Una obra narrativa cuyo autor trasciende a su tiempo y las formas narrativas para inscribir su inspiración como una obra que muchos han calificado de cubista.
Ramón del Valle Inclán es un fenómeno en la literatura española del siglo XX. Quizás fuera por su procedencia gallega que le hizo proyectarse hacia la lengua castellana con una visión de misterio. Lo cierto es que realizó experimentos con el lenguaje y los temas que ninguno otro osara hacer. Cuando sus contemporáneos de la “generación del 98” estaban escribiendo libros que llevaban un mensaje a los españoles sobre los problemas de su patria a raíz de la pérdida de las colonias, Valle Inclán parecía estarse entreteniendo con “temas esteticistas”, más en consonancia con el tipo de desarrollo literario que se estaba realizando en Hispanoamérica, y se entregó plenamente al modernismo, movimiento que recogía las tendencias simbolistas y parnasianas que venían de Francia, y que ostentaban una prosa y una poesía de ritmo nuevo y vocabulario exquisito y deslumbrante.
Sus primeras obras, como “Jardín umbrío”, “Flor de santidad”, llevan ese tono de preciosismo en el lenguaje. Pero la cumbre de su estilo esteticista se da en las cuatro “Sonatas”, maravilloso refinamiento, donde se revela un personaje que parece el eco de su propia personalidad: el Marqués de Bradomín, un tipo de Don Juan, “feo y católico sentimental”.
A principios de los años veinte se dedicó a realizar un tipo de obra que parece ir al otro extremo; el género del “esperpento”. Comenzó por “Luces de bohemia”, una pieza teatral que definía su propio estilo por boca de uno de los personajes: “la estética del héroe reflejada en el espejo cóncavo”, porque creaba una distorsión de la realidad para captar sus aristas más crueles y decadentes. El centro de esa forma sería el aprovechamiento de lo “grotesco” en el teatro o en la novela. “Lo grotesco —ha dicho Kayser— es una forma de expresar el subsuelo de las emociones humanas por medio de formas animaloides, por fantoches, imágenes fársicas y paródicas”.
“Tirano Banderas”, publicada en 1926, es la muestra cumbre de este estilo. La acción se desarrolla en un país mítico que sintetiza las vidas de todos los países de Latinoamérica. Su nombre, Santa Fe de Tierra Firme, alude a la ilusión primera con que llegaron los colonizadores a América. El personaje central, Santos Banderas, parece haber sido inspirado por uno histórico, Lope de Aguirre, que fue tema de crónicas antiguas, y como el de su modelo original, se presenta como una combinación de santo y de demonio. En su ambivalencia, se bambolea entre sus deseos de reconocimiento por los países extranjeros y su necesidad de aplastar a cualquier costa la revolución que se prepara.
Esta forma inconsistente de gobernar al país, se refleja en la preparación de una fiesta carnavalesca, la de los “fieles difuntos”, que irónicamente le servirá de marco a la revolución. En tres días de festejo, bullanga y excesos alcohólicos del pueblo se desarrolla simbólicamente este drama.
Pero el sistema entero del tirano podría ser imaginado como el de una gran mascarada en la que también se la mueven todos los personajes con movimientos de acrobacias o de animales amaestrados. Eso es lo que le da cualidad esperpéntica a la novela: el espectáculo de farsa, el reflejo en un espejo, esto es el texto, que distorsiona. Los personajes de este circo son Don Celes, mensajero de la ignominia; el Barón de Benicarlés, embajador de España, a quien el tirano chantajea por su condición de homosexual; las muñecas indias y mulatas de la casa de prostitución, guiadas por la “cucarachita”, que es la gaditana que las explota; los compadritos a quienes compara con los “perros” del circo; el Coronelito de la Gándara, con su sonrisa de “ídolo glotón, pancista y borracho”...
Sólo Filomeno Cuevas se salva, en parte, por su figura de prócer “endrino y aguileño”, pero su destino es pasar a la historia como apóstol, como “ideal después de cien años, y para los niños de las Escuelas Nacionales”, como lo describe Domiciano, el Coronel que ha desertado y que se ha sumado a la revolución, pero que ya se vislumbra, repetición inevitable, como próximo tirano con su “vientre rotundo de ídolo tibetano”.
Lengua, raza y caudillismo parecen ir unidos y a la vez unir a toda la América Latina. Esa sensación de unicidad en el espacio americano la presenta Valle Inclán con un efecto de “collage” de formas lingüísticas, geográficas y arquetípicas.
Aquí conviven las pampas con la manigua, el charro mexicano con el roto chileno, el gaucho argentino. Lo mismo sucede con los árboles, los pájaros y las vestimentas, los alimentos y las ideas de las fiestas. Aunque la mayoría de los vocablos son mexicanismos, éstos alternan con voces de Cuba, Venezuela, Perú, y Chile y Río de la Plata. Los vocablos revolucionarios vienen de países diversos: los mambises, la montonera, los plateados. En las fórmulas de tratamiento se alternan el voseo argentino con palabras de otros países.
Pero lo más universal de la obra es el concepto del tiempo, que ha hecho que se califique a la novela de “cubista”. Sobre esto mismo él expresó: “Ahora, en algo que estoy escribiendo, esta idea de llenar el tiempo como llenaba el Greco el espacio, totalmente, me preocupa...”
Quizás fuera la influencia del cine, pero también era una visión muy antigua esta simultaneidad de tiempos y de espacios. La falta de perspectiva temporal da una sensación de repetición a los sucesos de la novela, que en realidad son relativamente simples, pero que se complican en la difícil narrativa, ya que todo ocurre en tres días.
Es el estallido de la revolución que, como las fiestas, revuelve todo el tiempo y “crea” un nuevo tiempo. Ambas: revolución y fiesta macabra, anuncian el final de un ciclo y el comienzo de uno nuevo.
Éste será, en realidad, una repetición del estado de cosas: dictadura, crueldad, opresión y muerte. No es una historia optimista, sino patética. Pero Ramón del Valle Inclán había encontrado su nuevo estilo para las literaturas hispánicas y éstas habían ganado una obra que unía, por estilo, lenguaje y temática, al viejo y al nuevo continente.
OC.
Fuente: Icarito. Editorial Andina. Santiago. 1987.
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