Texto original de la obra escrita por Elizardo Perez sobre su revolucionaria experiencia educacional para los pueblos originarios y que fue la primera en el continente americano.
Original text of the book written by Elizardo Pérez about their revolutionary educational experience for the native peoples and that it was the first one in the american continent.
Partes anteriores de este libro: 23 - 24 - 25 - 26 - 27.
CAPITULO II. LA DESTRUCCIÓN DE LA EDUCACIÓN INDIGENAL.
1.- EL ENEMIGO EN EL NÚCLEO DE CAIZA.
Había dejado pendiente la descripción del Núcleo Escolar de Caiza “D”, y lo incluyo en el capítulo de la destrucción de las escuelas en razón de que Carlos Salazar, como lo dije en su oportunidad, me preparó un artículo en el que se refiere a ambos aspectos, y perdóneseme que con esto incurra en un nuevo desorden cronológico. El artículo en cuestión es el siguiente:
La obra de Raúl Pérez en Caiza.
He aquí una relación acerca del estado en que encontré la Escuela Indigenal de Caiza “D” cuando me hice cargo de su dirección en enero de 1940.
Veinte años pasan de aquel episodio, y en ese lapso no he olvidado las dramáticas circunstancias en que se produjo la caída de la Escuela de Caiza en manos del Consejo Nacional de Educación, organismo que dirigía una campaña tendiente a destruir la obra de la educación del indio. En realidad, la lógica más estricta presidía esta actitud: el Estado feudal, cuya estructura se basa en la servidumbre, no podía consentir que prosperaran escuelas donde se luchaba por la liberación del indio; y para abatirlas, usó de todos los recursos posibles: intrigas, delaciones, emboscadas y aún asesinatos. No podía faltar en esa ofensiva, la infiltración paulatina de sus elementos en el seno mismo de las escuelas indigenales, habiendo sido Caiza “D” el primer núcleo del cual se apoderaron en tal forma.
Hasta entonces, todas las escuelas habían ofrecido un sólido frente para resistir las acometidas del enemigo. Júzguese, pues, nuestro desconcierto cuando se recibió, a fines de 1939, un telegrama procedente de Caiza, en el que algunos maestros y alumnos -después averigüé que no eran sino tres o cuatro- pedían al gobierno que la escuela pasara a depender del Consejo Nacional de Educación. La contrariedad de Raúl Pérez, fundador de Caiza, fue enorme. Aquello olía a una conspiración dirigida por nuestros enemigos, ya que los maestros y alumnos de Caiza no podían olvidar tan repentinamente las tradiciones de lealtad forjadas en años de lucha. Era necesario defender esa escuela y descubrir el siniestro complot, y para ello Raúl Pérez me nombró Director confiando en mí en hora tan difícil. Con tal misión llegué a Caiza cuando comenzaba el año 1940.
¿Puede interesar, veinte años después, una descripción de lo que era la escuela? En realidad, el panorama era desastroso. En un informe que envié a la Dirección General -documento que después fue vilmente tergiversado por el señor Donoso Torres- me refería al estado ruinoso del edificio, a la suciedad y abandono reinantes, a los campos de cultivo yermos, a los jardines destruidos; en otros aspectos, constaté la ausencia de las indiadas, el poco espíritu de los alumnos normalistas, la total desorganización de la escuela, la perniciosa influencia del cantón cercano. ¿Dónde estaba la obra de Educación Campesina? ¿Dónde la acción social sobre la vida del indio? ¿Qué había pasado con alumnos y profesores?
Tal como lo imaginara Raúl Pérez, un virus maléfico había carcomido la Escuela en poco tiempo. Como es sabido, fuimos nosotros, bajo la dirección de Elizardo Pérez, los que forjamos un nuevo sentido filosófico en la educación boliviana; rompiendo decididamente con los viejos y estratificados conceptos que se enseñaban en la Normal de Sucre, insuflamos en la educación del indio una corriente vivificante y renovadora, liberando a las escuelas del fardo de las supersticiones y prejuicios antiguos. Nada teníamos que ver con el adocenado magister que muestra su lloriqueante figura de apóstol en los textos escolares. Nuestra misión era de lucha franca, nuestras escuelas eran centros de cultura donde se enseñaba a vivir y a pelear. Necesariamente, teníamos que despertar la sorda envidia y la emulación de los mandarines de la escuela nacional. Estos nos enviaron sus avanzadas a Caiza, como lo hicieron después a otras escuelas; pero no para trabajar; no para reparar un daño si lo había; no para remediar una situación cualquiera; su objetivo fue el de destruir la obra, echar a sus defensores, excluir a los indios, desmoralizar a los alumnos; esta destrucción interna sería complementada por fuera, una vez que el Consejo Nacional se apoderara de Educación Indigenal, y así quedarían abatidos los reductos donde se luchaba por el indio.
La nobilísima obra de Raúl Pérez había sido prácticamente arrasada, aunque, empero, no del todo, puesto que permanecía en el corazón de los campesinos. Cuando me hice amigo de éstos, cuando les exigí que volvieran a la escuela, cuando les hice conocer nuestro drama, ellos a su vez volcaron sus cuitas y me relataron todo.
Así pude conocer en toda su profundidad la obra singular de Raúl Pérez. Pude imaginar sus recorridos por todos los ayllus de la provincia, sus conciliábulos con los viejos curacas, sus duras jornadas para construir las escuelas. Después, recorrí una a una todas las sendas por él holladas y llegué a poblaciones donde los indios me vieron primero con desconfianza, porque otros directores les habían engañado, y luego con renovada esperanza, porque yo les llevaba la palabra del fundador de sus escuelas, aquél en quien vieron al mallcu de las viejas epopeyas. Pasando por Caltapi, Questuchi y Chajnacaya; por Pancochi, Calila y Alcatuyo, por Nohata, Tuctapari y Sepolturas, en fin, por todos los ayllus donde Raúl Pérez había edificado, sentí de cerca la trascendencia de su obra, el profundísimo impacto que la Escuela había causado en el espíritu de los indios. Las indiadas de toda la región despertaban a una nueva vida, y lo hacían con pasión, con empuje constructor, con gran capacidad de trabajo. El que se levantaba no era el desesperado indio de los alzamientos o sublevaciones: era el “nuevo indio”, el ciudadano, el trabajador, ansioso de libertad y de cultura. Si eso había hecho Raúl Pérez en los años que anduvo por esas regiones, su obra estaba plena y absolutamente justificada; bien podían venir después los vándalos y destruir las escuelas: lo que no podrían abatir sería el espíritu que llenaba los campos con el caudaloso empuje de los grandes movimientos sociales. En eso, Raúl Pérez vivía y sobrevivía hasta ahora y para siempre.
El que me hubiera acompañado en mis diarias charlas con los campesinos hubiera imaginado, conmigo, el aspecto de Caiza en sus mejores días, cuando la escuela, conducida por Raúl Pérez, se edificaba con el concurso solidario de maestros, alumnos y campesinos; lo que ahora era ruina y destrucción, lo hubiera visto limpio, nuevo, espléndido, perla brillando en el sombrío valle. Hubiera imaginado, en los yermos que rodeaban la escuela, los verdes cultivos donde cientos de gentes de todas partes trabajaban en bullanguera hermandad. Hubiera comprendido cómo era posible sostener un internado sin que al Estado le costara un solo centavo. Pisando los jardines, que ahora apenas podían ser calificados de tales, hubiera podido ver macizos de rosas, claveles y pensamientos, regados diariamente, poniendo su colorida nota en contraste con el gris de las serranías.
Hubiera visto trabajadores construyendo las dos captaciones de agua que surten a la escuela, alzando los tanques de almacenamiento, fabricando el mobiliario del Núcleo, levantando las paredes de la central y las seccionales; hubiera visto cómo surgían avenidas de álamos, pinos y eucaliptos, cómo aparecían huertas donde crecían duraznos, peras y otros frutales; hubiera comprobado cómo, siempre bajo la mirada vigilante de Raúl Pérez y de su esposa, Sofía Criales, tan entregada a la causa del indio como él mismo, la escuela obtenía tierras ganándolas al río, en hermosa prueba de empuje y determinación; hubiera visto el intensísimo producir de los hornos de estuco y ladrillos, en fin, hubiera comprobado el modo casi milagroso cómo, de la nada, surgía una escuela, espectacular, llamada a un inmenso porvenir junto con el porvenir de la raza. Y hubiera comprendido cómo, otrora, se habían forjado en aquellas aulas altos ideales, nobles entusiasmos de trabajo...
Conservo una fotografía de los primeros días en Caiza. Aparecían en ella, indiecitos vestidos con el acsu, el tinco y la montera. Los hijos irredentos de la tierra, gente que, sin la escuela, hubiera estado condenada al atraso y a la esclavitud; ahora, a mi lado, esos mismos indiecitos, convertidos en maestros, me hablaban y ayudaban para reparar el desastre, y uno veía en esos muchachos cómo el ideal se plasmaba y adquiría práctica y permanencia. Eran Mariano Pari, Emiliano Anawa, Nicolás Olivera, Nicolás Yapu, Pedro Waiwa... y muchos otros empezaban a caminar por la misma senda, revelando admirables virtudes, dotados de un coraje extraordinario para trabajar y luchar.
¿Qué será ahora de ellos, qué de Carlitos Ajchura, Silverio Pari, Gregorio Choqueta? ¿Qué de tantos amigos que me llevaron a sus hogares, me alimentaron y acogieron, y en la hora de la prueba, me dieron su amparo?
Con ellos hizo Raúl Pérez su escuela, con los indios de los ayllus, y los convirtió a la vida, les hizo concebir esperanzas en el porvenir y les enseñó el verbo cálido y entusiasta de la redención. Y ahora, todos esos muchachos, todos esos indios, me rodeaban y me mostraban la destrucción y el desastre, y cómo los niños indios iban siendo rápidamente sustituidos por niños mestizos, primera medida para despojar a los campesinos de la escuela que habían levantado con su sangre y sudores. Y tratábamos, con ellos, de recomenzar la obra, volvíamos a los Parlamentos Amautas donde revivían las viejas instituciones del colectivismo y la pedagogía inkaica, nos afanábamos en salvar los cultivos, revocar los muros, limpiar los jardines, insuflar nueva vida al ambiente.
Así había trabajado Raúl Pérez, calladamente, modestamente, pero con inmenso espíritu, y en todos aquellos ámbitos perdura el recuerdo de su figura legendaria, porque era el amigo y el defensor de los indios, el hombre que no conocía el miedo ni el cansancio.
Yo restauré su obra como pude. De todos modos, nos faltó tiempo, porque la siniestra conjura de nuestros enemigos se desató y fuimos echados. Por cierto que mi destitución originó un gran movimiento indio que estuvo a punto de convertirse en alzamiento. De no haberme entregado preso en Potosí, la represión que ya se iniciaba hubiera tenido imprevisibles consecuencias.
Así concluyó la historia de la Escuela de Caiza “D” como institución de cultura y de libertad. Lo que vino después, pertenece al conjunto de los hechos sin personalidad y sin vida, desprovistos de interés y de importancia. Pero quizá sirvan para destacar, por contraste, lo grande de nuestra obra y, sobre todo, para que resplandezca el recuerdo de Raúl Pérez, conductor de hombres, a quien abatieron en plena juventud los sicofantes y bribones....
La Paz, agosto de 1961.
2.- LOS LOBOS COMO JUECES.
Una protesta unánime se levantó en el país para defender nuestra obra. Entre los documentos más valiosos de mi archivo, está una carta firmada por más de veinte escritores, artistas y políticos, entre los cuales encontrará el lector personajes de destacada figuración. La carta dice así:
La Paz, enero 24 de 1940.
Al Excmo. señor Presidente Provisorio de la República.
Presente.
Señor Presidente:
Los escritores y profesionales que suscriben, tienen el honor de dirigirse a S. E. con la presente solicitud que importa el cumplimiento de uno de los deberes básicos de toda ciudadanía patriota: encauzar las actividades del país por el sendero que conduce a la estabilidad de las instituciones y a la consolidación de aquellas conquistas que significan un progreso de las mismas.
Hemos presenciado dolorosamente la actitud que determina la cancelación de la Dirección de Educación Indigenal, obra en que se empeñaron desde hace varios años elementos que parecen deseosos de retardar la incorporación del indio a la nacionalidad. Los motivos en que se apoya tal actitud, son, verdaderamente, singulares:
1º.- Se sostiene que Educación Indigenal es un organismo autónomo, y no lo es, porque se halla y se halló siempre sometida a la autoridad del Ministro de Educación.
2º.- Que tiene libertad de manejo de fondos, y esto es igualmente inexacto, pues la Contraloría General, en repetidas oportunidades, ha hecho sentir su acción fiscalizadora con resultados satisfactorios.
3º.- Que las escuelas son focos de propaganda extremista, y al contrario, son puntos de partida de un nacionalismo consciente y sincero en que se educan las nuevas generaciones de campesinos.
4º.- Que significan un peligro para la estabilidad social, y, contrariamente, las escuelas se esfuerzan por acabar para siempre con el inconducente prejuicio de razas que aún perdura en algunas esferas.
En fin, múltiples razones que han hecho del ensayo educacional campesino de Bolivia uno de los hechos más vigorosos de nuestra vida independiente, tanto que ha conquistado el respeto de países de cultura superior, los mismos que hoy tratan de aprovechar de sus resultados, nos imponen el deber de pedir a S. E. que mientras se produzca un debate más amplio y básico de este problema trascendental, se mantenga la existencia de la Dirección General de Educación Indigenal, o se le dé categoría de Vocalía dentro del Consejo, ya que lo contrario sería subalternizar al único organismo verdaderamente importante de la educación pública de Bolivia, con desmedro de los verdaderos intereses del país.
Muy respetuosamente del señor Presidente de la República.
(Firman) Alberto Mendoza López.- Félix Eguino Zaballa.- Raúl Botelho Gosálvez.- Gustavo Adolfo Otero.- Walter Dalence.- Max Mendoza López.- Germán Monroy Block.- José Eduardo Guerra.- Yolanda Bedregal.- Juan Capriles.- Gustavo Adolfo Navarro.- Fernando Loaiza Beltrán.- Víctor Paz Estenssoro.- Eduardo Calderón Lugones.- José Espinoza Rojas.- Marina Núñez del Prado.-Eduardo Arce L.- Máks Portugal.- Abraham Valdez.
El Presidente Quintanilla, como es de suponer, no hizo el menor caso de esta carta, y la Dirección General fue suprimida.
De este modo, el complot llevado a cabo contra la educación del indio asumió caracteres singulares y poco faltó para que fuéramos conducidos a la cárcel. Como medidas previas, destinadas a reducirme a la impotencia, no se me pagaron los viáticos y pasajes de mi viaje a México ni los de mi esposa, que fue también en representación oficial del país ante el Congreso de Pátzcuaro lo mismo que yo; tampoco se nos pagaron nuestros haberes -mi esposa era Directora de la Sección Normal de Warisata- desde septiembre de 1939 hasta el instante en que dejé el cargo; fui destituido hallándome en México, sin dárseme derecho a defensa alguna. Y por si fuera poco, hasta se me negó el derecho a mi jubilación, beneficio al que pude acogerme sólo después de año y medio de trámites. Empobrecido y sin recursos, fueron mi madre y mi hermana Candelaria quienes me sostuvieron por una larga temporada, hasta que inicié un pequeño negocio de transportes de La Paz a Yungas, con un camión “Mack” que me concedió al crédito el señor Federico Eulert; con lo que pude salvar esa difícil etapa de mi vida.
Se había creado entretanto la Intervención de Educación Indigenal, cargo asumido por Rafael Reyeros, quien de esa manera cumplía su permanente aspiración de sustituirme; aunque, no contento con mi modesto sueldo de Bs. 2.000, se lo subió de golpe a 5.000.
También se había creado un Tribunal Investigador destinado a enjuiciar a nuestra obra, y en el cual se encontraban, entre otros, el mismo Reyeros y los profesores Alfonso Claros, Max Byron y Vicente Donoso Tórres; es decir que se elegía como jueces a nuestros más enconados adversarios.
La tarea de la Intervención consistió en asolar nuestras escuelas -como en Caiza, según lo cuenta Carlos Salazar- preparando el terreno para que la comisión investigadora justificase el informe desfavorable que presumiblemente iba a dictar. Todas las construcciones quedaron detenidas, se suprimieron los talleres, las prácticas agrícolas fueron eliminadas, los Parlamentos Amautas no volvieron a ser reunidos; bruscamente cayó el índice de asistencia escolar, los internados empezaron a desaparecer; se ignoró al indio o se lo trató como a enemigo, las escuelas indigenales empezaron a poblarse de elementos procedentes de aldeas o ciudades, los niños indios volvieron a su condición de siervos.
¡Con qué odio se destrozaba la obra, lo prueba el hecho de que se hubiera prohibido en Warisata el maravilloso cancionero de don Antonio Gonzáles Bravo!
En oficio que el señor Reyeros dirige al Director de Warisata, indica que “en la visita realizada recientemente por la Intervención General de mi cargo a algunos Núcleos de Educación Indígena, se ha constatado que los directores y profesores de Núcleos Indigenales así como las seccionales han asumido la totalidad de los poderes públicos, haciendo de Corregidores, Jueces y hasta de Notarios, legalizando, inclusive, actos matrimoniales...” (!). “La Intervención de mi cargo piensa que el profesor y la escuela deben cumplir.., su función específica... mas no posponer ni la autoridad del juez, ni la del corregidor... Sírvase usted determinar bajo su responsabilidad inmediata, para que en lo sucesivo los profesores se abstengan de asumir papeles que no les competen...”. (Oficio circular No. 14, de 29 de junio de 1940).
El lector observará que el nuevo redentor del indio usaba, palabra por palabra, el mismo lenguaje que el Secretario de la Prefectura, en el famoso informe que transcribimos en el capítulo XI. No cabe duda de que había identidad de criterios entre ambos representantes del gamonalismo. Y no se crea que esto es invención mía: está en mi archivo la carta de Reyeros, a disposición de quien quiera convencerse de tan increíble actitud.
En otra carta dirigida al Director de Warisata, con fecha 26 de septiembre de 1940, el Interventor se refiere a una denuncia según la cual “el preceptor Job Pérez, de la seccional de Challapata, hubiera recorrido algunas comunidades soliviantando a la indiada para fundar escuelas seccionales... presentando como justificativo una nota suscrita por la Dirección de su digno cargo para estudiar la fundación de una nueva escuela seccional”. He aquí que, bajo el nuevo régimen, fundar escuelas para indios pasaba a ser un delito, por lo que el Director de Warisata debía “disponer el traslado del preceptor Pérez a otra escuela seccional, sustituyéndolo en Challapata por otro elemento”.
Otra muestra típica de la mentalidad que dirigía ahora las escuelas es el comunicado que publicó en “La Noche” de 4 de septiembre de 1940, en el que afirma que “durante diez años los dirigentes de la llamada “Escuela Indigenal y Campesina” lejos de adquirir maquinarias agrícolas, destinaron los fondos a obras suntuosas, como decoración y pintado de frescos en los planteles educativos..., despilfarrando cuantiosas sumas en tales obras, lejos de aplicarlas en la adquisición de herramientas agrícolas”. He aquí cómo la obra, a la par desinteresada y magnífica, de Mario Alejandro Illanes, quedaba infamada por la calumnia...
El lector podrá observar que todas las veces que nos hemos visto obligados a citar al señor Reyeros, no hemos hecho sino transcribir sus propias palabras.
En la “barrida” de directores de núcleos, no se guardó ni la más elemental consideración. El director Raúl Pérez fue destituido sin permitírsele levantar inventario de las existencias de la escuela de Warisata, lo que más tarde permitió que el núcleo fuera saqueado impunemente. En otras escuelas se procedió del mismo modo. Sus directores fueron lisa y llanamente echados a la calle sin forma de proceso alguno, lo mismo que muchísimos profesores. La persecución llegó a los mismos alumnos, decenas de los cuales fueron expulsados. Se desconoció los títulos obtenidos por la primera promoción de maestros indios de Warisata. Sólo tres directores permanecieron en sus puestos: Toribio Claure, Eufrasio Ibáñez y Luis Leigue, los dos primeros al precio de su complicidad con los destructores; del tercero me abstendré de opinar pues carezco de informaciones fidedignas, aunque sé que hace veinte años que permanece de director del Núcleo de Moré.
En las oficinas de la ex-Dirección General se turnaron los enemigos de la educación del indio. La misión de todos aquellos señores fue destruir las escuelas campesinas, y cierto que lo hicieron con saña diabólica, como veremos en su oportunidad.
Después la educación indigenal, en 1945, pasó a ser dirigida por el Servicio Interamericano de Educación, institución que, a pesar de mis reiteradas instancias, no pudo o no quiso devolver a la escuela rural su contenido socio-económico, su dinámica, su función democrática representada por el Parlamento Amauta, sus sistemas cooperativistas y de gobierno que permitían a la sociedad intervenir y contribuir material y espiritualmente a la obra de su cultura, sus actividades industriales, etc.
Volviendo al asunto: para contrarrestar la ola de protestas con que la opinión pública nos favorecía, nuestros jueces apelaron a los procedimientos más incalificables. El Consejo Nacional de Educación, por ejemplo, envió la siguiente circular a todas sus dependencias, so capa de “encuesta” con la que se buscaba identificar a nuestros partidarios y echarlos:
Debe otorgarse autonomía a la extinguida Dirección General de Educación Indígena, para que se desenvuelva sin la intervención del Consejo Nacional y de las Jefaturas de Distrito?
¿Es conveniente mantener la actual organización de los Núcleos indigenales con Internados, Talleres de Artes y Oficios, numeroso personal improvisado y construcciones costosas e inacabables?. (“La Noche”, 10 de mayo de 1940).
No sabemos el resultado de tal “encuesta” inquisitorial en la que ya está señalada la respuesta que apetecía el Consejo. El otro “juez”, Byron, Jefe del Departamento de Educación Rural (distinta de la educación indigenal) envió a su vez otra circular parecida, cuyo texto se publicó en “Crónica” del 31 de agosto de 1940. En sus partes salientes dice:
Señor Inspector Departamental de Educación: Querido compañero: Por la urgencia del caso me dirigí a todos los jefes de Distrito telegráficamente en este sentido: “Profesor Elizardo Pérez, acusado fracaso educación indigenal viéndose impotente defenderse doctrinalmente, vuelve contra nosotros en forma injusta pidiendo desde columnas “Ultima Hora” organícese proceso por estado catastrófico de abandono e inmoralidad en que se halla Educación Rural. Stop. Conviene maestros rurales (distintos, repito, de los indigenales, E. P.) protesten ante prensa La Paz y autoridades Ministerio, Supremo Gobierno, Congreso e Instituciones sociales por perversa afirmación. Apreciado compañero, usted más que nadie sabe que desde hace dos años nos preocupamos intensamente por mejorar las escuelas rurales... querido compañero, queda usted encargado de hacer llegar a conocimiento del último de los maestros rurales, a fin de que protesten virilmente por tamaña grosería y estas protestas que sean dirigidas a todas las autoridades y de cada provincia a sus respectivos diputados.
El “querido compañero” Byron, firmante del sabroso documento, es el mismo profesor a quien se refiere el mexicano Adolfo Velasco en su libro “Warisata”, que hemos citado varias veces, y en cuya página 60 encontramos el siguiente párrafo:
Conversando con un miembro del magisterio boliviano (es decir, con Byron) nos dijo estas palabras: “Debe exterminarse a los indios con ametralladoras”. Nosotros le hicimos esta reflexión: ¿Pero se ha dado cuenta de que de los 3.200.000 habitantes que tiene Bolivia, 2.200.000 son indios? Usted entonces lo que quiere es exterminar a su propio país, porque quien dice indios, dice Bolivia. Pero aceptando que ustedes los enemigos del indio los ametrallaran para exterminarlos, ¿qué harían al día siguiente del pueblicidio para abastecerse de papas, chuño, oca, quinua, trigo, habas, taquia, etc.? Porque todo esto lo producen y lo facilitan los indios... Otro enemigo de los indios agregaba: hay que castrarlos para evitar su propagación (Adolfo Velasco, obra citada).
De esta categoría eran nuestros jueces, y en manos de tales bandoleros habían caído las escuelas de indios.
No es de extrañar que años más tarde, el profesor Byron ocupara el cargo de Intendente de Policía de Oruro, de memorables aunque tristes recuerdos.
Cerrándonos los caminos para defendernos, el propio Ministro de Educación se negaba a escucharnos. Véase lo que responde el señor Aniceto Solares a Raúl Pérez, en carta publicada en “La Fragua” de marzo de 1940:
La Paz, 15 de marzo de 1940.- Al señor Raúl Pérez, Jefe del Departamento de Educación Indigenal.- Señor: Me he informado del tenor de su oficio No. 115 40. En contestación, debo decirle que para el asunto a que se refiere su citado oficio, el ministerio no precisaba consultar la opinión de la Jefatura de Educación Indigenal. Menos puede abrir polémica con funcionarios dependientes de este ministerio. Además, debo advertirle que la jefatura que usted desempeña debe seguir el trámite regular, o sea por intermedio de la respectiva vocalía del Consejo Nacional, de la que depende, para hacer conocer al ministerio los asuntos que haya lugar.
Ya no se admitía, pues, la discusión, y para defendernos, debíamos acudir a nuestros propios enemigos, a lo que hay que agregar que se nos negó todo acceso a los archivos de la Dirección General y de las Escuelas, en tanto el Consejo acumulaba un expediente colosal en el que se destila todo el odio del mediocre resentido e insatisfecho.
3.- EL FALLO DEL “TRIBUNAL”.
La “investigación” llevada a cabo con tales procedimientos produjo un “fallo” con el que no estuvo de acuerdo uno de los miembros del tribunal, el periodista Juan Cabrera García, quien dio un informe en minoría donde denunciaba la monstruosa farsa preparada contra la educación del indio. Desgraciadamente no tengo a mano el documento de Cabrera, pero puede dar idea de él la carta de 8 de septiembre de 1940, que los profesores de Warisata le enviaron manifestando que “dicho informe constituye una réplica definitiva a los detractores de Educación Indigenal e importa una valiente y patriótica actitud frente al complot fraguado para destruir nuestra obra”, por lo que “los profesores de esta Escuela hemos acordado enviar a usted un voto de felicitación y reconocimiento, estimando en todo su valor sus dignas opiniones y haciendo promesa de fe de justificarlas más aún, continuando en la lucha empeñada”. La carta va firmada por el profesor Lima, en nombre de sus colegas.
El informe del “tribunal’ se publicó en “El Diario” del 24 de agosto de 1940; sin necesidad de que se lo haga notar, el lector verá por su cuenta la monstruosa acumulación de falsedades de que se compone. Copiamos sus partes más salientes:
Falta de orientación pedagógica definida que responda a los fines que el Estado persigue para incorporar al indio a la actividad económica del país; las escuelas indígenas son de simple alfabetización, y en ellas no se da importancia a las prácticas agropecuarias que harán del indio un labrador menos rutinario; hay completo descuido en la higiene de los escolares y ninguna modificación en el vestuario, la alimentación y las costumbres de los alumnos del internado y del externado.
Estas falsedades son tan enormes que me excuso de comentarlas.
El informe continúa: “Locales escolares costosos,..”. En este punto tenían razón, ya que evidentemente los locales estaban avaluados en muchos millones; sólo que olvidan mencionar que al Estado no le había costado sino una centésima parte de su valor real; “ninguna acción social de los núcleos en las comunidades”, afirmación con la que se borra de una plumada la tremenda trascendencia que tenía la escuela entre las indiadas, etc. El informe se escandaliza porque “los directores y preceptores han sido y son improvisados, sin título”, ignorando que en muchísimos casos fracasaron maestros normalistas a quienes habíamos pedido colaboración. Recuérdese los casos de Mojocoya, Jesús de Machaca y San Lucas, y hubo muchos otros casos que no he mencionado. Después se nos acusa de “haber titulado catorce maestros indigenistas en medio año, sin la preparación debida”. En realidad, esos maestros habían estado en la sección Normal los años 1938 y 1939, y además el maestro indio es producto de todo un proceso iniciado desde el jardín infantil hasta culminar en la titulación profesional, con lo que el diploma resulta el testimonio de la completa transformación sufrida en su mentalidad y en sus costumbres. Empero, es justo reconocer que no nos guiábamos para ello, por los procedimientos usuales en el normalismo boliviano, estratificados en el verbalismo y el espíritu burocrático tan caros al Consejo Nacional.
El informe continúa con otra grandísima falsedad: “Las organizaciones decorativas de “amautas” resultaron ineficaces en la práctica porque no han llenado ninguna función de responsabilidad habiéndose limitado a soliviantar ciertas pasiones de tendencia racista con desconocimiento de las autoridades judiciales y administrativas”. De un plumazo queda desconocida la gigantesca labor realizada por los indios en la construcción de sus escuelas, para los cual se requería, ciertamente, de mayor responsabilidad que la que demuestran los autores del informe... “Se ha obligado a los indios a realizar trabajos gratuitos”, dice el documento, confundiendo así la entusiasta cooperación voluntaria del indígena con el sistema de trabajo forzado propio de la servidumbre.
Otro aspecto de que el informe se asombra es que “actualmente ningún local escolar está concluido..., son obras sin utilidad ni posibilidad de ser terminadas sino a largo plazo y fuerte desembolso de recursos”. Naturalmente que las escuelas se hallaban en proceso de edificación, como que la obra constructiva, en realidad, es de carácter permanente, y ahí reside precisamente una de las bases de la tarea escolar. Para los “jueces” que nos deparó el destino, continuar las gigantescas tareas que nos habíamos impuesto, era naturalmente una imposibilidad, y pronto lo demostrarían arrojando ingentes sumas “para construcciones”, sin que las construcciones avanzaran un solo paso. Su sordidez les impedía comprender que el entusiasmo de las indiadas era el factor principal, el secreto mediante el cual podía moverse montañas...
Aquí viene un párrafo singular: “Hay derroche de cuantiosas sumas invertidas en levantar edificios en un lugar para luego abandonarlos y construir otros a distancia de los anteriores, como en los casos de Curahuara de Carangas, Caquiaviri y Caiza”. Ya vimos el caso de Curahuara, local construido por el Ejército, al que se había trasladado el núcleo de Tarucachi, para luego marcharse a Caquingora; odisea debida a las genialidades del mismo señor Reyeros, que ahora, en su calidad de “juez” se permitía olvidar que él era el autor de tan mal traídas empresas; aparte de que el caso de Caquiaviri también le afecta, pues su folleto del mismo nombre trata de justificar la ubicación de la escuela en el seno del pueblo mestizo, experiencia fracasada de la que parece olvidarse también. En cuanto a Caiza, su ubicación se debe a mi antecesor en la Dirección General, pero nunca se “trasladó”; lo que hicimos fue edificar Alcatuyo como nueva central del Núcleo.
“Se han instalado talleres incompletos que no prestan ningún servicio (¿y el mobiliario, puertas y ventanas?) ni llenan los equivocados propósitos concebidos para convertir a los alumnos en artesanos, alejándolos de la faena agrícola”, otra formidable falsedad indigna de comentario.
En lo económico se nos acusaba de malversación y manejo discrecional de fondos, lo que demuestra que no se habían dado cuenta de que los directores dependían directamente de la Contraloría como Pagadores oficiales, sin que por nuestras manos pasara un centavo.
Continuará...
Fuente: Elizardo Pérez, "Warisata - La Escuela Ayllu", Editorial Burillo, La Paz - Bolivia, 1962.
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CAPITULO II. LA DESTRUCCIÓN DE LA EDUCACIÓN INDIGENAL.
1.- EL ENEMIGO EN EL NÚCLEO DE CAIZA.
Había dejado pendiente la descripción del Núcleo Escolar de Caiza “D”, y lo incluyo en el capítulo de la destrucción de las escuelas en razón de que Carlos Salazar, como lo dije en su oportunidad, me preparó un artículo en el que se refiere a ambos aspectos, y perdóneseme que con esto incurra en un nuevo desorden cronológico. El artículo en cuestión es el siguiente:
La obra de Raúl Pérez en Caiza.
He aquí una relación acerca del estado en que encontré la Escuela Indigenal de Caiza “D” cuando me hice cargo de su dirección en enero de 1940.
Veinte años pasan de aquel episodio, y en ese lapso no he olvidado las dramáticas circunstancias en que se produjo la caída de la Escuela de Caiza en manos del Consejo Nacional de Educación, organismo que dirigía una campaña tendiente a destruir la obra de la educación del indio. En realidad, la lógica más estricta presidía esta actitud: el Estado feudal, cuya estructura se basa en la servidumbre, no podía consentir que prosperaran escuelas donde se luchaba por la liberación del indio; y para abatirlas, usó de todos los recursos posibles: intrigas, delaciones, emboscadas y aún asesinatos. No podía faltar en esa ofensiva, la infiltración paulatina de sus elementos en el seno mismo de las escuelas indigenales, habiendo sido Caiza “D” el primer núcleo del cual se apoderaron en tal forma.
Hasta entonces, todas las escuelas habían ofrecido un sólido frente para resistir las acometidas del enemigo. Júzguese, pues, nuestro desconcierto cuando se recibió, a fines de 1939, un telegrama procedente de Caiza, en el que algunos maestros y alumnos -después averigüé que no eran sino tres o cuatro- pedían al gobierno que la escuela pasara a depender del Consejo Nacional de Educación. La contrariedad de Raúl Pérez, fundador de Caiza, fue enorme. Aquello olía a una conspiración dirigida por nuestros enemigos, ya que los maestros y alumnos de Caiza no podían olvidar tan repentinamente las tradiciones de lealtad forjadas en años de lucha. Era necesario defender esa escuela y descubrir el siniestro complot, y para ello Raúl Pérez me nombró Director confiando en mí en hora tan difícil. Con tal misión llegué a Caiza cuando comenzaba el año 1940.
¿Puede interesar, veinte años después, una descripción de lo que era la escuela? En realidad, el panorama era desastroso. En un informe que envié a la Dirección General -documento que después fue vilmente tergiversado por el señor Donoso Torres- me refería al estado ruinoso del edificio, a la suciedad y abandono reinantes, a los campos de cultivo yermos, a los jardines destruidos; en otros aspectos, constaté la ausencia de las indiadas, el poco espíritu de los alumnos normalistas, la total desorganización de la escuela, la perniciosa influencia del cantón cercano. ¿Dónde estaba la obra de Educación Campesina? ¿Dónde la acción social sobre la vida del indio? ¿Qué había pasado con alumnos y profesores?
Tal como lo imaginara Raúl Pérez, un virus maléfico había carcomido la Escuela en poco tiempo. Como es sabido, fuimos nosotros, bajo la dirección de Elizardo Pérez, los que forjamos un nuevo sentido filosófico en la educación boliviana; rompiendo decididamente con los viejos y estratificados conceptos que se enseñaban en la Normal de Sucre, insuflamos en la educación del indio una corriente vivificante y renovadora, liberando a las escuelas del fardo de las supersticiones y prejuicios antiguos. Nada teníamos que ver con el adocenado magister que muestra su lloriqueante figura de apóstol en los textos escolares. Nuestra misión era de lucha franca, nuestras escuelas eran centros de cultura donde se enseñaba a vivir y a pelear. Necesariamente, teníamos que despertar la sorda envidia y la emulación de los mandarines de la escuela nacional. Estos nos enviaron sus avanzadas a Caiza, como lo hicieron después a otras escuelas; pero no para trabajar; no para reparar un daño si lo había; no para remediar una situación cualquiera; su objetivo fue el de destruir la obra, echar a sus defensores, excluir a los indios, desmoralizar a los alumnos; esta destrucción interna sería complementada por fuera, una vez que el Consejo Nacional se apoderara de Educación Indigenal, y así quedarían abatidos los reductos donde se luchaba por el indio.
La nobilísima obra de Raúl Pérez había sido prácticamente arrasada, aunque, empero, no del todo, puesto que permanecía en el corazón de los campesinos. Cuando me hice amigo de éstos, cuando les exigí que volvieran a la escuela, cuando les hice conocer nuestro drama, ellos a su vez volcaron sus cuitas y me relataron todo.
Así pude conocer en toda su profundidad la obra singular de Raúl Pérez. Pude imaginar sus recorridos por todos los ayllus de la provincia, sus conciliábulos con los viejos curacas, sus duras jornadas para construir las escuelas. Después, recorrí una a una todas las sendas por él holladas y llegué a poblaciones donde los indios me vieron primero con desconfianza, porque otros directores les habían engañado, y luego con renovada esperanza, porque yo les llevaba la palabra del fundador de sus escuelas, aquél en quien vieron al mallcu de las viejas epopeyas. Pasando por Caltapi, Questuchi y Chajnacaya; por Pancochi, Calila y Alcatuyo, por Nohata, Tuctapari y Sepolturas, en fin, por todos los ayllus donde Raúl Pérez había edificado, sentí de cerca la trascendencia de su obra, el profundísimo impacto que la Escuela había causado en el espíritu de los indios. Las indiadas de toda la región despertaban a una nueva vida, y lo hacían con pasión, con empuje constructor, con gran capacidad de trabajo. El que se levantaba no era el desesperado indio de los alzamientos o sublevaciones: era el “nuevo indio”, el ciudadano, el trabajador, ansioso de libertad y de cultura. Si eso había hecho Raúl Pérez en los años que anduvo por esas regiones, su obra estaba plena y absolutamente justificada; bien podían venir después los vándalos y destruir las escuelas: lo que no podrían abatir sería el espíritu que llenaba los campos con el caudaloso empuje de los grandes movimientos sociales. En eso, Raúl Pérez vivía y sobrevivía hasta ahora y para siempre.
El que me hubiera acompañado en mis diarias charlas con los campesinos hubiera imaginado, conmigo, el aspecto de Caiza en sus mejores días, cuando la escuela, conducida por Raúl Pérez, se edificaba con el concurso solidario de maestros, alumnos y campesinos; lo que ahora era ruina y destrucción, lo hubiera visto limpio, nuevo, espléndido, perla brillando en el sombrío valle. Hubiera imaginado, en los yermos que rodeaban la escuela, los verdes cultivos donde cientos de gentes de todas partes trabajaban en bullanguera hermandad. Hubiera comprendido cómo era posible sostener un internado sin que al Estado le costara un solo centavo. Pisando los jardines, que ahora apenas podían ser calificados de tales, hubiera podido ver macizos de rosas, claveles y pensamientos, regados diariamente, poniendo su colorida nota en contraste con el gris de las serranías.
Hubiera visto trabajadores construyendo las dos captaciones de agua que surten a la escuela, alzando los tanques de almacenamiento, fabricando el mobiliario del Núcleo, levantando las paredes de la central y las seccionales; hubiera visto cómo surgían avenidas de álamos, pinos y eucaliptos, cómo aparecían huertas donde crecían duraznos, peras y otros frutales; hubiera comprobado cómo, siempre bajo la mirada vigilante de Raúl Pérez y de su esposa, Sofía Criales, tan entregada a la causa del indio como él mismo, la escuela obtenía tierras ganándolas al río, en hermosa prueba de empuje y determinación; hubiera visto el intensísimo producir de los hornos de estuco y ladrillos, en fin, hubiera comprobado el modo casi milagroso cómo, de la nada, surgía una escuela, espectacular, llamada a un inmenso porvenir junto con el porvenir de la raza. Y hubiera comprendido cómo, otrora, se habían forjado en aquellas aulas altos ideales, nobles entusiasmos de trabajo...
Conservo una fotografía de los primeros días en Caiza. Aparecían en ella, indiecitos vestidos con el acsu, el tinco y la montera. Los hijos irredentos de la tierra, gente que, sin la escuela, hubiera estado condenada al atraso y a la esclavitud; ahora, a mi lado, esos mismos indiecitos, convertidos en maestros, me hablaban y ayudaban para reparar el desastre, y uno veía en esos muchachos cómo el ideal se plasmaba y adquiría práctica y permanencia. Eran Mariano Pari, Emiliano Anawa, Nicolás Olivera, Nicolás Yapu, Pedro Waiwa... y muchos otros empezaban a caminar por la misma senda, revelando admirables virtudes, dotados de un coraje extraordinario para trabajar y luchar.
¿Qué será ahora de ellos, qué de Carlitos Ajchura, Silverio Pari, Gregorio Choqueta? ¿Qué de tantos amigos que me llevaron a sus hogares, me alimentaron y acogieron, y en la hora de la prueba, me dieron su amparo?
Con ellos hizo Raúl Pérez su escuela, con los indios de los ayllus, y los convirtió a la vida, les hizo concebir esperanzas en el porvenir y les enseñó el verbo cálido y entusiasta de la redención. Y ahora, todos esos muchachos, todos esos indios, me rodeaban y me mostraban la destrucción y el desastre, y cómo los niños indios iban siendo rápidamente sustituidos por niños mestizos, primera medida para despojar a los campesinos de la escuela que habían levantado con su sangre y sudores. Y tratábamos, con ellos, de recomenzar la obra, volvíamos a los Parlamentos Amautas donde revivían las viejas instituciones del colectivismo y la pedagogía inkaica, nos afanábamos en salvar los cultivos, revocar los muros, limpiar los jardines, insuflar nueva vida al ambiente.
Así había trabajado Raúl Pérez, calladamente, modestamente, pero con inmenso espíritu, y en todos aquellos ámbitos perdura el recuerdo de su figura legendaria, porque era el amigo y el defensor de los indios, el hombre que no conocía el miedo ni el cansancio.
Yo restauré su obra como pude. De todos modos, nos faltó tiempo, porque la siniestra conjura de nuestros enemigos se desató y fuimos echados. Por cierto que mi destitución originó un gran movimiento indio que estuvo a punto de convertirse en alzamiento. De no haberme entregado preso en Potosí, la represión que ya se iniciaba hubiera tenido imprevisibles consecuencias.
Así concluyó la historia de la Escuela de Caiza “D” como institución de cultura y de libertad. Lo que vino después, pertenece al conjunto de los hechos sin personalidad y sin vida, desprovistos de interés y de importancia. Pero quizá sirvan para destacar, por contraste, lo grande de nuestra obra y, sobre todo, para que resplandezca el recuerdo de Raúl Pérez, conductor de hombres, a quien abatieron en plena juventud los sicofantes y bribones....
La Paz, agosto de 1961.
2.- LOS LOBOS COMO JUECES.
Una protesta unánime se levantó en el país para defender nuestra obra. Entre los documentos más valiosos de mi archivo, está una carta firmada por más de veinte escritores, artistas y políticos, entre los cuales encontrará el lector personajes de destacada figuración. La carta dice así:
La Paz, enero 24 de 1940.
Al Excmo. señor Presidente Provisorio de la República.
Presente.
Señor Presidente:
Los escritores y profesionales que suscriben, tienen el honor de dirigirse a S. E. con la presente solicitud que importa el cumplimiento de uno de los deberes básicos de toda ciudadanía patriota: encauzar las actividades del país por el sendero que conduce a la estabilidad de las instituciones y a la consolidación de aquellas conquistas que significan un progreso de las mismas.
Hemos presenciado dolorosamente la actitud que determina la cancelación de la Dirección de Educación Indigenal, obra en que se empeñaron desde hace varios años elementos que parecen deseosos de retardar la incorporación del indio a la nacionalidad. Los motivos en que se apoya tal actitud, son, verdaderamente, singulares:
1º.- Se sostiene que Educación Indigenal es un organismo autónomo, y no lo es, porque se halla y se halló siempre sometida a la autoridad del Ministro de Educación.
2º.- Que tiene libertad de manejo de fondos, y esto es igualmente inexacto, pues la Contraloría General, en repetidas oportunidades, ha hecho sentir su acción fiscalizadora con resultados satisfactorios.
3º.- Que las escuelas son focos de propaganda extremista, y al contrario, son puntos de partida de un nacionalismo consciente y sincero en que se educan las nuevas generaciones de campesinos.
4º.- Que significan un peligro para la estabilidad social, y, contrariamente, las escuelas se esfuerzan por acabar para siempre con el inconducente prejuicio de razas que aún perdura en algunas esferas.
En fin, múltiples razones que han hecho del ensayo educacional campesino de Bolivia uno de los hechos más vigorosos de nuestra vida independiente, tanto que ha conquistado el respeto de países de cultura superior, los mismos que hoy tratan de aprovechar de sus resultados, nos imponen el deber de pedir a S. E. que mientras se produzca un debate más amplio y básico de este problema trascendental, se mantenga la existencia de la Dirección General de Educación Indigenal, o se le dé categoría de Vocalía dentro del Consejo, ya que lo contrario sería subalternizar al único organismo verdaderamente importante de la educación pública de Bolivia, con desmedro de los verdaderos intereses del país.
Muy respetuosamente del señor Presidente de la República.
(Firman) Alberto Mendoza López.- Félix Eguino Zaballa.- Raúl Botelho Gosálvez.- Gustavo Adolfo Otero.- Walter Dalence.- Max Mendoza López.- Germán Monroy Block.- José Eduardo Guerra.- Yolanda Bedregal.- Juan Capriles.- Gustavo Adolfo Navarro.- Fernando Loaiza Beltrán.- Víctor Paz Estenssoro.- Eduardo Calderón Lugones.- José Espinoza Rojas.- Marina Núñez del Prado.-Eduardo Arce L.- Máks Portugal.- Abraham Valdez.
El Presidente Quintanilla, como es de suponer, no hizo el menor caso de esta carta, y la Dirección General fue suprimida.
De este modo, el complot llevado a cabo contra la educación del indio asumió caracteres singulares y poco faltó para que fuéramos conducidos a la cárcel. Como medidas previas, destinadas a reducirme a la impotencia, no se me pagaron los viáticos y pasajes de mi viaje a México ni los de mi esposa, que fue también en representación oficial del país ante el Congreso de Pátzcuaro lo mismo que yo; tampoco se nos pagaron nuestros haberes -mi esposa era Directora de la Sección Normal de Warisata- desde septiembre de 1939 hasta el instante en que dejé el cargo; fui destituido hallándome en México, sin dárseme derecho a defensa alguna. Y por si fuera poco, hasta se me negó el derecho a mi jubilación, beneficio al que pude acogerme sólo después de año y medio de trámites. Empobrecido y sin recursos, fueron mi madre y mi hermana Candelaria quienes me sostuvieron por una larga temporada, hasta que inicié un pequeño negocio de transportes de La Paz a Yungas, con un camión “Mack” que me concedió al crédito el señor Federico Eulert; con lo que pude salvar esa difícil etapa de mi vida.
Se había creado entretanto la Intervención de Educación Indigenal, cargo asumido por Rafael Reyeros, quien de esa manera cumplía su permanente aspiración de sustituirme; aunque, no contento con mi modesto sueldo de Bs. 2.000, se lo subió de golpe a 5.000.
También se había creado un Tribunal Investigador destinado a enjuiciar a nuestra obra, y en el cual se encontraban, entre otros, el mismo Reyeros y los profesores Alfonso Claros, Max Byron y Vicente Donoso Tórres; es decir que se elegía como jueces a nuestros más enconados adversarios.
La tarea de la Intervención consistió en asolar nuestras escuelas -como en Caiza, según lo cuenta Carlos Salazar- preparando el terreno para que la comisión investigadora justificase el informe desfavorable que presumiblemente iba a dictar. Todas las construcciones quedaron detenidas, se suprimieron los talleres, las prácticas agrícolas fueron eliminadas, los Parlamentos Amautas no volvieron a ser reunidos; bruscamente cayó el índice de asistencia escolar, los internados empezaron a desaparecer; se ignoró al indio o se lo trató como a enemigo, las escuelas indigenales empezaron a poblarse de elementos procedentes de aldeas o ciudades, los niños indios volvieron a su condición de siervos.
¡Con qué odio se destrozaba la obra, lo prueba el hecho de que se hubiera prohibido en Warisata el maravilloso cancionero de don Antonio Gonzáles Bravo!
En oficio que el señor Reyeros dirige al Director de Warisata, indica que “en la visita realizada recientemente por la Intervención General de mi cargo a algunos Núcleos de Educación Indígena, se ha constatado que los directores y profesores de Núcleos Indigenales así como las seccionales han asumido la totalidad de los poderes públicos, haciendo de Corregidores, Jueces y hasta de Notarios, legalizando, inclusive, actos matrimoniales...” (!). “La Intervención de mi cargo piensa que el profesor y la escuela deben cumplir.., su función específica... mas no posponer ni la autoridad del juez, ni la del corregidor... Sírvase usted determinar bajo su responsabilidad inmediata, para que en lo sucesivo los profesores se abstengan de asumir papeles que no les competen...”. (Oficio circular No. 14, de 29 de junio de 1940).
El lector observará que el nuevo redentor del indio usaba, palabra por palabra, el mismo lenguaje que el Secretario de la Prefectura, en el famoso informe que transcribimos en el capítulo XI. No cabe duda de que había identidad de criterios entre ambos representantes del gamonalismo. Y no se crea que esto es invención mía: está en mi archivo la carta de Reyeros, a disposición de quien quiera convencerse de tan increíble actitud.
En otra carta dirigida al Director de Warisata, con fecha 26 de septiembre de 1940, el Interventor se refiere a una denuncia según la cual “el preceptor Job Pérez, de la seccional de Challapata, hubiera recorrido algunas comunidades soliviantando a la indiada para fundar escuelas seccionales... presentando como justificativo una nota suscrita por la Dirección de su digno cargo para estudiar la fundación de una nueva escuela seccional”. He aquí que, bajo el nuevo régimen, fundar escuelas para indios pasaba a ser un delito, por lo que el Director de Warisata debía “disponer el traslado del preceptor Pérez a otra escuela seccional, sustituyéndolo en Challapata por otro elemento”.
Otra muestra típica de la mentalidad que dirigía ahora las escuelas es el comunicado que publicó en “La Noche” de 4 de septiembre de 1940, en el que afirma que “durante diez años los dirigentes de la llamada “Escuela Indigenal y Campesina” lejos de adquirir maquinarias agrícolas, destinaron los fondos a obras suntuosas, como decoración y pintado de frescos en los planteles educativos..., despilfarrando cuantiosas sumas en tales obras, lejos de aplicarlas en la adquisición de herramientas agrícolas”. He aquí cómo la obra, a la par desinteresada y magnífica, de Mario Alejandro Illanes, quedaba infamada por la calumnia...
El lector podrá observar que todas las veces que nos hemos visto obligados a citar al señor Reyeros, no hemos hecho sino transcribir sus propias palabras.
En la “barrida” de directores de núcleos, no se guardó ni la más elemental consideración. El director Raúl Pérez fue destituido sin permitírsele levantar inventario de las existencias de la escuela de Warisata, lo que más tarde permitió que el núcleo fuera saqueado impunemente. En otras escuelas se procedió del mismo modo. Sus directores fueron lisa y llanamente echados a la calle sin forma de proceso alguno, lo mismo que muchísimos profesores. La persecución llegó a los mismos alumnos, decenas de los cuales fueron expulsados. Se desconoció los títulos obtenidos por la primera promoción de maestros indios de Warisata. Sólo tres directores permanecieron en sus puestos: Toribio Claure, Eufrasio Ibáñez y Luis Leigue, los dos primeros al precio de su complicidad con los destructores; del tercero me abstendré de opinar pues carezco de informaciones fidedignas, aunque sé que hace veinte años que permanece de director del Núcleo de Moré.
En las oficinas de la ex-Dirección General se turnaron los enemigos de la educación del indio. La misión de todos aquellos señores fue destruir las escuelas campesinas, y cierto que lo hicieron con saña diabólica, como veremos en su oportunidad.
Después la educación indigenal, en 1945, pasó a ser dirigida por el Servicio Interamericano de Educación, institución que, a pesar de mis reiteradas instancias, no pudo o no quiso devolver a la escuela rural su contenido socio-económico, su dinámica, su función democrática representada por el Parlamento Amauta, sus sistemas cooperativistas y de gobierno que permitían a la sociedad intervenir y contribuir material y espiritualmente a la obra de su cultura, sus actividades industriales, etc.
Volviendo al asunto: para contrarrestar la ola de protestas con que la opinión pública nos favorecía, nuestros jueces apelaron a los procedimientos más incalificables. El Consejo Nacional de Educación, por ejemplo, envió la siguiente circular a todas sus dependencias, so capa de “encuesta” con la que se buscaba identificar a nuestros partidarios y echarlos:
Debe otorgarse autonomía a la extinguida Dirección General de Educación Indígena, para que se desenvuelva sin la intervención del Consejo Nacional y de las Jefaturas de Distrito?
¿Es conveniente mantener la actual organización de los Núcleos indigenales con Internados, Talleres de Artes y Oficios, numeroso personal improvisado y construcciones costosas e inacabables?. (“La Noche”, 10 de mayo de 1940).
No sabemos el resultado de tal “encuesta” inquisitorial en la que ya está señalada la respuesta que apetecía el Consejo. El otro “juez”, Byron, Jefe del Departamento de Educación Rural (distinta de la educación indigenal) envió a su vez otra circular parecida, cuyo texto se publicó en “Crónica” del 31 de agosto de 1940. En sus partes salientes dice:
Señor Inspector Departamental de Educación: Querido compañero: Por la urgencia del caso me dirigí a todos los jefes de Distrito telegráficamente en este sentido: “Profesor Elizardo Pérez, acusado fracaso educación indigenal viéndose impotente defenderse doctrinalmente, vuelve contra nosotros en forma injusta pidiendo desde columnas “Ultima Hora” organícese proceso por estado catastrófico de abandono e inmoralidad en que se halla Educación Rural. Stop. Conviene maestros rurales (distintos, repito, de los indigenales, E. P.) protesten ante prensa La Paz y autoridades Ministerio, Supremo Gobierno, Congreso e Instituciones sociales por perversa afirmación. Apreciado compañero, usted más que nadie sabe que desde hace dos años nos preocupamos intensamente por mejorar las escuelas rurales... querido compañero, queda usted encargado de hacer llegar a conocimiento del último de los maestros rurales, a fin de que protesten virilmente por tamaña grosería y estas protestas que sean dirigidas a todas las autoridades y de cada provincia a sus respectivos diputados.
El “querido compañero” Byron, firmante del sabroso documento, es el mismo profesor a quien se refiere el mexicano Adolfo Velasco en su libro “Warisata”, que hemos citado varias veces, y en cuya página 60 encontramos el siguiente párrafo:
Conversando con un miembro del magisterio boliviano (es decir, con Byron) nos dijo estas palabras: “Debe exterminarse a los indios con ametralladoras”. Nosotros le hicimos esta reflexión: ¿Pero se ha dado cuenta de que de los 3.200.000 habitantes que tiene Bolivia, 2.200.000 son indios? Usted entonces lo que quiere es exterminar a su propio país, porque quien dice indios, dice Bolivia. Pero aceptando que ustedes los enemigos del indio los ametrallaran para exterminarlos, ¿qué harían al día siguiente del pueblicidio para abastecerse de papas, chuño, oca, quinua, trigo, habas, taquia, etc.? Porque todo esto lo producen y lo facilitan los indios... Otro enemigo de los indios agregaba: hay que castrarlos para evitar su propagación (Adolfo Velasco, obra citada).
De esta categoría eran nuestros jueces, y en manos de tales bandoleros habían caído las escuelas de indios.
No es de extrañar que años más tarde, el profesor Byron ocupara el cargo de Intendente de Policía de Oruro, de memorables aunque tristes recuerdos.
Cerrándonos los caminos para defendernos, el propio Ministro de Educación se negaba a escucharnos. Véase lo que responde el señor Aniceto Solares a Raúl Pérez, en carta publicada en “La Fragua” de marzo de 1940:
La Paz, 15 de marzo de 1940.- Al señor Raúl Pérez, Jefe del Departamento de Educación Indigenal.- Señor: Me he informado del tenor de su oficio No. 115 40. En contestación, debo decirle que para el asunto a que se refiere su citado oficio, el ministerio no precisaba consultar la opinión de la Jefatura de Educación Indigenal. Menos puede abrir polémica con funcionarios dependientes de este ministerio. Además, debo advertirle que la jefatura que usted desempeña debe seguir el trámite regular, o sea por intermedio de la respectiva vocalía del Consejo Nacional, de la que depende, para hacer conocer al ministerio los asuntos que haya lugar.
Ya no se admitía, pues, la discusión, y para defendernos, debíamos acudir a nuestros propios enemigos, a lo que hay que agregar que se nos negó todo acceso a los archivos de la Dirección General y de las Escuelas, en tanto el Consejo acumulaba un expediente colosal en el que se destila todo el odio del mediocre resentido e insatisfecho.
3.- EL FALLO DEL “TRIBUNAL”.
La “investigación” llevada a cabo con tales procedimientos produjo un “fallo” con el que no estuvo de acuerdo uno de los miembros del tribunal, el periodista Juan Cabrera García, quien dio un informe en minoría donde denunciaba la monstruosa farsa preparada contra la educación del indio. Desgraciadamente no tengo a mano el documento de Cabrera, pero puede dar idea de él la carta de 8 de septiembre de 1940, que los profesores de Warisata le enviaron manifestando que “dicho informe constituye una réplica definitiva a los detractores de Educación Indigenal e importa una valiente y patriótica actitud frente al complot fraguado para destruir nuestra obra”, por lo que “los profesores de esta Escuela hemos acordado enviar a usted un voto de felicitación y reconocimiento, estimando en todo su valor sus dignas opiniones y haciendo promesa de fe de justificarlas más aún, continuando en la lucha empeñada”. La carta va firmada por el profesor Lima, en nombre de sus colegas.
El informe del “tribunal’ se publicó en “El Diario” del 24 de agosto de 1940; sin necesidad de que se lo haga notar, el lector verá por su cuenta la monstruosa acumulación de falsedades de que se compone. Copiamos sus partes más salientes:
Falta de orientación pedagógica definida que responda a los fines que el Estado persigue para incorporar al indio a la actividad económica del país; las escuelas indígenas son de simple alfabetización, y en ellas no se da importancia a las prácticas agropecuarias que harán del indio un labrador menos rutinario; hay completo descuido en la higiene de los escolares y ninguna modificación en el vestuario, la alimentación y las costumbres de los alumnos del internado y del externado.
Estas falsedades son tan enormes que me excuso de comentarlas.
El informe continúa: “Locales escolares costosos,..”. En este punto tenían razón, ya que evidentemente los locales estaban avaluados en muchos millones; sólo que olvidan mencionar que al Estado no le había costado sino una centésima parte de su valor real; “ninguna acción social de los núcleos en las comunidades”, afirmación con la que se borra de una plumada la tremenda trascendencia que tenía la escuela entre las indiadas, etc. El informe se escandaliza porque “los directores y preceptores han sido y son improvisados, sin título”, ignorando que en muchísimos casos fracasaron maestros normalistas a quienes habíamos pedido colaboración. Recuérdese los casos de Mojocoya, Jesús de Machaca y San Lucas, y hubo muchos otros casos que no he mencionado. Después se nos acusa de “haber titulado catorce maestros indigenistas en medio año, sin la preparación debida”. En realidad, esos maestros habían estado en la sección Normal los años 1938 y 1939, y además el maestro indio es producto de todo un proceso iniciado desde el jardín infantil hasta culminar en la titulación profesional, con lo que el diploma resulta el testimonio de la completa transformación sufrida en su mentalidad y en sus costumbres. Empero, es justo reconocer que no nos guiábamos para ello, por los procedimientos usuales en el normalismo boliviano, estratificados en el verbalismo y el espíritu burocrático tan caros al Consejo Nacional.
El informe continúa con otra grandísima falsedad: “Las organizaciones decorativas de “amautas” resultaron ineficaces en la práctica porque no han llenado ninguna función de responsabilidad habiéndose limitado a soliviantar ciertas pasiones de tendencia racista con desconocimiento de las autoridades judiciales y administrativas”. De un plumazo queda desconocida la gigantesca labor realizada por los indios en la construcción de sus escuelas, para los cual se requería, ciertamente, de mayor responsabilidad que la que demuestran los autores del informe... “Se ha obligado a los indios a realizar trabajos gratuitos”, dice el documento, confundiendo así la entusiasta cooperación voluntaria del indígena con el sistema de trabajo forzado propio de la servidumbre.
Otro aspecto de que el informe se asombra es que “actualmente ningún local escolar está concluido..., son obras sin utilidad ni posibilidad de ser terminadas sino a largo plazo y fuerte desembolso de recursos”. Naturalmente que las escuelas se hallaban en proceso de edificación, como que la obra constructiva, en realidad, es de carácter permanente, y ahí reside precisamente una de las bases de la tarea escolar. Para los “jueces” que nos deparó el destino, continuar las gigantescas tareas que nos habíamos impuesto, era naturalmente una imposibilidad, y pronto lo demostrarían arrojando ingentes sumas “para construcciones”, sin que las construcciones avanzaran un solo paso. Su sordidez les impedía comprender que el entusiasmo de las indiadas era el factor principal, el secreto mediante el cual podía moverse montañas...
Aquí viene un párrafo singular: “Hay derroche de cuantiosas sumas invertidas en levantar edificios en un lugar para luego abandonarlos y construir otros a distancia de los anteriores, como en los casos de Curahuara de Carangas, Caquiaviri y Caiza”. Ya vimos el caso de Curahuara, local construido por el Ejército, al que se había trasladado el núcleo de Tarucachi, para luego marcharse a Caquingora; odisea debida a las genialidades del mismo señor Reyeros, que ahora, en su calidad de “juez” se permitía olvidar que él era el autor de tan mal traídas empresas; aparte de que el caso de Caquiaviri también le afecta, pues su folleto del mismo nombre trata de justificar la ubicación de la escuela en el seno del pueblo mestizo, experiencia fracasada de la que parece olvidarse también. En cuanto a Caiza, su ubicación se debe a mi antecesor en la Dirección General, pero nunca se “trasladó”; lo que hicimos fue edificar Alcatuyo como nueva central del Núcleo.
“Se han instalado talleres incompletos que no prestan ningún servicio (¿y el mobiliario, puertas y ventanas?) ni llenan los equivocados propósitos concebidos para convertir a los alumnos en artesanos, alejándolos de la faena agrícola”, otra formidable falsedad indigna de comentario.
En lo económico se nos acusaba de malversación y manejo discrecional de fondos, lo que demuestra que no se habían dado cuenta de que los directores dependían directamente de la Contraloría como Pagadores oficiales, sin que por nuestras manos pasara un centavo.
Continuará...
Fuente: Elizardo Pérez, "Warisata - La Escuela Ayllu", Editorial Burillo, La Paz - Bolivia, 1962.
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