sábado, 20 de diciembre de 2014

Confundiendo el amor de pareja con el maternal

Este es un caso de triste confusión de amor dentro de una pareja en que la codependencia es llevada hasta un extremo patológico y destructivo.

This is a case of sad confusion of love inside a couple in that the co dependence is taken until a pathological and destructive limit

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Verónica lleva seis años de casada y antes estuvo cuatro de novia. Tiene una hija de dos años y trabaja como arquitecta en una reconocida empresa de construcción. Ella siempre ha sostenido económicamente el hogar porque su esposo no ha podido establecerse en ningún trabajo.

Intentó montar algunos negocios, pero todos fueron un fracaso. El hombre es un tanto idealista y no quiere emplearse porque, según él, "no nació para eso". Dejó la carrera de derecho cuando estaba en tercer año y no ha querido continuar estudiando pese a los ruegos e insistencias de su familia y de Verónica, que se comprometió a pagarle el resto de la carrera.
Él aduce que quiere hacer otras cosas, pero cuando ella le pegunta qué le gustaría hacer, no hay respuesta o aparecen vocaciones nuevas, inesperadas y totalmente imposibles de alcanzar, como la de criar caballos de carrera.

La joven anda abatida todo el día, (pues él) duerme hasta tarde, no es amable con ella, no se hace cargo de los quehaceres domésticos y es especialmente exigente con la comida y la ropa. Además, a veces sale de juerga y no llega hasta el alba, lo que le produce a Verónica una angustia tremenda, que la ha llevado en más de una ocasión a buscarlo en los hospitales o a llamar a la policía pensando lo peor.

El hombre cada día consume más alcohol y es más agresivo. La última vez la empujó contra un mueble y le lastimó la espalda. Aun así, ella, religiosamente, todos los días lee el periódico y subraya las solicitudes de empleo disponibles, con la esperanza de que él aplique a alguno.

La primera consulta con ella se desarrolló así:"Vengo por mi esposo... El pobre está pasando por un momento difícil. Quiero ayudarlo; él no sabe que estoy aquí porque no cree en los psicólogos. Había pensado en que usted se hiciera pasar por un amigo de mi padre y nos visitara un día. He querido que vaya donde un profesional, pero cuando le digo esto me grita y amenaza con matarse. Tengo miedo de que haga una locura...".

No tenía límites. No sólo pretendía que yo me disfrazara (un psicólogo enmascarado como si fuera “el Zorro” no funciona), sino que hacía caso omiso de su propio padecer. Durante la hora de consulta, nunca hizo mención a su propio agotamiento, su evidente estrés o la posibilidad de mejorar su calidad de vida.

Desde los diecisiete años. Verónica se está haciendo cargo de un hombre que no ha puesto ni un ápice de su parte para tratar de hacerla feliz o al menos tener una coexistencia pacífica y digna. Ella vive más para su marido que para su hija, y sus ambiciones personales no son otra cosa que una prolongación de las angustias y aspiraciones de él.
Cuando algunas pocas veces logra pensar en sí misma, se siente egoísta y culpable.

Al igual que millones de mujeres en todo el mundo, está convencida de que no debe interponer sus necesidades a las de su familia. No se siente feliz y realizada con el sacrificio diario de vivir con su pareja, pero lo ama y está convencida de que ese sentimiento justifica estar a su lado en la buenas y en las malas (así las "buenas" no se vean por ninguna parte).

El hombre/niño o el hijo/marido que Verónica adoptó no ayuda a que lo ayuden. Y quizás esto último sea un punto clave que se debe tener en cuenta cuando haya que tomar alguna decisión afectiva: si tu pareja necesita ayuda, pero se niega a recibirla, es decir, no te toma en serio y no le importa tu sufrimiento, ya no hay nada qué hacer.

¿Hay que aceptar y patrocinar una relación como la de Verónica? ¿Con qué argumentos? Me sorprende cómo, en ocasiones, la cultura ve con buenos ojos este tipo de sacrificio obsecuente y maternal, a pesar de que su conducta consecuente sea casi siempre la explotación y el maltrato psicológico. La mujer/nodriza es considerada desde la antigüedad como un dechado de virtudes: hada del hogar, madre educadora, maestra de maestros y artífice de un amor que promulga la sacralización del sacrificio.

La verdadera maternidad, es decir, la que no está dirigida a la pareja sino a los hijos, ha resistido las más acérrimas críticas, incluso de las feministas, y sigue siendo para muchas mujeres motivo de realización personal. Lipovetsky en su libro “La tercera mujer” dice: En un momento en que las mujeres ejercen cada vez más una actividad profesional, en que los nacimientos se eligen, en que el tamaño de la familias se reduce, las tareas maternas se contemplan menos como una pesada carga que como un enriquecimiento, menos como una esclavitud que como una fuente de sentido, menos como una injusticia que recae sobre las mujeres, que como una realización...

Pero una cosa son los hijos y otra la pareja.

Trasladar de manera mecánica ese amor biológicamente determinado a la pareja produce una distorsión afectiva conocida como "maternalismo" o "paternalismo". He visto mujeres muy inteligentes tratar de aparentar lo contrario para no contrariar el narcisismo de su pareja.

¿No sería mejor vivir con la verdad a cuestas?
¿Por qué una mujer debe sentirse orgullosa de los éxitos de su pareja y no a la inversa?

No obstante, la experiencia clínica me ha enseñado que muchas "nodrizas" superan más fácilmente la pérdida de su hombre/hijo que al revés.

Es posible que más allá del alboroto y la parafernalia, las mujeres codependientes añoren quedarse solas y libres del varón exigente. La conocida frase de Margaret Mead adquiere un especial significado en estos casos:"Cuando los hombres pierden a su mujer, se mueren. Cuando las mujeres pierden a su marido, sencillamente siguen cocinando".

Fuente: Walter Riso: "Los límites del amor. Hasta dónde amarte sin renunciar a lo que soy".

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