Ley: “Las autoridades encargadas de la redistribución, determinarán la forma de reagrupamiento de las parcelas individuales, de manera que tanto el propietario como los campesinos dotados, tengan tierras sin solución de continuidad”.
Esta disposición está en absoluto divorcio con las formas vigentes de aprovechamiento de la tierra y destruye la unidad totalizadora del ayllu. Hemos visto que la estructura del tupu o de la sayaña no es la de una parcela “sin solución de continuidad”; por el contrario, la eficacia del sistema radica precisamente en su discontinuidad, mediante la cual, en el radio de la marca el indio cuenta con todas las calidades de tierra necesarias para una producción más o menos similar; por decirlo así, no se trata de “unidades de posesión”, sino de “conjuntos de producción” que son los que daban tanto dinamismo y tanta vitalidad a la marca; lo heteróclito del territorio andino obligaba a tal sistema, tan admirablemente captado por la sabiduría inkaica; no ocurriendo lo propio en los valles abiertos (Cochabamba) o en las regiones orientales, donde la topografía, condiciones climatéricas y calidades de tierra son más regulares.
La parcelación “sin solución de continuidad” equivale a una cuadriculación de la marca, extingue a la aynoka cuya movilidad era el secreto de su permanente y alta productividad, y en fin, suprime de un plumazo la maravillosa organización del trabajo colectivo, que la Ley ofrecía respetar y mantener.
Lamentable resultado de este criterio distributivo es que se liquidan, al mismo tiempo, las ancestrales formas de gobierno y sociabilidad del indio, que fundadas en la organización científica de la marca, devenían en una organización igualmente científica del trabajo. Notorio es que las ulakas vienen extinguiéndose, y que el consejo de ancianos, el cabildo y la institución de los jilakatas están siendo sustituidos por organismos que, como los “comandos” y sindicatos, garantizan probablemente la subsistencia del nuevo orden de cosas, pero en los cuales no se advierte rasgo alguno de esa potencia anímica que le daba al indio su raigambre telúrica. En sus antiguas instituciones de gobierno y administración, el indio revelaba todas sus grandes capacidades para el manejo de la cosa pública y para el trabajo. Las actuales “secretarías” sindicales pueden ser gratas a la fraseología revolucionaria, pero no corresponden a la organización vernacular, y si hemos de ser sinceros, constituyen una disminución de la personalidad del indio pues no pocas veces queda anulada la voluntad colectiva en favor de la imposición individual, encarnándose en el nuevo jerarca sindical o político la figura despótica del antiguo terrateniente.
Además, las antiguas instituciones brotan de la naturaleza misma del indio; las nuevas entidades le vienen de fuera, exteriormente, cubriéndolas, casi asfixiándolas, y dando origen a nuevas fricciones y divisiones entre los indios, alineados en bandos sindicales heterogéneos, al compás de las ambiciones políticas de sus dirigentes; de donde ha rebrotado con violencia la guerra intestina y aún la destrucción en masa de comunidades indias so pretexto de pertenecer a una u otra fracción. Es necesario decir esto en bien del país. Yo, que carezco de ambiciones políticas, puedo decirlo, pues callar estos hechos nunca ha sido mi norma.
En lo que se refiere a las comunidades indígenas, el artículo 123 de la Ley estatuye en su última parte que, “en el orden interno, se rigen por instituciones propias”, lo que, si fuera algo más concreto e indicara cuáles son tales instituciones, salvaría la institucionalidad indígena y con ello lo que resta de su cultura. Pero en la práctica, lo que se impone es el contenido del artículo 127, que está en franca contradicción con aquél, como que manifiesta que “la comunidad campesina no excluye la existencia de sindicatos agrarios y otras organizaciones de orden cultural, económico y político”, las cuales, como es de suponer, interfieren, se sobreponen y anulan a aquellas instituciones “propias” que a poco se extinguen en su totalidad.
Estas disposiciones tendrán, sin duda, los mejores propósitos. Pero en la práctica, dan resultados que hay que lamentar; por ejemplo, ha recrudecido la explotación del indio por el indio, pues, quien conoce sociología boliviana, sabe perfectamente que antes, el indio “letrado” era tanto o más despiadado que el blanco o el mestizo en su actitud depredatoria; este producto de la época feudal ahora va reproduciéndose en el agente político de raza india. Por otra parte, y es amargo confesarlo, están perdiéndose las ancestrales virtudes y hábitos de trabajo del indio, pues el desorden no es el factor más propio para estimularlos. Y con ello, se diluyen sus manifestaciones culturales como el folklore musical (los instrumentos indígenas reemplazados por la cornetería moderna), la danza, los tejidos, la cerámica, etc.
A través de los tiempos, el indio ha defendido sus instituciones en cruentas luchas; su ayllu. Lo ha defendido al precio de su sangre. No otro sentido tienen las innumerables insurrecciones indias, en las que se trasluce una enérgica determinación de mantener sus nódulos vitales fuere quien fuere el enemigo: el encomendero o el terrateniente; pero ahora el desconcierto se apodera del indio, y ya no sabe cómo defenderse, y ve cómo sus instituciones se extinguen sin remedio. Preciso es confesar que, en estos aspectos, la reforma agraria ha tenido efectos contraproducentes, aunque, a pesar de todo, todavía es tiempo de reparar esos males, siempre que esa restauración se produzca durante la actual generación de indios; si así no fuera, en la próxima generación habrá sucumbido el recuerdo de las tradiciones, se habrá cortado esa herencia cultural y desaparecerá lo “indio” en todo su sentido histórico; y de ese modo, Bolivia continuará siendo un pueblo colonial y carecerá de una fisonomía nacional propia.
Recuérdese lo que se proponía nuestra escuela indigenal: mantener tanto la forma de distribución de la tierra como la forma de organización del trabajo, estructura sobre la cual volvería a alzarse la grandiosa cultura americana. En la práctica, aquello equivalía a pedir que se respetara la organización del latifundio, que no es sino la supervivencia de la antigua marca. A quienes gustan de tergiversar las cosas les advertiremos que no pedíamos que se conservara el latifundio como tal, sino su organización, lo que es muy distinto. Esta posición teórica ya la expusimos, como se recordará, en la conferencia que dicté en la Universidad de La Paz, reproducida íntegramente en “La Calle” el 24 de agosto de 1937, o sea diez y seis años antes de la reforma agraria. La tesis que sostuve causó estupor, porque venía a poner en tela de juicio un lugar común en torno al problema indígena. En esa ocasión decía:
Nadie ha querido hasta ahora, convencerse de que lejos de destruir la organización del latifundio, debe robustecérsela, porque el latifundio y no la pequeña propiedad es la célula agraria secularmente boliviana. Con cuantos socialistas he conversado sobre este asunto siempre he encontrado en ellos retratado el asombro... Nadie se ha detenido a meditar que la parcelación es un fenómeno colonial, que la pequeña propiedad campesina ha nacido del reparto de tierras hecho por la corona de España; posteriormente continuado por Bolívar, quien dio a los indios posesión realenga de propiedad de las pequeñas parcelas que tenían en explotación, destruyendo de esta manera el organismo totalizador de la jatha que es hoy el latifundio boliviano (estas palabras las he repetido varias veces en este libro). Ahora, si planteamos el problema agrario desde puntos de vista liberales, y queremos que se parcele la tierra entre pequeños propietarios, ya es la cuestión distinta. Pero no. Lo que en Bolivia y en otras partes se persigue actualmente es socializar la tierra, adoptar medidas de orden socialista... y entonces nosotros tenemos que demostrar que la jatha, o sea nuestro latifundio, todavía puede servirnos para resolver los problemas que se nos presenten. De esta manera, las escuelas deben organizarse dentro del sistema agrario del latifundio, el cual está dividido, allá donde todavía no ha sido corrompido por los sistemas europeos, en tres partes: dos que explotan los colonos en su beneficio, y una que se explota para el patrón y antiguamente se explotaba para el Estado; pues bien, esa parte de usufructo correspondería a la escuela.., etc.
En las tesis presentadas en Pátzcuaro se incluyó también este punto de vista, hecho que despertó justísimo interés poniéndose atención a lo que hacíamos aquí.
Al producirse la reforma agraria, el país no necesitaba inventar forma alguna de organización: ésta ya se hallaba presente en todas partes; sólo que a veces los árboles no dejan ver el bosque, y del mismo modo no se supo ver esa organización en la granja o hacienda, en la que únicamente había que sustituir el régimen de propiedad individual del patrón, entregando la organización en su conjunto a la colectividad indígena. Nada de ingenieros o tópógrafos que tan gravosa han hecho para el indio de hoy la “afectación” de las tierras de sus antiguos patronos, y que es muy posible que nunca puedan imitar a los ingenieros inkaicos; nada de trámites judiciales que duran años, lustros y, como se está viendo, hasta décadas; nada, en fin, de desconcierto ante nuevas formas de organización del trabajo: el indio continuaría en su propio medio, con sus propios sistemas de trabajo, con su propia organización y con sus propias instituciones de gobierno y administración. Únicamente iba a prescindir del patrón, y nuevamente sería el cabildo, o la ulaka, la que gobernaría la hacienda. De esta manera se mantendría en Bolivia lo único socializado que había: la “marca” indígena, y no se procedería a una parcelación a todas luces improcedente y que, si vamos a decir las cosas francamente, pertenece más a una mentalidad conservadora que a una revolucionaria.
Ahora bien, al proponer que las tierras asignadas al patrón, que lo eran antes del encomendero, y más atrás todavía, las del Inka, fuesen ahora destinadas a la escuela indigenal, no estábamos descubriendo una ingeniosa manera de aprovecharnos de una situación dada, pues no se consideraba a la escuela como una carga para la comunidad, sino precisamente al contrario, como el motor que le daría energía, que permitiría su modernización y la constituiría en una completa unidad productiva. La escuela-ayllu, esto es, la escuela del trabajo, adquiriría aquí su pleno sentido: no el trabajo como mera experiencia escolarizable, sino el trabajo mismo, productivo, social, creador de riqueza para la escuela y para la comunidad, destinado a su autoabastecimiento, al sostenimiento de su internado y de su planta docente y al mantenimiento de todos los servicios sociales que fuesen necesarios y, sobre todo, creador de conciencia. Sistema que, de aplicarse, solucionaría definitivamente la penuria fiscal para crear escuelas y mantenerlas. Aquí no planteábamos utopías: los casos de Warisata, Caiza, Llica, Casarabe, Chapare, San Antonio del Parapetí y otros núcleos, son pruebas de que las escuelas, aún en un ambiente feudal, podían llegar a su propio abastecimiento, abaratando enormemente la educación del ciudadano boliviano.
¿Qué resultados no podría dar, pues, una escuela de ese tipo, creadas como han sido, por la revolución, las condiciones necesarias para su pleno desarrollo?
Cada hacienda con su escuela, es decir cada jatha con su instituto modernizador, sistema del todo extensible a las comunidades libres, hubieran dado resultados grandiosos. Construida la escuela por el esfuerzo propio del indígena, éste recibiría su retribución de aquella en todos los aspectos de su vida, mediante el suministro de educación para sus hijos, experiencias agrícolas e industriales, adopción del maquinismo en el campo, etc. En rigor de verdad, el trabajo de los indios para levantar las escuelas no era gratuito: era un trabajo retribuido, y altamente retribuido. La era del tractor ya podía ser una realidad si se hubiera mantenido la organización colectiva del trabajo y de la tierra, bajo el gobierno conjunto de las “ulakas” y las escuelas; pero es difícil que se llegue a la máquina mediante la parcela desconectada del conjunto. El tractor supone una organización eminentemente social, pero se detiene en los estratos de la pequeña propiedad individual.
Pues bien: en este triple aspecto, no se están aprovechando las grandes posibilidades que ofrece la reforma agraria para encaminar al país hacia senderos de trabajo y bienestar. La reforma agraria, que debía serlo también educacional, se abstuvo de considerar estos aspectos. El único momento que la historia nos ofrece para experimentar en vasta escala el proceso de la educación del indio, está siendo desperdiciado. La liquidación de la servidumbre debía ser el punto de partida para conceder al indio todas las posibilidades de su desarrollo histórico y cultural, pero estamos viendo que se va por el camino contrario. Nunca jamás el país volverá a disponer, como ahora, de tan preciosos recursos como son las todavía subsistentes instituciones indígenas junto a la disposición gubernamental de imponer la justicia y el progreso en los campos.
¿Procederán los regímenes actuales a rectificar su conducta en estos aspectos? Es un interrogante para la historia.
De lo que ahora hagan dependerá no sólo su futuro político, sino también el futuro de Bolivia. Un corazón patriota no puede menos de apoyar medidas que, como la reforma agraria, se inspiraron en altos anhelos de justicia social; pero asimismo, no puede silenciar sus aspectos negativos, por el peligro que entrañan para el país. Y lo que hemos visto recientemente, en realidad, deja mucho que desear.
Tres experiencias tuve en los últimos meses (1960-1961): visitas que hice a Warisata, Jesús de Machaca y Chijipina. En las dos primeras, me dolió comprobar la ruina de todo cuanto habíamos hecho y forjado, la ausencia de un criterio constructivo, la dilapidación de fondos, la desaparición del espíritu propiamente indigenista, la enseñanza meramente retórica y verbalista. Dada la importancia que se asigna a ambas escuelas, podemos decir que son representativas de un estado de cosas general en los demás núcleos, los cuales alcanzan; a un número ciertamente respetable ¡240!, lo que demuestra interés de llevar la educación a todos los confines; pero ya sabemos que el excesivo número no es una garantía de buena calidad, y al contrario, suele conspirar contra ella, sobre todo cuando no se ha preparado al elemento humano que se encargue de la tarea. Y lo que pasa aquí es que el maestro indigenal, en quien encontramos muy buena disposición para realizar obra creadora, no ha recibido una orientación adecuada, ni la recibe actualmente, lo que resulta en un despilfarro de sus excelentes cualidades.
La falta de un criterio normativo se advierte justamente en estos dos Núcleos en el aspecto que más hemos acentuado a través de este libro, a saber, él de la conservación de la marca. Ya vimos que Warisata había restaurado una marca destrozada por la invasión del gamonalismo, y que esa institución se mantenía viva en Jesús de Machaca. En ambos casos, el Núcleo Escolar Indigenal no era sino, en esencia, la propia marca con todo su complejo de instituciones. Pues bien, este asunto ha sido tan malamente comprendido, que junto al núcleo de Warisata, a sólo tres kilómetros y dentro del radio de su jurisdicción, se ha creado otro núcleo, el de Tari, que es como reunir en uno dos hormigueros. Absurdo tan monumental no necesita comentario. Tari podía ser a lo sumo una seccional de Warisata, pero nunca otra central. Y que esto no es una casualidad, lo demuestra similar ocurrencia en Jesús de Machaca, pues junto a la central o núcleo de Joncko, se ha creado otro núcleo, el de Korpa, que en verdad no es sino un ayllu de la marca indígena de Jesús de Machaca. No sé quien podrá ser responsable de tales desaciertos, pero no cabe duda de que su autor no es un prodigio de sabiduría que digamos.
Cuando contemplaba el erial warisateño, pensaba cuán lógico era que los enemigos del indio hubieran saqueado y destrozado la escuela en el lapso transcurrido entre 1940 a 1952. Pero después de ese período la cosa ya no tiene sentido, puesto que se supone que la revolución había barrido con aquellas gentes. Sin embargo, tampoco se hizo nada desde 1952, y fuera de algunas obras materiales de altísimo costo ejecutadas por el SCIDE, la ruina se advierte en todos los demás aspectos. Faltos de una dirección capaz, los maestros carecen casi en absoluto de toda noción respecto a indología e indigenismo. No seré yo quien les reproche, pues, al contrario, encuentro en ellos excelentes cualidades, pero repito, no están debidamente preparados, y su acción se diluye en la nada. No ha sido precisamente en nuestras doctrinas que se educaron y ellos no tienen la culpa, porque la mayor parte eran chiquillos cuando el drama nuestra llegaba a su culminación. ¿Cómo habían de saber lo que Warisata había creado? Una vaga leyenda había llegado a sus oídos, sin adquirir una configuración doctrinal o ideológica, capaz de traducirse en nueva acción de empuje constructivo. Seguramente la lectura de este libro será para ellos una revelación y un estímulo, y serán ellos quienes continúen nuestras antiguas luchas, orientados ahora por el espíritu que a nosotros nos condujo.
Hay que señalar una excepción: en Korpa he encontrado austeridad y trabajo, cosa en verdad recientísima. Pero no existen cosas similares en la educación indigenal de hoy. Los doscientos y tantos núcleos carecen de dirección, no obedecen a un plan de conjunto, no se dedican al estímulo de las instituciones indias, carecen por lo general de Parlamento Amauta, no llevan adelante propósitos de actividad industrial, agrícola o de autoabastecimiento. Sus 5.500 escuelas están conducidas por un criterio inferior aún al de 1905 y las informaciones que recibo me muestran un panorama de inmenso desastre, al que ninguna simulación puede ocultar. ¿Qué se proponen estas escuelas? Nadie lo sabe. ¿Qué clase de ciudadano desean formar? Se ignora. Simple y llanamente, esas escuelas carecen de toda noción al respecto, justamente en el momento en que con más propiedad se pueden plantear esos problemas y solucionarlos con más energía y ponderación.
Una prueba de este estado de cosas lo tuve en la visita a la escuela de Chijipina, más allá de Achacachi. Era una escuela levantada por los mismos indios (esta brava gente no ha perdido el ímpetu constructivo; pero nadie aprovecha de su excelente disposición); el Estado había contribuido a la construcción con quince quintales de calamina, y su inauguración dio lugar a un festejo más que regular. Mucha comitiva, mucho agasajo, muchos discursos y al final.., mucha borrachera; el costo de la fiesta era, sin duda, varias veces superior al de la calamina. El director de Tari, de la cual dependía esta escuelita, estaba ausente, como si su escuela seccional le importara poco ni mucho. No vi en ninguna parte un plan, un espíritu cualquiera que guiase a aquella indiada ávida de saber. Todo giraba alrededor del acto de inauguración, pretexto para un buen fin de semana de algunos funcionarios deseosos de ganar popularidad. No exageraba al decir que el antiguo gamonal se ha reencarnado en la figura del sindicalista de nuevo cuño: en Chijipina me encontré con un conocido nuestro que nos causó no pocas dificultades en los años iniciales de Warisata; ahora se había convertido en “juez agrario”, y en tal calidad me saludó efusivamente diciéndome con orgullo: - ¿Se acuerda usted cuánto trabajo nos costó levantar Wanisata?
Como se ve, el gamonal no ha muerto: se ha transformado, y no lo digo en broma, pues las indiadas sufren hoy otra suerte de explotación de una casta dirigente tan ávida como la antigua, que se vale de los mismos o peores procedimientos y contra la cual no hay posibilidad de alzarse porque constituyen el principal poder en el campo. Las escuelas indigenales resultan impotentes ante este estado de cosas, y por lo general, no defienden ni tratan de defender a los campesinos. Todo esto se cubre con un gran aparato de propaganda destinado a engañar no tanto al mismo pueblo de Bolivia corno a sus gobernantes, ante los cuales ya no llegan los clamores indios sino tamizados por las conveniencias de la burocracia sindical y política.
¿Habrá algún estadista de talla que, al leer estas páginas comprenda que no se trata de animadversión hacia un régimen, sino de dolor ante la tragedia del indio, y que asumiendo varonilmente una actitud firme y audaz, se constituya en el defensor del campesinado y ponga punto final a esta farsa sangrienta? Esperemos que así sea.
Todo esto puede señalar un fenómeno instructivo para quien quiera profundizar en los aconteceres sociales de nuestroa país: el proceso de destrucción de las escuelas indigenales, iniciado en 1940, no ha concluido todavía, y aunque han cambiado los regímenes de gobierno, no ha cambiado la actitud de éstos frente al problema de la educación del indio, en el que no se han renovado criterios desde aquella fecha.
Esta afirmación sorprenderá sin duda a quienes encuentran en la actualidad un decidido propósito de imponer la libertad y la justicia en el campo; pero es que no bastan los buenos propósitos cuando no existe una orientación capaz de plasmarse en resultados prácticos. Nosotros creemos honestamente que hay en las altas esferas el sincero deseo de realizar la más eficaz labor en pro del indio; pero hay al mismo tiempo una desesperante insolvencia práctica en las oficinas y funcionarios llamados a ejecutarla, los más de los cuales se dejan absorber por el brillo de las frases y lo original de las posturas perdiéndose de vista los objetivos reales de aquella política. Esto ocurre, por ejemplo, con el Ministerio de Asuntos Campesinos, creación que pudo dar inmensos frutos, y los puede dar aún si trazándose un programa determinado, lo lleva adelante con entereza, energía y ética funcionaria. El Ministerio, conquista que es preciso sostener a todo trance, navega sin embargo en proceloso mar sin poder encontrar una ruta cualquiera, diluyendo sus esfuerzos en el burocratismo y los planes sin cuento, y pueden sus máximos conductores estar dotados de todas las virtudes, pero poco pueden hacer si no disponen de un elemento humano capaz y entusiasta, y sobre todo honrado, que pueda manejar el delicado problema indio.
Dentro de esa heterogénea repartición del Estado se halla la Dirección General de Educación Fundamental, nombre que se ha dado a nuestra antigua oficina; su denominación define su actitud hacia el problema indio: se trata únicamente de una “educación fundamental’, no de una “educación integral” como la que se hacía hasta 1940, y en realidad nada tiene que ver con la defensa y restauración de las instituciones nativas. Carece de todo sentido de creación o investigación, y esta oficina, que podía desplegar una extraordinaria labor disponiendo del apoyo gubernamental, apenas es una estación burocrática de orden administrativo que concentra su actividad en los mediocres postulados de la educación fundamental, caricatura o deformación de nuestro programa y que, como tal, tiene escasísima influencia en la vida del indio acentuando más bien sus aspectos negativos. En la práctica, ni siquiera realiza una “educación fundamental” del modo cómo la entienden la UNESCO o el Instituto Indigenista. Su labor es dirigir la alfabetización en las escuelas indigenales, o sea que no ha avanzado un paso con respecto a los programas de Saracho. Eso explica la proliferación de escuelas, que como hemos visto, pasan de las cinco mil quinientas. Ahora, si examináramos la organización de estas escuelas, el resultado sería decepcionante. Olvidadas completamente de las rutas trazadas en 1931, las escuelas normales rurales preparan maestros quizá bastante dotados en los aspectos teóricos de la pedagogía clásica, pero la mayor parte poco dados a la práctica y al trabajo productivo.
Claro que hay excepciones, y en realidad no se puede negar que existen escuelitas admirables; pero miles de ellas se desarrollan al acaso, en el más completo desamparo, sin que su ubicación en los campos pruebe de modo alguno que están vinculadas a la vida campesina. Son escuelas unitarias y aunque muchas de ellas poseen terrenos, no realizan una práctica agrícola que interese a la comunidad o tenga finalidades de autoabastecimiento.
Cientos y cientos de estas escuelitas han sido construidas por los mismos indios; cientos y cientos de sus maestros han acudido deseosos de trabajar al servicio de una causa; pero tanto el aporte indígena como el trabajo del maestro, son desaprovechados, desperdiciados o anulados debido a la ausencia de una organización que los aglutine y dirija. Aunque existen los llamados “núcleos”, en realidad no se sabe gran cosa acerca de lo que significa ese término; la mayoría de las veces aparece como un mero sistema de control administrativo, sin penetrar en su profundo sentido económico, social y cultural; de ahí la presencia de dos y más núcleos en la misma zona geográfica o dentro del mismo radio de acción, siendo frecuente que se quiten escuelas de una central para dárselas a otra y viceversa.
La fundación de esas escuelas ya no es resultado del crecimiento o irradiación del Núcleo, de la Escuela Matriz o Central; ahora se las crea donde se fuese, al acaso, diríamos al buen tun-tún, y después de ello recién suele pensarse en el Núcleo al que van a pertenecer. Pero las mismas escuelas centrales no son sino escuelas alfabetizadoras, apenas si más grandes que sus filiales. Su epicentro es el aula, su preocupación fundamental el libro; las tareas agrícolas o de industrias familiares o artesanías, son más bien modalidades raras y en todo caso secundarias.
Los internados, han sido suprimidos en su totalidad, salvo para alumnos normalistas. No hay tal labor en el seno de las comunidades; el indio es un ser extraño a esas escuelas, a pesar de que muchísimas fueron construidas por ellos mismos; el hogar no ha sido influido ni recibe beneficios apreciables, y en fin, todo el panorama es desastroso.
¡Ah, pero esto no se dice en los informes oficiales!
A fuerza de engañar a sus superiores jerárquicos, los funcionarios acaban por persuadirse de que su misión es elevar informes, cuanto más bonitos mejor, aunque estén completamente ausentes de la realidad. Eso es el uso actual en educación campesina, y por supuesto lo que menos interesa a tales funcionarios es la suerte que corra el indio.
Nosotros hemos comprobado casos en que oficinistas con títulos que imponen respeto, encargados de estos asuntos indígenas, desprecian al indio con más ínfulas que los antiguos terratenientes y se mofan de su condición. Hay directores de núcleos que no tienen la más mínima consideración para con los indios a quienes debieran respetar y apreciar ya que esa es una de las condiciones básicas del indigenismo.
Yo acabo de comprobarlo en la última visita que hice a Warisata (febrero de 1962), donde el director (un oriundo de Achacachi) había notificado a una señora, de muy mala manera, que desocupara las piezas que le había cedido el anterior director. El hecho en sí ya es grave, pero mucho más si se considera que la señora en cuestión es la hija de uno de los indios más ilustres de Bolivia: de Avelino Siñani, fundador de educación indigenal. Se trata de Tomasita Siñani de VilIca, a quien ya presentamos al lector, y la cual, como hemos dicho, es heredera de las virtudes de su padre y es una especie de símbolo viviente, con los nietos de Avelino, de todo lo que fue Warisata. Y a más abundamiento: recuérdese que Avelino Síñani había cedido sus lotes de terreno a la escuela en el más noble rasgo de desprendimiento. Y he aquí que, cuando Tomasita vuelve a la tierra de su nacimiento, se le niega un lugar dónde vivir. ¿Qué clase de director podrá ser ese? Su primer acto es un acto de despojo y de soberbia, de donde es fácil colegir lo que hará posteriormente.
A propósito de esta visita que efectué a Warisata, la hice cuando se realizaba un cursillo para profesores indigenales, dirigido e inspirado por el SCIDE. Aunque los técnicos nacionales que se hallan a cargo de ese cursillo, ejecutan concienzudamente su labor, lo hacen, como es natural, dentro de las limitaciones propias del SCIDE, cuya orientación está lejos de ser satisfactoria y es más bien ajena a la psicología indígena y a las finalidades de la escuela indigenal. Se da así el caso de que centenar y medio de maestros campesinos ocupen la escuela y la recorran de arriba abajo, sin que a nadie se le ocurra organizar un turno de riego para jardines o para deshierbe, viendo sus destrozos; turno que se podía organizar por mucho que el curso estuviera en su parte teórica, pues el aprendizaje de la teoría no da derecho a reírse del lado práctico de las labores.
Es impresionante, en realidad, el número de jóvenes que se dedican a la profesión; eso indica que hay interés y fervor por la causa del indio entre los maestros; en Warisata los había de toda condición, y estoy seguro de que, debidamente orientados, esos muchachos podrían realizar una obra grandiosa; pero del modo cómo están conducidos -y no lo digo por el SCIDE, que, repito, cumple al pie de la letra la tarea que se ha impuesto- están destinados a fracasar junto con sus escuelas. Aisladas conversaciones con ellos me demostraron una completa ausencia de un sentido indigenista y su cultura pedagógica -estos maestros son interinos, esto es, no diplomados- se reduce a algunos conceptos repetidos mecánicamente.
¡Cómo se desperdicia esa energía juvenil, cómo se desvía esos valores potenciales!
Se trata de una juventud valiosísima, sin duda alguna; pero quienes los dirigen no están a la altura de su misión, y la mayor parte de ellos no sabrán cómo realizar sus tareas, pese a su buena disposición.
Es asimismo impresionante la organización técnica del SCIDE, y eso ya tuve ocasión de comprobarlo cuando les entregué los núcleos de Warisata y Llica en 1949, como única manera de librarlos del desastre. Sin embargo, no puedo estar de acuerdo con la manera cómo se utilizan sus servicios. Lo correcto, lo sensato, es colocar esa técnica al servicio de un programa, y no, como se hace ahora, someterse a su programa y a sus inspiraciones, que por perfectas que sean nunca podrán adecuarse a nuestro genio nacional.
En realidad, no se comprende por qué un país, que no solamente tiene hermosas y notables tradiciones vernáculas, sino que ha sido creador de una doctrina original aceptada con aplauso por otros países, ahora cae en el extremo de contratar servicios extranjeros para que vengan a enseñarnos lo mismo que nosotros inventamos.
Pero si vemos cómo se conduce a la escuela campesina y qué elementos están en su dirección, tendremos que confesar que es preferible apelar a tales servicios, ya que por lo menos practican la honradez y el cumplimiento, en lugar del abandono y desaprensión que caracterizan al elemento jerárquico de hoy, especialmente dentro de la Dirección de Educación Fundamental.
Había en esta repartición una Jefatura de Bienestar Rural, organismo que realizaba una obra que podríamos decir era una excepción comparada con la actividad de las otras oficinas. Esto podría explicarse fácilmente sabiendo que su conductor era uno de los calificados servidores de la causa del indio, formado en nuestra escuela de trabajo y perseverancia: se trata de Carlos Garibaldi, al que ya nos referimos varias veces. Este profesor, huyendo de la absorbente y corruptora influencia burocrática, se lanzó a construir escuelas en muchísimas regiones; solamente en la zona de Río Abajo edificó, guiándose por nuestros sistemas, 73 escuelas, y son incontables las que levantó en otras partes; tanto más notable es esta acción, cuanto que no contó con un apropiado respaldo económico, pero supo resolver esos problemas con bravura y tenacidad.
Pues bien, se ha suprimido, inexplicablemente, a la Jefatura en cuestión, o sea que la Dirección General se priva del único organismo que ejecutaba una labor productiva en los campos. ¿Celos, emulación, envidia? No lo sabemos. Nos inclinamos a pensar que las cosas se han trastrocado de tal modo, que no se ve con buenos ojos a quien lucha honesta y sinceramente por el indio.
No quiero hurgar más en estos asuntos. Creo que lo dicho es suficiente para demostrar el estado actual de cosas en educación campesina. A otras personas toca realizar una investigación que, estoy seguro, arrojará luz sobre aspectos nada edificantes. Porque del modo cómo se trabaja hoy día, no se puede esperar sino que se pierda, repito, del único momento propicio para llevar adelante una obra grandiosa en favor del indio, y de ese modo se habrá desvirtuado el sentido mismo de la reforma agraria y se perderá, para el futuro, una serie de altas cualidades que aún posee el indio. La persona que, procediendo con energía y valor, imponga una nueva etapa de trabajo, saliendo de la desesperante sensación de cansancio y laxitud con que se procede hoy, merecerá bien de la patria y gratitud de la clase campesina.
11.- EL CASO DE LA “MARCA” DE LLICA.
Tengo dicho que la escuela de Llica es la única que se salvó del desastre, debido a su aislamiento del resto del país. Los indios lliqueños, sorprendidos por la ofensiva de 1940 en mitad de sus labores, y sin haberse preparado aún para enfrentar solos las difíciles tareas que demandaba la supervivencia de la comunidad, permanecieron algunos años en el desconcierto de ver interrumpidas las obras del Núcleo, sin que pudieran continuarlas. Pero luego contaron con la presencia de Celestino Saavedra, primero, y luego de Casimiro Flores y otros elementos, permaneciendo todos bajo la mirada siempre vigilante de Máximo Miguillanes, con lo que pudieron reemprender sus tareas.
Lo cierto es que se recuperó completamente la pujanza constructiva, pues aquellas gentes estaban ansiosas de trabajar y luchar. De suerte que cuando volví a sus lares como diputado por la provincia Nor Lípez, me acogieron con renovada esperanza, a la cual traté de no defraudar llevando todo lo que estuvo a mi alcance, según he relatado.
Cuando volví a la región en febrero de 1962, el espectáculo de aquella comunidad me confortó enormemente: Llica era la escuela-ayllu que soñaba, desarrollando su actividad sin ayuda de nadie. Después de veinticinco años, se mantenían plenamente todos nuestros postulados, y ciertamente que no debido al celo de las autoridades de educación campesina, las cuales, por el contrario, olvidaron casi del todo a aquél Núcleo. Es la misma comunidad la que ha extraído de su seno los medios para subsistir, no solamente en cuanto a recursos materiales, sino también en lo que se refiere al elemento humano. El indio aimara es allá todo: autoridad, elemento funcionario, maestro, ciudadano, defensor de la frontera.
La lista que vi de la administración de 1950, si bien ha cambiado en cuanto a las personas, subsiste íntegramente en cuanto a su composición aimara. He encontrado a un Subprefecto cuya personalidad es verdaderamente notable: una autoridad que no es del tipo del funcionario envanecido y suficiente, colocado por encima de los demás, sino que conceptúa a su cargo como una manera de servir a la comunidad. Se trata de Pedro García Ignacio, un indio educado en Warisata y en quien encuentro condiciones de un verdadero sociólogo rural, con exacta visión de los problemas de la localidad; de fácil palabra, moderado a la par que entusiasta y práctico en las realizaciones, estaba ahora tratando de llevar adelante el proyecto de constituir cooperativas que permitirían explotar en gran escala los recursos de la zona.
García, en su calidad de autoridad máxima, gobernaba a la ulaka en sustitución del curaca, procurando mantener las viejas instituciones, y lo que es más, consiguiendo el concurso de toda la colectividad en esas difíciles tareas. Hay que comprender lo que es Llica: una región pobre, circundada por el desierto, aislada de las vías naturales de comunicación. La lucha por la vida es por allá muy difícil, y sin embargo es necesario mantenerse ahí, sostener sus poblaciones y enriquecerlas, no sólo por razones sociales y étnicas, sino atendiendo a un interés nacional como es el resguardo fronterizo. Pero precisamente es en contra de esta actitud que se deja sentir la influencia de la administración pública, como que se ha llevado a cabo un proyecto para trasladar poblaciones de Llica... hacia el oriente boliviano, so capa de “colonización”. Una migración colonizadora, como hacían los inkas, se justifica cuando hay exceso de población, y realmente ese fenómeno se presenta en varias regiones andinas, lo que ha movido a Eduardo Arze Loureiro a realizar su ensayo de Aroma en Santa Cruz, pero no es el caso de Llica, que justamente necesita incrementar sus poblaciones a fin de estabilizarse como atalaya fronteriza.
¿Qué pretendían los funcionarios que realizaron tan descabellada tarea? ¿Dejar inerme al país en esa zona? Lo que debiera hacerse es enriquecer a la región, realizar los viejos proyectos de captación de aguas del río Sacaya -cuyos estudios, como he dicho, han sido realizados hasta por cinco comisiones de ingenieros que llevé cuando fui diputado- y fortalecer las cooperativas proyectadas por los lliqueños. Las tierras de Llica, con un riego adecuado, pueden producir enorme riqueza en productos agrícolas y en ganado lanar, llevando allá ovejas merino de la Patagonia; hay además varios lugares donde se pueden establecer similares sistemas de riego, en menor escala, y con todo esto la zona adquiriría un ritmo de progreso acorde con los anhelos de sus gentes y las necesidades del país. Automáticamente se incrementarían las industrias textiles y de alfombras, para las cuales hay entre ellos verdaderos técnicos preparados en Warisata. Lejos de dejarse vencer por la inclemencia de la zona, hay que darle los elementos para que progrese y se constituya en un factor positivo para el país, que ya lo es, pero no en medida deseable.
Los indios lliqueños han trabajado hasta ahora sin ayuda alguna, en admirable demostración de capacidad y entusiasmo. Recuérdese que yo había logrado conseguir para todas sus comunidades, que son veintidós, cañería y accesorios para la instalación de agua potable, habiendo sido el SCIDE quien hizo el transporte de todo ese material. Pues bien, fueron los mismos indios los que instalaron esos servicios, sin ayuda de técnicos ni de ingenieros, como fueron ellos solos los que pusieron en marcha los molinos de viento y las bombas que existen en cada una de las comunidades. De esta manera, hasta las más apartadas localidades poseen ahora servicio de agua potable, en sustitución del agua salada de que se servían antes. Estoy seguro de que sus cooperativas también tendrán pleno éxito, lo mismo que sus escuelas, que ellos levantan con un empuje digno de encomio.
El lector verá en la sección de fotografías cómo una simple escuela seccional, la de Huanaque, posee un frontis digno de equipararse al del Pabellón México, pues es de piedra granito tallada por los mismos indios, y la edificación íntegra realizada sin colaboración alguna de ningún técnico en la materia. En 1940, la escuela de Huanaque era una casita que no conformaba a los anhelos del ayllu, y ahora me encuentro con todo un edificio que es digno de una central de núcleo, mucho mayor que lo que se necesita para la población escolar de la zona, pero que revela en ese único detalle el ímpetu constructivo de los indios. Las otras seccionales, entre ellas, Cahuana, se levantan animadas por el mismo espíritu, y son por ello muy diferentes a las miles de escuelitas campesinas que son creadas en el territorio nacional.
En Llica los indios no se han conformado con una escuela: han logrado crear una Normal, y si bien ha sido el SCIDE el que ha construido su edificio, no hubiera sido posible esto sin el decidido empeño de los lliqueños. Empero, también aquí, como en el caso de las migraciones a Santa Cruz, se hace sentir la influencia negativa de los organismos gubernamentales; pues se está creando un organismo policéfalo, poniendo junto al Director del Núcleo, un Director de la Normal y un Director de la Escuela de Aplicación, modalidad que hemos observado también en Warisata y que no puede sino perjudicar el desarrollo de la acción escolar ya que con tres directores, ninguno puede responsabilizarse de la conducción de la escuela.
Pero aparte de esto, todo en Llica da una sensación optimista de trabajo y de esfuerzo. La misma población se está transformando rápidamente, apareciendo ya el chalet en sustitución de la antigua choza; los vecinos de Llica han levantado, sin ayuda de nadie, un monumental edificio de dos pisos para casa de gobierno, el cual ocupa todo un frente de la plaza; su construcción ha sido realizada por el ayni de todas las comunidades, y han sido arquitectos indios los que han dibujado los planos y dirigido la construcción en todos sus detalles. Del mismo modo han instalado un servicio de luz eléctrica para todas las necesidades de la población.
Fuera de ello, el indio lliqueño revela grandes virtudes ciudadanas y se ha extinguido para siempre el pobre siervo humillado de los yermos. Hay un constante afán de estudio y progreso, de amor a la libertad y al terruño, al que están dispuestos a defender en cualquier trance, ya que por desgracia no ha desaparecido el peligro de un conflicto internacional cuyas primeras acciones tendrían que librarse en esa zona. ¡Ojalá no ocurra tal! Pero en cualquier situación, allá estará el aimara lliqueño dispuesto a cumplir su deber.
Gentes de esa clase revelan que no ha sido inútil la obra de la educación campesina, y con este espectáculo me siento recompensado de todos mis afanes y veo que no he sido vencido.
12.- UN HOMBRE EN DEFENSA DE LA ESCUELA.
Tengo que concluir este capítulo refiriéndome a la actuación de un maestro que se alzó con gran valentía para denunciar la destrucción de las escuelas indigenales. Se trata de Carlos Salazar Mostajo, quien combatió no solamente en su calidad de profesor indigenal, sino también como artista, como poeta y periodista. Después que fuimos echados -en 1940- Salazar llevó adelante una prolongada campaña de prensa, a través de casi un centenar de artículos, en todos los diarios de La Paz. Puedo decir que luchó completamente solo, y lo hizo con entereza y constancia, poniendo en sus escritos un tono no pocas veces violento y apasionado, justificable por su juventud y por la magnitud del crimen cometido contra las escuelas. Su página culminante es “Warisata mía”, artículo que hube de elegir como portada de este libro porque sintetiza todo el drama de la educación del indio y es, como decía un periodista, “una página llamada a perdurar en la literatura latinoamericana”.
No contento con esto, Salazar presentó una exposición pictórica, con motivos de la vida del indio y de la servidumbre, en la cual habían dos bocetos para cuadros murales, titulados “Creación” y “Destrucción” de Warisata, candentes testimonios de una lucha sin cuartel. Yo no haré su valoración estética -un crítico afirmó que eran “mitad historia y mitad tremenda crítica de hombres y cosas mestizas”- pero considero a ambos cuadros como capítulo de nuestras luchas, y por eso los incluyo en este libro.
Finalmente, Salazar publicó un poema social titulado “Biografía de Warisata”, de accidentada historia. De esta obra decía Gamaliel Churata, en “La Calle”:
…tiene... ritmos viriles, no exentos de una ternura que conmueve... y así como canta con lengua epitalámica el amor y la belleza de ese mundo que amanecía en la pampa... también agita el ronzal vengador en versos que tienen la fuerza corrosiva de un veneno mortal. El poema... es el verso más vital que se ha escrito en Bolivia desde hace muchos años... y crea la poesía social (en Bolivia) que no ha existido antes sino en atisbos generalmente huecos o ensordecidos....
Oscar Cerruto, en carta que se publicó en “La Noche” del 19 de julio de 1941, decía:
El poema de Salazar me reconcilia con la literatura joven de mi país. He sido, sigo siendo, un temperamento polémico, y he pensado siempre que la juventud debe ser beligerante, a riesgo de todas las negaciones, vigilante, a riesgo de todas las intransigencias. Me desesperaba ya asistir a ese obstinado endiosamiento del pasado (ni siquiera una revisión) en que se hundía por todas partes la juventud boliviana... Me desesperaba ese acomodamiento fácil, esa literatura de áulicos, a la sombra de bien rentadas posiciones... Los versos de este nuevo poeta son, pues, por eso, tonificantes.
Tristán Marof, quien fue también un ferviente defensor de Warisata, decía en “Batalla” del 2 de agosto de 1943: “El poema de Carlos Salazar...
…es una tremenda requisitoria contra los destructores de la Escuela Indigenal de Warisata, que fue decapitada por los patrones feudales cuando vieron que ella significaba algo más que la tonta idea de alfabetizar al indio; que ella encarnaba el alma y el verbo de la redención campesina. Carlos Salazar, actor y artífice de esa obra que marca una época, es el abanderado legítimo que en este poema, al mismo tiempo que hiere, deja para siempre su palabra impresa en manos de la historia....
El poema se publicó en “La Calle” y en “Batalla”; Roberto Prudencio lo publicó también, aunque mutilado, en su revista “Kollasuyo”, No. 32. Resulta curioso que, a pesar de su gran resonancia, esta obra haya sido posteriormente silenciada por completo. Trataré de salvar a ese fuerte canto indio de su definitivo olvido publicándolo a continuación, puesto que es una página vívida de nuestras luchas. Y aunque el estallido de su cólera lo lleva a usar giros y expresiones quizá poco literarios, de todas maneras, comparado con los mayidos de tanto gatito que hace versos, este poema es un rugido de león digno de ser recordado. Creo, por otra parte, que es un excelente modo de concluir este libro.
Continuará...
Fuente: Elizardo Pérez, "Warisata - La Escuela Ayllu", Editorial Burillo, La Paz - Bolivia, 1962.
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Original text of the book written by Elizardo Pérez about their revolutionary educational experience for the native peoples and that it was the first one in the american continent.
Partes anteriores de este libro: 26 - 27 - 28 - 29 - 30.
10.- LA REFORMA AGRARIA Y EL ESTADO ACTUAL DE LA EDUCACIÓN INDIGENAL.
Con la revolución de abril de 1952 se abre para Bolivia un grandioso campo de actividades para restaurar la obra de la educación del indio, puesto que da por liquidado el régimen de servidumbre que se le oponía, actitud histórica por completo irrevocable y sobre la que ha de asentarse sin duda todo el porvenir patrio.
Al historiar la educación del indio, tenemos, por tanto, que referirnos al proceso actual de la escuela indigenal, íntimamente relacionada con la reforma agraria iniciada el 2 de agosto de 1953.
Advertiré que no hemos de realizar un estudio de esa reforma, sino que nos limitaremos a comentar los aspectos que se relacionan con la educación del indio; esto es, los que se refieren a la conservación de las instituciones ancestrales de trabajo y sociabilidad, a los de la cultura autóctona y a las relaciones del nuevo régimen de propiedad con la escuela.
En su parte expositiva, la Ley de Reforma Agraria hace suponer que en ella primaría un sentido histórico y eminentemente nacionalista basado en las tradicionales modalidades de la vida indígena; la adopción de normas destinadas a precautelar los derechos del indio y la vigencia de sus antiguas instituciones; y en fin, parecería que se encaminara resueltamente a constituirse en el instrumento de restauración de todos los valores humanos del indio.
Sin embargo, estos objetivos no reaparecen en la parte resolutiva de la Ley, y por el contrario, en la práctica se procede a la decapitación inmisericorde de la principal institución aymaro-quechua: la marca. Parece que los que proyectaron la ley, tuvieron el honrado propósito de mantener en efecto las instituciones ancestrales, pero ignoraban en dónde estaban situadas y cuáles eran las modalidades de su supervivencia. El resultado implica un gran peligro para la nacionalidad, como que se corre el riesgo de liquidar todo el pasado histórico del indio, que es como renunciar a los fundamentos mismos de nuestro pueblo, a nuestra personalidad y a nuestro propio porvenir.
Bolívar, ya lo dijimos, obedeciendo a los principios de la época, y Melgarejo con los decretos que hemos citado también, no lograron destruir la grandiosa obra de nuestros antepasados, cuyas instituciones se mantuvieron relativamente intactas. La reforma agraria, producto de la potente eclosión social iniciada en Warisata pudo haber revitalizado definitivamente tales instituciones, pero del modo cómo ha sido conducida, está creando, paradojalmente, las condiciones de su definitiva extinción.
He aquí lo que dice el artículo 38 de la Ley: “Las autoridades encargadas de la redistribución, determinarán la forma de reagrupamiento de las parcelas individuales, de manera que tanto el propietario como los campesinos dotados, tengan tierras sin solución de continuidad”.
Esta disposición está en absoluto divorcio con las formas vigentes de aprovechamiento de la tierra y destruye la unidad totalizadora del ayllu. Hemos visto que la estructura del tupu o de la sayaña no es la de una parcela “sin solución de continuidad”; por el contrario, la eficacia del sistema radica precisamente en su discontinuidad, mediante la cual, en el radio de la marca el indio cuenta con todas las calidades de tierra necesarias para una producción más o menos similar; por decirlo así, no se trata de “unidades de posesión”, sino de “conjuntos de producción” que son los que daban tanto dinamismo y tanta vitalidad a la marca; lo heteróclito del territorio andino obligaba a tal sistema, tan admirablemente captado por la sabiduría inkaica; no ocurriendo lo propio en los valles abiertos (Cochabamba) o en las regiones orientales, donde la topografía, condiciones climatéricas y calidades de tierra son más regulares.
La parcelación “sin solución de continuidad” equivale a una cuadriculación de la marca, extingue a la aynoka cuya movilidad era el secreto de su permanente y alta productividad, y en fin, suprime de un plumazo la maravillosa organización del trabajo colectivo, que la Ley ofrecía respetar y mantener.
Lamentable resultado de este criterio distributivo es que se liquidan, al mismo tiempo, las ancestrales formas de gobierno y sociabilidad del indio, que fundadas en la organización científica de la marca, devenían en una organización igualmente científica del trabajo. Notorio es que las ulakas vienen extinguiéndose, y que el consejo de ancianos, el cabildo y la institución de los jilakatas están siendo sustituidos por organismos que, como los “comandos” y sindicatos, garantizan probablemente la subsistencia del nuevo orden de cosas, pero en los cuales no se advierte rasgo alguno de esa potencia anímica que le daba al indio su raigambre telúrica. En sus antiguas instituciones de gobierno y administración, el indio revelaba todas sus grandes capacidades para el manejo de la cosa pública y para el trabajo. Las actuales “secretarías” sindicales pueden ser gratas a la fraseología revolucionaria, pero no corresponden a la organización vernacular, y si hemos de ser sinceros, constituyen una disminución de la personalidad del indio pues no pocas veces queda anulada la voluntad colectiva en favor de la imposición individual, encarnándose en el nuevo jerarca sindical o político la figura despótica del antiguo terrateniente.
Además, las antiguas instituciones brotan de la naturaleza misma del indio; las nuevas entidades le vienen de fuera, exteriormente, cubriéndolas, casi asfixiándolas, y dando origen a nuevas fricciones y divisiones entre los indios, alineados en bandos sindicales heterogéneos, al compás de las ambiciones políticas de sus dirigentes; de donde ha rebrotado con violencia la guerra intestina y aún la destrucción en masa de comunidades indias so pretexto de pertenecer a una u otra fracción. Es necesario decir esto en bien del país. Yo, que carezco de ambiciones políticas, puedo decirlo, pues callar estos hechos nunca ha sido mi norma.
En lo que se refiere a las comunidades indígenas, el artículo 123 de la Ley estatuye en su última parte que, “en el orden interno, se rigen por instituciones propias”, lo que, si fuera algo más concreto e indicara cuáles son tales instituciones, salvaría la institucionalidad indígena y con ello lo que resta de su cultura. Pero en la práctica, lo que se impone es el contenido del artículo 127, que está en franca contradicción con aquél, como que manifiesta que “la comunidad campesina no excluye la existencia de sindicatos agrarios y otras organizaciones de orden cultural, económico y político”, las cuales, como es de suponer, interfieren, se sobreponen y anulan a aquellas instituciones “propias” que a poco se extinguen en su totalidad.
Estas disposiciones tendrán, sin duda, los mejores propósitos. Pero en la práctica, dan resultados que hay que lamentar; por ejemplo, ha recrudecido la explotación del indio por el indio, pues, quien conoce sociología boliviana, sabe perfectamente que antes, el indio “letrado” era tanto o más despiadado que el blanco o el mestizo en su actitud depredatoria; este producto de la época feudal ahora va reproduciéndose en el agente político de raza india. Por otra parte, y es amargo confesarlo, están perdiéndose las ancestrales virtudes y hábitos de trabajo del indio, pues el desorden no es el factor más propio para estimularlos. Y con ello, se diluyen sus manifestaciones culturales como el folklore musical (los instrumentos indígenas reemplazados por la cornetería moderna), la danza, los tejidos, la cerámica, etc.
A través de los tiempos, el indio ha defendido sus instituciones en cruentas luchas; su ayllu. Lo ha defendido al precio de su sangre. No otro sentido tienen las innumerables insurrecciones indias, en las que se trasluce una enérgica determinación de mantener sus nódulos vitales fuere quien fuere el enemigo: el encomendero o el terrateniente; pero ahora el desconcierto se apodera del indio, y ya no sabe cómo defenderse, y ve cómo sus instituciones se extinguen sin remedio. Preciso es confesar que, en estos aspectos, la reforma agraria ha tenido efectos contraproducentes, aunque, a pesar de todo, todavía es tiempo de reparar esos males, siempre que esa restauración se produzca durante la actual generación de indios; si así no fuera, en la próxima generación habrá sucumbido el recuerdo de las tradiciones, se habrá cortado esa herencia cultural y desaparecerá lo “indio” en todo su sentido histórico; y de ese modo, Bolivia continuará siendo un pueblo colonial y carecerá de una fisonomía nacional propia.
Recuérdese lo que se proponía nuestra escuela indigenal: mantener tanto la forma de distribución de la tierra como la forma de organización del trabajo, estructura sobre la cual volvería a alzarse la grandiosa cultura americana. En la práctica, aquello equivalía a pedir que se respetara la organización del latifundio, que no es sino la supervivencia de la antigua marca. A quienes gustan de tergiversar las cosas les advertiremos que no pedíamos que se conservara el latifundio como tal, sino su organización, lo que es muy distinto. Esta posición teórica ya la expusimos, como se recordará, en la conferencia que dicté en la Universidad de La Paz, reproducida íntegramente en “La Calle” el 24 de agosto de 1937, o sea diez y seis años antes de la reforma agraria. La tesis que sostuve causó estupor, porque venía a poner en tela de juicio un lugar común en torno al problema indígena. En esa ocasión decía:
Nadie ha querido hasta ahora, convencerse de que lejos de destruir la organización del latifundio, debe robustecérsela, porque el latifundio y no la pequeña propiedad es la célula agraria secularmente boliviana. Con cuantos socialistas he conversado sobre este asunto siempre he encontrado en ellos retratado el asombro... Nadie se ha detenido a meditar que la parcelación es un fenómeno colonial, que la pequeña propiedad campesina ha nacido del reparto de tierras hecho por la corona de España; posteriormente continuado por Bolívar, quien dio a los indios posesión realenga de propiedad de las pequeñas parcelas que tenían en explotación, destruyendo de esta manera el organismo totalizador de la jatha que es hoy el latifundio boliviano (estas palabras las he repetido varias veces en este libro). Ahora, si planteamos el problema agrario desde puntos de vista liberales, y queremos que se parcele la tierra entre pequeños propietarios, ya es la cuestión distinta. Pero no. Lo que en Bolivia y en otras partes se persigue actualmente es socializar la tierra, adoptar medidas de orden socialista... y entonces nosotros tenemos que demostrar que la jatha, o sea nuestro latifundio, todavía puede servirnos para resolver los problemas que se nos presenten. De esta manera, las escuelas deben organizarse dentro del sistema agrario del latifundio, el cual está dividido, allá donde todavía no ha sido corrompido por los sistemas europeos, en tres partes: dos que explotan los colonos en su beneficio, y una que se explota para el patrón y antiguamente se explotaba para el Estado; pues bien, esa parte de usufructo correspondería a la escuela.., etc.
En las tesis presentadas en Pátzcuaro se incluyó también este punto de vista, hecho que despertó justísimo interés poniéndose atención a lo que hacíamos aquí.
Al producirse la reforma agraria, el país no necesitaba inventar forma alguna de organización: ésta ya se hallaba presente en todas partes; sólo que a veces los árboles no dejan ver el bosque, y del mismo modo no se supo ver esa organización en la granja o hacienda, en la que únicamente había que sustituir el régimen de propiedad individual del patrón, entregando la organización en su conjunto a la colectividad indígena. Nada de ingenieros o tópógrafos que tan gravosa han hecho para el indio de hoy la “afectación” de las tierras de sus antiguos patronos, y que es muy posible que nunca puedan imitar a los ingenieros inkaicos; nada de trámites judiciales que duran años, lustros y, como se está viendo, hasta décadas; nada, en fin, de desconcierto ante nuevas formas de organización del trabajo: el indio continuaría en su propio medio, con sus propios sistemas de trabajo, con su propia organización y con sus propias instituciones de gobierno y administración. Únicamente iba a prescindir del patrón, y nuevamente sería el cabildo, o la ulaka, la que gobernaría la hacienda. De esta manera se mantendría en Bolivia lo único socializado que había: la “marca” indígena, y no se procedería a una parcelación a todas luces improcedente y que, si vamos a decir las cosas francamente, pertenece más a una mentalidad conservadora que a una revolucionaria.
Ahora bien, al proponer que las tierras asignadas al patrón, que lo eran antes del encomendero, y más atrás todavía, las del Inka, fuesen ahora destinadas a la escuela indigenal, no estábamos descubriendo una ingeniosa manera de aprovecharnos de una situación dada, pues no se consideraba a la escuela como una carga para la comunidad, sino precisamente al contrario, como el motor que le daría energía, que permitiría su modernización y la constituiría en una completa unidad productiva. La escuela-ayllu, esto es, la escuela del trabajo, adquiriría aquí su pleno sentido: no el trabajo como mera experiencia escolarizable, sino el trabajo mismo, productivo, social, creador de riqueza para la escuela y para la comunidad, destinado a su autoabastecimiento, al sostenimiento de su internado y de su planta docente y al mantenimiento de todos los servicios sociales que fuesen necesarios y, sobre todo, creador de conciencia. Sistema que, de aplicarse, solucionaría definitivamente la penuria fiscal para crear escuelas y mantenerlas. Aquí no planteábamos utopías: los casos de Warisata, Caiza, Llica, Casarabe, Chapare, San Antonio del Parapetí y otros núcleos, son pruebas de que las escuelas, aún en un ambiente feudal, podían llegar a su propio abastecimiento, abaratando enormemente la educación del ciudadano boliviano.
¿Qué resultados no podría dar, pues, una escuela de ese tipo, creadas como han sido, por la revolución, las condiciones necesarias para su pleno desarrollo?
Cada hacienda con su escuela, es decir cada jatha con su instituto modernizador, sistema del todo extensible a las comunidades libres, hubieran dado resultados grandiosos. Construida la escuela por el esfuerzo propio del indígena, éste recibiría su retribución de aquella en todos los aspectos de su vida, mediante el suministro de educación para sus hijos, experiencias agrícolas e industriales, adopción del maquinismo en el campo, etc. En rigor de verdad, el trabajo de los indios para levantar las escuelas no era gratuito: era un trabajo retribuido, y altamente retribuido. La era del tractor ya podía ser una realidad si se hubiera mantenido la organización colectiva del trabajo y de la tierra, bajo el gobierno conjunto de las “ulakas” y las escuelas; pero es difícil que se llegue a la máquina mediante la parcela desconectada del conjunto. El tractor supone una organización eminentemente social, pero se detiene en los estratos de la pequeña propiedad individual.
Pues bien: en este triple aspecto, no se están aprovechando las grandes posibilidades que ofrece la reforma agraria para encaminar al país hacia senderos de trabajo y bienestar. La reforma agraria, que debía serlo también educacional, se abstuvo de considerar estos aspectos. El único momento que la historia nos ofrece para experimentar en vasta escala el proceso de la educación del indio, está siendo desperdiciado. La liquidación de la servidumbre debía ser el punto de partida para conceder al indio todas las posibilidades de su desarrollo histórico y cultural, pero estamos viendo que se va por el camino contrario. Nunca jamás el país volverá a disponer, como ahora, de tan preciosos recursos como son las todavía subsistentes instituciones indígenas junto a la disposición gubernamental de imponer la justicia y el progreso en los campos.
¿Procederán los regímenes actuales a rectificar su conducta en estos aspectos? Es un interrogante para la historia.
De lo que ahora hagan dependerá no sólo su futuro político, sino también el futuro de Bolivia. Un corazón patriota no puede menos de apoyar medidas que, como la reforma agraria, se inspiraron en altos anhelos de justicia social; pero asimismo, no puede silenciar sus aspectos negativos, por el peligro que entrañan para el país. Y lo que hemos visto recientemente, en realidad, deja mucho que desear.
Tres experiencias tuve en los últimos meses (1960-1961): visitas que hice a Warisata, Jesús de Machaca y Chijipina. En las dos primeras, me dolió comprobar la ruina de todo cuanto habíamos hecho y forjado, la ausencia de un criterio constructivo, la dilapidación de fondos, la desaparición del espíritu propiamente indigenista, la enseñanza meramente retórica y verbalista. Dada la importancia que se asigna a ambas escuelas, podemos decir que son representativas de un estado de cosas general en los demás núcleos, los cuales alcanzan; a un número ciertamente respetable ¡240!, lo que demuestra interés de llevar la educación a todos los confines; pero ya sabemos que el excesivo número no es una garantía de buena calidad, y al contrario, suele conspirar contra ella, sobre todo cuando no se ha preparado al elemento humano que se encargue de la tarea. Y lo que pasa aquí es que el maestro indigenal, en quien encontramos muy buena disposición para realizar obra creadora, no ha recibido una orientación adecuada, ni la recibe actualmente, lo que resulta en un despilfarro de sus excelentes cualidades.
La falta de un criterio normativo se advierte justamente en estos dos Núcleos en el aspecto que más hemos acentuado a través de este libro, a saber, él de la conservación de la marca. Ya vimos que Warisata había restaurado una marca destrozada por la invasión del gamonalismo, y que esa institución se mantenía viva en Jesús de Machaca. En ambos casos, el Núcleo Escolar Indigenal no era sino, en esencia, la propia marca con todo su complejo de instituciones. Pues bien, este asunto ha sido tan malamente comprendido, que junto al núcleo de Warisata, a sólo tres kilómetros y dentro del radio de su jurisdicción, se ha creado otro núcleo, el de Tari, que es como reunir en uno dos hormigueros. Absurdo tan monumental no necesita comentario. Tari podía ser a lo sumo una seccional de Warisata, pero nunca otra central. Y que esto no es una casualidad, lo demuestra similar ocurrencia en Jesús de Machaca, pues junto a la central o núcleo de Joncko, se ha creado otro núcleo, el de Korpa, que en verdad no es sino un ayllu de la marca indígena de Jesús de Machaca. No sé quien podrá ser responsable de tales desaciertos, pero no cabe duda de que su autor no es un prodigio de sabiduría que digamos.
Cuando contemplaba el erial warisateño, pensaba cuán lógico era que los enemigos del indio hubieran saqueado y destrozado la escuela en el lapso transcurrido entre 1940 a 1952. Pero después de ese período la cosa ya no tiene sentido, puesto que se supone que la revolución había barrido con aquellas gentes. Sin embargo, tampoco se hizo nada desde 1952, y fuera de algunas obras materiales de altísimo costo ejecutadas por el SCIDE, la ruina se advierte en todos los demás aspectos. Faltos de una dirección capaz, los maestros carecen casi en absoluto de toda noción respecto a indología e indigenismo. No seré yo quien les reproche, pues, al contrario, encuentro en ellos excelentes cualidades, pero repito, no están debidamente preparados, y su acción se diluye en la nada. No ha sido precisamente en nuestras doctrinas que se educaron y ellos no tienen la culpa, porque la mayor parte eran chiquillos cuando el drama nuestra llegaba a su culminación. ¿Cómo habían de saber lo que Warisata había creado? Una vaga leyenda había llegado a sus oídos, sin adquirir una configuración doctrinal o ideológica, capaz de traducirse en nueva acción de empuje constructivo. Seguramente la lectura de este libro será para ellos una revelación y un estímulo, y serán ellos quienes continúen nuestras antiguas luchas, orientados ahora por el espíritu que a nosotros nos condujo.
Hay que señalar una excepción: en Korpa he encontrado austeridad y trabajo, cosa en verdad recientísima. Pero no existen cosas similares en la educación indigenal de hoy. Los doscientos y tantos núcleos carecen de dirección, no obedecen a un plan de conjunto, no se dedican al estímulo de las instituciones indias, carecen por lo general de Parlamento Amauta, no llevan adelante propósitos de actividad industrial, agrícola o de autoabastecimiento. Sus 5.500 escuelas están conducidas por un criterio inferior aún al de 1905 y las informaciones que recibo me muestran un panorama de inmenso desastre, al que ninguna simulación puede ocultar. ¿Qué se proponen estas escuelas? Nadie lo sabe. ¿Qué clase de ciudadano desean formar? Se ignora. Simple y llanamente, esas escuelas carecen de toda noción al respecto, justamente en el momento en que con más propiedad se pueden plantear esos problemas y solucionarlos con más energía y ponderación.
Una prueba de este estado de cosas lo tuve en la visita a la escuela de Chijipina, más allá de Achacachi. Era una escuela levantada por los mismos indios (esta brava gente no ha perdido el ímpetu constructivo; pero nadie aprovecha de su excelente disposición); el Estado había contribuido a la construcción con quince quintales de calamina, y su inauguración dio lugar a un festejo más que regular. Mucha comitiva, mucho agasajo, muchos discursos y al final.., mucha borrachera; el costo de la fiesta era, sin duda, varias veces superior al de la calamina. El director de Tari, de la cual dependía esta escuelita, estaba ausente, como si su escuela seccional le importara poco ni mucho. No vi en ninguna parte un plan, un espíritu cualquiera que guiase a aquella indiada ávida de saber. Todo giraba alrededor del acto de inauguración, pretexto para un buen fin de semana de algunos funcionarios deseosos de ganar popularidad. No exageraba al decir que el antiguo gamonal se ha reencarnado en la figura del sindicalista de nuevo cuño: en Chijipina me encontré con un conocido nuestro que nos causó no pocas dificultades en los años iniciales de Warisata; ahora se había convertido en “juez agrario”, y en tal calidad me saludó efusivamente diciéndome con orgullo: - ¿Se acuerda usted cuánto trabajo nos costó levantar Wanisata?
Como se ve, el gamonal no ha muerto: se ha transformado, y no lo digo en broma, pues las indiadas sufren hoy otra suerte de explotación de una casta dirigente tan ávida como la antigua, que se vale de los mismos o peores procedimientos y contra la cual no hay posibilidad de alzarse porque constituyen el principal poder en el campo. Las escuelas indigenales resultan impotentes ante este estado de cosas, y por lo general, no defienden ni tratan de defender a los campesinos. Todo esto se cubre con un gran aparato de propaganda destinado a engañar no tanto al mismo pueblo de Bolivia corno a sus gobernantes, ante los cuales ya no llegan los clamores indios sino tamizados por las conveniencias de la burocracia sindical y política.
¿Habrá algún estadista de talla que, al leer estas páginas comprenda que no se trata de animadversión hacia un régimen, sino de dolor ante la tragedia del indio, y que asumiendo varonilmente una actitud firme y audaz, se constituya en el defensor del campesinado y ponga punto final a esta farsa sangrienta? Esperemos que así sea.
Todo esto puede señalar un fenómeno instructivo para quien quiera profundizar en los aconteceres sociales de nuestroa país: el proceso de destrucción de las escuelas indigenales, iniciado en 1940, no ha concluido todavía, y aunque han cambiado los regímenes de gobierno, no ha cambiado la actitud de éstos frente al problema de la educación del indio, en el que no se han renovado criterios desde aquella fecha.
Esta afirmación sorprenderá sin duda a quienes encuentran en la actualidad un decidido propósito de imponer la libertad y la justicia en el campo; pero es que no bastan los buenos propósitos cuando no existe una orientación capaz de plasmarse en resultados prácticos. Nosotros creemos honestamente que hay en las altas esferas el sincero deseo de realizar la más eficaz labor en pro del indio; pero hay al mismo tiempo una desesperante insolvencia práctica en las oficinas y funcionarios llamados a ejecutarla, los más de los cuales se dejan absorber por el brillo de las frases y lo original de las posturas perdiéndose de vista los objetivos reales de aquella política. Esto ocurre, por ejemplo, con el Ministerio de Asuntos Campesinos, creación que pudo dar inmensos frutos, y los puede dar aún si trazándose un programa determinado, lo lleva adelante con entereza, energía y ética funcionaria. El Ministerio, conquista que es preciso sostener a todo trance, navega sin embargo en proceloso mar sin poder encontrar una ruta cualquiera, diluyendo sus esfuerzos en el burocratismo y los planes sin cuento, y pueden sus máximos conductores estar dotados de todas las virtudes, pero poco pueden hacer si no disponen de un elemento humano capaz y entusiasta, y sobre todo honrado, que pueda manejar el delicado problema indio.
Dentro de esa heterogénea repartición del Estado se halla la Dirección General de Educación Fundamental, nombre que se ha dado a nuestra antigua oficina; su denominación define su actitud hacia el problema indio: se trata únicamente de una “educación fundamental’, no de una “educación integral” como la que se hacía hasta 1940, y en realidad nada tiene que ver con la defensa y restauración de las instituciones nativas. Carece de todo sentido de creación o investigación, y esta oficina, que podía desplegar una extraordinaria labor disponiendo del apoyo gubernamental, apenas es una estación burocrática de orden administrativo que concentra su actividad en los mediocres postulados de la educación fundamental, caricatura o deformación de nuestro programa y que, como tal, tiene escasísima influencia en la vida del indio acentuando más bien sus aspectos negativos. En la práctica, ni siquiera realiza una “educación fundamental” del modo cómo la entienden la UNESCO o el Instituto Indigenista. Su labor es dirigir la alfabetización en las escuelas indigenales, o sea que no ha avanzado un paso con respecto a los programas de Saracho. Eso explica la proliferación de escuelas, que como hemos visto, pasan de las cinco mil quinientas. Ahora, si examináramos la organización de estas escuelas, el resultado sería decepcionante. Olvidadas completamente de las rutas trazadas en 1931, las escuelas normales rurales preparan maestros quizá bastante dotados en los aspectos teóricos de la pedagogía clásica, pero la mayor parte poco dados a la práctica y al trabajo productivo.
Claro que hay excepciones, y en realidad no se puede negar que existen escuelitas admirables; pero miles de ellas se desarrollan al acaso, en el más completo desamparo, sin que su ubicación en los campos pruebe de modo alguno que están vinculadas a la vida campesina. Son escuelas unitarias y aunque muchas de ellas poseen terrenos, no realizan una práctica agrícola que interese a la comunidad o tenga finalidades de autoabastecimiento.
Cientos y cientos de estas escuelitas han sido construidas por los mismos indios; cientos y cientos de sus maestros han acudido deseosos de trabajar al servicio de una causa; pero tanto el aporte indígena como el trabajo del maestro, son desaprovechados, desperdiciados o anulados debido a la ausencia de una organización que los aglutine y dirija. Aunque existen los llamados “núcleos”, en realidad no se sabe gran cosa acerca de lo que significa ese término; la mayoría de las veces aparece como un mero sistema de control administrativo, sin penetrar en su profundo sentido económico, social y cultural; de ahí la presencia de dos y más núcleos en la misma zona geográfica o dentro del mismo radio de acción, siendo frecuente que se quiten escuelas de una central para dárselas a otra y viceversa.
La fundación de esas escuelas ya no es resultado del crecimiento o irradiación del Núcleo, de la Escuela Matriz o Central; ahora se las crea donde se fuese, al acaso, diríamos al buen tun-tún, y después de ello recién suele pensarse en el Núcleo al que van a pertenecer. Pero las mismas escuelas centrales no son sino escuelas alfabetizadoras, apenas si más grandes que sus filiales. Su epicentro es el aula, su preocupación fundamental el libro; las tareas agrícolas o de industrias familiares o artesanías, son más bien modalidades raras y en todo caso secundarias.
Los internados, han sido suprimidos en su totalidad, salvo para alumnos normalistas. No hay tal labor en el seno de las comunidades; el indio es un ser extraño a esas escuelas, a pesar de que muchísimas fueron construidas por ellos mismos; el hogar no ha sido influido ni recibe beneficios apreciables, y en fin, todo el panorama es desastroso.
¡Ah, pero esto no se dice en los informes oficiales!
A fuerza de engañar a sus superiores jerárquicos, los funcionarios acaban por persuadirse de que su misión es elevar informes, cuanto más bonitos mejor, aunque estén completamente ausentes de la realidad. Eso es el uso actual en educación campesina, y por supuesto lo que menos interesa a tales funcionarios es la suerte que corra el indio.
Nosotros hemos comprobado casos en que oficinistas con títulos que imponen respeto, encargados de estos asuntos indígenas, desprecian al indio con más ínfulas que los antiguos terratenientes y se mofan de su condición. Hay directores de núcleos que no tienen la más mínima consideración para con los indios a quienes debieran respetar y apreciar ya que esa es una de las condiciones básicas del indigenismo.
Yo acabo de comprobarlo en la última visita que hice a Warisata (febrero de 1962), donde el director (un oriundo de Achacachi) había notificado a una señora, de muy mala manera, que desocupara las piezas que le había cedido el anterior director. El hecho en sí ya es grave, pero mucho más si se considera que la señora en cuestión es la hija de uno de los indios más ilustres de Bolivia: de Avelino Siñani, fundador de educación indigenal. Se trata de Tomasita Siñani de VilIca, a quien ya presentamos al lector, y la cual, como hemos dicho, es heredera de las virtudes de su padre y es una especie de símbolo viviente, con los nietos de Avelino, de todo lo que fue Warisata. Y a más abundamiento: recuérdese que Avelino Síñani había cedido sus lotes de terreno a la escuela en el más noble rasgo de desprendimiento. Y he aquí que, cuando Tomasita vuelve a la tierra de su nacimiento, se le niega un lugar dónde vivir. ¿Qué clase de director podrá ser ese? Su primer acto es un acto de despojo y de soberbia, de donde es fácil colegir lo que hará posteriormente.
A propósito de esta visita que efectué a Warisata, la hice cuando se realizaba un cursillo para profesores indigenales, dirigido e inspirado por el SCIDE. Aunque los técnicos nacionales que se hallan a cargo de ese cursillo, ejecutan concienzudamente su labor, lo hacen, como es natural, dentro de las limitaciones propias del SCIDE, cuya orientación está lejos de ser satisfactoria y es más bien ajena a la psicología indígena y a las finalidades de la escuela indigenal. Se da así el caso de que centenar y medio de maestros campesinos ocupen la escuela y la recorran de arriba abajo, sin que a nadie se le ocurra organizar un turno de riego para jardines o para deshierbe, viendo sus destrozos; turno que se podía organizar por mucho que el curso estuviera en su parte teórica, pues el aprendizaje de la teoría no da derecho a reírse del lado práctico de las labores.
Es impresionante, en realidad, el número de jóvenes que se dedican a la profesión; eso indica que hay interés y fervor por la causa del indio entre los maestros; en Warisata los había de toda condición, y estoy seguro de que, debidamente orientados, esos muchachos podrían realizar una obra grandiosa; pero del modo cómo están conducidos -y no lo digo por el SCIDE, que, repito, cumple al pie de la letra la tarea que se ha impuesto- están destinados a fracasar junto con sus escuelas. Aisladas conversaciones con ellos me demostraron una completa ausencia de un sentido indigenista y su cultura pedagógica -estos maestros son interinos, esto es, no diplomados- se reduce a algunos conceptos repetidos mecánicamente.
¡Cómo se desperdicia esa energía juvenil, cómo se desvía esos valores potenciales!
Se trata de una juventud valiosísima, sin duda alguna; pero quienes los dirigen no están a la altura de su misión, y la mayor parte de ellos no sabrán cómo realizar sus tareas, pese a su buena disposición.
Es asimismo impresionante la organización técnica del SCIDE, y eso ya tuve ocasión de comprobarlo cuando les entregué los núcleos de Warisata y Llica en 1949, como única manera de librarlos del desastre. Sin embargo, no puedo estar de acuerdo con la manera cómo se utilizan sus servicios. Lo correcto, lo sensato, es colocar esa técnica al servicio de un programa, y no, como se hace ahora, someterse a su programa y a sus inspiraciones, que por perfectas que sean nunca podrán adecuarse a nuestro genio nacional.
En realidad, no se comprende por qué un país, que no solamente tiene hermosas y notables tradiciones vernáculas, sino que ha sido creador de una doctrina original aceptada con aplauso por otros países, ahora cae en el extremo de contratar servicios extranjeros para que vengan a enseñarnos lo mismo que nosotros inventamos.
Pero si vemos cómo se conduce a la escuela campesina y qué elementos están en su dirección, tendremos que confesar que es preferible apelar a tales servicios, ya que por lo menos practican la honradez y el cumplimiento, en lugar del abandono y desaprensión que caracterizan al elemento jerárquico de hoy, especialmente dentro de la Dirección de Educación Fundamental.
Había en esta repartición una Jefatura de Bienestar Rural, organismo que realizaba una obra que podríamos decir era una excepción comparada con la actividad de las otras oficinas. Esto podría explicarse fácilmente sabiendo que su conductor era uno de los calificados servidores de la causa del indio, formado en nuestra escuela de trabajo y perseverancia: se trata de Carlos Garibaldi, al que ya nos referimos varias veces. Este profesor, huyendo de la absorbente y corruptora influencia burocrática, se lanzó a construir escuelas en muchísimas regiones; solamente en la zona de Río Abajo edificó, guiándose por nuestros sistemas, 73 escuelas, y son incontables las que levantó en otras partes; tanto más notable es esta acción, cuanto que no contó con un apropiado respaldo económico, pero supo resolver esos problemas con bravura y tenacidad.
Pues bien, se ha suprimido, inexplicablemente, a la Jefatura en cuestión, o sea que la Dirección General se priva del único organismo que ejecutaba una labor productiva en los campos. ¿Celos, emulación, envidia? No lo sabemos. Nos inclinamos a pensar que las cosas se han trastrocado de tal modo, que no se ve con buenos ojos a quien lucha honesta y sinceramente por el indio.
No quiero hurgar más en estos asuntos. Creo que lo dicho es suficiente para demostrar el estado actual de cosas en educación campesina. A otras personas toca realizar una investigación que, estoy seguro, arrojará luz sobre aspectos nada edificantes. Porque del modo cómo se trabaja hoy día, no se puede esperar sino que se pierda, repito, del único momento propicio para llevar adelante una obra grandiosa en favor del indio, y de ese modo se habrá desvirtuado el sentido mismo de la reforma agraria y se perderá, para el futuro, una serie de altas cualidades que aún posee el indio. La persona que, procediendo con energía y valor, imponga una nueva etapa de trabajo, saliendo de la desesperante sensación de cansancio y laxitud con que se procede hoy, merecerá bien de la patria y gratitud de la clase campesina.
11.- EL CASO DE LA “MARCA” DE LLICA.
Tengo dicho que la escuela de Llica es la única que se salvó del desastre, debido a su aislamiento del resto del país. Los indios lliqueños, sorprendidos por la ofensiva de 1940 en mitad de sus labores, y sin haberse preparado aún para enfrentar solos las difíciles tareas que demandaba la supervivencia de la comunidad, permanecieron algunos años en el desconcierto de ver interrumpidas las obras del Núcleo, sin que pudieran continuarlas. Pero luego contaron con la presencia de Celestino Saavedra, primero, y luego de Casimiro Flores y otros elementos, permaneciendo todos bajo la mirada siempre vigilante de Máximo Miguillanes, con lo que pudieron reemprender sus tareas.
Lo cierto es que se recuperó completamente la pujanza constructiva, pues aquellas gentes estaban ansiosas de trabajar y luchar. De suerte que cuando volví a sus lares como diputado por la provincia Nor Lípez, me acogieron con renovada esperanza, a la cual traté de no defraudar llevando todo lo que estuvo a mi alcance, según he relatado.
Cuando volví a la región en febrero de 1962, el espectáculo de aquella comunidad me confortó enormemente: Llica era la escuela-ayllu que soñaba, desarrollando su actividad sin ayuda de nadie. Después de veinticinco años, se mantenían plenamente todos nuestros postulados, y ciertamente que no debido al celo de las autoridades de educación campesina, las cuales, por el contrario, olvidaron casi del todo a aquél Núcleo. Es la misma comunidad la que ha extraído de su seno los medios para subsistir, no solamente en cuanto a recursos materiales, sino también en lo que se refiere al elemento humano. El indio aimara es allá todo: autoridad, elemento funcionario, maestro, ciudadano, defensor de la frontera.
La lista que vi de la administración de 1950, si bien ha cambiado en cuanto a las personas, subsiste íntegramente en cuanto a su composición aimara. He encontrado a un Subprefecto cuya personalidad es verdaderamente notable: una autoridad que no es del tipo del funcionario envanecido y suficiente, colocado por encima de los demás, sino que conceptúa a su cargo como una manera de servir a la comunidad. Se trata de Pedro García Ignacio, un indio educado en Warisata y en quien encuentro condiciones de un verdadero sociólogo rural, con exacta visión de los problemas de la localidad; de fácil palabra, moderado a la par que entusiasta y práctico en las realizaciones, estaba ahora tratando de llevar adelante el proyecto de constituir cooperativas que permitirían explotar en gran escala los recursos de la zona.
García, en su calidad de autoridad máxima, gobernaba a la ulaka en sustitución del curaca, procurando mantener las viejas instituciones, y lo que es más, consiguiendo el concurso de toda la colectividad en esas difíciles tareas. Hay que comprender lo que es Llica: una región pobre, circundada por el desierto, aislada de las vías naturales de comunicación. La lucha por la vida es por allá muy difícil, y sin embargo es necesario mantenerse ahí, sostener sus poblaciones y enriquecerlas, no sólo por razones sociales y étnicas, sino atendiendo a un interés nacional como es el resguardo fronterizo. Pero precisamente es en contra de esta actitud que se deja sentir la influencia de la administración pública, como que se ha llevado a cabo un proyecto para trasladar poblaciones de Llica... hacia el oriente boliviano, so capa de “colonización”. Una migración colonizadora, como hacían los inkas, se justifica cuando hay exceso de población, y realmente ese fenómeno se presenta en varias regiones andinas, lo que ha movido a Eduardo Arze Loureiro a realizar su ensayo de Aroma en Santa Cruz, pero no es el caso de Llica, que justamente necesita incrementar sus poblaciones a fin de estabilizarse como atalaya fronteriza.
¿Qué pretendían los funcionarios que realizaron tan descabellada tarea? ¿Dejar inerme al país en esa zona? Lo que debiera hacerse es enriquecer a la región, realizar los viejos proyectos de captación de aguas del río Sacaya -cuyos estudios, como he dicho, han sido realizados hasta por cinco comisiones de ingenieros que llevé cuando fui diputado- y fortalecer las cooperativas proyectadas por los lliqueños. Las tierras de Llica, con un riego adecuado, pueden producir enorme riqueza en productos agrícolas y en ganado lanar, llevando allá ovejas merino de la Patagonia; hay además varios lugares donde se pueden establecer similares sistemas de riego, en menor escala, y con todo esto la zona adquiriría un ritmo de progreso acorde con los anhelos de sus gentes y las necesidades del país. Automáticamente se incrementarían las industrias textiles y de alfombras, para las cuales hay entre ellos verdaderos técnicos preparados en Warisata. Lejos de dejarse vencer por la inclemencia de la zona, hay que darle los elementos para que progrese y se constituya en un factor positivo para el país, que ya lo es, pero no en medida deseable.
Los indios lliqueños han trabajado hasta ahora sin ayuda alguna, en admirable demostración de capacidad y entusiasmo. Recuérdese que yo había logrado conseguir para todas sus comunidades, que son veintidós, cañería y accesorios para la instalación de agua potable, habiendo sido el SCIDE quien hizo el transporte de todo ese material. Pues bien, fueron los mismos indios los que instalaron esos servicios, sin ayuda de técnicos ni de ingenieros, como fueron ellos solos los que pusieron en marcha los molinos de viento y las bombas que existen en cada una de las comunidades. De esta manera, hasta las más apartadas localidades poseen ahora servicio de agua potable, en sustitución del agua salada de que se servían antes. Estoy seguro de que sus cooperativas también tendrán pleno éxito, lo mismo que sus escuelas, que ellos levantan con un empuje digno de encomio.
El lector verá en la sección de fotografías cómo una simple escuela seccional, la de Huanaque, posee un frontis digno de equipararse al del Pabellón México, pues es de piedra granito tallada por los mismos indios, y la edificación íntegra realizada sin colaboración alguna de ningún técnico en la materia. En 1940, la escuela de Huanaque era una casita que no conformaba a los anhelos del ayllu, y ahora me encuentro con todo un edificio que es digno de una central de núcleo, mucho mayor que lo que se necesita para la población escolar de la zona, pero que revela en ese único detalle el ímpetu constructivo de los indios. Las otras seccionales, entre ellas, Cahuana, se levantan animadas por el mismo espíritu, y son por ello muy diferentes a las miles de escuelitas campesinas que son creadas en el territorio nacional.
En Llica los indios no se han conformado con una escuela: han logrado crear una Normal, y si bien ha sido el SCIDE el que ha construido su edificio, no hubiera sido posible esto sin el decidido empeño de los lliqueños. Empero, también aquí, como en el caso de las migraciones a Santa Cruz, se hace sentir la influencia negativa de los organismos gubernamentales; pues se está creando un organismo policéfalo, poniendo junto al Director del Núcleo, un Director de la Normal y un Director de la Escuela de Aplicación, modalidad que hemos observado también en Warisata y que no puede sino perjudicar el desarrollo de la acción escolar ya que con tres directores, ninguno puede responsabilizarse de la conducción de la escuela.
Pero aparte de esto, todo en Llica da una sensación optimista de trabajo y de esfuerzo. La misma población se está transformando rápidamente, apareciendo ya el chalet en sustitución de la antigua choza; los vecinos de Llica han levantado, sin ayuda de nadie, un monumental edificio de dos pisos para casa de gobierno, el cual ocupa todo un frente de la plaza; su construcción ha sido realizada por el ayni de todas las comunidades, y han sido arquitectos indios los que han dibujado los planos y dirigido la construcción en todos sus detalles. Del mismo modo han instalado un servicio de luz eléctrica para todas las necesidades de la población.
Fuera de ello, el indio lliqueño revela grandes virtudes ciudadanas y se ha extinguido para siempre el pobre siervo humillado de los yermos. Hay un constante afán de estudio y progreso, de amor a la libertad y al terruño, al que están dispuestos a defender en cualquier trance, ya que por desgracia no ha desaparecido el peligro de un conflicto internacional cuyas primeras acciones tendrían que librarse en esa zona. ¡Ojalá no ocurra tal! Pero en cualquier situación, allá estará el aimara lliqueño dispuesto a cumplir su deber.
Gentes de esa clase revelan que no ha sido inútil la obra de la educación campesina, y con este espectáculo me siento recompensado de todos mis afanes y veo que no he sido vencido.
12.- UN HOMBRE EN DEFENSA DE LA ESCUELA.
Tengo que concluir este capítulo refiriéndome a la actuación de un maestro que se alzó con gran valentía para denunciar la destrucción de las escuelas indigenales. Se trata de Carlos Salazar Mostajo, quien combatió no solamente en su calidad de profesor indigenal, sino también como artista, como poeta y periodista. Después que fuimos echados -en 1940- Salazar llevó adelante una prolongada campaña de prensa, a través de casi un centenar de artículos, en todos los diarios de La Paz. Puedo decir que luchó completamente solo, y lo hizo con entereza y constancia, poniendo en sus escritos un tono no pocas veces violento y apasionado, justificable por su juventud y por la magnitud del crimen cometido contra las escuelas. Su página culminante es “Warisata mía”, artículo que hube de elegir como portada de este libro porque sintetiza todo el drama de la educación del indio y es, como decía un periodista, “una página llamada a perdurar en la literatura latinoamericana”.
No contento con esto, Salazar presentó una exposición pictórica, con motivos de la vida del indio y de la servidumbre, en la cual habían dos bocetos para cuadros murales, titulados “Creación” y “Destrucción” de Warisata, candentes testimonios de una lucha sin cuartel. Yo no haré su valoración estética -un crítico afirmó que eran “mitad historia y mitad tremenda crítica de hombres y cosas mestizas”- pero considero a ambos cuadros como capítulo de nuestras luchas, y por eso los incluyo en este libro.
Finalmente, Salazar publicó un poema social titulado “Biografía de Warisata”, de accidentada historia. De esta obra decía Gamaliel Churata, en “La Calle”:
…tiene... ritmos viriles, no exentos de una ternura que conmueve... y así como canta con lengua epitalámica el amor y la belleza de ese mundo que amanecía en la pampa... también agita el ronzal vengador en versos que tienen la fuerza corrosiva de un veneno mortal. El poema... es el verso más vital que se ha escrito en Bolivia desde hace muchos años... y crea la poesía social (en Bolivia) que no ha existido antes sino en atisbos generalmente huecos o ensordecidos....
Oscar Cerruto, en carta que se publicó en “La Noche” del 19 de julio de 1941, decía:
El poema de Salazar me reconcilia con la literatura joven de mi país. He sido, sigo siendo, un temperamento polémico, y he pensado siempre que la juventud debe ser beligerante, a riesgo de todas las negaciones, vigilante, a riesgo de todas las intransigencias. Me desesperaba ya asistir a ese obstinado endiosamiento del pasado (ni siquiera una revisión) en que se hundía por todas partes la juventud boliviana... Me desesperaba ese acomodamiento fácil, esa literatura de áulicos, a la sombra de bien rentadas posiciones... Los versos de este nuevo poeta son, pues, por eso, tonificantes.
Tristán Marof, quien fue también un ferviente defensor de Warisata, decía en “Batalla” del 2 de agosto de 1943: “El poema de Carlos Salazar...
…es una tremenda requisitoria contra los destructores de la Escuela Indigenal de Warisata, que fue decapitada por los patrones feudales cuando vieron que ella significaba algo más que la tonta idea de alfabetizar al indio; que ella encarnaba el alma y el verbo de la redención campesina. Carlos Salazar, actor y artífice de esa obra que marca una época, es el abanderado legítimo que en este poema, al mismo tiempo que hiere, deja para siempre su palabra impresa en manos de la historia....
El poema se publicó en “La Calle” y en “Batalla”; Roberto Prudencio lo publicó también, aunque mutilado, en su revista “Kollasuyo”, No. 32. Resulta curioso que, a pesar de su gran resonancia, esta obra haya sido posteriormente silenciada por completo. Trataré de salvar a ese fuerte canto indio de su definitivo olvido publicándolo a continuación, puesto que es una página vívida de nuestras luchas. Y aunque el estallido de su cólera lo lleva a usar giros y expresiones quizá poco literarios, de todas maneras, comparado con los mayidos de tanto gatito que hace versos, este poema es un rugido de león digno de ser recordado. Creo, por otra parte, que es un excelente modo de concluir este libro.
Continuará...
Fuente: Elizardo Pérez, "Warisata - La Escuela Ayllu", Editorial Burillo, La Paz - Bolivia, 1962.
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