lunes, 24 de noviembre de 2014

Che Guevara: traicionado o no? Parte 11

Undécima parte, y final, del dossier basado en el libro “La vida en rojo”, de Jorge Castañeda, que cuenta la desafortunada aventura guerrillera del Che Guevara en Bolivia.

Eleventh and final part of the dossier based on the book “The life in red", of Jorge Castañeda, that narrates about the unfortunate adventure fighter of the Che Guevara in Bolivia.

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EL ESCRITOR Y FIDEL.

En realidad, Fidel poseía varios motivos adicionales para descartar esta eventualidad. El dilema de fondo no yacía en el fracaso, sino en el éxito: ¿qué hacer con el Che si se le rescataba de un nuevo lance?
Sería la tercera vez en tres años: Salta, de la que se salvó por la demora en partir y la rápida eliminación del foco; el Congo; y ahora Bolivia.

A Fidel se le presentaría nuevamente un conflicto desgarrador: diseñar una alternativa entre la muerte y la rendición/residencia/resignación en Cuba de su compañero de armas. El guerrillero perenne tendría que ser convencido de que su nueva empresa había concluido. Y aceptando que el Che se dejara persuadir, seguiría pendiente el problema de siempre: ¿cuál sería el siguiente paso, después del regreso a Cuba?

De haberse contemplado con seriedad la opción de un salvamento, es probable que Fidel Castro hubiera resuelto que un Che mártir en Bolivia servía más a la revolución que un Che vivo, abatido y melancólico en La Habana. Uno permitía crear un mito, avalar decisiones cada día más engorrosas, construir el martirio emblemático que la revolución requería para colocarlo en el panteón de sus héroes, al lado de Camilo Cienfuegos y Frank País. El otro implicaba discusiones eternas, tensiones y disensos, todos sin solución, y al final del camino, una secuela semejante si no es que idéntica.

Fidel no mandó al Che a morir a Bolivia; tampoco lo traicionó ni lo sacrificó: sencillamente permitió que la historia corriera su curso, con plena conciencia del destino al que conducía. No hizo; dejó hacer.

Al cúmulo de evidencias que abogan a favor de esta hipótesis, habría que agregar dos elementos.
El primero es posterior a la muerte del Che: en 1968 los cubanos envían una misión de rescate a Venezuela, de donde logran extraer a 24 guerrilleros cercados, incluyendo a Arnaldo Ochoa, fusilado 21 años después. Salen a través del Brasil, gracias en parte al apoyo del Partido Comunista de ese país.
En segundo lugar, conviene verter al expediente la extraña experiencia de François Maspéro, el editor francés que ya desde entonces gozaba de una gran cercanía con los cubanos, y que viajó dos veces a Bolivia en aquella época, en parte para tratar de ver a Debray en la cárcel de Camiri, en parte por encargo de los cubanos. Volvió de La Paz justo a tiempo para asistir a un gran encuentro cultural en La Habana en verano, y a la celebración del 26 de julio en la Sierra Maestra. Allí, al tocarle su turno de saludar a Fidel, a quien ya conocía y que tenía pleno conocimiento de su misión a Bolivia, responde con un “mal” irreverente a la pregunta del comandante sobre la situación en el país que venía de visitar. Pero nunca será convocado por Fidel para informarle: no quería saber más de lo que sabía; por ello también, sin duda, los cubanos evitarán una visita de Mario Monje en esos mismos días; prefirieron dejarlo varado en Chile que lidiar con él en Cuba.

Esta actitud corrobora las impresiones de dos testigos que compartieran las horas inmediatamente posteriores a la muerte del Che con Fidel Castro. Uno de ellos, Pepe Aguilar describe a un hombre obsesionado por convencer a la familia directa del Che en la Argentina de su muerte. Lo agobiaba el dilema de poseer información de Bolivia, a través de varios virtuales agentes cubanos —Antonio Arguedas, Gustavo Sánchez, Carlos Vargas Velarde— que confirmaban la muerte, pero que no podía utilizar para persuadir a Ernesto Guevara Lynch del fallecimiento de su hijo. Ambos retratos muestran a un personaje que, si bien dolido por la pérdida de su compañero de mil batallas, se había resignado tiempo atrás al desenlace inevitable de la epopeya.

GRANDES FINES, ¿POCOS MEDIOS?

La otra explicación, construida sobre el impresionante cúmulo de errores y malentendidos sucedidos en Bolivia y en Cuba, también encierra una fuerte dosis de credibilidad. La ineptitud del aparato cubano y de los colaboradores de Guevara; las confusiones teóricas de Guevara, la insensibilidad de Fidel Castro hacia los comunistas bolivianos, la irresponsabilidad de los reclutas y reclutadores en Bolivia son, todos ellos, elementos que configuran la característica esencial de la hazaña: la increíble desproporción entre fines y medios. Como prendas bastan tres botones.

En primer lugar, el Che no dudó de que el conflicto que pretendía encender se internacionalizaría de manera vertiginosa. Al verse rebasado el ejército, solicitaría ayuda a sus vecinos, sobre todo a la Argentina, y a Estados Unidos. Esto le impondría una connotación nacional a la guerra, creando los dos y tres famosos Vietnam, y arrastrando hacia el bando revolucionario a fuerzas bolivianas indecisas o recalcitrantes, enajenadas por el intervencionismo yanqui.
Nada más lejano a la realidad: con la excepción de montos reducidos de armamento, alimentos y material, del puñado de agentes de la CIA ya mencionados, y de la veintena de boinas verdes encabezadas por Pappy Shelton que entrenaron al Batallón de Rangers de la Octava División, la injerencia externa en el conflicto fue limitada en tiempo y forma.

Gary Prado y los militares bolivianos subestiman la importancia en los márgenes de la ayuda norteamericana; con seguridad ésta hubiera crecido de haber resultado necesaria. Y es cierto, como lo afirma Larry Sternfield, que la renuncia inicial de los bolivianos de enfrentar a la guerrilla fue revertida en gran parte por los norteamericanos. Sin duda Estados Unidos le fortaleció su espina dorsal a Barrientos. Pero al Che lo derrotaron las fuerzas armadas bolivianas, asistidas por una potencia imperial que pudo lograr su cometido sin comprometerse mayormente. Si Guevara pensó que Estados Unidos se vería enfrascado en un embrollo del tipo de Vietnam, se equivocó; si creyó que permanecería pasivamente en los pasillos, tampoco acertó.

Segundo ejemplo: la selección del personal. Proliferaron los desastres, los abandonos, los incumplimientos y la incompetencia. Papi Martínez Tamayo, Tania, Renán Montero, Juan Carretero (Ariel), Pinares (Marcos), Vital Acuña (Joaquín), Arturo Martínez Tamayo (el hermano de Papi encargado de la radio que nunca pudo operar) y varios más, cuidadosamente escogidos por el Che y el aparato en La Habana, simplemente no funcionaron. Su abnegación y valor no compensaban su absoluta inadecuación a las tareas encomendadas. Su impericia superaba cualquier cálculo: si la misión sólo era posible con ellos, había que abortarla.

Tercera prenda: la improvisación y los desencuentros con el Partido Comunista. A final de cuentas, lo que los cubanos pudieron reprocharle es haberse opuesto al estallido de un foco guerrillero dirigido por el Che Guevara en su país —una posición perfectamente natural, en vista de sus antecedentes y posturas—. Pero haber pensado que Monje era partidario de la lucha armada, y que se sumaría al foco contra la mayoría de la dirección, o que la fracción procubana del partido acarrearía consigo a la parte preponderante de la organización, constituía una típica fantasía del equipo de Manuel Piñeiro.
Esperar que los cuatro cuadros semimilitares del PCB en Bolivia, aunados a los jóvenes adiestrados en Cuba, junto con los dirigentes de la juventud como Loyola Guzmán, podrían arrastrar a la guerrilla al resto del partido —y en particular a su magra masa minera—, representaba un desvarío mayor, pero recurrente en los anales de la historia de la izquierda en América Latina.

En vista de tales grados de improvisación e ineptitud, no debe sorprender la reacción inoportuna, rezagada o fútil ante sucesos adversos. Como lo subraya Gustavo Villoldo, el principal operador de la CIA en Bolivia en esos meses: “Lo que pasa es que todo fue muy rápido. Fidel en La Habana no sabía los activos que teníamos nosotros dentro del país y tenía miedo de crear otra cosa que pudiera ser también identificada por los grupos nuestros. Entonces eso lo aguantó a él a tomar una iniciativa para ayudar al Che. No porque haya habido un cisma, ni haya habido división, o problemas entre La Habana y el Che. No, sencillamente, les falló el sistema y al fallarles el sistema no supieron qué hacer. En esos casos o eres muy agresivo o no haces absolutamente nada y él optó por no hacer nada. Muy agresivo hubiera sido, por ejemplo, haber tirado por aire gente en la zona de operación, o haber tenido un plan de comunicación alterno que pudiera haber activado. Eso te demuestra que no había ese grado de profesionalismo en el montaje de la operación”.

Ni los cuadros, ni el aparato, ni la dirigencia cubana se encontraban a la altura de una tarea del calibre de la que se había impuesto a instancias del Che, o si se prefiere, para darle una salida al Che.
De la misma manera que en el Ministerio de Industrias, Guevara exigió demasiado de los demás —de la revolución, de los habitantes de Cuba, de la economía isleña, de la URSS— ahora también pedía mucho. Sus compañeros se propusieron complacerlo. Los rebasó la magnitud del intento, sobre todo en su dimensión más ambiciosa y vital: compartir tácitamente el destino crístico que habitaba al Che Guevara.

Como en toda tragedia, el destino trágico del Che estaba escrito. La muerte lo alcanza, esa mañana de octubre en La Higuera. Allí comienzan la resurrección y el mito que le brindarán la paz eterna al rostro despejado de la batea de Vallegrande.

Fin del dossier

Fuente: Periódico “Última Hora”. La Paz, 5 de octubre de 1997.

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