lunes, 24 de noviembre de 2014

Che Guevara: traicionado o no? Parte 1

Primera parte del dossier basado en el libro “La vida en rojo”, de Jorge Castañeda, que cuenta la desafortunada aventura guerrillera del Che Guevara en Bolivia.

First part of the dossier based on the book “The life in red", of Jorge Castañeda, that narrates about the unfortunate adventure fighter of the Che Guevara in Bolivia.

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PRESENTACIÓN A CARGO DEL MEDIO DE PUBLICACIÓN.

“Ultima Hora” ofrece a sus lectores en este Dossier, extractos de la biografía sobre el Che Guevara, “La vida en rojo”, escrita por el ensayista mexicano Jorge Castañeda (hijo), colaborador habitual de Neesweek International, Los Angeles Times y El País, de España.
En su obra, Castañeda —ya conocido en Latinoamérica por “La utopía desarmada”, en la que diseccionó el camino de la izquierda en el último medio siglo—, presenta una investigación en la que recurre a multiplicidad de fuentes, incluidos los archivos secretos de varios Estados involucrados en la guerrilla del Che en Bolivia.
Castañeda aclara que no tuvo acceso privilegiado a los archivos de la CIA, el Foreing Office, o del Ministerio de Relaciones Exteriores de la ex URSS o eI MFS alemán, y remarca que en última instancia, sus fuentes provienen de testimonios probados o entrevistas grabadas.

“La vida en rojo” es, más allá de las entrelíneas, un recorrido documental, pero también personal, por los 39 años del Che y los días y meses posteriores a su muerte. Como no podía ser de otra manera, es asimismo una travesía por las últimas utopías modernas, los valores de la era, las esperanzas y los sueños de los años sesenta, que Guevara encarnó como nadie.
La dureza con que Castañeda enfoca el papel de Cuba y Fidel Castro en la presuntamente exitosa idea de tentativa de rescate del Che, y el indisimulado sarcasmo con que se refiere a algunos de los protagonistas de esta historia, no parecen sin embargo, afectar el esfuerzo indagador de una biografía que se sitúa entre las más polémicas de todas las publicadas en los últimos años y con especial intensidad al cumplirse la tres décadas de la muerte del Che y los 31 años de su incursión en Bolivia.

“Última Hora” ha condensado algunos de estos capítulos. Los subtítulos le corresponden, lo mismo que la eliminación de muchas de las citas y pies de página, de las que se conservaron sólo las estrictamente necesarias en términos periodísticos.

CAVR.

LA PERTINENCIA DEL CHE.
POR JORGE CASTAÑEDA.

La pertinencia del Che Guevara para el mundo y la vida de hoy, reside en la actualidad de los valores de su era; yace en la relevancia de las esperanzas y los sueños de los años 60 para un fin de siglo huérfano de utopías, carente de proyectos colectivos y desgarrado por los odios y las tensiones propias de la homogeneidad ideológica sin falla.

Despejaron su rostro, ya sereno y claro, y le descubrieron el pecho diezmado por 40 años de asma y uno de hambre en los páramos del sureste boliviano. Lo tendieron luego en la batea del hospital “Nuestro Señor de Malta” (en Vallegrande), alzándole la cabeza para que todos pudieran contemplar la presa caída.
Al recostarlo en la lápida de concreto, le desataron las cuerdas con que lo maniataron durante el viaje en helicóptero desde La Higuera, y le pidieron a la enfermera que lo lavara, lo peinara e incluso le afeitara parte de la barba rala que portaba.
Para cuando comenzaron a desfilar los periodistas y vecinos curiosos, la metamorfosis ya era completa: el hombre abatido, iracundo y desarrapado aún en vísperas de su muerte, se había convertido en el Cristo de Vallegrande, reflejando en sus límpidos ojos abiertos la tranquilidad del sacrificio consentido.

El ejército boliviano cometió su único error de campaña una vez consumada la captura de su máximo trofeo de guerra. Transformó al revolucionario resignado y acorralado, al indigente de la Quebrada del Yuro, vencido con todas las de la ley, envuelto en trapos y con la cara ensombrecida por la furia y la derrota, en la imagen crística de la vida que sigue a la muerte.
Sus verdugos le dieron rostro, cuerpo y alma al mito que recorrería el mundo.
Quien examine cuidadosamente esas fotos podrá comprender cómo el Guevara de la escuelita de La Higuera se transfiguró en el icono beatificado de Vallegrande, captado para la posteridad por la lente magistral de Freddy Alborta Trigo.

Pero lo que evidentemente no previeron sus perseguidores fue que la misma lógica se impondría tanto a quienes anhelaban su apresamiento como a aquellos que llevarían por años su duelo.
Es inconcebible el impacto emblemático del líder guerrillero Ernesto Guevara sin la noción de sacrificio: un hombre que tenía todo —gloria, poder, familia y comodidad— lo entrega a cambio de una idea y lo hace sin rabia ni dudas. La disposición a la muerte no se confirma en los discursos del propio Che o en las oraciones de Fidel Castro, ni en la exaltación póstuma o ajena del martirio, sino en la mirada: la de Guevara muerto, viendo a sus victimarios y perdonándolos porque no sabían lo que hacían; y al mundo asegurándole que no se sufre cuando se muere por ideas.

Ernesto Guevara conquistó su derecho de ciudad en el imaginario social de una generación entera por muchos motivos, pero ante todo mediante el místico encuentro de un hombre y su época. Otra persona, en los años de ira y dulzura de los 60, escasa huella hubiera dejado; el mismo Che, en otra era, menos turbulenta, idealista y paradigmática, habría pasado de noche...
Si alguien llegó a creer que para tener el mundo bastaba con quererlo, ese fue el Che Guevara. Sus ideas, su vida, su obra, incluso su ejemplo, pertenecen a otra etapa de la historia moderna. Las principales tesis teóricas y políticas vinculadas a él —la lucha armada y el foco guerrillero, la creación del hombre nuevo y la primacía de los estímulos morales, el internacionalismo solidario—- carecen virtualmente de vigencia. Pero la nostalgia persiste: el subcomandante Marcos suele invocar en Chiapas las imágenes y analogías del Che.

En cambio, el intervalo en el cual Guevara se desempeñó y alcanzó la gloria mediática aún no se cierra.
Ese momento inconcluso sigue añorado como la última llamada de las utopías modernas, el último encuentro de las grandes nociones generosas de nuestro tiempo —la igualdad, la solidaridad, la liberación individual y colectiva—, con mujeres y hombres que las encarnaron.
La pertinencia del Che Guevara para el mundo y la vida de hoy, reside en la actualidad de los valores de su era; yace en la relevancia de las esperanzas y los sueños de los años 60 para un siglo huérfano de utopías, carente de proyecto colectivo y desgarrado por los odios y las tensiones propias de la homogeneidad ideológica sin falla.

Su instante de fama sobrevive al Che, y él su vez le otorga luz y sentido a ese momento cuya memoria empalidece, pero aun perdura.

BOLIVIA. 1967.

El país donde el Che Guevara se proponía encender la fogata de la revolución latinoamercana ya no era el que él conoció en 1953. La crónica inestabilidad política cedía provisionalmente el paso ante una incipiente y efímera institucionalización, amplificada por la elección más o menos democrática de René Barrientos a la presidencia en julio de 1966. La estrecha vinculación con Estados Unidos, nacida de la misión de Milton Eisenhower en 1953, cuando el Che deambulaba por los valles y picos andinos, se había traducido en una relación cercana, de ayuda y complicidad.

Para mediados de los años sesenta, la asistencia militar norteamericana era, en términos per cápita, la más elevada de América Latina y la segunda del mundo después de Israel. Más de mil oficiales bolivianos transitaron por la Escuela de las Américas de Panamá. A tal punto se fortaleció la cooperación entre ambos ejércitos que Barrientos solicita un avión de la fuerza aérea norteamericana para iniciar un paseo por Europa, el pedido fue atendido de manera expedita por la embajada de Estados Unidos. Bolivia era un país típicamente subordinado a Estados Unidos, pero el nacionalismo de la revolución de 1952 le imprimía un sesgo particular a dicha sumisión.

Se trataba todavía, y más que nunca, de una nación pobre; después de Haití, la más atrasada y desamparada de América Latina, donde una gran cuota de la población vivía en zonas rurales, marginadas y miserables.
Pero era una miseria sui generis, a la mexicana; los campesinos habían recibido tierras gracias a la reforma agraria; los obreros pertenecían a sindicatos poderosos, prohibidos y rehabilitados con asombrosa frecuencia; los recursos naturales —principalmente el estaño, el antimonio y el petróleo—-fueron nacionalizados por la revolución; y las fuerzas armadas, siempre prestas a intervenir en el país y detentando el récord de pronunciamientos militares del continente, ostentaban un extraña mezcla de nacionalismo y conservadurismo pro americano reminiscente del Brasil.

El Movimiento Nacionalista Revolucionario de Víctor Paz Estenssoro se había retirado del gobierno; la Central Obrera Boliviana (COB) de Juan Lechín se mantenía en la oposición; la sociedad civil boliviana conservaba un vigor y una diversidad de las que pocas otras podían presumir en la región.
Por último, la llegada a la presidencia de Barrientos, hombre de la tuerza aérea pero sobre todo iniciador y devoto partidario del Programa de Acción Cívica de las Fuerzas Armadas, reflejaba una peculiaridad boliviana adicional. Desde 1952, la coexistencia del viejo ejército formado a principios de siglo por los alemanes, y de las milicias campesinas y obreras surgidas de la revolución, se tradujo en una íntima imbricación entre militares y caciques campesinos, involucrados en el reparto de tierras. A partir de la creación de la Alianza para el Progreso, la Acción Cívica “le permitió a las fuerzas armadas poder tomar la iniciativa política en las necesidades locales de la población; construcción de escuelas y caminos en las zonas rurales, por ejemplo”. Barrientos hablaba quechua con fluidez y gozaba de una verdadera simpatía entre los campesinos.

La complejidad de la vida política y cultural de Bolivia rebasaba entonces la visión caricaturesca que muchos cubanos tenían del país: una especie de república bananera encumbrada, provista de riquezas mineras, pletórica de pobres prestos a ser liberados por cualquier benefactor, proviniera de donde proviniera.
En particular, la importancia del factor indígena no obstaba para que prevaleciera un fuerte sentimiento nacionalista, cuya vigencia en el seno de las fuerzas armadas en particular daría al traste con muchas de las expectativas del Che Guevara.
El país ofrecía, además, una paradoja complementaria. Por un lado, existía un movimiento obrero altamente politizado, concentrado en las minas de estaño y antimonio, organizado en la poderosa Confederación (Central) Obrera Boliviana (COB), de inspiración de izquierda e incluso, en ocasiones, trotskista. Por su ubicación en la economía, a pesar de su carácter francamente minoritario, el sindicalismo minero ejercía una influencia desproporcionada en el país. En 1965, los mineros representaban apenas el 2,7% de la población económicamente activa, pero aseguraban el 94% del valor de las exportaciones, que a su vez constituían un altísimo porcentaje del producto nacional bruto: “30 000 mineros del estaño alimentaban a un país de cinco millones de habitantes”.

Pero por otro lado, la debilidad de la izquierda en su conjunto también era palpable. Desde la revolución de 1952, había visto socavadas sus bases. El Partido Comunista, los grupos maoístas, las organizaciones civiles, si bien no pasaban desapercibidas, se hallaban fuertemente divididas y peleadas entre sí.
Por ello la CIA, en un informe secreto de 1966, catalogaba a Bolivia como el país “en peligro” menos susceptible de atestiguar un alzamiento revolucionario. Según la CIA, Bolivia figuraba en el último lugar de los nueve países donde prevalecía una inestabilidad suficiente para generar presiones conducentes a una intervención directa de los Estados Unidos.

Continuará…

Fuente: Periódico “Última Hora”. La Paz, 5 de octubre de 1997.

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