Texto original de la obra escrita por Elizardo Perez sobre su revolucionaria experiencia educacional para los pueblos originarios y que fue la primera en el continente americano.
Original text of the book written by Elizardo Pérez about their revolutionary educational experience for the native peoples and that it was the first one in the american continent.
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CAPITULO IX. IRRADIACIÓN A LA SELVA.
1.- LA OBRA REDENTORA DE LOS FRAILES.
La instalación de los núcleos de recuperación en la selva tropical de Bolivia constituye otra vivísima experiencia humana que no ha sido debidamente valorada en toda su histórica proyección. Por desgracia, duró muy pocos años y no ha podido plasmarse en resultados definitivos. De habérsenos permitido continuar esos trabajos, estoy seguro que a esta altura del siglo, hubiéramos logrado incorporar a la nacionalidad a esos grandes grupos étnicos dispersos en las llanuras y florestas orientales.
Me cuento entre quienes veneran la obra de reducción de las misiones selvícolas a cargo de frailes menores, como los franciscanos de Guarayos, y juzgo por ella la importancia que en el pasado tuvieron las de los jesuitas en el alto y bajo Amazonas y en el Paraguay. Secularizadas las misiones de Guarayos, otrora centros florecientes por su desarrollo agropecuario e industrial, con el que se atendía a una población no inferior a diez mil personas distribuidas en sus ocho seccionales, hoy se hallan en ruinas aunque el Estado continúa pagando un fuerte presupuesto por concepto de haberes a un personal de directores y maestros que no cumplen función alguna.
Es verdaderamente admirable la obra que realizaron los frailes en la selva, y debo decirlo sin ningún prejuicio de orden religioso, sin mencionar tampoco reservas de orden ideológico o político que son corrientes para criticarla; y aunque tuvieran sus defectos, hasta ahora no se ha dado mejor ejemplo en cuanto a la manera de reducir al habitante de las florestas. Las misiones de San Antonio del Parapetí, San Pedro, San Ignacio (Beni), Chiquitos y otras, lograron en su tiempo un prodigioso desarrollo.
El salvaje era captado en la “jungla” y llevado mediante sistemas educativos adecuados a valorizar el trabajo industrial. Grandes extensiones de tierra eran laboradas obteniéndose cosechas de tal magnitud que permitían la manutención de muchos miles de seres humanos. Solamente las misiones de Guarayos tenían doce mil cabezas de ganado vacuno, y en industrias manuales las misiones producían verdaderas maravillas en hilados y tejidos de algodón cultivado por los mismos indios. Poseían talleres completísimos capaces de industrializar las fibras, elaborar el cuero y aprovechar cuanto ofrecía la naturaleza. A tal punto llegaba esta pasmosa actividad, que los salvajes no solamente demostraban sus aptitudes como operarios, sino que hasta se ocupaban del arte, como que fabricaban violines revelando cualidades insospechadas para la música; y la plástica tampoco les era ajena: en mis manos tuve un crucifijo tallado por un salvaje de Guarayos, obra que me maravilló por su bella ejecución y por todo lo que revelaba respecto al dormido espíritu de aquellas gentes. Las misiones produjeron una transformación total en el “hábitat oriental”; introdujeron el idioma español, enseñaron a vestirse, acostumbraron a la gente a una vida higiénica, estabilizaron a sus sociedades, construyeron pueblos, llevaron nuevos cultivos (entre ellos el del cacao) y, en fin, realizaron una de las obras civilizadoras más serias de que se tenga memoria en el mundo. Cabe una pregunta sugestiva y que no carece de fundamento: ¿Hasta qué punto esta maravillosa organización fue tomada de los sistemas inkaicos?
Todo esto ha desaparecido.
La decadencia de las misiones empezó en 1767, con la expulsión de los jesuitas, y durante la República nada se hizo para restaurar esa obra, hasta que llegó a la selva el mensaje vibrante y multitudinario de Warisata, con su doctrina de “esfuerzo y trabajo” para salvar a los sobrevivientes de la floresta e incorporarlos a la nacionalidad.
La empresa que me proponía ejecutar en la selva ofrecía no pocos riesgos y dificultades. Tenía que ponerme en la situación del misionero, dispuesto a todos los peligros y a todos los renunciamientos; tendría que experimentar los mismos padecimientos que los frailes, solo, sin defensa alguna, utilizando primitivos medios de transporte, alimentarme como pudiese, cogido por las enfermedades y luchando contra la manigua. Al comienzo, mi propósito fue realizar un convenio con las misiones franciscanas existentes, pero los resultados fueron negativos: los frailes no disponían de personal, y tampoco encontré ese espíritu emprendedor y progresista que se necesitaba para ejecutar la tarea. Tenía que buscar a mis colaboradores entre elementos nacionales, capaces de convertirse en pioneros y cuya integridad espiritual corriese pareja con su fortaleza física. Ya no estarían guiados por el celo religioso, como los frailes: una nueva emoción social les llevaría adelante venciendo cuanta dificultad encontraran.
2.- FUNDACIÓN DEL NÚCLEO DE MORÉ.
Mi viaje al Oriente fue anunciado por “El Diario” en su edición del 21 de agosto de 1937, y por “Crónica” del 2 de septiembre; este último decía:
El Director de Educación Indigenal lleva una gran cantidad de prendas de vestir y de herramientas para los sirionós... entre el material que lleva, figuran chamarras, pantalones, mosquiteros y otras prendas de vestir..., hachas, machetes, hachuelas, etc. Todo ello se distribuirá entre los alumnos selvícolas de Casarabe y entre los nativos que integren el nuevo núcleo cuya creación se halla proyectada.
Así comenzó un capítulo que podría titularse: “Aventuras de un profesor en el Oriente boliviano”. El objetivo de mis exploraciones era la zona del Río Iténez, frontera con el Brasil. Para dirigirme allá, tenía que hacer un recorrido larguísimo primero al norte del país y luego bajar por los ríos. Me fui, por lo tanto, a Trinidad, capital del departamento del Beni, como base de operaciones. En esa ciudad tomé una lancha que hacía el servicio hasta Puerto Sucre en el Mamoré, desembarcando en Puerto Siles, localidad intermedia donde había una guarnición militar. Una ojeada al mapa nos hará ver lo extenso de esos viajes. En Puerto Siles encontré al capitán de Ejército Emilio Aguirre, quien, enterado de la misión que traía, me ofreció toda su cooperación. Aprovechando tan gentil oferta, le pedí una canoa y cuatro soldados remeros con los cuales seguí viaje al Norte, rumbo a Alejandría, puerto situado cerca del vértice de la confluencia de los ríos Mamoré e Iténez. La canoa viajaba atada a la lancha mediante un cable.
El recorrido del Mamoré es siempre espectacular; este río, ancho como un mar, plácido y de cambiantes colores, fue el que inspiró las conocidas estrofas del poeta Ricardo Bustamante en su “Preludio al Mamoré”, tan bellas como las de Heredia. Nuestra navegación se realizó sin incidentes y debíamos desembarcar en Alejandría a la media noche del día siguiente. Desde ese instante tendríamos que valernos de nuestros remeros, seguir el curso del Mamoré, penetrar en el Iténez y retroceder río arriba, esto es, hacia el sur.
Ya al abandonar Puerto Siles sentí una molestia en los pies, a consecuencia de una hinchazón cuyo origen, de momento, me fue imposible determinar. A las pocas horas ya no podía tolerar las botas por el dolor intenso que me causaban. Al día siguiente ni siquiera pude calzarme, y aunque esperaba que el descanso a bordo hiciera bajar la hinchazón, esta aumentó, de suerte que estaba hecho una lástima cuando llegamos a Alejandría. Al verme en tal estado, los pasajeros que me acompañaban no me permitieron desembarcar, haciéndome ver el peligro que significaba continuar el viaje en esas condiciones, ya que debía hacerlo por rutas casi inexploradas, en una frágil embarcación, sin poseer experiencia alguna del trópico ni haberme provisto de recursos apropiados.
Renegando contra la flaqueza de mi organismo, no sabía qué actitud adoptar no decidiéndome a abandonar tan prematuramente la tarea emprendida. Los amigos que gané en la lancha me aconsejaron entonces que continuara el viaje hasta Puerto Sucre, para pasar a Cachuela Esperanza, ya sobre el Río Beni, donde la Casa Suárez sostenía un modernísimo hospital atendido por un destacado médico suizo.
No tuve más remedio que seguir el consejo, y de ese modo mi viaje se prolongó imprevistamente hacia el norte del país.
Llegado a Cachuela Esperanza, me interné en el hospital, sorprendiéndome ver instalaciones tan magníficas en aquel rincón del país. La atención que se me brindó fue esmeradísima, tanto de parte del médico como de los enfermeros, y aún del personal de administración; sin embargo, la ciencia se mostraba impotente ante el mal que me aquejaba. Los pies los tenía ahora con una hinchazón impresionante y llenos de llagas hasta las rodillas; para colmo, también quedaron afectados el cuello y la espalda; faltaba poco para que todo mi cuerpo fuera una llaga viva. En medio de estos sufrimientos, tuve una sorpresa que me confortó muchísimo: la inesperada visita de mi hermano Héctor y del doctor Arturo Plaza, quienes habían llegado por avión a solicitud expresa de mi madre. Esta se había anoticiado de mi enfermedad a pesar de la reserva que pedí guardaran en el Ministerio. Me suponían sin auxilio médico, lo cual, como hemos visto, no era cierto.
Mi hermano y el doctor Plaza me pidieron con la mayor energía que volviera a La Paz para someterme a un severo tratamiento, reforzados en su petición por el médico suizo, el cual me practicó un análisis de sangre cuyo resultado le preocupó mucho, diciéndome:
Mi consejo, señor Pérez, es que de inmediato vuelva usted a La Paz porque en ésta no contamos con las medicinas necesarias para dominar su mal.
Esto me lo dijo en presencia del doctor Plaza, del Coronel Félix Tejada, que ejercía una función militar en la zona, y de mi hermano Héctor.
Mi negativa fue rotunda. No iba a dejarme dominar por mi mala salud para dejar mi tarea, y viéndolo bien, si acaso esto se agravaba -así pensaba con ingenuo romanticismo en aquellos tiempos de juventud- quizá el sacrificio de mi vida sería el ejemplo supremo que permitiría llevar adelante la obra de la redención del indio y volver por los fueros de la dignidad docente tan terriblemente estropeada por el falso cientificismo en boga.
El doctor Plaza y mi hermano tuvieron que volver a La Paz sin haberme hecho desistir de mi obstinación.
Mi resolución estaba hecha. Así inerme como me hallaba, decidí dejar el hospital donde con tanta bondad se me había tratado y me dirigí mediante esquela al Gerente de la Casa Suárez solicitando movilidad hasta Puerto Sucre; petición que me fue concedida inmediatamente. ¡Cuántas gentilezas en torno a mí! Todos se desvivían por hacerme la estadía menos penosa... De modo que abandoné la cama sin más ni más. Un enfermero, de apellido alemán que he olvidado, que me colmaba de atenciones y cuidados, me tomó en brazos como a un niño y me llevó hasta la cabina del camión que había de conducirme hasta Puerto Sucre.
Aquí me esperaba una canoa tripulada por un negro, bondadoso y fuerte como nadie. Dormí a la orilla del río, acosado por los mosquitos, y a la madrugada partí llevando como equipaje una bolsa de goma, industria regional, conteniendo dinero y algo de ropa, amén de la consabida hamaca y el mosquitero.
Pero mis penalidades no habían concluido: al dejar el hospital sentí otra molestia en el ojo izquierdo. Era una conjuntivitis, muy violenta, contra la cual no tenía sino una pomada con la que me frotaba diariamente sin encontrar alivio.
En estas condiciones emprendí viaje por el Iténez. Estaba desprovisto de todos los elementos necesarios para ponerme a salvo de las asechanzas de la selva, y ahora apenas podía deleitarme con la contemplación del paisaje majestuoso del río, que corre lentamente custodiado por la arboleda milenaria y misteriosa. La reverberación de los rayos solares en la inmensa superficie acuática hería mis ojos, obligándome a permanecer bajo una especie de carpa que el negro improvisó utilizando la hamaca. Era una posición muy incómoda y dolorosa, pues en la estrechez de la canoa no encontraba manera de reposar el cuerpo llagado ni hacer movimiento alguno. Al atardecer del primer día, mi moreno compañero aseguró la canoa a la orilla del río, en un lugar de donde partía un senderillo subiendo la barranca hasta perderse en la llanura boscosa. Era un sitio que invitaba al descanso. El negro amarró la hamaca y armó el mosquitero, tras de lo cual me alzo en brazos para llevarme al improvisado campamento; pero con tan mala fortuna que dio un resbalón y dimos con nuestros cuerpos en tierra, rodando yo por el barroso caminillo.
No recuerdo cuántos días más duró la navegación, pero sí recuerdo las torturas que pasé, así como la infinita paciencia del negro, que cada atardecer me llevaba a tierra y disponía mi descanso. Al fin desembarcamos en Puerto Komarek, nombre que tiene del propietario del lugar.
Había llegado a mi destino.
En el puerto no había sino la casa del señor Komarek; era una persona muy amable, llevada hacia zona tan apartada por su espíritu colonizador y audaz. Enterado del motivo de mi viaje, me ayudó en todo lo que estuvo a su alcance. Mi deseo hubiera sido internarme en la selva a caballo o a pie, pero como esto era imposible, tuve que pedir a mi amigo negro que dejara los remos y me cargara, restaurando así el medio de locomoción de que solía valerse el inglés Livingstone en las selvas africanas. El señor Komarek era el guía, y así emprendimos la penetración a la verdadera jungla.
A los diez kilómetros de recorrido encontramos una maloca (choza) donde había unas diez personas, de la tribu de los moré, y que conocían al señor Komarek, tratándolo con familiaridad y entendiéndose en el idioma o dialecto nativo. Cambiamos impresiones con esa gente y les anoticiamos del objeto de nuestra presencia en la zona.
En días subsiguientes nos encaminamos a otros lugares, yo siempre a espaldas del robusto negro. En tal forma tuve ocasión de entrevistarme con unas quince personas de la misma tribu. Las condiciones del lugar me parecieron magníficas desde todo punto de vista; estaba situado a la orilla de una de las arterias fluviales más importantes de la república, que permitía moverse al interior o al exterior del país; con tierras salitrosas aptas para la crianza de ganado vacuno en gran escala, así como para cultivos extensivos de maíz, plátano, yuca, arroz y además, y esto era muy importante, por sus bosques con enorme variedad de madera finísima, abundancia de árboles productores de castaña y goma, todo lo cual aseguraba un gran porvenir económico. Todo en esta región era favorable a su desarrollo integral, y eso me determinó a dar por fundado el Núcleo, sobre la base de los neófitos que poblaban la región y de sus extensas tierras que eran de propiedad del Estado. Se redactó el acta de fundación definiendo el tipo de la escuela, que debía ser una granja estatal para la recuperación de los pobladores, creando la economía familiar y regional y buscando la formación de un tipo humano responsable capaz de sumarse a la nacionalidad.
No teniendo, por el momento, a nadie que pudiera asumir la dirección, pedí al señor Komarek que se hiciera cargo del Núcleo con carácter accidental, habiéndole dejado Bs. 5.000.- para adquirir una canoa con su motor, algunos bueyes, un carretón, víveres para las familias y otros gastos. La nueva escueta llevaría el nombre de Núcleo de Moré.
Hecho todo esto, me preparé para volver, y aunque con la salud quebrantada, estaba satisfecho por haber salido con la mía. Así emprendimos el retorno, con peripecias más o menos parecidas, y después de varios día de navegación llegamos a Puerto Sucre, llamado “el panteón del Beni”, de siniestra fama porque quien pernoctaba allí era víctima segura de la malaria y de otras enfermedades de origen hongósico. Como llegamos cuando la obscuridad de la noche ya había cubierto todo, no nos quedó más remedio que pasar la noche en la canoa.
A la mañana mi compañero fue a buscarme alojamiento en la aldea, y como ya era habitual, me llevó cargado a la pieza que consiguió. Mi alojamiento tenía, por todo moblaje, dos argollas colocadas a unos dos metros de altura, en diagonal, que servían para sostener la hamaca del viajero.
Mi situación era precaria y acaso angustiosa, y además no podía volver a Trinidad antes de quince días, tiempo durante el cual no retornaría la lancha que hacía el servicio. Tampoco quería viajar a hospitalizarme a Cachuela Esperanza porque eso me alejaría de mi base de operaciones. Todo lo cual me tenía acongojado y sin saber qué hacer.
En lo peor de mis pensamientos, a eso de las cinco de la tarde, creí oír un ruido lejano muy conocido: el de una nave aérea; pocos segundos más tarde pasaba sobre nosotros un avión proveniente del norte, maniobrando al parecer para acuatizar en el río. Lleno de esperanza envié a mi amigo negro a averiguar si podían admitirme como pasajero hasta Trinidad, y a la media hora tuve la respuesta afirmativa. La cosa era providencial, porque por entonces el servicio de aviones era muy raro en aquellas zonas.
A las siete de la mañana se presentó en mi alojamiento un teniente de Ejército, que me había conocido de vista, y el cual me miraba sin poderme reconocer, tan desfigurado estaba. Este fortuito amigo, a quien nunca más volví a encontrar, me prestó espontánea y generosa ayuda, disponiendo que seis soldados me llevaran por turno hasta el sitio donde estaba el hidroavión. Poco después emprendimos el vuelo, para iniciar otra fase de mis tareas. Pero antes, tuve el sentimiento de despedirme del negro. ¡El espíritu humano es ingrato! He olvidado el nombre de ese humilde amigo que veló por mí y me protegió con tanta abnegación.
3.- LOS PIONEROS DE CASARABE.
A mi llegada a Trinidad me puse a preparar viaje hacia el Núcleo de Casarabe, el cual, como se recordará, fue fundado primitivamente en Huacharecure (San Ignacio de Moxos) y trasladado después a una zona bastante densa de población, predominando los sirionós, de carácter independiente y belicoso. El profesor Carlos Loayza Beltrán y su esposa, Ercillia Soruco, fueron quienes se encargaron de la organización del Núcleo, y según lo que pude escuchar en la capital beniana, estaban cometiendo verdaderas tropelías. Aunque no acostumbro a dar crédito a esa clase de rumores, de todas maneras me hallaba preocupado, porque el triunfo o fracaso de Casarabe iba a ser decisivo para el porvenir de la obra reductora en la selva.
Sin embargo, no pude viajar de inmediato al Núcleo, porque el médico doctor Sierra, me impuso con energía someterme a completo reposo por espacio de tres días, durante los cuales me prestó su máxima atención profesional. Este lapso me permitió ponerme en contacto con autoridades de gobierno, educacionales, contraloría y algunos intelectuales y periodistas, con los cuales formé una comisión que viajaría conmigo para juzgar la obra que se hacía en Casarabe. Además, pude seleccionar a dos de los mejores maestros del departamento, para la dirección de los núcleos de Moré, que acababa de fundar, y del Chapare, que lo sería luego. Estos maestros fueron Luis Leigue para el primero, y Arturo Sánchez para el segundo.
La primera impresión de los comisionados al llegar al Núcleo fue de asombro. El esfuerzo realizado por Carlos Loayza era verdaderamente formidable. Inspeccionamos inmensos campos cultivados con maíz, plátano, yuca, caña de azúcar y hortalizas; la “estancia” disponía de ganado vacuno que estaba reproduciéndose; había talleres de carpintería, curtiduría y talabartería, de cerrajería y hojalatería; la sección de construcciones levantó aulas amplias y ventiladas y otras instalaciones. En el aspecto social pudimos ver prácticamente la evolución que se realizaba en las tribus nómadas, desde su incorporación al plantel, y ahí teníamos la maloca colectiva donde vivían en promiscuidad, transformándose paulatinamente en la vivienda matrimonial, período previo a la organización de la familia. Todo esto se describió con lujo de detalles, especialmente a los nuevos directores, que así podían enterarse de primera mano de lo que tenían que hacer en sus respectivos núcleos.
La obra era tanto más admirable cuanto que no hacía mucho que el núcleo se había fundado. Carlos Loayza se entregó al trabajo con alma y vida, y pronto forjó una tradición que luego fue legendaria entre las tribus. No se trataba de enseñar a leer, sino de atraer al hombre de la selva, y en eso el joven director se mostró eficiente como nadie. Los primeros grupos se los captaba desnudos y en una espantable promiscuidad, y hubo que conservarles este sistema de vida durante cierto tiempo, para introducirlos poco a poco en las prácticas civilizadas. Nuestra primera atención consistió en vestir a hombres y mujeres. Al comienzo, como he dicho, vivían junto a la escuela en sus malocas donde todo era común. La escuela hubo de formar parejas y realizar matrimonios, de manera que mientras el profesor se dedicaba activamente a las construcciones, cultivo de los campos, atención del ganado, etc., la esposa de Loayza atendía a la educación de las mujeres, les revelaba los secretos de la cocina, crianza de los niños, aseo y su propio acicalamiento personal.
Pronto empezaron las construcciones para los matrimonios, iniciándose asimismo la industria doméstica, con el aprovechamiento de las materias primas que había en abundancia en la zona. Finalmente pudo iniciarse la función alfabetizadora, en la cual el profesor obtuvo resultados extraordinarios. Su obra de cultura llegó a tanto, que hasta editaban un periodiquillo cuyas ilustraciones eran grabados en madera. A poco, la población escolar de Casarabe se elevó a trescientas personas, entre hombres, mujeres y niños, habiendo sido preocupación de la Dirección General proveerles de vestidos apropiados para el clima. Debo decir que el presupuesto nacional apenas asignaba la suma de Bs. 4.000 anuales para el sostenimiento del Núcleo. Y si pudimos atender a todos sus gastos, fue porque Casarabe era un núcleo que se autoabastecía, demostrando cuán realista era nuestro programa de trabajo. Claro que para ello, primaba el factor humano y la acrisolada honradez del Director.
La comisión que nos acompañó se sintió visiblemente emocionada al presenciar la entrega de ropa a los neófitos, que se vestían por primera vez en su vida. Daba la impresión de que la indumentaria los transformaba en seres humanos, y había no sé qué de fervor religioso en los indios cuando tocaban las prendas y se las ponían, sin acabar de convencerse de tal maravilla.
En Casarabe estuvimos cuatro días, que fueron de grandes enseñanzas para todos. Yo pregunté a los dos nuevos directores, que me dijeran francamente si se sentían capaces de realizar una obra como esa. Tanto Leigue como Sánchez tuvieron frases de encomio para el heroico director Loayza y me aseguraron que realizarían obra similar, pues sus futuros núcleos estaban ubicados en medios geográficos de perspectivas económicas muy superiores a las de Casarabe.
Algunos personajes de la comitiva nos manifestaron que al selvícola no había que tratarlo con cariño sino con huasca (látigo). En ese aspecto recomendé a Loayza que no transigiera de modo alguno: ese instrumento de opresión debía ser definitivamente desterrado.
Entretanto, mi salud no mejoraba. El recorrido por los campos de cultivo y las diferentes secciones del Núcleo lo tenía que hacer cargado por alguna persona de buena voluntad, y hasta ahora no sé qué comentarios se harían sobre mi estrafalario aspecto.
Esta visita tuvo mucha importancia por haber devuelto a la capital Trinidad la seguridad de que el Núcleo estaba bien conducido y sobre todo con absoluta honestidad. Los trinitarios habían estado a punto de echar de su cargo a Loayza Beltrán debido a aquellas intrigas que nunca faltan y que sirven de caldo de cultivo para la comisión de injusticias contra las personas y las instituciones.
Al retomar a Trinidad tuvimos un contratiempo en el camino: tronó la corona del camión, lo cual nos ponía en la situación de hacer a pie los diez kilómetros que faltaban. A mí esa caminata me hubiera sido imposible, y nadie tenía la fortaleza de mi amigo negro para llevarme ni quinientos metros. La situación fue salvada por un maestro de la escuela, conocedor de la región, que se dirigió a una estancia de la cual volvió a las cuatro horas con un carretón tirado por una yunta de bueyes. En él fueron cargados nuestros equipajes, yo monté encima, y detrás, en dos filas, marchaban los miembros de la comitiva. En el silencio de la noche, me daba aquella caravana la impresión de un cortejo fúnebre, cuya solemnidad aumentaba por el escenario selvático en que transcurría.
Mi imaginación anticipaba lo que iba a suceder, años después, en Casarabe.
La escuela prosiguió sus labores con el mismo empuje, llegando a establecer normas que considero definitivas para emprender la obra de recuperación de los habitantes de la selva. Aquellos maestros que, perdidos en las soledades del Oriente de Bolivia, trabajaban en silencio y plenos del heroísmo de su misión, merecen el reconocimiento unánime del país porque constituyeron un altísimo ejemplo de valor y de constancia, como lo prueba uno de sus casos, el de la profesora Juanita Tacaná.
Esta es una muchacha beniana llena de grandes virtudes. Niña aún, emprendió viaje a Europa, no con el afán turístico tan común en la juventud, sino para modelar su espíritu en la cultura occidental y regresar a su patria para servirla con desinterés y renunciamiento. Cuando retomó al país estaba en plena juventud y era entusiasta y amable como pocas, uniendo a la belleza de sus veinte años una energía capaz de llevarla a grandes tareas. No sé cómo se enteró de nuestras luchas, pero sin duda sintió vivo interés de trabajar por la educación del indio. Departimos en algunas ocasiones y al cabo, me pidió que la enviara a Casarabe. Esto sucedía en noviembre de 1938. Falto como estaba de elementos capaces, aquella muchacha fue para mí un verdadero hallazgo, y no vacilé en aceptar su pedido: iba a ser para Carlos Loayza Beltrán una colaboradora de primer orden. A Casarabe se marchó, pues, y apenas llegada me escribió una carta cuyo texto se publicó en “La Calle” el 26 de noviembre de 1938, con un comentario que decía lo siguiente:
PROFESORITA DE SALVAJES.
El señor Elizardo Pérez ha recibido una carta de la profesora Juana Tacaná, que viajó desde Europa para internarse en la selva boliviana, donde piensa cumplir un gran deber en las escuelas selvícolas... Se trata de un documento lleno de sugerencias cuya lectura nos agradecerán nuestros lectores.
Veámosla:
Quiero participarle que he llegado a Casarabe y además quisiera expresarle mi gratitud por la ayuda que me prestó en el Ministerio en cuanto a la realización de mis deseos. Creo que ya le puedo decir -no obstante que hace pocos días que me encuentro aquí- que estoy completamente encantada de mi nuevo quehacer y que estoy muy resuelta a seguir el camino que recién estoy empezando.
La Escuela de Casarabe ha sido una gran sorpresa para mí. Creí que todavía era una obra primitiva, y sin embargo, encontré una Escuela con una organización formidable. Se nota enseguida que no es un “bluff’ sino una institución seria que tiene muy buen fondo. Nada es para el “parecer” sino todo para la realidad. Los salvajes parecen muy contentos y son muy bien tratados por los profesores, especialmente por el Director señor Carlos Loayza Beltrán.
Ayer recién hemos formado mi curso. Son veintidós mujeres sin hijos y algunas de ellas todavía sin vestidos. A uno que ha vivido casi siempre en Europa le parece una leyenda y la primera noche que me encontré con los salvajitos, pensaba: Quién es raro aquí? Ellos o yo? Sin embargo, yo... De sus bailes casi me reí. Qué manera de zapatear! Los hombres todavía bailan con toda seriedad. En las mujeres, ya se nota un poquito de civilización; deben sentir que su zapateo con pies torcidos es una danza macanuda y muy salvaje porque después de poco tiempo se ríen y acaban de bailar. Yo también les he bailado y cantado y ellas quedaron completamente encantadas, Venían, me abrazaban y me decían que es bonito y que quieren aprender a cantar y bailar al igual que yo.
Esta carta es verdaderamente emocionante. He aquí a una joven que renunciaba a la muelle vida de la burguesía, que dejaba una sociedad en la que hubiera brillado por su extraordinaria simpatía y cultura, y que prefería la compañía de los “salvajitos” a quienes abrazaba y con los cuales bailaba sin prejuicio alguno. Qué ternura fluye de sus frases, acaso ingenuas pero que revelan una inimitable disposición al sacrificio.
Juanita Tacaná no salió más de la selva. Absorbida por entero en sus tareas, que fueron para ella el reencuentro consigo misma, trabajó con insuperable abnegación y constancia. ¡Hermoso espíritu! Pero la gran causa redentora del indio no pudo contar mucho tiempo con ella: Juanita Tacaná murió al año siguiente, mientras realizaba una misión en lo más profundo de la selva, y me dicen que hasta lo último estaba poseída de la fe en el porvenir, al que contemplaba a través de la obra grandiosa de que era actora. ¡Quizá fue mejor! Su juvenil entusiasmo hubiera sido no poco abatido si hubiera llegado a ver la saña con que, bárbaros de otra especie, destruyeron las escuelas indigenales, entre ellas la Casarabe de sus amados salvajitos...
Maestros como esos tuvo la epopeya.
Continuará...
Fuente: Elizardo Pérez, "Warisata - La Escuela Ayllu", Editorial Burillo, La Paz - Bolivia, 1962.
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Original text of the book written by Elizardo Pérez about their revolutionary educational experience for the native peoples and that it was the first one in the american continent.
Partes anteriores de este libro: 16 - 17 - 18 - 19 - 20.
CAPITULO IX. IRRADIACIÓN A LA SELVA.
1.- LA OBRA REDENTORA DE LOS FRAILES.
La instalación de los núcleos de recuperación en la selva tropical de Bolivia constituye otra vivísima experiencia humana que no ha sido debidamente valorada en toda su histórica proyección. Por desgracia, duró muy pocos años y no ha podido plasmarse en resultados definitivos. De habérsenos permitido continuar esos trabajos, estoy seguro que a esta altura del siglo, hubiéramos logrado incorporar a la nacionalidad a esos grandes grupos étnicos dispersos en las llanuras y florestas orientales.
Me cuento entre quienes veneran la obra de reducción de las misiones selvícolas a cargo de frailes menores, como los franciscanos de Guarayos, y juzgo por ella la importancia que en el pasado tuvieron las de los jesuitas en el alto y bajo Amazonas y en el Paraguay. Secularizadas las misiones de Guarayos, otrora centros florecientes por su desarrollo agropecuario e industrial, con el que se atendía a una población no inferior a diez mil personas distribuidas en sus ocho seccionales, hoy se hallan en ruinas aunque el Estado continúa pagando un fuerte presupuesto por concepto de haberes a un personal de directores y maestros que no cumplen función alguna.
Es verdaderamente admirable la obra que realizaron los frailes en la selva, y debo decirlo sin ningún prejuicio de orden religioso, sin mencionar tampoco reservas de orden ideológico o político que son corrientes para criticarla; y aunque tuvieran sus defectos, hasta ahora no se ha dado mejor ejemplo en cuanto a la manera de reducir al habitante de las florestas. Las misiones de San Antonio del Parapetí, San Pedro, San Ignacio (Beni), Chiquitos y otras, lograron en su tiempo un prodigioso desarrollo.
El salvaje era captado en la “jungla” y llevado mediante sistemas educativos adecuados a valorizar el trabajo industrial. Grandes extensiones de tierra eran laboradas obteniéndose cosechas de tal magnitud que permitían la manutención de muchos miles de seres humanos. Solamente las misiones de Guarayos tenían doce mil cabezas de ganado vacuno, y en industrias manuales las misiones producían verdaderas maravillas en hilados y tejidos de algodón cultivado por los mismos indios. Poseían talleres completísimos capaces de industrializar las fibras, elaborar el cuero y aprovechar cuanto ofrecía la naturaleza. A tal punto llegaba esta pasmosa actividad, que los salvajes no solamente demostraban sus aptitudes como operarios, sino que hasta se ocupaban del arte, como que fabricaban violines revelando cualidades insospechadas para la música; y la plástica tampoco les era ajena: en mis manos tuve un crucifijo tallado por un salvaje de Guarayos, obra que me maravilló por su bella ejecución y por todo lo que revelaba respecto al dormido espíritu de aquellas gentes. Las misiones produjeron una transformación total en el “hábitat oriental”; introdujeron el idioma español, enseñaron a vestirse, acostumbraron a la gente a una vida higiénica, estabilizaron a sus sociedades, construyeron pueblos, llevaron nuevos cultivos (entre ellos el del cacao) y, en fin, realizaron una de las obras civilizadoras más serias de que se tenga memoria en el mundo. Cabe una pregunta sugestiva y que no carece de fundamento: ¿Hasta qué punto esta maravillosa organización fue tomada de los sistemas inkaicos?
Todo esto ha desaparecido.
La decadencia de las misiones empezó en 1767, con la expulsión de los jesuitas, y durante la República nada se hizo para restaurar esa obra, hasta que llegó a la selva el mensaje vibrante y multitudinario de Warisata, con su doctrina de “esfuerzo y trabajo” para salvar a los sobrevivientes de la floresta e incorporarlos a la nacionalidad.
La empresa que me proponía ejecutar en la selva ofrecía no pocos riesgos y dificultades. Tenía que ponerme en la situación del misionero, dispuesto a todos los peligros y a todos los renunciamientos; tendría que experimentar los mismos padecimientos que los frailes, solo, sin defensa alguna, utilizando primitivos medios de transporte, alimentarme como pudiese, cogido por las enfermedades y luchando contra la manigua. Al comienzo, mi propósito fue realizar un convenio con las misiones franciscanas existentes, pero los resultados fueron negativos: los frailes no disponían de personal, y tampoco encontré ese espíritu emprendedor y progresista que se necesitaba para ejecutar la tarea. Tenía que buscar a mis colaboradores entre elementos nacionales, capaces de convertirse en pioneros y cuya integridad espiritual corriese pareja con su fortaleza física. Ya no estarían guiados por el celo religioso, como los frailes: una nueva emoción social les llevaría adelante venciendo cuanta dificultad encontraran.
2.- FUNDACIÓN DEL NÚCLEO DE MORÉ.
Mi viaje al Oriente fue anunciado por “El Diario” en su edición del 21 de agosto de 1937, y por “Crónica” del 2 de septiembre; este último decía:
El Director de Educación Indigenal lleva una gran cantidad de prendas de vestir y de herramientas para los sirionós... entre el material que lleva, figuran chamarras, pantalones, mosquiteros y otras prendas de vestir..., hachas, machetes, hachuelas, etc. Todo ello se distribuirá entre los alumnos selvícolas de Casarabe y entre los nativos que integren el nuevo núcleo cuya creación se halla proyectada.
Así comenzó un capítulo que podría titularse: “Aventuras de un profesor en el Oriente boliviano”. El objetivo de mis exploraciones era la zona del Río Iténez, frontera con el Brasil. Para dirigirme allá, tenía que hacer un recorrido larguísimo primero al norte del país y luego bajar por los ríos. Me fui, por lo tanto, a Trinidad, capital del departamento del Beni, como base de operaciones. En esa ciudad tomé una lancha que hacía el servicio hasta Puerto Sucre en el Mamoré, desembarcando en Puerto Siles, localidad intermedia donde había una guarnición militar. Una ojeada al mapa nos hará ver lo extenso de esos viajes. En Puerto Siles encontré al capitán de Ejército Emilio Aguirre, quien, enterado de la misión que traía, me ofreció toda su cooperación. Aprovechando tan gentil oferta, le pedí una canoa y cuatro soldados remeros con los cuales seguí viaje al Norte, rumbo a Alejandría, puerto situado cerca del vértice de la confluencia de los ríos Mamoré e Iténez. La canoa viajaba atada a la lancha mediante un cable.
El recorrido del Mamoré es siempre espectacular; este río, ancho como un mar, plácido y de cambiantes colores, fue el que inspiró las conocidas estrofas del poeta Ricardo Bustamante en su “Preludio al Mamoré”, tan bellas como las de Heredia. Nuestra navegación se realizó sin incidentes y debíamos desembarcar en Alejandría a la media noche del día siguiente. Desde ese instante tendríamos que valernos de nuestros remeros, seguir el curso del Mamoré, penetrar en el Iténez y retroceder río arriba, esto es, hacia el sur.
Ya al abandonar Puerto Siles sentí una molestia en los pies, a consecuencia de una hinchazón cuyo origen, de momento, me fue imposible determinar. A las pocas horas ya no podía tolerar las botas por el dolor intenso que me causaban. Al día siguiente ni siquiera pude calzarme, y aunque esperaba que el descanso a bordo hiciera bajar la hinchazón, esta aumentó, de suerte que estaba hecho una lástima cuando llegamos a Alejandría. Al verme en tal estado, los pasajeros que me acompañaban no me permitieron desembarcar, haciéndome ver el peligro que significaba continuar el viaje en esas condiciones, ya que debía hacerlo por rutas casi inexploradas, en una frágil embarcación, sin poseer experiencia alguna del trópico ni haberme provisto de recursos apropiados.
Renegando contra la flaqueza de mi organismo, no sabía qué actitud adoptar no decidiéndome a abandonar tan prematuramente la tarea emprendida. Los amigos que gané en la lancha me aconsejaron entonces que continuara el viaje hasta Puerto Sucre, para pasar a Cachuela Esperanza, ya sobre el Río Beni, donde la Casa Suárez sostenía un modernísimo hospital atendido por un destacado médico suizo.
No tuve más remedio que seguir el consejo, y de ese modo mi viaje se prolongó imprevistamente hacia el norte del país.
Llegado a Cachuela Esperanza, me interné en el hospital, sorprendiéndome ver instalaciones tan magníficas en aquel rincón del país. La atención que se me brindó fue esmeradísima, tanto de parte del médico como de los enfermeros, y aún del personal de administración; sin embargo, la ciencia se mostraba impotente ante el mal que me aquejaba. Los pies los tenía ahora con una hinchazón impresionante y llenos de llagas hasta las rodillas; para colmo, también quedaron afectados el cuello y la espalda; faltaba poco para que todo mi cuerpo fuera una llaga viva. En medio de estos sufrimientos, tuve una sorpresa que me confortó muchísimo: la inesperada visita de mi hermano Héctor y del doctor Arturo Plaza, quienes habían llegado por avión a solicitud expresa de mi madre. Esta se había anoticiado de mi enfermedad a pesar de la reserva que pedí guardaran en el Ministerio. Me suponían sin auxilio médico, lo cual, como hemos visto, no era cierto.
Mi hermano y el doctor Plaza me pidieron con la mayor energía que volviera a La Paz para someterme a un severo tratamiento, reforzados en su petición por el médico suizo, el cual me practicó un análisis de sangre cuyo resultado le preocupó mucho, diciéndome:
Mi consejo, señor Pérez, es que de inmediato vuelva usted a La Paz porque en ésta no contamos con las medicinas necesarias para dominar su mal.
Esto me lo dijo en presencia del doctor Plaza, del Coronel Félix Tejada, que ejercía una función militar en la zona, y de mi hermano Héctor.
Mi negativa fue rotunda. No iba a dejarme dominar por mi mala salud para dejar mi tarea, y viéndolo bien, si acaso esto se agravaba -así pensaba con ingenuo romanticismo en aquellos tiempos de juventud- quizá el sacrificio de mi vida sería el ejemplo supremo que permitiría llevar adelante la obra de la redención del indio y volver por los fueros de la dignidad docente tan terriblemente estropeada por el falso cientificismo en boga.
El doctor Plaza y mi hermano tuvieron que volver a La Paz sin haberme hecho desistir de mi obstinación.
Mi resolución estaba hecha. Así inerme como me hallaba, decidí dejar el hospital donde con tanta bondad se me había tratado y me dirigí mediante esquela al Gerente de la Casa Suárez solicitando movilidad hasta Puerto Sucre; petición que me fue concedida inmediatamente. ¡Cuántas gentilezas en torno a mí! Todos se desvivían por hacerme la estadía menos penosa... De modo que abandoné la cama sin más ni más. Un enfermero, de apellido alemán que he olvidado, que me colmaba de atenciones y cuidados, me tomó en brazos como a un niño y me llevó hasta la cabina del camión que había de conducirme hasta Puerto Sucre.
Aquí me esperaba una canoa tripulada por un negro, bondadoso y fuerte como nadie. Dormí a la orilla del río, acosado por los mosquitos, y a la madrugada partí llevando como equipaje una bolsa de goma, industria regional, conteniendo dinero y algo de ropa, amén de la consabida hamaca y el mosquitero.
Pero mis penalidades no habían concluido: al dejar el hospital sentí otra molestia en el ojo izquierdo. Era una conjuntivitis, muy violenta, contra la cual no tenía sino una pomada con la que me frotaba diariamente sin encontrar alivio.
En estas condiciones emprendí viaje por el Iténez. Estaba desprovisto de todos los elementos necesarios para ponerme a salvo de las asechanzas de la selva, y ahora apenas podía deleitarme con la contemplación del paisaje majestuoso del río, que corre lentamente custodiado por la arboleda milenaria y misteriosa. La reverberación de los rayos solares en la inmensa superficie acuática hería mis ojos, obligándome a permanecer bajo una especie de carpa que el negro improvisó utilizando la hamaca. Era una posición muy incómoda y dolorosa, pues en la estrechez de la canoa no encontraba manera de reposar el cuerpo llagado ni hacer movimiento alguno. Al atardecer del primer día, mi moreno compañero aseguró la canoa a la orilla del río, en un lugar de donde partía un senderillo subiendo la barranca hasta perderse en la llanura boscosa. Era un sitio que invitaba al descanso. El negro amarró la hamaca y armó el mosquitero, tras de lo cual me alzo en brazos para llevarme al improvisado campamento; pero con tan mala fortuna que dio un resbalón y dimos con nuestros cuerpos en tierra, rodando yo por el barroso caminillo.
No recuerdo cuántos días más duró la navegación, pero sí recuerdo las torturas que pasé, así como la infinita paciencia del negro, que cada atardecer me llevaba a tierra y disponía mi descanso. Al fin desembarcamos en Puerto Komarek, nombre que tiene del propietario del lugar.
Había llegado a mi destino.
En el puerto no había sino la casa del señor Komarek; era una persona muy amable, llevada hacia zona tan apartada por su espíritu colonizador y audaz. Enterado del motivo de mi viaje, me ayudó en todo lo que estuvo a su alcance. Mi deseo hubiera sido internarme en la selva a caballo o a pie, pero como esto era imposible, tuve que pedir a mi amigo negro que dejara los remos y me cargara, restaurando así el medio de locomoción de que solía valerse el inglés Livingstone en las selvas africanas. El señor Komarek era el guía, y así emprendimos la penetración a la verdadera jungla.
A los diez kilómetros de recorrido encontramos una maloca (choza) donde había unas diez personas, de la tribu de los moré, y que conocían al señor Komarek, tratándolo con familiaridad y entendiéndose en el idioma o dialecto nativo. Cambiamos impresiones con esa gente y les anoticiamos del objeto de nuestra presencia en la zona.
En días subsiguientes nos encaminamos a otros lugares, yo siempre a espaldas del robusto negro. En tal forma tuve ocasión de entrevistarme con unas quince personas de la misma tribu. Las condiciones del lugar me parecieron magníficas desde todo punto de vista; estaba situado a la orilla de una de las arterias fluviales más importantes de la república, que permitía moverse al interior o al exterior del país; con tierras salitrosas aptas para la crianza de ganado vacuno en gran escala, así como para cultivos extensivos de maíz, plátano, yuca, arroz y además, y esto era muy importante, por sus bosques con enorme variedad de madera finísima, abundancia de árboles productores de castaña y goma, todo lo cual aseguraba un gran porvenir económico. Todo en esta región era favorable a su desarrollo integral, y eso me determinó a dar por fundado el Núcleo, sobre la base de los neófitos que poblaban la región y de sus extensas tierras que eran de propiedad del Estado. Se redactó el acta de fundación definiendo el tipo de la escuela, que debía ser una granja estatal para la recuperación de los pobladores, creando la economía familiar y regional y buscando la formación de un tipo humano responsable capaz de sumarse a la nacionalidad.
No teniendo, por el momento, a nadie que pudiera asumir la dirección, pedí al señor Komarek que se hiciera cargo del Núcleo con carácter accidental, habiéndole dejado Bs. 5.000.- para adquirir una canoa con su motor, algunos bueyes, un carretón, víveres para las familias y otros gastos. La nueva escueta llevaría el nombre de Núcleo de Moré.
Hecho todo esto, me preparé para volver, y aunque con la salud quebrantada, estaba satisfecho por haber salido con la mía. Así emprendimos el retorno, con peripecias más o menos parecidas, y después de varios día de navegación llegamos a Puerto Sucre, llamado “el panteón del Beni”, de siniestra fama porque quien pernoctaba allí era víctima segura de la malaria y de otras enfermedades de origen hongósico. Como llegamos cuando la obscuridad de la noche ya había cubierto todo, no nos quedó más remedio que pasar la noche en la canoa.
A la mañana mi compañero fue a buscarme alojamiento en la aldea, y como ya era habitual, me llevó cargado a la pieza que consiguió. Mi alojamiento tenía, por todo moblaje, dos argollas colocadas a unos dos metros de altura, en diagonal, que servían para sostener la hamaca del viajero.
Mi situación era precaria y acaso angustiosa, y además no podía volver a Trinidad antes de quince días, tiempo durante el cual no retornaría la lancha que hacía el servicio. Tampoco quería viajar a hospitalizarme a Cachuela Esperanza porque eso me alejaría de mi base de operaciones. Todo lo cual me tenía acongojado y sin saber qué hacer.
En lo peor de mis pensamientos, a eso de las cinco de la tarde, creí oír un ruido lejano muy conocido: el de una nave aérea; pocos segundos más tarde pasaba sobre nosotros un avión proveniente del norte, maniobrando al parecer para acuatizar en el río. Lleno de esperanza envié a mi amigo negro a averiguar si podían admitirme como pasajero hasta Trinidad, y a la media hora tuve la respuesta afirmativa. La cosa era providencial, porque por entonces el servicio de aviones era muy raro en aquellas zonas.
A las siete de la mañana se presentó en mi alojamiento un teniente de Ejército, que me había conocido de vista, y el cual me miraba sin poderme reconocer, tan desfigurado estaba. Este fortuito amigo, a quien nunca más volví a encontrar, me prestó espontánea y generosa ayuda, disponiendo que seis soldados me llevaran por turno hasta el sitio donde estaba el hidroavión. Poco después emprendimos el vuelo, para iniciar otra fase de mis tareas. Pero antes, tuve el sentimiento de despedirme del negro. ¡El espíritu humano es ingrato! He olvidado el nombre de ese humilde amigo que veló por mí y me protegió con tanta abnegación.
3.- LOS PIONEROS DE CASARABE.
A mi llegada a Trinidad me puse a preparar viaje hacia el Núcleo de Casarabe, el cual, como se recordará, fue fundado primitivamente en Huacharecure (San Ignacio de Moxos) y trasladado después a una zona bastante densa de población, predominando los sirionós, de carácter independiente y belicoso. El profesor Carlos Loayza Beltrán y su esposa, Ercillia Soruco, fueron quienes se encargaron de la organización del Núcleo, y según lo que pude escuchar en la capital beniana, estaban cometiendo verdaderas tropelías. Aunque no acostumbro a dar crédito a esa clase de rumores, de todas maneras me hallaba preocupado, porque el triunfo o fracaso de Casarabe iba a ser decisivo para el porvenir de la obra reductora en la selva.
Sin embargo, no pude viajar de inmediato al Núcleo, porque el médico doctor Sierra, me impuso con energía someterme a completo reposo por espacio de tres días, durante los cuales me prestó su máxima atención profesional. Este lapso me permitió ponerme en contacto con autoridades de gobierno, educacionales, contraloría y algunos intelectuales y periodistas, con los cuales formé una comisión que viajaría conmigo para juzgar la obra que se hacía en Casarabe. Además, pude seleccionar a dos de los mejores maestros del departamento, para la dirección de los núcleos de Moré, que acababa de fundar, y del Chapare, que lo sería luego. Estos maestros fueron Luis Leigue para el primero, y Arturo Sánchez para el segundo.
La primera impresión de los comisionados al llegar al Núcleo fue de asombro. El esfuerzo realizado por Carlos Loayza era verdaderamente formidable. Inspeccionamos inmensos campos cultivados con maíz, plátano, yuca, caña de azúcar y hortalizas; la “estancia” disponía de ganado vacuno que estaba reproduciéndose; había talleres de carpintería, curtiduría y talabartería, de cerrajería y hojalatería; la sección de construcciones levantó aulas amplias y ventiladas y otras instalaciones. En el aspecto social pudimos ver prácticamente la evolución que se realizaba en las tribus nómadas, desde su incorporación al plantel, y ahí teníamos la maloca colectiva donde vivían en promiscuidad, transformándose paulatinamente en la vivienda matrimonial, período previo a la organización de la familia. Todo esto se describió con lujo de detalles, especialmente a los nuevos directores, que así podían enterarse de primera mano de lo que tenían que hacer en sus respectivos núcleos.
La obra era tanto más admirable cuanto que no hacía mucho que el núcleo se había fundado. Carlos Loayza se entregó al trabajo con alma y vida, y pronto forjó una tradición que luego fue legendaria entre las tribus. No se trataba de enseñar a leer, sino de atraer al hombre de la selva, y en eso el joven director se mostró eficiente como nadie. Los primeros grupos se los captaba desnudos y en una espantable promiscuidad, y hubo que conservarles este sistema de vida durante cierto tiempo, para introducirlos poco a poco en las prácticas civilizadas. Nuestra primera atención consistió en vestir a hombres y mujeres. Al comienzo, como he dicho, vivían junto a la escuela en sus malocas donde todo era común. La escuela hubo de formar parejas y realizar matrimonios, de manera que mientras el profesor se dedicaba activamente a las construcciones, cultivo de los campos, atención del ganado, etc., la esposa de Loayza atendía a la educación de las mujeres, les revelaba los secretos de la cocina, crianza de los niños, aseo y su propio acicalamiento personal.
Pronto empezaron las construcciones para los matrimonios, iniciándose asimismo la industria doméstica, con el aprovechamiento de las materias primas que había en abundancia en la zona. Finalmente pudo iniciarse la función alfabetizadora, en la cual el profesor obtuvo resultados extraordinarios. Su obra de cultura llegó a tanto, que hasta editaban un periodiquillo cuyas ilustraciones eran grabados en madera. A poco, la población escolar de Casarabe se elevó a trescientas personas, entre hombres, mujeres y niños, habiendo sido preocupación de la Dirección General proveerles de vestidos apropiados para el clima. Debo decir que el presupuesto nacional apenas asignaba la suma de Bs. 4.000 anuales para el sostenimiento del Núcleo. Y si pudimos atender a todos sus gastos, fue porque Casarabe era un núcleo que se autoabastecía, demostrando cuán realista era nuestro programa de trabajo. Claro que para ello, primaba el factor humano y la acrisolada honradez del Director.
La comisión que nos acompañó se sintió visiblemente emocionada al presenciar la entrega de ropa a los neófitos, que se vestían por primera vez en su vida. Daba la impresión de que la indumentaria los transformaba en seres humanos, y había no sé qué de fervor religioso en los indios cuando tocaban las prendas y se las ponían, sin acabar de convencerse de tal maravilla.
En Casarabe estuvimos cuatro días, que fueron de grandes enseñanzas para todos. Yo pregunté a los dos nuevos directores, que me dijeran francamente si se sentían capaces de realizar una obra como esa. Tanto Leigue como Sánchez tuvieron frases de encomio para el heroico director Loayza y me aseguraron que realizarían obra similar, pues sus futuros núcleos estaban ubicados en medios geográficos de perspectivas económicas muy superiores a las de Casarabe.
Algunos personajes de la comitiva nos manifestaron que al selvícola no había que tratarlo con cariño sino con huasca (látigo). En ese aspecto recomendé a Loayza que no transigiera de modo alguno: ese instrumento de opresión debía ser definitivamente desterrado.
Entretanto, mi salud no mejoraba. El recorrido por los campos de cultivo y las diferentes secciones del Núcleo lo tenía que hacer cargado por alguna persona de buena voluntad, y hasta ahora no sé qué comentarios se harían sobre mi estrafalario aspecto.
Esta visita tuvo mucha importancia por haber devuelto a la capital Trinidad la seguridad de que el Núcleo estaba bien conducido y sobre todo con absoluta honestidad. Los trinitarios habían estado a punto de echar de su cargo a Loayza Beltrán debido a aquellas intrigas que nunca faltan y que sirven de caldo de cultivo para la comisión de injusticias contra las personas y las instituciones.
Al retomar a Trinidad tuvimos un contratiempo en el camino: tronó la corona del camión, lo cual nos ponía en la situación de hacer a pie los diez kilómetros que faltaban. A mí esa caminata me hubiera sido imposible, y nadie tenía la fortaleza de mi amigo negro para llevarme ni quinientos metros. La situación fue salvada por un maestro de la escuela, conocedor de la región, que se dirigió a una estancia de la cual volvió a las cuatro horas con un carretón tirado por una yunta de bueyes. En él fueron cargados nuestros equipajes, yo monté encima, y detrás, en dos filas, marchaban los miembros de la comitiva. En el silencio de la noche, me daba aquella caravana la impresión de un cortejo fúnebre, cuya solemnidad aumentaba por el escenario selvático en que transcurría.
Mi imaginación anticipaba lo que iba a suceder, años después, en Casarabe.
La escuela prosiguió sus labores con el mismo empuje, llegando a establecer normas que considero definitivas para emprender la obra de recuperación de los habitantes de la selva. Aquellos maestros que, perdidos en las soledades del Oriente de Bolivia, trabajaban en silencio y plenos del heroísmo de su misión, merecen el reconocimiento unánime del país porque constituyeron un altísimo ejemplo de valor y de constancia, como lo prueba uno de sus casos, el de la profesora Juanita Tacaná.
Esta es una muchacha beniana llena de grandes virtudes. Niña aún, emprendió viaje a Europa, no con el afán turístico tan común en la juventud, sino para modelar su espíritu en la cultura occidental y regresar a su patria para servirla con desinterés y renunciamiento. Cuando retomó al país estaba en plena juventud y era entusiasta y amable como pocas, uniendo a la belleza de sus veinte años una energía capaz de llevarla a grandes tareas. No sé cómo se enteró de nuestras luchas, pero sin duda sintió vivo interés de trabajar por la educación del indio. Departimos en algunas ocasiones y al cabo, me pidió que la enviara a Casarabe. Esto sucedía en noviembre de 1938. Falto como estaba de elementos capaces, aquella muchacha fue para mí un verdadero hallazgo, y no vacilé en aceptar su pedido: iba a ser para Carlos Loayza Beltrán una colaboradora de primer orden. A Casarabe se marchó, pues, y apenas llegada me escribió una carta cuyo texto se publicó en “La Calle” el 26 de noviembre de 1938, con un comentario que decía lo siguiente:
PROFESORITA DE SALVAJES.
El señor Elizardo Pérez ha recibido una carta de la profesora Juana Tacaná, que viajó desde Europa para internarse en la selva boliviana, donde piensa cumplir un gran deber en las escuelas selvícolas... Se trata de un documento lleno de sugerencias cuya lectura nos agradecerán nuestros lectores.
Veámosla:
Quiero participarle que he llegado a Casarabe y además quisiera expresarle mi gratitud por la ayuda que me prestó en el Ministerio en cuanto a la realización de mis deseos. Creo que ya le puedo decir -no obstante que hace pocos días que me encuentro aquí- que estoy completamente encantada de mi nuevo quehacer y que estoy muy resuelta a seguir el camino que recién estoy empezando.
La Escuela de Casarabe ha sido una gran sorpresa para mí. Creí que todavía era una obra primitiva, y sin embargo, encontré una Escuela con una organización formidable. Se nota enseguida que no es un “bluff’ sino una institución seria que tiene muy buen fondo. Nada es para el “parecer” sino todo para la realidad. Los salvajes parecen muy contentos y son muy bien tratados por los profesores, especialmente por el Director señor Carlos Loayza Beltrán.
Ayer recién hemos formado mi curso. Son veintidós mujeres sin hijos y algunas de ellas todavía sin vestidos. A uno que ha vivido casi siempre en Europa le parece una leyenda y la primera noche que me encontré con los salvajitos, pensaba: Quién es raro aquí? Ellos o yo? Sin embargo, yo... De sus bailes casi me reí. Qué manera de zapatear! Los hombres todavía bailan con toda seriedad. En las mujeres, ya se nota un poquito de civilización; deben sentir que su zapateo con pies torcidos es una danza macanuda y muy salvaje porque después de poco tiempo se ríen y acaban de bailar. Yo también les he bailado y cantado y ellas quedaron completamente encantadas, Venían, me abrazaban y me decían que es bonito y que quieren aprender a cantar y bailar al igual que yo.
Esta carta es verdaderamente emocionante. He aquí a una joven que renunciaba a la muelle vida de la burguesía, que dejaba una sociedad en la que hubiera brillado por su extraordinaria simpatía y cultura, y que prefería la compañía de los “salvajitos” a quienes abrazaba y con los cuales bailaba sin prejuicio alguno. Qué ternura fluye de sus frases, acaso ingenuas pero que revelan una inimitable disposición al sacrificio.
Juanita Tacaná no salió más de la selva. Absorbida por entero en sus tareas, que fueron para ella el reencuentro consigo misma, trabajó con insuperable abnegación y constancia. ¡Hermoso espíritu! Pero la gran causa redentora del indio no pudo contar mucho tiempo con ella: Juanita Tacaná murió al año siguiente, mientras realizaba una misión en lo más profundo de la selva, y me dicen que hasta lo último estaba poseída de la fe en el porvenir, al que contemplaba a través de la obra grandiosa de que era actora. ¡Quizá fue mejor! Su juvenil entusiasmo hubiera sido no poco abatido si hubiera llegado a ver la saña con que, bárbaros de otra especie, destruyeron las escuelas indigenales, entre ellas la Casarabe de sus amados salvajitos...
Maestros como esos tuvo la epopeya.
Continuará...
Fuente: Elizardo Pérez, "Warisata - La Escuela Ayllu", Editorial Burillo, La Paz - Bolivia, 1962.
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